martes, 11 de julio de 2017

CAPITULO PRIMERO

CAPITULO PRIMERO





CAPITULO PRIMERO

 


REORGANIZACIÓN

Y
RECONSTRUCCIÓN


 


§ 110.

LA
RESTAURACIÓN POLÍTICO-ECLESIÁSTICA EN
FRANCIA
 
 
1. El
resultado de la Ilustración, la revolución y la secularización en Francia había
supuesto un grave debilitamiento de la vida religiosa y la casi completa
destrucción de la organización eclesiástica.
 
El panorama
no podía ser más desolador: sedes episcopales huérfanas o provistas por obispos
ilegítimos, parroquias vacantes, falta de unión entre el pastor y las ovejas,
falta de atención pastoral al pueblo, desorden en múltiples campos, inseguridad
interna.
 
La tarea más
urgente de la época era la restauración religiosa. Pero, sin contar con la base
de una buena organización eclesiástica, las perspectivas eran escasas. El cambio
interno de la situación espiritual descrito (§ 109) no podía propagarse
ampliamente sin esta organización; las células aisladas no podían llegar a
constituir un organismo.
 
2. Fue mérito
del destructor de los Estados de la Iglesia, el primer cónsul, Bonaparte
(1769-1821), haber ofrecido su ayuda para la creación de esas bases.

 

Napoleón
Bonaparte

no era un
hombre de fe cristiana sólida ni sentía la menor atracción por la Iglesia. Al
contrario: como defensor de la Ilustración, era completamente relativista en
materia religiosa y galicano en cuestiones político-eclesiásticas, y, por lo
mismo, defensor acérrimo de la omnipotencia del Estado. Pero poseía, a la vez,
una buena dosis de realismo político. Al advertir que el ordenamiento
eclesiástico y la piedad eran necesarios para el bien del Estado francés,
comenzó a adoptar una postura netamente favorable, prestando su apoyo decidido.
 
3. Por eso,
aunque los motivos que le llevaban a adoptar esta actitud no eran de una gran
calidad cristiana e incluso encerraban graves peligros para la Iglesia,
Bonaparte estableció relaciones con el nuevo papa Pío
VI
(1800-1823), que llevaron al famoso Concordato del 15 de julio de
1801 (que se mantuvo vigente hasta la separación de la Iglesia y el Estado en
Francia el año 1905).
 
Se produce
este hecho significativamente al
comienzo del siglo XIX, un siglo que en ciertos aspectos había de convertirse en
el «siglo de los concordatos». En este solo acontecimiento se
manifiesta ya el gran cambio que
distingue al siglo XIX del anterior: el papado, el hasta entonces ignorado
centro «extranjero» de la Iglesia, vuelve a ser una realidad con la que hay que
contar: «Trate usted al papa como si tratase con una potencia que tiene tras de
sí 200.000 bayonetas» (Bonaparte a su delegado en Roma).
 
4.
Enumeraremos algunos puntos del contenido del Concordato: se reconoce a la
religión católica como confesión de la «gran mayoría» del pueblo francés y,
dentro de las normas policiales vigentes, se permite libremente el culto
público. Se procederá a una nueva delimitación de las diócesis (sesenta, de
ellas diez arzobispados), que habrán de ser nuevamente provistas (los límites de
las diócesis fueron fijados definiti­vamente por la Bula de circunscripción de
1802). El nombramiento era competencia de Napoleón, a quien los obispos debían
jurar fidelidad, y la provisión canónica
competencia del papa. El nombramiento de los párrocos
requería la previa
aprobación estatal. En relación con el patrimonio eclesiástico enajenado, se
reconoce el hecho de la secularización, y por parte del Estado se promete al
clero un estipendio adecuado.
 
5. Ni
Bonaparte ni los cuerpos legislativos franceses se contentaron con los grandes
privilegios conseguidos por el Estado. Lo que se pretendía era un galicanismo
pleno. Expresión de estas pretensiones fueron los famosos
Artículos orgánicos,
que Napoleón
añadió por su cuenta al texto del Concordato (8 de abril de 1802). Tales
«artículos» dejaban a la Iglesia de Francia completamente cerrada al exterior
(la publicación de los documentos pontificios requería la aprobación previa del
Gobierno), mientras en el interior quedaba
completamente a merced del Estado. Hasta
los profesores de teología se
veían obligados a aceptar los cuatro artículos, tristemente célebres, de 1682 (§
100). Revivía la teoría conciliarista, perfectamente explicable dentro de un
galicanismo encarnado en el absolutismo de las iglesias nacionales del Estado.
 
6. Tales
ideas se manifestarán poco después con una brutalidad increíble, tal como hasta
ahora sólo se había visto en la lucha de Felipe IV
contra Bonifacio VIII (1303). El papa se vio
obligado a coronar emperador
a Napoleón[1]
(1804) sin recibir nada a cambio. Cuando el papa comenzó a ofrecer resistencia a
las injerencias intraeclesiásticas de Napoleón, no
autorizando su divorcio de Josefina y
oponiéndose a participar en la guerra
contra Inglaterra, el emperador se
apoderó de los Estados de la Iglesia (1809),
poco después de la bula que excomulgaba a todos los «usurpadores
de los
Estados de la Iglesia»; hizo prisionero más tarde al papa, intentó obligar a los
cardenales a que se sometiesen a su voluntad, teniendo éxito con algunos. En
1810 declaró los cuatro artículos galicanos como ley imperial y reunió un
concilio nacional francés, hizo trasladar a Francia, a Fontainebleau, a través
de los Alpes, al papa enfermo (1812) y le acosó de un modo mezquino, molesto y
agotador. Aparentemente el éxito estuvo de parte del violento y desconsiderado
Napoleón, quien forzó la firma de un nuevo Concordato (1813), en el que no sólo
se entregaban a Napoleón la iglesia de Francia y los Estados Pontificios, sino
que, además, el papa tenía que acceder a que las autoridades de la curia se
trasladasen al lugar donde residiese Napoleón. En resumen: este Concordato
significaba nada menos que un nuevo Aviñón, todavía más duro que el anterior.
Pío VII revocó aquel mismo año su aprobación a este segundo Concordato, que la
caída de Napoleón impidió, por otra parte, que surtiese efectos en la práctica.
Con su falta total de consideración y de mesura, el comportamiento de Napoleón
sólo contribuyó en sentido favorable al papado. Pío VII se convirtió en el
mártir heroico y el vencedor moral del que había dominado y hecho temblar al
mundo. Entre todos los pueblos y soberanos de la época, el papa adquirió un
extraordinario prestigio, factor importantísimo del nuevo desarrollo de la
conciencia católica y del prestigio de la Iglesia durante los primeros decenios
del siglo XIX.
 
7.
Desgraciadamente el estatalismo eclesiástico, que tan violentamente se había
manifestado en Francia, se convirtió, tras la caída de Napoleón, en modelo del
resto de Europa. En el Congreso de Viena (1814-1815) y en la publicación de una
serie de concordatos (Baviera; los gobiernos de la «provincia eclesiástica del
alto Rin», instituida por la Santa Sede en 1821, con la «Pragmática
eclesiástica»; cf. § 111) se actuó de acuerdo con este espíritu y siguiendo este
mismo método. No obstante, el Concordato francés favoreció finalmente a la
Iglesia y constituyó una verdadera encrucijada para la evolución de la historia
de la Iglesia en Francia, tanto en el aspecto positivo como en el negativo.
Puntos favorables: a) la
Iglesia de Francia volvió a existir de nuevo;
b)
el artículo tercero determinaba
que todos los obispos existentes en el país (había 131, de ellos 81 habían sido
expulsados por la revolución) debían dimitir; si se resistían, el nombramiento
del nuevo obispo debería realizarse sin tener en cuenta esa resistencia. La
protesta de un pequeño número de obispos (petite
église)
se fue extinguiendo sin conseguir eco. La nueva regulación (art.
2), realizada con plena autonomía por Roma, de los límites de las diócesis de un
gran país que poseía una antiquísima tradición independiente y la pretensión de
obligar a todo el episcopado del país a renunciar a su cargo sin mediar antes un
proceso canónico, es decir, «la supresión centralista de toda la jerarquía
francesa y la implantación de una jerarquía totalmente nueva», dentro de la cual
Roma llegó a aceptar incluso doce obispos cismáticos, era un hecho que carecía
de precedentes en la historia (Hergenróther). En tal aspecto este Concordato da
carácter a todo este siglo, en el cual el sistema pontificio había de llegar a
su plenitud en la dirección definida por el Vaticano I. También en esto, aunque
sin pretenderlo, la gigantesca destrucción de la Iglesia llevada a cabo por la
revolución y por las iglesias nacionales condujo al final a la unidad de la
Iglesia.
 
Por encima de
este tan sustancial beneficio no sería legítimo olvidar el procedimiento seguido
con la jerarquía francesa, procedimiento revolucionario en el sentido histórico
y de graves consecuencias para la misma jerarquía e incluso para la validez del
episcopado en general. Nos encontramos en un momento de cambio radical y
violento dentro de la misma Iglesia, un cambio realmente histórico. El
galicanismo eclesiástico propiamente dicho quedó mortalmente tocado en virtud de
las medidas típicamente galicanas de Napoleón y en el camino del absoluto
centralismo papal del Vaticano I, quedando así establecido un jalón importante
para el futuro.
 
8. La
retribución del clero por el Estado era algo completamente nuevo. Por medio de
los concordatos que se firmaron más tarde con Alemania, esa retribución se
convirtió en un elemento importante de la historia de la Iglesia en la Edad
Moderna. De hecho, esta retribución estatal hizo que el clero viniese a depender
nuevamente del Estado. Pero en las repetidas crisis del siglo XIX el clero salió
airoso de la dura prueba que esto suponía. El principal motivo debemos buscarlo
en la creciente concentración de todas las fuerzas eclesiásticas en Roma y en el
afianzamiento de esta dirección central, en la progresiva separación de las dos
entidades Iglesia y Estado y en la concepción cada vez más religiosa de la
Iglesia y de su gobierno. La fidelidad del clero a los principios fundamentales
de la Iglesia frente a las crecientes fuerzas centrífugas de los Estados
nacionales constituye una apología del creciente centralismo eclesiástico. En la
exposición ulterior de la historia de la Iglesia durante los siglos XIX y XX
tendremos noticia de las múltiples y decisivas medidas tomadas por este
centralismo eclesiástico para robustecer la vida de la
Iglesia.
 
Por otra
parte, el centralismo solo no constituye la plenitud de la Iglesia. De hecho, el
centralismo hizo retroceder ciertas energías eclesiales de la periferia, que
luego se volvieron a reactivar poderosamente por obra de Juan XXIII y del
Vaticano II. Sólo una concepción puramente pragmática de la vida de la Iglesia
se atrevería a ignorar lo dicho y a negar tanto la «necesidad» histórica como la
fecundidad teológica de este desarrollo que llevó al centralismo pontificio.
 
§
111. EL CONGRESO DE VIENA
Y LA REORGANIZACIÓN DE
LA IGLESIA
EN EUROPA
 
1. El
Congreso de Viena (1814-1815) tuvo fundamental importancia para la
reorganización política europea después de la caída de Napoleón. Desde el punto
de vista de los intereses de la Iglesia hemos de destacar tres factores: a)
la oposición a las conquistas políticas de la Revolución francesa, de la
secularización y de las guerras napoleónicas; b) el estatalismo
eclesiástico[2];
c) el prestigio personal de Pío VII y su cualidad de soberano secular.
Los dos primeros factores actuaban en la misma dirección. El interés de la
Iglesia únicamente se tuvo en cuenta en la medida en que la religión o, más
concretamente, la Iglesia católica pareció necesaria e imprescindible como apoyo
del orden político. Dicho con otras palabras: el Congreso de Viena tan sólo
quería una restauración política.
 
Partiendo de
esta idea de restauración se devolvieron al papa los Estados de la Iglesia, con
ligeras modificaciones fronterizas. No se dijo, sin embargo, ni una sola palabra
sobre la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia ni de los señoríos
secularizados. Era una actitud similar a la de Napoleón, pero sin el
imperialismo desenfrenado de éste; la «Santa Alianza» apenas fue otra cosa que
un arabesco bien intencionado al servicio de la Restauración.
 
2. Esta
situación llegó a ser de importancia fundamental para la historia de la Iglesia
durante los siglos XIX y XX y por ello conviene mantenerla en el recuerdo. Se
trata de una situación que descansa esen­cialmente en la idea generalmente
aceptada y cada vez más activa del Estado nacional y muy pronto nacionalista. El
poder político autónomo de la Iglesia quedó aniquilado, no pasajera sino
definitivamente, por la revolución y la secularización. Era normal que surgiese
la idea de negarle también su actuación sobre la opinión pública. En el Congreso
de Viena, inmediatamente después del tremendo peligro al que habían escapado
Europa y sus príncipes, todas las fuerzas que simpatizaban con el pasado se
encontraban de antemano en la posición más favorable. El hecho de que por parte
de la Iglesia se consiguiese tan poco hay que atribuirlo a la declaración de la
legitimidad de la secularización.
 
Quiere decir
esto que, en su oposición a la Iglesia, los Estados siguen dominados —lo mismo
que desde el comienzo de la gran lucha contra el papado— por la idea de la
iglesia estatal, y de esta raíz brota también la actitud que la Iglesia adopta
durante el siglo XIX frente al Estado. Será una época de intromisiones del
Estado en la Iglesia, a las que tendrán que oponerse cada una de las iglesias
mediante la resistencia pasiva, y desde Roma, condenando las correspondientes
doctrinas erróneas, que, por su parte, contribuirán a despertar la conciencia
eclesiástica en cada uno de los pueblos, especialmente en Alemania. La misma
tensión, sólo que con distinto ropaje, se manifestó también en la situación
especial de los Estados de la Iglesia.
 
3. Tanto los
esfuerzos hechos por el Secretario de Estado, cardenal Consalvi († 1824),
para llegar a un concordato general con toda Alemania, como los hechos por el ex
canciller Dalberg (representado por la importante figura del vicario general de
Constanza, Ignacio Enrique, barón de Wessenberg, 1774-1860) para implantar una
especie de iglesia nacional alemana, fracasaron. Las tendencias egoístas de los
diversos príncipes, que de nuevo empezaban a moverse con energía, sólo
permitieron un arreglo particular con cada uno de ellos. Tras años de
negociaciones, durante los cuales la sombría situación de los católicos alemanes
se fue haciendo cada vez más insoportable[3],
se firmaron por fin una serie de concordatos aislados o de tratados de tipo
concordatario: Concordato con Baviera en 1817 (al que se añadió en 1918 un
edicto restrictivo sobre la religión); las bulas Provida solersque de
1821 y Ad dominici gregis de 1827 para la provincia eclesiástica del alto
Rin (Würtemberg, Baden y los tres Lánder de Hesse; puede añadirse la «provincia
eclesiástica», exclusivamente estatal, a propósito de la cual surgió la disputa
con la curia, que duró hasta pasado 1830); la bula De salute animarum
para Prusia (1821) y la destinada a Hannover en 1824.
 
Prescindiendo
de las disposiciones particulares, tienen significación fundamental en estos
concordatos los puntos siguientes:
 
a) La Iglesia
de cada uno de esos países comienza nuevamente a vivir de una manera organizada.
 
b) En virtud
de los concordatos, que son tratados pertenecientes a la esfera del derecho
internacional, los Estados modernos posteriores a la Revolución francesa
reconocen al papado como poder soberano. Este reconocimiento penetró hondamente
en la conciencia de los pueblos europeos por el gran número de acuerdos de
derecho público que se firmaron, lo que tuvo gran importancia para el futuro. La
Iglesia, reconocida ahora como soberana, no era la Iglesia políticamente fuerte
del pasado, sino un poder casi puramente espiritual. Estos tratados tuvieron una
importancia inestimable para la aclaración de este concepto y para su
reconocimiento progresivo, aunque lento, en la política activa, especialmente
dentro del poderoso sentimiento nacional y nacionalista que perdurará a lo largo
de todo el siglo XIX.
 
c) Todo ello
tiene especial relieve si tenemos en cuenta que el comportamiento de los
partidos opuestos está totalmente dominado, como ya hemos dicho, por la idea de
la iglesia estatal. Es necesario subrayar aquí que, en los Estados católicos
—Baviera y Austria—, este espíritu se manifestó de una forma mucho más virulenta
que, por ejemplo, en Prusia.
 
d)
En ningún Estado surgen intentos de influir sobre el juego de fuerzas
internas de la Iglesia, es decir, de favorecer desde el poder las tendencias
episcopalistas, siguiendo, por ejemplo, las ideas de Dalberg y Wessenberg. Esto
tuvo gran importancia para la tranquila configuración de un fuerte centralismo
papal. Las ideas josefinistas y febronianistas, vivas en Baviera y en Austria,
no constituyeron a la larga un obstáculo importante en este aspecto.
 
Hemos dicho
ya, por otra parte, que el episcopalismo que por entonces se defendía no
significaba una mentalidad contraria al sentir de la Iglesia o del papa, ni
mucho menos herética. La concepción mantenida por De Maistre quedó aislada. En
las facultades de teología católica de Alemania, al menos hasta 1830, el
episcopalismo fue la teoría dominante. La defendía el propio Móhler (§ 113),
defensor a ultranza de la unidad católica. Constituía una excepción el seminario
de Maguncia, en cuyas cátedras había colocado el obispo Colmar a profesores ex
jesuitas, que impartían una enseñanza de tipo curialista.
 
Por lo demás,
los resultados de tipo eclesiástico y religioso obtenidos por estos obispos, que
se consideraban eclesiásticamente independientes, a pesar de las dificultades
impuestas por las iglesias estatales, fueron valiosos. El juicio negativo
unilateral que antes privaba es ahora insostenible tras las investigaciones de
Sebastián Merkle y Enrique Schrór. La situación de la Iglesia en lo teológico y
en lo constitucional es distinta a la anterior y posterior al Vaticano I (§
114). Por otra parte, ese mismo concilio proclamó el poder inmediato de
jurisdicción de los obispos en sus diócesis.
 
§
112. CLASICISMO,
ROMANTICISMO
Y RESTAURACIÓN
 
Aunque la
significación histórica de la Ilustración y la Revolución francesa es un
fenómeno amplísimo y positivo, tanto la una como la otra constituyeron un acoso
por hambre y una violación terrible de las necesidades elementales que el hombre
siente hacia la religión y hacia la tradición. Estas situaciones provocaron una
reacción. La tremenda miseria intelectual y material de la época (el terror, la
emigración, las guerras) impulsaban también a seguir en esta lucha por el
cambio. La religión fue reconocida nuevamente como algo insustituible, como el
coronamiento de la vida. Las épocas precedentes a la revolución, sometidas a la
influencia religiosa, comenzaron a ser de nuevo admiradas y, sobre todo, volvió
a ser comprendida la época clásica de la Iglesia, la Edad Media. Esta nueva
actitud frente al fenómeno religioso no se quedó tan sólo en la vida privada o
en el ámbito puramente literario, sino que se intentó configurar la época en los
aspectos político y social de acuerdo con aquel modelo. Así surgió el
Romanticismo, que a su vez condujo a la Restauración.
 
Es evidente
que la reacción indicada no fue total; pero arraigó muy profundamente y fue lo
bastante extensa como para dar a la época un distintivo característico.
 
I. LA
TRANSFORMACIÓN INTELECTUAL Y RELIGIOSA
 
1. El
Romanticismo
tuvo para la Iglesia
una importancia extraordinaria, pues él fue precisamente el que otorgó la base
para la renovación eclesiástico-religiosa, al hacer que la nostalgia de la
religión y de la Iglesia se convirtieran en una realidad poderosa en la vida
pública. Muchos —y no sólo los pesimistas— pronosticaban el hundimiento de la
Iglesia como consecuencia de la pérdida sin precedentes de su influencia en los
más elevados estratos sociales, a pesar de que ya se había iniciado el
movimiento que atrajo nuevamente a la Iglesia a conocidos y famosos artistas y
hombres de cultura que le otorgaron notable relieve en la conciencia pública.
 
De hecho, en
algunos aspectos, esta radical transformación, esta victoriosa actuación de la
verdad desde lo más íntimo de sí misma, es como un milagro. La Iglesia, a la que
se habían asestado golpes mortales y de la que se afirmaba y se creía que estaba
muerta, no sólo estaba otra vez viva, sino que se convirtió de nuevo en uno de
los grandes poderes con el que era necesario contar, según lo hemos visto con
Napoleón.
 
2. Esta
transformación se produjo a partir de la misma Ilustración. No se trataba al
principio de algo específicamente católico, ni exclusivamente cristiano, sino de
un movimiento «religioso» general. Se respiraba una atmósfera nueva, opuesta a
la arrogante, árida y trivial, aunque intelectualmente rica, de la
«Ilustración». En la nueva atmósfera existía sensibilidad para el misterio en
todas sus formas. En su creación participa un conjunto de fuerzas de muy
distinto carácter: el metodismo inglés, los restos del pietismo de Renania y
Würtemberg, la insistencia de Kant en las categorías de lo moral y lo religioso,
categorías «prácticas» por encima del pensamiento racional, la religiosidad
sentimental de Rousseau, los diferentes brotes de clasicismo, nutridos de
sentimiento, religiosidad y sentido histórico, en Winckelmann († 1768, que, al
convertirse en 1755, había respirado la atmósfera católica en Roma), Klopstock y
Herder.
 
3. Es cierto
que las grandes creaciones de la literatura clásica alemana tienen en su
conjunto escasos rasgos cristianos. Pero su importancia es tan superior a la
sequedad total de la Ilustración, que su significación dentro del proceso que
describimos ha de destacarse de manera relevante. Las guerras de liberación y el
entusiasmo nacional que les acompaña muestran también importantes elementos
religiosos, según se manifiestan en los cantos a la libertad de E. M. Arndt, M.
v. Schenkendorf, Theodor Korner. Se
advierte una vinculación, a veces desmedida, por una parte con los restos del
pietismo, y por otra, con el nuevo despertar que entonces se produce.
 
4. En el seno
mismo del catolicismo[4],
la transformación, en la que también interviene san Alfonso María de Ligorio,
muerto en 1787 (cf. § 105), fue preparada e impulsada por hombres y grupos que,
en medio del racionalismo, habían conservado fidelidad a la Iglesia y auténtica
piedad, en la que sigue actuando la mística francesa del siglo XVII, y que, por
otra parte, en contraposición al estéril escolasticismo, habían trabado enérgico
contacto con el movimiento cultural y científico de la época.
 
Mientras en
Francia la transformación fue realizada fundamentalmente por una serie de obras
literarias que rompían violentamente con el pasado inmediato, según veremos más
adelante, en Alemania son una serie de «círculos» los que ponen las bases de la
nueva época. Podemos seguir la reconstrucción de la vida católica llevada a cabo
en la enseñanza superior, en las escuelas normales de maestros, en los
seminarios, en los contactos personales y epistolares entre miembros de la alta
sociedad y de las clases inferiores, en la literatura y en el arte. Estos
círculos se presentan como un encuentro de tendencias científicas, literarias,
ascético-místicas y pedagógicas. La piedad católica se halla en estos círculos
fresca y viva y es tomada en toda su importancia[5].
Existe en ellos una sociabilidad ejemplar, iluminada por el arte y por una
elevada espiritualidad expresadas con acierto literario. No se adopta una
actitud cerrada, sino que promueve un intenso diálogo con el presente y con el
pasado y un diálogo sostenido con admirable apertura frente al protestantismo. A
esto corresponde una multiplicidad de contactos, tanto literarios como
personales, que están por encima de las confesiones. En los numerosos
convertidos de estos círculos (la «familia sacra» de Münster, que rodeaba a la
princesa Gallitzin, † 1806, educada católicamente; Friedrich y Dorotea Schlegel,
† 1839; Friedrich Leopold, conde de Stolberg, † 1819, entre otros) no existía el
menor ápice de fanatismo; la mística y la filosofía sentimental protestantes
habían influido de manera importante (en el caso de la princesa Gallitzin, por
ejemplo) en el apartamiento del racionalismo y el retorno a la religión. En
estos círculos se manifiesta, consciente y plenamente comprendida, la riqueza de
la religiosidad del corazón.
 
5. Las
posibilidades de un determinado ambiente cultural son realizadas en cada momento
histórico por personalidades destacadas, cada una de ellas con sus específicas
características. En nuestro caso, las cosas no ocurrieron de distinta manera.
Una serie de figuras importante, llenas de fuerza espiritual creadora, cuyas
cualidades parecían responder a las necesidades de la época, fueron ejerciendo
su poder de atracción sobre los individuos y los grupos y llegaron a convertirse
en centro de un movimiento que a veces avanzaba a pasos agigantados. Aparte del
círculo, ya mencionado en varias ocasiones, de Münster, que rodeaba a la
princesa Gallitzin, son muy importantes el de Dillingen, el de Landshut y
Munich; en torno a Johann Michael Sailer, el de Viena; en torno a Clemente María
Hofbauer († 1820) y el de Maguncia,
con Joseph Ludwig Colmar, más tarde obispo de esa ciudad († 1818);
Bruno Liebermann, rector del seminario de Maguncia († 1844); Andreas Rás,
profesor en Maguncia († 1887) y obispo de Estrasburgo, los tres últimos
procedentes de la región franco-alemana de Alsacia.


 

a) Sailer[6]

es, en teoría y en la práctica, un realizador del cristianismo y, sobre todo, de
su piedad. La característica principal de su espiritualidad es fruto de una
perfecta vinculación del rigor y la suavidad, muy acordes con la
Imitación de Cristo,
que tradujo
al alemán. En Sailer hallamos una fuerte concentración en lo esencial y lo
espiritual, y, al mismo tiempo, una gran actividad religiosa («mejoramiento del
corazón»).
 
b)
Culturalmente no es Sailer una personalidad genial. A pesar de ello ejerció una
influencia importantísima y muy amplia, tanto en el espacio como en el tiempo.
¿A qué podemos atribuirla? En Sailer, al igual que en Fénelon, Móhler y Newman,
se destaca un factor elemental, un presupuesto indispensable del desarrollo de
la historia de la Iglesia, que fácilmente pasamos por alto al estudiar las
figuras clásicas de la Edad Media: el contacto fecundo con la vida de la época.
El Renacimiento demostró que la Iglesia no tiene por qué ser, unilateralmente,
la directora exclusiva de la cultura. Pero todas sus épocas de esplendor y todas
sus figuras sobresalientes dan testimonio de que la Iglesia sólo puede ser guía
de los pueblos mediante un encuentro profundo con la cultura y logrando
dominarla interiormente. La consigna es clara: estar a la altura de los tiempos,
dominar la cultura y ponerla al servicio de la Iglesia, es decir, luchar, desde
la plenitud católica, con las fuerzas de la época y hacerlas fructificar en
orden a la expansión del reino de Dios.
 
c) Actividad
de Sailer en el campo teológico: la Escolástica había caído en una total
esterilidad, como ya hemos dicho en diversas ocasiones, a consecuencia de su
bizantinismo dogmático y escolar y de su moral casuística. Faltaban en ese
momento los presupuestos necesarios para hacerla renacer desde sus fuentes más
auténticas del siglo XIII. Sailer acercó nuevamente la teología a las fuentes
llenas de vida de la Escritura y de los Padres. Esta desvinculación de la
teología del estrecho método escolástico constituía entonces una necesidad
objetiva. Únicamente por este camino se podía llegar a crear una «vida más
viva».
 
Pero esto era
también una necesidad táctica y precisa para lograr una acción fecunda. La
Ilustración había acabado por convertirse en incredulidad. Frente a ella, las
diferencias confesionales carecían de importancia. Las tradicionales
controversias antiprotestantes habían quedado superadas por la evolución de la
época, por lo que Sailer las rechazó contundentemente. Parecida era la
situación, muy bien conocida por Sailer, de la apologética católica. Frente a la
incredulidad no había que poner de relieve esta o aquella doctrina particular;
era preciso defender la revelación misma y su realidad, es decir, el elemento
cristiano común. El propio Sailer afirmó que la lucha contra la incredulidad era
el auténtico objetivo de su trabajo literario, que nada tenía que ver con el
indiferentismo. Es cierto que el frente común de protestantes y católicos creó
en aquella época una apertura supraconfesional tan amplia que se convirtió en un
peligro para los espíritus menos sólidos de ambas partes. Incluso algunos
discípulos de Sailer tropezaron en este obstáculo, entre ellos Matrin Boos (†
1825), fundador del movimiento renovador de Allgáu, que encontró, por diversos
motivos, graves dificultades con las autoridades eclesiásticas, un fenómeno que
acontece constantemente en la historia en los campos más diversos del espíritu
con la fuerza de una ley implacable de la historia: los epígonos interpretan
unilateralmente el principio creador del maestro.
 
d) Sailer era
un católico de pies a cabeza. Y dentro de su catolicidad, fue uno de los más
importantes formadores de sacerdotes. La gran línea de desarrollo del
catolicismo del siglo XIX no está caracterizada por los epígonos de Sailer,
sino, de un lado, por el contacto de Sailer con el Romanticismo, y de otro, por
la doble mediación de Bestlin († 1831) y de Hirscher († 1865) como enlaces con
la escuela católica de Tubinga. Ambos hechos contienen en germen el
florecimiento de la Iglesia alemana en el siglo XIX. También Sailer fue aquí el
hombre abierto: ensalzó, defendió, vivió y enseñó la mística. Pero no de un modo
unilateral, ni tampoco a la manera de la pseudomística de entonces. «No queremos
separar lo que Dios ha unido: la vida interior y la exterior, la fe y la
Iglesia».
 
Pertenecía
Sailer a esa categoría de espíritus capaces de realizar tal síntesis. Por eso no
se vio libre del destino de los espíritus interiormente libres de aquel tiempo,
objeto de las sospechas de sus correligionarios.
 
Sailer fue
motejado unas veces como «oscurantista» y otras como «ilustrado». En el fondo no
fue comprendido ni siquiera por un santo de la talla de Clemente María Hofbauer.
La santidad no es ninguna garantía de
inerrancia.
 
Desplegó este
profesor una actividad extraordinaria para que la Iglesia en la que él creía
recuperara, mediante su acción, el prestigio perdido de tiempos pasados. Partió
de la indigencia del tiempo y profundizó en sus necesidades, hasta llegar al
propio tiempo, que siempre es
tiempo de Dios. Luchó por una recuperación cristiana de la filosofía de la
época. Por eso era viva la teología que enseñaba.
 
A lo largo de
un cuarto de siglo fue Sailer el profesor más querido y venerado en su
Universidad de Landshut. Tal vez el último ejemplo de una facultad de teología
católica, que por su propia vocación y sus aportaciones científicas fue capaz de
caracterizar a una universidad (Merkle).
 
La
importancia de Sailer en la obra de la restauración católica del sur de Alemania
es incalculable: es el guía intelectual, el maestro religioso, el santo de
aquella hora de transición, que todavía hoy nos puede servir de indicador del
camino (Ph. Funk).

 

6. Francia:

A pesar de la
reacción y de la restauración, las ideas de
Rousseau y de Voltaire no estaban muertas. Ni el concordato ni la

restauración monárquica infundieron
suficiente valor a la conciencia

católica. El haber creado una atmósfera positivamente católica y haber

preparado y en parte llevado a cabo la
restauración de una vida católica

activa fue mérito de los seglares Fra
ngois
Chateaubriand, De Bonald
(† 1840), De Maistre y del religioso Lamennais.
 
La fama de su
labor está ligada a obras no exentas realmente de parcialidad, de errores de
método, pero llenas de una espiritualidad elevada, genial, y que de nuevo (como
en el siglo XVII) aparecen como obras maestras de la literatura, escritas con un
estilo arrebatador. La forma en que se presenta la verdad tiene siempre mucha
importancia y a menudo decisiva.


 

a)

Frangois
Chateaubriand († 1848; su obra
principal es el Genio del cristianismo,
1802) mostró que la Iglesia es el baluarte y suma de todos los
sentimientos elevados, de toda la verdadera humanidad y libertad e impulsora de
todo lo bello. Era éste un catolicismo auténticamente romántico, en cuya base
aparece un subjetivismo peligroso (por ser teológicamente inexacto), pero
desbordante de sentimiento[7].
Por eso precisamente fue tan eficaz: lo que produjo grandes efectos. Este
catolicismo hablaba de un modo directo al corazón, hacía impacto en la total
personalidad y acrecentaba la conciencia de sí mismo. El sentimentalismo de
Rousseau, tan vivo todavía, se encauzaba hacia la
Iglesia.
 
b) Joseph
de Maistre
(† 1821) se dedicó
sobre todo al estudio de las épocas en que la sociedad y la Iglesia constituían
una unidad. Lo mismo él que De Bonald
(† 1840) destacaron poderosamente el valor de la tradición: «Hay que
renunciar al espíritu del siglo XVIII y, sobre todo, no se debe pactar con la
nueva 'ciencia'. La situación anterior a la Revolución francesa demuestra que la
Iglesia es imprescindible para el Estado y para la sociedad». De esta manera
intenta De Maistre, en su libro Sobre el
papa
(1819), ampliar la validez de los dogmas católicos más allá del
ámbito de la teología, juzgándolos verdades sociales necesarias, «leyes
universales» del mundo. El método empleado era peligroso por su falta de
claridad y sus exageraciones. Sus ideas desmesuradas sobre el primado del papa
tenían una base política y no teológica. La argumentación histórica aducida era
más que insuficiente. Por eso De Maistre tuvo muy pronto adversarios: la escuela
de Tubinga, especialmente el joven J. A. Móhler (§ 117).
 
Pero el
objetivo, la necesidad de una nueva vinculación entre el papado y Francia se
describe de un modo tan enérgico, y la idea de la infalibilidad del papa aparece
tan magníficamente en toda su amplitud y belleza, que De Maistre puede ser
considerado uno de los más importantes precursores de la unidad de la Iglesia,
que culminaría en el Vaticano I. Su libro, con todo, produjo efectos de sentido
contrario, es decir, favorables al galicanismo, debido a sus afirmaciones
insostenibles. Pío VII y su Secretario de Estado, Consalvi, siguieron
desconfiando de este apologeta tan exaltado. Pero en el Vaticano I, el libro de
De Maistre fue una de las armas utilizadas por la mayoría.
 
c) Hugo
Felice de la Mennais
(1782-1854, Lamennais desde 1834), hermano menor de un santo fundador de dos
congregaciones dedicadas a la enseñanza, forma parte de ese grupo de eminencias
intelectuales y religiosas que preparan el catolicismo de las últimas décadas
del siglo XIX. En Lamennais encontramos ya elementos de una síntesis católica
absolutamente moderna, aunque todavía no muy equilibrada, en la que caben tanto
la infalibilidad del papa y su poder de jurisdicción en el sentido del
centralismo posterior de la curia e incluso del ultramontanismo, como la
libertad liberal de pensamiento e investigación e incluso las exigencias de la
justicia social.
 
En su
importantísimo «tratado» sobre el
indiferentismo
(1817) había rechazado Lamennais, uno tras otro, con
una brillante crítica, el indiferentismo político, que juzgaba la religión apta
únicamente para el pueblo, el indiferentismo filosófico, según el cual sólo hay
una religión filosófica y el indiferentismo protestante. La verdad y la
justificación del cristianismo católico quedaban expuestas de un modo
cautivador.
 
Su defensa
estaba vinculada a la lucha contra los artículos galicanos, que todavía se
enseñaban en los seminarios, y contra algunos obispos de tendencia galicana. En
virtud de esta labor, Lamennais fue uno de los precursores espirituales más
notables de la doctrina de la infalibilidad definida en el Concilio Vaticano I.
Por desgracia, también en este punto la argumentación era visiblemente pobre.
Lamennais llegaba a ensalzar la bula Unam
sanctam
como única expresión correcta de las relaciones entre Iglesia
y Estado.
 
Junto con el
gran predicador y educador, el dominico J.B. Henri
Lacordaire
(1802-1861) y el conde
liberal Charles Montalembert
(1810-1870) realizó Lamennais, a partir de 1830, a través de su periódico «L'Avenir»,
una intensa labor en orden a la unión entre las ideas católicas y las
democráticas, con vistas a crear una poderosa atmósfera católica en
Francia.
 
Por
desgracia, los principios liberales y sociales de su doctrina ad­quirieron un
radicalismo que no se compaginaba con sus ideas restaura­cionistas y
centralistas en lo eclesiástico, que, en todo caso, chocaron con la resistencia
de Roma, en especial la separación de Iglesia y Estado, y la exigencia de
libertad de prensa y enseñanza. Lamennais se sometió a una primera condena de
sus obras por la encíclica Mirari
vos
(1832; en 1834 siguió una
segunda). Pero no fue posible conseguir que no siguiese radicalizándolas todavía
más. Murió sin haberse reconciliado con la Iglesia.
 
La influencia
de Lamennais en todo el catolicismo moderno, además de su aportación a la
declaración de la infalibilidad pontificia, fue en filosofía y teología de
inmenso alcance no sólo en Francia, sino también en España, Italia, Inglaterra (Newman)
y Alemania (Dóllinger, Górres, el círculo de Maguncia, Ketteler).


 

d)

Poco después,
el partido católico de Francia malogró por su propia culpa gran parte de los
frutos alcanzados en esta primera labor de reconstrucción católica. El partido
se dividió, y a la ágil dirección del obispo
Dupanloup
(† 1878) se opuso el
fanático periodista Louis Veuillot
(† 1883), redactor jefe del diario «L'Univers», hombre bastante miope y
demasiado proclive a la caza de herejes.
 
Por vez
primera nos encontramos en el siglo XIX con la oposición entre un catolicismo
«liberal», adicto a la Iglesia, y un catolicismo estrecho e «integral», también
fiel a la Iglesia. No puede afirmarse que la segunda postura, la integrista,
haya cumplido suficientemente con el mandamiento del amor cristiano ni haya dado
respuesta a la necesidad de obrar con audacia misionera. Tampoco puede
asegurarse que su poder de irradiación espiritual justificara su rigorismo ni
mostrara su utilidad para la Iglesia. Al contrario, su integrismo, que confunde
la rigidez esquemática o la ortodoxia doctrinal con la verdad combativa,
contribuyó, hasta bien entrado el siglo XX, lo mismo en Francia que en Italia,
Inglaterra[8]
y Alemania, a que los católicos se encerraran en un
ghetto
y a que las energías
misioneras del mensaje católico sobre el campo de la cultura europea quedaran
paralizadas.

 

7. Italia:

La situación
de la Iglesia en ésta se caracteriza especialmente por los desmedidos esfuerzos
restauracionistas de la curia, cargados de matiz político (Pío IX, cf. § 113,5;
para el caso de Rosmini, cf. § 117, II, 1). Mientras tanto, la incontenible
unificación nacional de la península
italiana entraba lógicamente en oposición con la soberanía temporal de los papas
y, por desgracia, con la doctrina de la Iglesia. Fueron pocas las personas con
categoría interior capaz de unir ambas cosas: el amor ferviente por la unidad de
la patria y el amor, no menos ferviente, a la Iglesia. En todo caso, el apoyo
que la curia dispensó al arriesgado sentido eclesial de estas personas fue un
apoyo casi insignificante.
 
8. El
problema que acabamos de plantear se daba durante el siglo XIX, con mayor o
menor intensidad, en todos los países
católicos o que contaban con amplias minorías católicas. Era el problema de cómo
podrían los católicos, expulsados de los puestos rectores de la política, la
educación y la economía por la secularización y el «pensamiento» anticristiano,
dominante en la vida pública, hallar una fórmula de vinculación al nuevo Estado
nacional y a su formación, naciendo como nacía cargado de tendencias más o menos
hostiles a la Iglesia. En todas partes, pero sobre todo en Alemania, Italia,
Francia y España, el desarrollo se caracteriza por la gran cantidad de ocasiones
perdidas por falta de valentía de los católicos. Fue necesario llegar a las
postrimerías del XIX y principios del siglo XX para que la grave crisis del
catolicismo en la sociedad moderna, el problema de la inferioridad de los
católicos en los terrenos de la vida nacional, de la educación (universidades,
literatura, prensa) y de la economía, sea por
fin
objeto de consideración y quede superada y las energías del
catolicismo puedan recuperar el papel que les corresponde por su calidad,
cantidad y tradición, o para que, al menos, se pongan en disposición de
conseguirlo (cf. § 117).
 
II. ARTE Y
POESÍA
 
1. La Iglesia
no es de este mundo. El cristiano no tiene en esta tierra morada permanente (Heb
13,14). Pero el mundo ha sido entregado a la Iglesia para que ella lo vaya
formando. La Iglesia tiene la misión de proclamar el evangelio de Jesús en el
lenguaje de los vivientes. Desde que dejó de ser Iglesia de catacumbas no es
secundario para el cumplimiento de su misión que pueda dirigirse a los hombres
en el campo de la cultura más elevada con obras significativas y de valor
universal. Esto es válido, como lo ha demostrado la historia de la Iglesia,
también en el campo artístico.
 
Las nuevas
energías interiores que surgieron tras la revolución se manifestaron de la
manera más completa por medio de un movimiento artístico global, el
Romanticismo. De ahí que en esta época resulte válido el pensamiento antes
apuntado.
 
2. La misma
Revolución francesa había dado expresión artística como modelos a los héroes de
la Antigüedad y de Roma reproduciéndolos en importantes obras. Pero se trataba
de arte en su propia expresión pagana. El arte cristiano del pasado fue
aniquilado en muchas iglesias de Francia en medio de una verdadera barbarie
iconoclasta, cuando las imágenes no fueron escondidas por un puñado de
valientes, como ocurrió en Estrasburgo.
 
Al
restablecer Napoleón el orden y hacer sus peculiares paces con la Iglesia, el
arte «imperial», expresión de la conciencia de poder del advenedizo, se puso
también al servicio de la Iglesia, pero no produjo obras de arte sacro
propiamente dicho.
 
También en
Alemania las artes plásticas, durante y después de la revolución, eran «arte
antiguo», si bien, frente al ideal romano, cultivado con ímpetu revolucionario
en Francia, se tiende declaradamente hacia lo «griego».
 
La creación
artística más importante de la época por su significación universal, tanto
durante la revolución como después de ella, pertenece en Alemania al campo
literario. Es el tiempo de clásicos
como Klopstock, 1724-1803; Lessing, 1729-1781; Herder, 1744-1803; Goethe,
1749-1832; Schiller, 1759-1805, que tiene su máximo esplendor en la pequeña
Weimar. Este Clasicismo superó en parte a la Ilustración y se abrió en multitud
de temas —magníficos algunos de ellos— a las ideas cristianas. Después de su
experiencia en la catedral de Estrasburgo en 1770, Goethe tomó partido a favor
de las obras medievales. Y tanto en él como en Schiller puede observarse una
gran veneración por el gobierno divino de la historia. En el año de su muerte
llegaba Goethe a reconocer que el espíritu humano no había llegado, en el fondo,
más allá de Cristo. Pero, por sus mismas raíces, el Clasicismo siguió siendo
extraño no sólo a la Iglesia, sino también al mensaje cristiano.
 
Si atendemos
a sus precursores —el llamado primer Romanticismo, que se remonta a 1770—, su
expresión se caracteriza por su exceso de sentimiento subjetivo, con una fuerte
tendencia hacia el pietismo. Pero tampoco este arte poseía, ni siquiera en el
período posterior a la revolución, una fuerza de índole propiamente religiosa ni
cristiana.
 
3. Lo dicho
vale también para ese sector del arte en el que el Romanticismo expresa su
peculiaridad más íntima, la nostalgia, del modo más profundo y creador: la
música.
 
Los maestros
de la música clásica, Haydn († 1809), Mozart († 1791) y
Beethoven
(† 1827) no tienen rival. Su arte es patrimonio universal. Pero
precisamente este fenómeno apunta a un importante hecho de la historia de la
Iglesia. A través de la música y de la filosofía y literatura germánicas, que no
eran ni católicas ni siquiera cristianas, demostró el catolicismo sus energías
culturales hasta bien entrado el siglo XIX y hasta las caóticas transformaciones
de nuestro tiempo.
 
En la obra de
estos músicos abundan composiciones maravillosas, que expresan la mayor
profundidad y elevación aun religiosamente («La Creación», de Haydn, las Misas
de Mozart y su «Requiem», las dos Misas de Beethoven, en do y en re, sus últimos
cuartetos, la «Novena Sinfonía»). Estas creaciones son obra de hombres creyentes
y su adhesión al dogma es fácilmente perceptible. Sin tal adhesión no podríamos
comprender las frases lapidarias del Credo, con la música de Beethoven («Et in
Iesum Christum, Filium Dei Unigenitum, ... crucifixus, ... resurrexit...
remissionem peccatorum... carnis resurrectionem...»), ni tampoco la conmovedora
adoración del «Benedictus» de su Missa Solemnis. El cardenal Newman dio
con la pista verdadera cuando concibió lo divino como lo que había dentro de la
armonía concentrada de la música de Mozart. La riqueza «divina» y religiosa que
aquí aparece es tan sublime que esta música podría ser muy bien música de los
ángeles (Karl Barth).
 
Es cierto que
estas composiciones en muchos de sus puntos culminantes rara vez pueden decirse
católicas en sentido propio, aunque las misas fueron compuestas en su mayor
parte con vistas a la liturgia católica. En las obras de Beethoven resuena
también la lucha individualista de lo humano.
 
4. Pero es
importante señalar que Weber († 1826) y sobre todo el romántico de los
románticos, el soberbio liederista Franz Schubert († 1828), eran
católicos y vivieron y murieron dentro de esa fe. El contenido religioso de sus
Misas, llenas de una piedad sincera, constituye uno de los valores más altos del
arte. Podemos también afirmar con razón que el arte del protestante Robert
Schumann
(† 1856), influido profundamente por el catolicismo renano, está
sentimentalmente emparentado con lo católico. Tuvo su importancia el hecho de
que, dentro de cierto repliegue a una reducida esfera privada, las leyes del
orden moral y religioso se protegieron de algún modo a sí mismas.
 
Lo dicho no
significa en modo alguno que la música romántica fuera una fuerza directamente
católica ni que nos haya transmitido fuerzas que sobrevivirán al cambio de los
tiempos.
 
5. Lo que es
la música católica en su núcleo más íntimo lo manifestó mucho más tarde el
poderoso Anton Bruckner (1824-1896), quien, curiosamente, no llegó a
despertar para la actividad creadora hasta que entró en contacto con un anhelo
redentor extraño al cristianismo y hasta pagano, el que aparece en la música
arrebatadora de Wagner. Anton Bruckner, hombre devoto, de fe inconmovible, era
un romántico extasiado (con gran acierto se le ha llamado místico), mostrando,
no obstante, una sorprendente objetividad en
el desarrollo de sus sinfonías. Nuestro juicio no
lo
justifica el hecho de que compusiera
también obras para la Iglesia (las tres Misas y el
Te Deum),
sino el que toda su
producción brote de una raíz católica y, en su mayor parte, litúrgica: es una
catedral sonora. La armonía entre materiales y motivos con su contenido
espiritual es lo que confirma nuestra
valoración[9].
Es sorprendente que sólo en época muy reciente haya sido verdaderamente
comprendido Bruckner y que sea muy reciente el entusiasmo y veneración por su
música.
 
6. El
Romanticismo posee, no obstante, para la historia de la Iglesia una
significación inmediata. Esto vale
especialmente para la escuela pictórica de los llamados «nazarenos», que,
partiendo en 1810 de Roma y luego de Alemania (hasta 1870),
influyeron en otros países y
obtuvieron amplia resonancia. De todas formas, a pesar de su importancia, el
Romanticismo no es un movimiento totalmente
original, sino que, como ya
hemos dicho, en una medida muy peculiar, es
una reacción. En el arte de los nazarenos la reacción se dirigía contra el
Barroco (a menudo incomprendido) y contra el Clasicismo, incluso cuando éste
lucha por la sencillez. Tanto en la actitud espiritual de base como en el
retorno a los valores de la tradición del pasado, lo determinante aquí es un
elemento auténticamente religioso. El elemento formal queda subordinado a la
idea. Lo que importa es la autenticidad, la línea, seductoramente clara.
 
El
Romanticismo aspira y tiende consecuentemente a la monumentalidad, pero,
justamente por ello, no lo consigue. Sólo, acaso,
una obra como el
Juicio Final

de Peter Cornelius (†
1867), en la iglesia de San Luis de
Munich, alcanza esa categoría. El genio es un don, no fruto de una aspiración o
producto de un deseo. Así, por ejemplo, los cuadros religiosos de los
«nazarenos» Overbeck († 1869), Veit
(† 1877), Fürich
(† 1876) y Steinle
(† 1886), a pesar de su honrada
autenticidad, no son una manifestación esplendorosa de la objetividad católica,
sino más bien arabescos de corazones sensibles a este absoluto. Con estas
limitaciones puede decirse que el arte plástico romántico, en realidad la obra
pictórica de los «nazarenos», produjo
preciosos cuadros religiosos. A pesar de cierta

melifluidad, algo exagerada a veces,
en consonancia con la piedad sentimental de la época, existe un gran número de
obras, especialmente de Ittenbach y Deger, ante las que se puede «orar».
 
7. El rasgo
más importante de este arte en el terreno de la espiritualidad y en el de la
teología fue el intento de vincular al subjetivismo con el elemento objetivo del
mensaje cristiano, expresando esa
unión con claridad y exactitud. En este aspecto, las buenas relaciones, casi
fraternales, entre protestantes y
católicos (de entre los protestantes se convirtieron
bastantes), fueron ejemplares. Desgraciadamente, la fuerza creativa original de
unos y otros no fue lo bastante grande. Ni esa comprensión de lo objetivo ni la
relación ecuménica llegaron a imprimir
su sello a la evolución histórica.
 
8. El arte
del Romanticismo produjo sus obras más valiosas, así en las artes plásticas como
en la poesía, reconquistando los grandes valores del pasado. El redescubrimiento
del gótico tras más de tres siglos de olvido constituye un hecho de gran fuerza
histórica, cuya influencia llega hasta
la actualidad. Que ese entusiasmo degenerase hasta llegar a mera esterilidad y
pobreza de espíritu, reduciéndose a imitación externa sin creación artística
viva, es algo que está condicionado por la falta, ya mencionada, de una fuerza
genial creadora. El que esta estéril imitación del gótico «puro» haya podido
dominar durante tanto tiempo —hasta
bien entrado el siglo XX— la
arquitectura eclesiástica es también una consecuencia de la falta de la valentía
en las autoridades de la Iglesia.
 
El segundo
gran descubrimiento es la colección de un valioso material
liter
ario
de la tradición: poemas, canciones y traducciones a través de
los cuales
despiertan a nueva vida gran cantidad
de valores del cristianismo. Junto a los ya
mencionados G
ottfried
Herder y los hermanos
Schlegel,
mencionaremos también a Ludwig Tieck

(†
1853), Clemens
Brentano
(†
1842), Avhim von Arnim
(†
1831), Bettina
von
Arnim
(† 1859).
 
9. La obra de
la baronesa Annette von Droste-Hülshoff (†
1848) merece mención aparte, por tratarse de una obra artística
particular, originariamente católica. Pero justamente esta obra, que es
profundamente religiosa, sólo en parte pertenece a lo que ordinariamente
llamamos romanticismo.

 

 

 CAPITULO SEGUNDO

 


LÍNEAS DEFINITIVAS DE LA


ESTRUCTURACIÓN


DE LA IGLESIA


 


 

§
113. FIN DE LOS ESTADOS DE
LA IGLESIA


 
1. Los
Estados Pontificios, nuevamente restaurados, eran los únicos Estados de la Edad
Moderna regidos por un poder eclesiástico. Sería imposible demostrar que tales
Estados no podían subsistir en esta época; pero es fácil darse cuenta de que
tropezaban con dificultades fundamentales. Los Estados de la Iglesia estaban
amenazados de muerte. En realidad, significaban un anacronismo dentro de un
mundo radicalmente laico y tendente a la secularización en ámbitos cada vez más
extensos, incluso en la misma Iglesia, cada vez más despolitizada. Ni la caída
de Napoleón ni la Restauración habían creado unas condiciones verdaderamente
estables. Habría que pasar todavía por los dolores de parto de las revoluciones,
que volverían a amenazar seriamente al orden
establecido.
 
2. En cuanto
a los Estados de la Iglesia, las dificultades concretas eran dos:
 
a) En primer
lugar, la idea nacional de Italia entera, que tendía a formar una unidad, anhelo
que se convierte en un poderoso movimiento de las más diversas tendencias
pujantes, ya desde los tiempos de Inocencio III. Ahora se le abría un seguro
futuro del brazo del liberalismo y el nacionalismo triunfantes en el mundo
entero.
 
b) En el interior
de los Estados de la Iglesia era evidente la tensión abierta
entre el papado, ligado a la tradición en los aspectos político, social y
económico, y las modernas ideas
liberales, que naturalmente también habían llegado a Roma[10].
En la raíz de la soberanía pontificia se encontraban ideas medievales y
absolutistas, y superarlas en favor de una concepción más moderna
era de por sí mucho más difícil al papa que a los príncipes seculares, pues el
pontificado tenía que representar la inmutabilidad absoluta en la doctrina y en
las costumbres. Aunque tal inmutabilidad no suponga cesión en el terreno de la
verdad ni signifique un «fixismo» cerrado, pero, por su propia naturaleza,
connota una dimensión de absoluto. Era lógico que esta pretensión del ministerio
en la dirección de la Iglesia —una pretensión de absolutismo— intentara también
imponerse más o menos en el campo del poder secular. A esto
habría que añadir otra razón poderosa:
las fuertes exigencias de libertad política y de modernidad administrativa
corrían parejas con el avance de liberalismo[11],
duramente reprobado por los papas por anticlerical, anticristiano y
antirreligioso.
 
3. Y así
ocurrió que, a pesar de algunas innovaciones liberales, fruto de las tensiones
indicadas, los Estados de la Iglesia se habían vuelto ingobernables. Comenzó a
desarrollarse un creciente proceso de descomposición interna, a veces con la
ebullición de un volcán, que sólo pudo ser reprimido por algún tiempo con ayuda
de tropas extranjeras (francesas y austríacas). Este proceso tenía que provocar
forzosamente algún día el hundimiento de los
Estados de la Iglesia. Un gran movimiento
de ideas no puede ser reprimido
sólo por la fuerza, y la idea nacional era
entonces, efectivamente, una idea que poseía el vigor para dominarlo todo.

Además, es indiscutible la justificación
y validez fundamental
de los objetivos del
risorgimento

italiano. El mismo empleo de tropas
extranjeras
robusteció aún más la voluntad nacional y el descontento por
el estado de división territorial. Esa voluntad y el descontento contra el
papa-príncipe
fortaleció el odio
contra el papado, la resistencia al
pontificado
en cuanto tal. Surgió, pues, un peligroso círculo en el que,
mediante acciones y reacciones, las fuerzas hostiles al papa se hacían cada vez
más poderosas. La unión del papa con el pueblo en los Estados de la Iglesia se
fue inexorablemente envenenando: «La Sede de San Pedro se estremece; cada día se
debilitan más los vínculos de la unidad. La Iglesia está abandonada al odio, de
los pueblos». Tal es el juicio que hacía Gregorio XVI en su encíclica
Mirari
vos
en 1832.
 
4. Las
fuerzas hostiles al pontificado
encontraron muy pronto el camino de la revolución violenta. A partir de la
Revolución francesa de 1789 estas ideas no habían desaparecido de la conciencia
pública. Por los años 1820-1821 habían
tenido lugar guerras civiles en España y Portugal y

sublevaciones en Italia. En 1830 y 1848 las
revoluciones sacudieron a toda
Europa. Finalmente, con la declaración
permanente de la revolución socialista
proclamada por el marxismo, estas ideas han seguido dominando
en gran
parte del mundo hasta el día de hoy y constituyen una gran amenaza. Como en los
Estados de la Iglesia estas ideas gozaban de escasa libertad de movimientos
(León XII restableció la Inquisición desde 1824 a 1827), las revolucionarias
ligas secretas, especialmente la de los «carbonarios», que procedían del sur de
Italia y estaban férreamente dirigidas, fueron excomulgadas ya por el papa Pío
VII y realizaron una eficaz labor de zapa. Esa pequeña minoría de ilustrados
logró dirigir a las masas incultas. El signo característico de estas sociedades
era el odio contra todo absolutismo y contra la «esclavitud» originada por él.
Estas sociedades se convirtieron en un gran movimiento, con repercusiones
también en el extranjero. La represión fue violenta y poco prudente, siendo
castigadas incluso personas inocentes, lo que proporcionó a este movimiento un
eco y una resonancia en círculos de la buena sociedad que de otro modo
difícilmente habrían apoyado una revolución violenta y mucho menos dirigida
contra el papa.
 
5. Cuando,
finalmente, a últimos de 1847 y en marzo de 1848, el papa Pío IX (1846-1878) se
decidió a coronar la actitud liberal de sus primeros años con una estructuración
moderna de los Estados Pontificios[12],
era ya demasiado tarde.
 
La nueva
constitución fue recibida con entusiasmo, pero lo único que logró fue robustecer
el movimiento nacional de toda Italia. Un movimiento con una tendencia muy
concreta y peligrosa en política exterior: iba en contra de la reaccionaria
Austria y pedía que el papa se colocara a la cabeza del movimiento. ¿El papa
acaudillando una guerra contra la católica Austria por la libertad de Italia?
Julio II, el pontífice eminentemente político, hubiera accedido gustoso al ruego
de la nación con su famosa frase «fuori i barbari». Pero ahora, en un mundo
minado, según el papa, por ideas y fuerzas anticristianas, una decisión
favorable era fácil de adoptar, partiendo exclusivamente del punto de vista de
la unidad italiana, pero de ningún modo atendiendo a la situación de la Iglesia
universal. Una decisión política unilateral en esta cuestión hubiera tenido
consecuencias irreparables. Por desgracia le faltó al papa el elemento más
imprescindible: un programa claro. Pío IX vaciló. Una declaración apresurada en
pro de la unificación fue interpretada como una declaración de guerra contra los
Habsburgos. Un mes después fue suavizada y, en realidad, revocada, pero la
vacilación trajo la desgracia. Fue asesinado el ministro Pellegrino Rossi (15 de
noviembre de 1848) y el papa fue obligado a llamar a ministros demócratas. Pío
IX huyó rápidamente al reino de Nápoles, a Gaeta. La revolución de 1848 avanzó
contra Roma, con Giuseppe Mazzini
(† 1872) entre otros, con sus ideas revolucionarias y pseudorreligiosas de
una unidad italiana republicana. En Roma, una Asamblea Nacional suprimió la
soberanía secular del papa, proclamó la república, quitó al clero la dirección
de la enseñanza y confiscó los bienes de la Iglesia.
 
6. La
soberanía de Pío IX fue salvada por las tropas francesas y austríacas. Tras un
período de diecisiete meses de ausencia, el papa regresó a Roma el 12 de abril
de 1850. Lógicamente —pero también trágicamente—, las tendencias liberales de la
curia fueron ahora reprimidas de un modo radical. Se trató de reinstaurar el
anterior régimen absolutista con una dureza inflexible. Para colmo de
desgracias, se procedió con el mismo rigor contra todos los que habían
participado en la revolución. Y si esto último era una imprudencia, lo primero
constituía un error fundamental, que conduciría inevitablemente a la catástrofe.
La amnistía parcial que se concedió no pudo tener psicológicamente efecto alguno
en aquella atmósfera de descontento generalizado. Los esfuerzos del papa por
mejorar la situación en sus Estados mediante una nueva regulación de las
finanzas y la elevación del nivel de la enseñanza tampoco cambiaron
esencialmente la situación.
 
7. La causa
nacional encontró, aunque no era la primera vez, un nuevo abanderado: el
Piamonte, que se convirtió en punto de confluencia de todas las fuerzas
revolucionarias y lugar de cita de cuantos habían huido de los Estados de la
Iglesia. El hecho de que la revolución de 1848 y la proclamada república romana
fuesen aniquiladas por tropas francesas y austríacas le imprimió el sello de lo
antinacional, sello marcado tan profundamente que ya no desaparecería del alma
italiana. El Piamonte (su primer ministro Cavour, † 1861) pactó en primer lugar
con Austria, con la ayuda de Francia, en el norte de Italia en 1859. Después se
dirigió contra los Estados de la Iglesia (1860). En 1861 fue proclamado el reino
de Italia. Sólo una pequeña parte de los Estados Pontificios fue conservada bajo
ocupación francesa (victoria diplomática de Napoleón III). Abandonada por las
tropas francesas a consecuencia de la guerra franco-alemana, Roma cayó el 20 de
septiembre de 1870, y un plebiscito, celebrado el 2 de octubre, decidió por
aplastante mayoría la anexión a Italia.
 
8. Todo ello
ocurría poco después de la proclamación de la infalibilidad pontificia (§ 114).
Con este dogma sólo quedaba decidida una parte de la temática eclesiológica
propuesta al concilio para su deliberación. Pero, aunque faltaba un
importantísimo complemento doctrinal, la declaración de la infalibilidad
pontificia era la pieza conclusiva de toda una evolución secular, cargada de
unas consecuencias internas tan inmensas y de una significación tan
considerable, que la coincidencia de estos dos acontecimientos trascendentales
nos sugiere una interpretación histórica de imponente fuerza simbólica: la
formación del poder eclesiástico (si se nos permite aplicar un concepto
inadecuado para una Iglesia que crece constantemente) había quedado cerrada,
rematada; para nada necesitaba ya del poder político. Más aún, para desarrollar
eficazmente las fuerzas gigantescas y las posibilidades que se encerraban en ese
poder eclesiástico era provechoso que el poder político no estorbase ya a la
Iglesia. Así comenzaba una edad puramente eclesiástica en la historia del
cristianismo católico de Occidente. Los ámbitos eclesiales y políticos quedarán
limpiamente separados en el futuro. Caerán multitud de obstáculos para la
actuación de los sacerdotes en el campo religioso, y la acción de los laicos en
la Iglesia podrá desplegar sus múltiples posibilidades.
 
9. En una
«ley de garantías» del 13 de mayo de 1871, la Italia moderna[13]
reconocía la soberanía e inviolabilidad del papa, ponía a su disposición el
Vaticano, el palacio de Letrán (el Quirinal pasó a ser residencia del rey de
Italia) y, para el verano, un palacio junto al lago Albano (Castelgandolfo),
como posesiones extraterritoriales, y le ofreció una renta anual, libre de
impuestos, de 3,25 millones de liras; los diplomáticos acreditados ante el papa
fueron equiparados a los de cualquier Estado soberano. El papa, con todo,
permanecía encerrado en el Vaticano. Protestó contra la injusticia que se le
había hecho, rechazó la «ley de garantías» y no aceptó la renta, protesta que
reaparecerá innumerables veces en los decenios siguientes. La «cuestión romana»
se convierte así en uno de los grandes problemas del cristianismo católico. En
folletos, tratados eruditos, congresos, memoriales, discursos parlamentarios y
sermones se protestó incansablemente en favor del «prisionero del Vaticano».
 
Esta nueva
situación trajo grandes beneficios tanto para el papa como para la Iglesia. Y no
porque hubieran desaparecido las múltiples resis­tencias existentes contra el
pontificado, y en especial contra Pío IX. Austria y Polonia se opusieron a la
curia por la publicación del «Syllabus». Inglaterra no ocultaba sus simpatías
por el reino italiano, pero lo cierto era: a) el papa se había convertido
en un soberano injustamente despojado de sus territorios; b) al ser
privado de todo poder político, desaparecían todos aquellos obstáculos que,
durante la Edad Media y la Moderna, habían perjudicado de un modo tan poderoso y
a menudo decisivo el sentimiento religioso de la cristiandad hacia el sucesor de
Pedro.
 
10. Se
reconoció como dato indiscutible que el papa estaba en su derecho y, como ya
hemos dicho, se optó por defenderle. Pero esto no era lo más importante. De
hecho, el papa ya no era un soberano igual a los otros, sino algo totalmente
distinto; estaba separado de la política y de las maneras de pensar y de obrar
propias de la política. Una aureola mística y religiosa, intensificada por la
prisión, parecía irradiar nuevamente de la persona del papa único, surgiendo de
nuevo la primitiva relación, esencialmente religiosa, entre el pastor y el
rebaño. La pérdida del poder político creó, efectivamente, la única atmósfera en
que el poder religioso (infalibilidad) del papa podía ser comprendido y
aceptado.
 
11. Pero todo
ello no cambia en nada el hecho de que para el papa, para la Iglesia y, por
ello, para todos los católicos, esta situación constituía una carga indigna. Era
lógico, y estaba en correspondencia con todas las tradiciones de la curia, que
en un principio se dijese que el restablecimiento de los Estados de la Iglesia
era una conditio sine qua non
para la reconciliación. En cambio, no fue prudente (y se ha demostrado
teológicamente insostenible) que una teología más celosa que ilustrada,
exageradamente curialista, pretendiese hacer de esta hábil postura diplomática
un dogma inmutable[14].
 
12. Con el
tiempo —y ante la multitud de preocupaciones inmediatas de índole religiosa y
eclesiástica—, la situación se fue haciendo menos tirante. Los hechos consumados
adquirieron poco a poco la legitimación que proporciona el hecho consumado. Cada
vez se fue viendo con mayor claridad que era imposible romper nuevamente la
unidad de Italia. León XIII (1878-1903) no pudo hacer nada en este problema, a
pesar de su moderación[15]
y de haber reducido sus exigencias al mínimo. El compacto liberalismo
anticlerical, aliado con una masonería extraordinariamente fuerte (celebración
de la memoria de Giordano Bruno en 1889), impidió que se llegase a una solución.
Para Pío X (1903-1914), cuya actitud era puramente religiosa, lo político tenía
tan poca importancia que estaba dispuesto a condescender más todavía con el
Estado italiano. En todo caso trató de allanar siempre el camino que llevase a
una coexistencia pacífica. La Primera Guerra Mundial (Benedicto XV) puso de
manifiesto con toda claridad el perjuicio inmenso que habría supuesto para el
pontificado, en la lucha fratricida de las potencias cristianas, haber dispuesto
de un poder político importante. El fin de la guerra resquebrajó también la vida
económica de todas las capas sociales. La inflación de los años veinte puso al
borde de la ruina económica a la curia no menos que a otros cuerpos de la
administración.
 
Por otra
parte, el campo de trabajo espiritual y religioso del pontificado había
aumentado, tanto intensiva como extensivamente (cf. Misiones, § 119), de un modo
ingente. El gobierno eclesiástico del mundo entero fue realizado, con sentido
centralista, de una manera tan segura, hasta entonces jamás experimentada, que
la existencia de los Estados de la Iglesia fue perdiendo importancia e interés.
 
13. Vino
finalmente Pío XI (1922-1939).
Como historiador, había estudiado la aparición y desaparición de diversas formas
políticas en el curso de los siglos y sabía que el poder político de la Iglesia
y, sobre todo, del pontificado tenían un carácter condicionado y temporal. No
sin tener que vencer fuertes resistencias de la curia, Pío XI, juntamente con
Mussolini, el desenvuelto político realista, llevó a cabo la solución del
problema (Pactos de Letrán, febrero de 1929). Esta solución consiste en la
creación del «Estado Vaticano», que carece de importancia política, pero
que posee todos los signos y garantías de la
plena soberanía y, en concreto,
con la auténtica libertad que había sido
reivindicada secularmente.
 
14. La
coronación de los Pactos de Letrán se encuentra en el nuevo concordato italiano
que va unido a ellos. El mismo Pío XI subrayó esto repetidas veces. La orientación
religiosa del pontificado actual se destaca
en este concordato con mayor claridad aún que en la limitación material del

nuevo Estado eclesiástico. La Iglesia accede con plena conciencia a su
despolitización, que primero le fue impuesta
con una violencia injusta, pero
que
después fue recomendada e insinuada por el amplísimo y profundísimo

cambio estructural operado en la existencia
esp
iritual
de la humanidad. Este
nuevo concordato significa
textualmente
una renuncia
completa, por parte del Estado, en
puntos decisivos, al espíritu de la iglesia nacional y del liberalismo
anticlerical. Con los Pactos de Letrán, este concordato podía iniciar una nueva
época. El Estado había de colaborar nuevamente con la Iglesia de un modo
positivo en la enseñanza, en el ejército y en la vida pública general. Al matrimonio
canónico se le reconocen de nuevo sus efectos civiles. El hecho de levantar la
cruz sobre el Capitolio y el Coliseo pudo haberse transformado de un gesto
propagandístico sin trascendencia en un
símbolo cargado de significación. Pero ya durante el período fascista,
a
pesar de lo dicho, el relativismo oportunista y el peligro de la iglesia estatal
fascista impidieron que el concordato produjese los efectos previstos. La nueva
República Italiana ha introducido a partir de 1946 los párrafos correspondientes
del Concordato dentro de la Constitución[16].
El problema de cuál ha de ser el espíritu
que dé carácter a la nación italiana ha
suscitado una encendida polémica.
El abandono pastoral, los problemas sociales
no resueltos (en el sur de Italia, sobre todo) y las consecuencias de
la
ciencia liberal hacen que todavía falte mucho para determinar en qué
medida el Concordato ha influido en la vida
entera de la península italiana,
tanto con su letra como con su espíritu.
Al igual que en España, la Iglesia no ha acertado
a expresar el contenido inmutable de su doctrina y realidad de un modo misionero
dentro de un mundo en acelerado proceso de secularización y hasta se
dijera que no ha advertido
suficientemente esta necesidad de acomodación. En cambio, también en Italia
crecen las fuerzas del liberalismo moderno secularizado, del laicismo y del
ateísmo comunista, hecho que obliga a la Iglesia a plantearse la idea de si los
creyentes han llegado a constituir en el propio Occidente «cristiano» una
minoría, de que su vida es constantemente cruz y sin victoria completa hasta la
vuelta de su Señor.
 
§
114. EL CONCILIO VATICANO
I
 
1. El de
Pío IX
(1846-1878) fue un
pontificado con importantes acontecimientos: 1) desaparecen los Estados
Pontificios; 2) en el llamado «Syllabus» se pone de manifiesto un enfrentamiento
fundamental de la Iglesia con la nueva cultura y con el Estado moderno,
enfrentamiento que lleva a la Iglesia a rechazarlos de modo global e
indiscriminado; 3) el Vaticano I reafirma los fundamentos de la fe frente al
espíritu de la época, y 4) proclama la infalibilidad del papa y su poder
episcopal supremo. Los puntos 1), 2) y 4) no sólo son acontecimientos
importantes, sino decisivos para la historia. Con ellos se cierra un determinado
período de tiempo y toda una era en la historia de la Iglesia, que llega hasta
los años treinta, ya que los grandes acontecimientos ocurridos desde el Vaticano
I —rechazo del modernismo, creación del nuevo derecho canónico, Pactos
Lateranenses— significan el final de los fenómenos que hemos citado.
 
Los problemas
referentes a los puntos 2) y 3) los trataremos, por su conexión con la historia
de las ideas, al estudiar la lucha final, entablada en torno a la pureza de la
doctrina (§ 113). Aquí trataremos sobre todo sobre la infalibilidad del papa,
definida en este concilio.
 
2. Lo que se
discutía era si el papa poseía por sí solo la infalibilidad en materia de fe y
costumbres sin esperar las decisiones de un concilio ecuménico.
 
Tal cuestión
se había venido planteando a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En la
antigüedad se había vinculado a la cuestión de la colegialidad de los
patriarcados de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén,
reconociendo a Roma algo más que un mero pri­mado de honor. Pero ya muy pronto
se hizo ostensible la oposición de la Iglesia oriental. Como en Occidente
parecía concebirse el primado en sentido absolutista, o mejor, juridicista, los
orientales, se opusieron a ser «esclavos» de Roma. Aunque el Oriente no se
consideraba completa y definitivamente separado de Roma tras la ruptura de 1054
(cf. sobre las Iglesias orientales el § 121ss) y que muchos de los factores de
la separación nada tenían que ver con la teología, la división se ha mantenido
hasta nuestros días. La concepción que Roma tenía de sí se fue desarrollando
aisladamente, sin contar con los antiguos
collegae.
En Occidente, la lucha
por las investiduras tuvo como consecuencia un fuerte crecimiento del poder
papal. Este se vio recortado por el conciliarismo y por las iglesias
territoriales, pero, al mismo tiempo, fue exagerado por el curialismo, con lo
cual se creó una tensión sin salida.
 
Después de
pasar etapas diversas de mentalidad episcopalista y aun antipontificia, y a
pesar de todos los movimientos particularistas, el poder absoluto del papa había
crecido de tal manera que ahora existían condiciones favorables para una
definición dogmática. Es verdad que la ciencia teológica no se había pronunciado
aún de una manera general a favor de la infalibilidad. Para Johann Adam Móhler
el curialismo, tal como lo exponían en su derecho canónico De Maistre y F.
Walter, no era más que una teoría indemostrada. El canonista Joh. Fr. v. Schulte
(† 1914), al igual que Dóllinger y sus discípulos, merecen ser tenidos muy en
cuenta a la hora de hacer el inventario histórico por las objeciones que
plantean. Pero la tendencia propiamente dicha de las opiniones teológicas iba
desde hacía mucho tiempo en la dirección de la doctrina defendida por el
Vaticano I, al igual que por el derecho canónico. En Alemania la había expuesto
el canonista Georg Philipps († 1872) en Munich (de donde era profesor desde
1834), en contra del febronianismo. En la conciencia de las gentes esta idea
había penetrado por vez primera, precisamente en Francia, la patria del
galicanismo, a través de las obras de De Maistre y Lamennais.
 
A la hora de
adoptar una postura teológica definitiva, lo mismo que al plantear no pocos
problemas relativos a la intervención de lo divino en la historia, en lo humano
y, por tanto, también en el ámbito del pecado, no basta con fijar asépticamente
el conjunto de datos históricos. Nos encontramos en uno de esos puntos en los
que la historia de la Iglesia aparece con especial claridad como ciencia
teológica. En multitud de duras polémicas se ha impuesto el malentendido del
primado en sentido jurídico-absolutista. En realidad, todas las afirmaciones y
definiciones posteriores sobre el ministerio eclesiástico han de ser leídas en
clave eclesiológica global y de acuerdo con las palabras de la Escritura; es
decir, el primado ha de ser interpretado en sentido pneumato-lógico, como
continuación del ministerio de Pedro y como diaconía. Entrar en el análisis de
la historia de la Iglesia sin tener en cuenta la idea dogmática del Cuerpo
místico de Cristo y de la asistencia prometida por el Espíritu Santo a la
Iglesia no puede conducir a una comprensión satisfactoria. Lo demuestran las
discusiones mantenidas en el concilio, con una fuerte oposición por personas de
probada fidelidad a la Iglesia, como luego veremos. A propósito del carácter
fundamental de la historia de la Iglesia, que en temas espinosos como éste pone
a prueba su firmeza o su utilidad, podríamos aplicar aquí una conocidísima
frase: también en la historia de su Iglesia «Dios escribe derecho con renglones
torcidos».
 
3. La
utilidad de la convocatoria de un concilio ecuménico para aquella época no puede
ponerse en duda. La transformación de la Iglesia a partir
del Concilio Tridentino, distante ya trescientos años, era tan enorme,

que se hacía necesario tomar conciencia de esos cambios y de la situación
para sacar las consecuencias oportunas con
vistas al presente y al futuro. A

pesar de ello, el anuncio de la apertura inmediata del concilio suscitó, junto

a la aprobación entusiasta, también una significativa intranquilidad[17].
 
a) La opinión
pública era de antemano desfavorable a una acogida imparcial de las
declaraciones conciliares. La condena, dura e
indiscriminada,
de toda fe en el progreso, de la lib
ertad
de palabra y prensa
en el «Syllabus» (cf. § 117, II) había predispuesto
de tal manera en contra del pontificado y de la estrechez de la curia a la mayor
parte del mundo cultural y político europeo (incluidos sectores católicos), que
únicamente una leal información sobre los preparativos y más que nada sobre los
planteamientos y discusiones en el propio
concilio podrían tal vez asegurar
una actitud correcta de los no
católicos.
 
Pero las
cosas no ocurrieron así. Todo lo contrario: tras los preparativos, mantenidos en
riguroso secreto, se impuso a los obispos consultores, bajo pecado mortal,
absoluto secreto sobre las deliberaciones conciliares. «El resultado final no
fue el secreto ni la publicidad, sino una atmósfera de rumores y sospechas, de
historias, bulos y recelos que no podían ser
comprobados ni desmentidos» (Butler). La circunstancia de que
la bula de
invitación al concilio (Aeterni Patris,
de 1868)[18]
no indicase los temas que se iban a tratar aumentó el sentimiento de
inseguridad. A esto hay que añadir el hecho de que la bula de convocatoria no
estaba suscrita por un consistorio de cardenales, al igual que en el Concilio de
Trento. Además, al revés que en los
anteriores concilios, no se cursaba invitación a
los Estados ni a los
soberanos.
 
Pero, sobre
todo, la culpa de esta intranquilidad la tuvo el mundo no católico,
especialmente en Alemania. El liberalismo, que ya había concentrado sus fuerzas
contra el catolicismo (Kulturkampf),
se presentó como espontáneo defensor de la libertad de los católicos,
de los fieles, de los obispos y de los sacerdotes, que se encontraba
supuestamente amenazada por el dominio oscurantista del clero.
 
b). Pero el
motivo que más fuertemente provocó las hostilidades fue la sospecha de que en el
concilio se iba a definir la infalibilidad del papa. Tal sospecha desató una
violenta oposición dentro incluso del mundo católico. En Alemania fue sobre todo
el erudito historiador de la Iglesia Ignacio
Dóllinger
(† 1890), profesor en Munich, el que, en una serie de artículos,
folletos y discursos, se pronunció en contra de la infalibilidad.
 
También los
obispos alemanes, reunidos en Fulda, dirigieron al papa un memorial en este
sentido. Pero su postura era muy diferente de la mantenida por Dóllinger. Este
era adversario de la infalibilidad en cuanto
tal; los obispos alemanes, en cambio, consideraban que su definición no era

oportuna en aquel momento. Este siguió siendo también el punto de vista de la
gran mayoría de los que en el concilio mismo se opusieron a la definición. Las
razones que les llevaban a mantener esta actitud eran
diversas: se temían reacciones
político-eclesiásticas de los Estados (opinión

de los obispos alemanes), o también que se
produjera una división entre los
fieles católicos (opinión mantenida
sobre todo por Dupanloup, obispo de Orléans). De hecho, en aquella época, en la
cual, por así decirlo, el liberalismo se
respiraba en el ambiente, y en la que, como ya hemos dicho,
el
episcopalismo y el galicanismo pervivían en la conciencia eclesial de muchos
católicos fieles, la aceptación de este dogma era
incomparablemente más difícil que hoy. Hubo
también, sin embargo, entre
los obispos, algunos adversarios convencidos
de la doctrina de la infalibilidad en cuanto tal. Así, por ejemplo, la oposición
de Ketteler (1811-1877), ordinario de Maguncia, y del obispo de
Rottenburg, Joseph von Hefele (1809-1883), prestigioso historiador de la
Iglesia, o la del cardenal arzobispo Guidi, de Bolonia, no era una oposición
puramente táctica, sino que se debía a razones objetivas. Pero ninguno de ellos
quiso dar pie a un cisma, sino que aceptaron finalmente el dogma cuando lo
declaró el concilio[19],
en aras de la unidad.
 
4. El
concilio había tenido ya un importante preludio del magisterio papal en la
solemne definición del nuevo dogma de la Inmaculada Concepción de María
el año 1854. Es cierto que en esta ocasión los obispos habían dado antes su
opinión al respecto y que el dogma fue definido en presencia de doscientos
príncipes de la Iglesia. Pero la
investigación del tema y la definición del dogma habían sido obra exclusiva

del papa, sin que existiese la cooperación de ningún concilio. Esto constituía
un hecho nuevo y de gran importancia, pues en realidad presuponía ya la
infalibilidad personal del papa en cuestiones doctrinales. Pero el hecho de que
el dogma de la Inmaculada Concepción fuese aceptado sin resistencia alguna es un
argumento significativo a favor de la amplísima difusión de la doctrina de la
infalibilidad del papa en toda la Iglesia.
 
5. El
concilio fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869. Por término medio asistieron
a él unos setecientos prelados con derecho a voto. Una tercera parte,
aproximadamente, eran italianos. El problema de la infalibilidad pontificia pasó
a ser tema de las deliberaciones conciliares en virtud de una solicitud para la
que se recogieron 480 firmas. En este punto el concilio estaba dividido en dos
grupos, cada uno de los cuales celebraba
reuniones privadas y hacía labor de agitación en favor de su punto de vista.

De los diecisiete obispos alemanes, había trece en la oposición, a los que se
unía una tercera parte de los obispos franceses (Dupanloup) y algunos
norteamericanos.
 
La oposición
a la formulación según la cual posee el papa la infalibilidad «por sí mismo y no
por el consentimiento de la Iglesia» era casi general.
 

Prácticamente, aunque no formalmente, la decisiva fue la 85 sesión general. En
ella, de los 601 votantes, 451 votaron sí; 62 sí «condicionado» y 88 no. Un
último asalto de la oposición: llamadas a la opinión pública en discursos y
folletos del arzobispo de París, un escrito en latín de Hefele sobre la cuestión
del papa Honorio (cf. § 27, III), y delegación al papa de seis obispos, entre
ellos Ketteler. Todo les hizo ver que Pío IX estaba incondicionalmente resuelto
a llevar adelante la definición. Entonces la oposición, por razones de piedad y
de fidelidad a la Iglesia, prefirió abandonar el concilio. Con ello salió al
paso del reproche que le hizo la mayoría, acusándola de falta de espíritu
eclesiástico, acusación realmente poco caritativa, miope e injusta. La votación
hecha en la sesión solemne del 18 de julio de 1870 en presencia del papa dio el
resultado siguiente: de los 535 votantes, 533 votaron sí; dos lo hicieron en
contra, pero en seguida aceptaron el fallo del concilio.
 
6. La
definición del Vaticano I atribuye al papa dos prerrogativas: 1) plenitud de
poder de gobierno (primado de jurisdicción o episcopado universal); 2) la
infalibilidad.
 
Respecto a 1)
posee el papa la plenitud de la suprema potestad ordinaria e inmediata sobre
toda la Iglesia, sobre todas las Iglesias, sobre todos los pastores y fieles, no
sólo en materia de fe y costumbres, sino también en todo lo concerniente a
disciplina y gobierno.
 
Respecto a
2): «el romano pontífice, cuando habla ex
cathedra,
es decir, cuando, en el ejercicio de su oficio de pastor y
maestro de todos los cristianos, define con su suprema autoridad apostólica una
doctrina de fe o costumbres obligatoria para toda la Iglesia, goza, por la
divina asistencia que le fue prometida a él en el bienaventurado Pedro, de
aquella infalibilidad de que el divino Redentor quiso que estuviese dotada su
Iglesia al definir una doctrina de fe o de costumbres. Por ello, tales
definiciones del romano pontífice son irreformables por sí mismas y no por el
consentimiento de la Iglesia».
 
En este texto
es fundamental la referencia a la infalibilidad concedida por el Señor a toda la
Iglesia. Esta infalibilidad no queda eliminada por la frase final («por sí
mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»).
 
7. Desde el
punto de vista histórico, la definición del «episcopado supremo» y de la
infalibilidad del papa significó la culminación de un grandioso proceso que,
sobre la base del primado de Pedro y su ministerio pastoral en Roma, fue
mantenido y llevado adelante, con una lógica sin precedentes, a través de un
número casi inabarcable de situaciones diferentes a lo largo de dos milenios,
especialmente durante la Edad Media. El programa de Gregorio VII, que tendía a
unir firmemente todas las Iglesias con Roma, había llegado a su cima:
centralización de todo el poder eclesiástico en manos del pontificado.

 

a)
No será
posible ir más allá por este camino. Pero cabe perfectamente un desarrollo
orgánico capaz de sacar todas las consecuencias eclesiológicas implicadas en la
definición, viendo en el papa al obispo que, unido a sus colegas en el
episcopado, mantiene la tensión creadora del colegio episcopal, del colegio
apostólico, fundamentada en el evangelio.
 
Resultado
negativo fue que el galicanismo y el conciliarismo en todas sus formas serían ya
algo imposible. Esto quiere decir que la más poderosa de las corrientes
particularistas que había estado a punto de aniquilar a la Iglesia durante los
siglos XIV y XV, que desempeñó un funesto papel en la época de la Reforma y que
desde el siglo XVII no había cesado de perturbar, estaba definitivamente
eliminada.
 
El contenido
de lo que debía ser considerado católico quedaba claramente resumido en algo
fundamental: desde ahora no será posible abrigar inseguridades grandes y
duraderas acerca de lo que ha de ser tenido como doctrina de la Iglesia[20].
 
La
centralización de la Iglesia en el papado, proclamada por el Vaticano I,
constituye, pues, la reacción definitiva contra todos los movimientos
antipontificios de los últimos siete siglos, tanto en el interior de la Iglesia
como en forma de tendencias centrífugas, de carácter nacionalista, sobre todo,
que intentaron oponerse a la unidad de la Iglesia. Frente al subjetivismo,
núcleo esencial del carácter anticristiano de los tiempos modernos, el Vaticano
I dejaba fuertemente asegurado su contrapolo, lo objetivo, no mediante una
institución humana, sino mediante una realización más clara del ministerio de
Pedro, instituido por el Señor.
 
Sin ser
formulado en una precisa definición teórica, el concepto «Iglesia» había sido
pensado hasta sus últimas consecuencias. La Iglesia era presentada y cimentada
en su plena realidad, a veces dura e implacable, como algo sobrenatural que debe
aceptarse sin discusión. La realidad de un poder religioso superior,
esencialmente distinto de todos los demás, es puesto de manifiesto con una
claridad tal que no puede dejar de ser percibida[21].
 

b)

La mayor seguridad conseguida ahora significa necesariamente una atadura mucho
mayor y cierta limitación. El catolicismo posterior al Vaticano I es idéntico al
anterior. De todas formas, no goza ya de la amplia libertad de opinión de que
gozaba en los problemas dogmáticos anteriormente. No puede negarse que existe un
cierto peligro de que la firmeza puede convertirse en rigidez y uniformismo,
como luego veremos.
 

c)

Cuanto mayor se hace el caos de la inmutabilidad moderna (relativismo), tanto
más necesaria resulta la concentración rigurosa y protectora, entendida como un
servicio y una ayuda a la unión libre e incondicionada.
 
La
justificación interna y el alcance de esta concentración de poder en el papado
aparece con especial evidencia si la consideramos más allá del punto de vista
nacional e incluso occidental: la Iglesia, tanto por su misión como por sus
derechos, ha sido siempre universal. Pero ahora el moderno desarrollo
técnico-económico-cultural ha hecho que el mundo se convierta realmente, por vez
primera, en el escenario de la historia, incluso de la historia eclesiástica, y
que la Iglesia se convierte realmente en Iglesia universal. En este punto no
había nadie capaz de percibir (en 1870) en qué gigantesca medida el concepto de
Iglesia universal se iba a convertir en realidad medio siglo más tarde. Dada la
inmensa variedad de casos que se plantean y de la compleja heterogeneidad del
mundo moderno, un mundo en que se incorporan muy rápidamente a la organización
diocesana de la Iglesia territorios inmensos de Sudamérica y del Lejano Oriente,
por ejemplo, carentes de tradición histórica, la importancia del obispo de las
pequeñas diócesis occidentales decrece considerablemente. Este imperio universal
de la Iglesia sólo puede ser regido por un poderoso gobierno central, que haya
superado, por así decirlo, todas las formas posibles de resistencia
particularista, es decir, por el papado.
 
Como es
lógico, estas últimas consideraciones son de escaso valor a la hora de
justificar dogmáticamente la definición del Vaticano I. Pero ayudan a comprender
la justeza de la evolución concreta a la hora de exponer e interpretar la
historia.
 
8. Al lado de
los valores mencionados tenemos las pérdidas ocasionadas a la Iglesia por el
nuevo dogma. Resulta humanamente estremecedora la lucha que hubieron de soportar
los católicos de entonces dentro de su propio seno. Es también entristecedor el
hecho de que, en Alemania, diez profesores y muchos miles de personas rompiesen
por ese motivo con la Iglesia. Pero desde el punto de vista del conjunto
eclesiástico esto no
significa
apenas nada. La
Iglesia de los Viejos Católicos,
que surgió a raíz de la
definición de la infalibilidad, no tenía una verdadera y propia energía
religiosa. En la actualidad cuenta con algo menos de 100.000 seguidores (con
sedes episcopales en Berna, Bonn y Viena, a las que habría que añadir la Iglesia
de Utrecht). La gran pérdida radica en la separación misma. Con ello no hemos
hablado de culpas personales, y mucho menos tratándose del famoso Dóllinger (§
117), cuya actitud piadosa siguió hasta el fin unida a la Iglesia católica, que
le había excluido de su comunión.
 
Mucho más
grave —y por ello digna de ser tomada muy en serio— es la reacción negativa que
difunden y avivan constantemente hasta nuestros días diversos grupos
protestantes contrarios al dogma de la infalibilidad pontificia, del episcopado
supremo del papa y, todavía más, contra la expresión concreta y externa de la
administración pontificia, concebida por ellos como un sistema de poder.
 
Sólo en el
período más reciente se advierten en pequeños círculos de carácter luterano
puntos de vista que demuestran, por lo menos, cierta comprensión del problema
del pontificado y un intento de fundamentarlo a partir del evangelio y de la
historia.
 
9. El
principal problema planteado por la definición vaticana está en la relación del
papa con los obispos, «puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de
Dios» (Hch 20,28). De hecho, el crecimiento del poder papal hasta llegar a la
plenitud de soberanía reduce considerablemente el ejercicio concreto de poder de
los obispos. Quedaron relegados gran número de privilegios y prerrogativas
históricos. Esto suponía un peligro grave. La unidad podía degenerar en
uniformismo. Se podían perder, o debilitarse mucho, energías muy valiosas y
genuinamente eclesiales.
 
Hemos de
conceder que este peligro del centralismo no siempre se evitó por completo. Se
ha repetido una vez más el hecho histórico de que al proponerse el objetivo de
contrarrestar fuerzas contrarias, sólo se enfoca de modo unilateral ese
objetivo. Pero para emitir un juicio justo desde el punto de vista de la
historia y la teología hemos de tener en cuenta los dos puntos siguientes:

 

a)
La
repercusión del «episcopado supremo» después del Vaticano I fue consecuencia del
esquema dogmático sobre la Iglesia, que el concilio sólo debatió en parte. Los
esquemas que habían de tocar el tema del derecho autónomo de los obispos y sus
relaciones con el papa han seguido en suspenso hasta nuestros días, a lo largo
de casi un siglo. Será preciso esperar al Vaticano II.
 
El que el
enorme peso de la definición del primado se haya mantenido a lo largo de un
período tan extenso sin el contrapeso mencionado constituye un hecho de gruesas
consecuencias en la historia de la Iglesia, que un historiador consciente deberá
tener en cuenta. Nada de lo que ocurre — tampoco este hecho— ocurre sin la
voluntad del Padre. Lo hemos dicho ya en otras ocasiones a la hora de
interpretar la historia de la Iglesia, sin que esto signifique escamotear las
consecuencias negativas apuntadas.


 


b)

Desde el
punto de vista teológico, el hecho decisivo sigue siendo el que la misma
definición del Vaticano I[22],
unida a la del Concilio de Trento
sobre los obispos (sesión sexta, del 13 de enero de 1547), no supone
una
reducción sustancial del origen apostólico del poder de jurisdicción propio de
los obispos. El propio Pío IX, con una idea absorbente del supremo episcopado,
confirmó expresamente una declaración en este sentido de los obispos alemanes en
el año 1875 contra Bismarck.
 
El Concilio
Vaticano II, convocado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 (cf. § 126, III),
definió en la constitución Lumen gentium,
propugnada en la sesión 29 (noviembre 1964), la naturaleza «colegial»
del episcopado y restablece las relaciones entre el romano pontífice y los
obispos, los cuales ejercitan en su diócesis «un poder propio, ordinario e
inmediato, siempre que su ejercicio esté sometido en última instancia al supremo
poder de la Iglesia». Así, la relación entre el poder pontificio y el episcopado
es contemplada en el sentido del misterio contenido en el
fundamento bíblico por el cual Pedro, la
roca (Mt 16,18), la primera figura
de
la Iglesia primitiva, es, por otra parte, colega

(consenior,

1 Pe 5,1) de los otros apóstoles, los
cuales han recibido también el poder de atar y desatar (Jn 20,22ss). En este
misterio aparecen las dos dimensiones: el primado y
la colegialidad. La síntesis, que tantas
veces hemos destacado a lo largo de

la historia, como algo característico y propio de la Iglesia, recibe así su más

clara y definitiva consagración.
 
10. Fue
sorprendente la aceptación general de las definiciones del Vaticano I por parte
del pueblo católico y del clero parroquial. La oposición (a veces sólo un cierto
malestar) procedía sobre todo de grupos de profesores e intelectuales liberales.
En esta aceptación tuvo gran influencia la unión directa y estrecha entre el
pontificado y el pueblo católico, cuyo crecimiento —tantas veces olvidado— se
puede constatar a todo lo largo del siglo XIX. Era la misma unión manifestada
cuando el pueblo consideró que tendían al
protestantismo las posturas de Hontheim y
Wessenberg en relación con la
piedad tanto popular como eclesiástica, y por eso los rechazó. Idéntica
intención tenía el rechazo de los obispos constitucionales, funcionarios del
Estado, establecidos por la Revolución francesa. El pueblo se adelantó a la
condena que habría de emitir después Pío VI. La política concordataria
independiente seguida por la curia a base de intervención de los nuncios sin
tener en cuenta el respeto debido a las especiales prerrogativas episcopales,
recortó más aún la significación del episcopado, en beneficio de la curia. Por
otra parte, la conciencia de los católicos
se afirmó con ocasión de las imprudentes medidas tomadas contra
los
obispos durante los disturbios de Colonia, de los que en breve hablaremos.
 
 


§ 115.

LAS IGLESIAS ESTATALES
Y EL
LIBERALISMO
EN ALEMANIA


 
 
I. SITUACIÓN
DE LA ÉPOCA
 

A pesar de los indicios mencionados de una transformación espiritual

y político-eclesiástica, en el primer cuarto de siglo la Iglesia católica de
Alemania parecía a los ojos de no pocos observadores una ruina de la que sólo
cabía esperar su desmoronamiento total[23].
 
1. Lo
esencial en la vida de la Iglesia, es decir, la vida sobrenatural a partir de la
fe, no es susceptible muchas veces de ser constatada como un hecho. Por otra
parte, el historiador tiene que remitirse necesariamente a
declaraciones formuladas. Teniendo en cuenta
estos dos aspectos, hemos de
conceder que las manifestaciones de la vida
de la Iglesia en aquella época fueron muy pobres en comparación con la constante
y ascendente pujanza de las iniciativas y estímulos procedentes de los Estados y
de la vida general de la cultura y del espíritu. Para tener una visión correcta
de la situación histórica y valorar adecuadamente sus funciones es preciso
examinar conjuntamente tanto los aspectos
positivos como las deficiencias.
 
Ya en 1848
encontramos una situación muy cambiada. El catolicismo de Alemania tiene vida y
se da cuenta de que se halla en los umbrales
de una nueva época. Y, por último, a final del siglo, desde los años ochenta

nos encontramos con el catolicismo político-social, que se dispone a hacer
nuevamente de la vida católica un fenómeno
del mismo rango que todas las
demás fuerzas de la vida pública. El
catolicismo social lo conseguirá en gran parte profundizando en la sustancia
religiosa.
 
2. ¿Dónde
están las raíces de esta transformación?
 
a) En primer
lugar hemos de guardarnos de aislar demasiado unos de otros los episodios y
diversas etapas de esta transformación. El proceso de que aquí tratamos
constituye una unidad con múltiples formas, crece lentamente a partir de fuentes
muy diversas, con ritmos diferentes y no sin momentos de cansancio, a lo largo
de un siglo entero. Es necesario considerar y comprender este proceso como una
totalidad si se quiere penetrar en sus fuerzas fundamentales.
 
b) Junto a la
idea nacional, hay también otro factor que domina todo el siglo XIX: la idea
democrática que se va desarrollando y acaba
t
riunfando. En su encuentro con la religión católica, esta idea
democrática contribuyó en Alemania a robustecer la conciencia y el concepto de
«pueblo católico», llegando a ser una de las raíces más fuertes de las que había
de brotar el catolicismo alemán moderno, la Alemania católica. Los dos actos
principales —e impresionantes— del drama (los disturbios de Colonia en los años
treinta y el Kulturkampf en
los años setenta) lo atestiguan fehacientemente. A cada ataque contra el
catolicismo responde un rechazo vigoroso, que convierte la pérdida en ganancia.
En ambos casos se trata de intromisiones
a)
de la iglesia estatal; b)
del liberalismo, en la libertad de la Iglesia católica. En ambos
casos la fuerza eclesiástica más importante es esa sintonía sorprendente entre
el pontificado y el pueblo católico (en parte por encima del episcopado). Esta
sintonía la conocíamos ya desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.
 

c)

Una
dificultad considerable a la hora de inventariar
los hechos y de valorarlos es la multiplicidad de significados de la palabra
«liberalismo». En las páginas siguientes la entendemos como exageración
unilateral y, por tanto, inaceptable de la actitud irrenunciable expresada por
la palabra «liberal», es decir, «libre», libertad
de espíritu, ausencia de ataduras, como se entendió a partir
del siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, en sentido anticristiano y
anticlerical.

 

Faltaríamos

a la
objetividad si olvidáramos que en el siglo XIX se dio también un catolicismo
liberal completamente fiel a la Iglesia. No se puede, con todo, asegurar que los
grupos dirigentes de la Iglesia tuvieran celo suficiente ni especial para
reconocer la justa función que esa actitud liberal podía tener dentro de la
Iglesia.
 
3. En el
fondo se trataba ni más ni menos que de la admisibilidad y el reconocimiento del
pensamiento y la acción católica en el mundo moderno.
La cultura moderna negó al catolicismo
el derecho a existir dentro de su esfera e intentó convertir
el deseo en realidad valiéndose del poder político. Ahora bien, el gran lema del
liberalismo había sido siempre libertad
de pensamiento y libertad de
conciencia. ¿En virtud de qué razones
podía negar a los católicos su libertad?
Eran cuatro los motivos: a)
filosófico; b) confesional;
c)
psicológico;
d)
histórico.


 


a)

El motivo
filosófico radica en la diversa concepción de la libertad: libertinaje
subjetivista frente a convicción que libremente se somete a una autoridad. No se
concibe una autoridad vinculante en el terreno de la conciencia y hasta en el
religioso (por eso se opone también al protestantismo, ligado a un credo). En la
obediencia religiosa ve el liberalismo únicamente oscurantismo esclavizador,
dominio clerical e hipocresía. Aunque tal actitud sea lamentablemente estrecha,
no hay que olvidar, como factor importante de la vida de esa época, que no
pocos, por lo demás personas intachables, combatieron al catolicismo desde tal
postura hasta comienzos del siglo XX e incluso hasta nuestros días. En
innumerables ocasiones pudieron comprobar con sorpresa el infantilismo y la
inconsciencia con que habían tratado a la Iglesia. Lo cierto es que la
incapacidad para comprender la realidad católica durante el siglo XIX causa
estupefacción.
 
Pero también
hay que expresar el mea culpa.
Esa sumisión de conciencia, tal como la exigen el evangelio y la Iglesia,
necesita, para ser algo vivificador y convincente, ir unida a la libertad
cristiana, sin la fosilización de las obras de la ley. En este punto
nosotros
los católicos hemos
faltado con frecuencia.
 

b)

Un motivo confesional es la renovada aversión del protestantismo hacia el
catolicismo.
 
Por su misma
naturaleza, el espíritu «interconfesional» de la época romántica sólo en algunas
personalidades aisladas de gran altura espiritual o en pequeños círculos podía
ser auténtico sin que degenerase en confusionismo. A partir del gran jubileo de
la Reforma, celebrado en 1817, y del resurgimiento del protestantismo (tanto del
protestantismo dogmático como, sobre todo, del protestantismo liberal), aparece
de nuevo, más fuerte que antes, el antagonismo entre las confesiones.
 
Por el lado
católico, Baviera es, en parte, culpable de este endurecimiento. En el «Walhalla»
de Ratisbona, consagrado a las grandes figuras de Alemania (1842), no fue
colocado el busto de Lutero. Una real orden de 1838 mandaba a todos los soldados
(y, por tanto, también a los protestantes) que en las procesiones rindieran
honores al Santísimo Sacramento rodilla en tierra (hasta el mismo Dóllinger
apoyó esta medida). Por su parte, Federico Guillermo III ordenó a sus soldados
católicos que asistieran al culto protestante una vez al mes. Al final del siglo
las victorias de la Prusia protestante (1866) y la coronación final de la unidad
alemana en un imperio «protestante» trabajaban en esa misma dirección. El mismo
resultado obtuvo la actitud político-eclesiástica de la católica Baviera.
Luis I,
rey positivamente
católico (1825-1848, discípulo de Sailer, protector de Górres, Dóllinger y
Móhler), se había ido abriendo progresivamente a la iglesia estatal de la
Ilustración. Tras su abdicación (a causa del
afaire
Lola Montes), Baviera
quedó bajo el gobierno del ministro Lutz (desde 1848), cayendo en la corriente
del liberalismo y haciendo suyos los objetivos anticatólicos.
 

c)

La razón de tipo psicológico general es la antipatía realmente mezquina y
estrecha que los hombres no religiosos sienten hacia la religión y, más en
concreto, contra la Iglesia, tendencia que llega a veces hasta el odio.
 
El hombre de
mentalidad normal se resiste a afirmar que exista ese odio instintivo. La
palabra de la Biblia nos prepara y nos advierte sobre el particular: «Si a mí me
han odiado, os odiarán a vosotros» (Jn 15,18ss). Se trata de una frase cargada
de misterio. Lo que aquí se llama odio no se manifiesta siempre históricamente
revestido de ese impulso que habitualmente calificamos de odio; a menudo
consiste en una oposición interna tenaz y obstinada a la religión, a Cristo y a
la Iglesia, a los sacerdotes. Una consideración de la historia libre de
prejuicios nos lleva a afirmar con abrumadora certeza que la existencia de este
odio, bien en su forma impulsiva, bien en su forma objetiva y tenaz, constituye
una fuerza fundamental del desarrollo de la historia también durante el siglo
XIX (aunque no debemos olvidar tampoco la parte de culpa que corresponde a la
jerarquía por su estrecha unión a la Restauración). En los movimientos de que a
continuación vamos a tratar este odio se manifiesta sobre todo en un segundo
momento. La injerencia de círculos incrédulos y materialistas antes, en y
después del Kulturkampf, más
aún, la misma manera como se impuso la ley contra los jesuitas dentro y fuera de
la Dieta Imperial[24],
son prueba suficiente de lo que decimos. Es necesario subrayar fuertemente esta
actitud de odio casi patológico si no queremos encontrarnos completamente
desorientados ante muchos acontecimientos del
Kulturkampf.

Sólo este odio, unido a la incapacidad de
amplios círculos del
protestantismo de entonces para comprender de alguna
forma la vida católica, y la desconfianza innata a los fantasmas de los
conventos, los votos y los frailes, y ahora, por si fuera poco, a la
infalibilidad pontificia, explican el éxito que tuvieron en épocas completamente
tranquilas los salvajes rumores acerca de
las supuestas conjuras de los católicos contra el
Estado, que justamente
ellos habían contribuido a erigir con su propia sangre. No debemos olvidar que
la secularización y los acontecimientos siguientes colocaron a los católicos
casi necesariamente al margen de la vida política y cultural. Pero precisamente
ellos resistieron en gran parte esa prueba.
No siempre se habían reconocido ni favorecido suficientemente
las nuevas
posibilidades de la Iglesia y los nuevos deberes de ésta frente al Estado y
frente a todo el pueblo.

 
d)
Razón
histórica de la intolerancia del liberalismo: el siglo XIX es un siglo lleno de
fe en el progreso de la ciencia y también de experiencia efectiva en sus
conquistas. Por ignorancia y timidez, muchos católicos y una buena parte de la
Iglesia oficial adoptaron una postura pusilánime de oposición a este progreso,
sin distinguir suficientemente lo real de las
exageraciones. Semejante actitud supuso
dificultades absurdas y enojosas a
un hombre como J. H. Newman (§ 118) en
su acercamiento a la Iglesia. Y además suscitó el escándalo general y
justificado (o al menos dio pretexto para ello) de que especialmente el mundo
culto se pusiera en contra de la Iglesia. La Iglesia —dice en muchos pasajes el
cardenal Newman—, sin ceder nada en su pretensión de verdad, hubiera podido
mostrarse en una actitud más abierta. El problema es típico de toda la historia
eclesiástica de la Edad Moderna. La deficiencia que acabamos de indicar se
convirtió muy frecuentemente en una hipoteca para la causa de la Iglesia,
hipoteca que hubiera podido evitarse por completo.
 
4. En el lado
protestante la evolución seguida a lo largo del siglo XIX es en general inversa
a la de los católicos. Se caracteriza por una gran acogida de toda la ciencia
«moderna», es decir, de la ciencia crítica o «protestantismo cultural», tan
fuertemente atacada por K. Barth y otros teólogos evangélicos, que, fuera del
luteranismo confesional, constituyó una amenaza para el depósito de la
revelación y en buena medida lo destruyó. La Iglesia católica supo evitar en
todo lo fundamental ese peligro. Las luchas que en seguida vamos a describir dan
prueba de que su fuerza estaba intacta en situaciones decisivas y que en
circunstancias tan distintas fue capaz de volver a crear una expresión robusta.
 
II. LOS
DISTURBIOS DE COLONIA
 
1. En el
enfrentamiento total que tiene lugar durante el siglo XIX entre el catolicismo
alemán y las fuerzas que le son hostiles, los «disturbios de Colonia» son algo
así como el preludio de la lucha. El desarrollo pleno llegará sólo con el
Kulturkampf.
Ambas luchas están
separadas por un período tranquilo en su mayor parte, de ascensión de la vida
católica.
 
2. La
incorporación de extensos territorios católicos a Estados predominantemente
protestantes (secularización, § 107), el nombramiento preferente de protestantes
para ocupar los cargos oficiales, altos y bajos, en las zonas católicas de esos
Estados y los traslados de militares protestantes a esos territorios dieron
lugar a una diáspora confesional y con ella a un crecimiento en el número de
matrimonios entre protestantes y católicos. El problema del matrimonio mixto se
convirtió en grave problema y la solución confesional que dieron a esta
situación los poderes políticos protestantes no es más que un caso particular
significativo dentro de la problemática planteada por el Estado-policía alemán
del siglo XIX en el terreno del derecho eclesiástico. Esta problemática radicaba
preferentemente en la línea señalada por la secularización. El incumplimiento de
la promesa hecha a la hora de la secularización de dotar a las iglesias
metropolitanas que se conservaban[25]
supuso para los territorios católicos una desventaja considerable tanto en el
aspecto económico como en el cultural. Únicamente en Austria se había devuelto
una parte del patrimonio eclesiástico[26].

 

3. L
a
Prusia protestante intentó aprovechar en beneficio propio el problema de los
«matrimonios mixtos» dentro del espíritu de la iglesia estatal. Una orden del
Gabinete Real de 1803 concerniente a las provincias situadas al este del Elba
mandaba que, en los matrimonios mixtos, todos los hijos debían ser educados en
la religión del padre, y que (a diferencia del derecho general del país) todos
los pactos entre los padres en contra de esta disposición quedaban invalidados.
 
En 1825 esta
orden fue extendida a las nuevas provincias del oeste (Renania y Westfalia lo
eran desde 1815). Pero en estas provincias los sacerdotes se atuvieron a las
prescripciones canónicas y exigían antes de la boda la promesa de que los hijos
serían educados en el catolicismo. Esto se oponía a la orden del Gabinete Real,
que, por una parte, impedía a los funcionarios hacer semejante promesa y, por
otra, prohibía al sacerdote subordinar a la promesa la celebración de la boda.
 
4. Se
entablaron negociaciones entre el gobierno y los obispos y luego entre el
gobierno y Roma. El resultado de todo ello fue un breve de Pío VIII (1830), que
no solucionó las dificultades, pues permitía la asistencia pasiva del ministro
en los matrimonios mixtos en que no quedara garantizada la educación católica de
los hijos. Por otra parte, este breve no llegó a conocimiento de los obispos de
Prusia. En 1834 se llegó a un acuerdo secreto entre el gobierno y el arzobispo
de Colonia, Ferdinand August, conde Von Spiegel, y sus sufragáneos de Münster,
Tréveris y Paderborn, que accedía a la praxis deseada por el gobierno. El viejo
arzobispo, gravemente enfermo, obró de buena fe. Pero en su proceder había una
insuficiencia que al final se haría sentir.
 
5. El sucesor
de Von Spiegel, muerto en 1835, fue, por deseo del gobierno, con el beneplácito
del príncipe heredero, el obispo auxiliar de Münster, Clemente Augusto, barón
Von Droste-Vischering (1773-1845). Clemente Augusto procedía del círculo de la
princesa Gallitzin y cultivaba una piedad fiel a la Iglesia, aunque bastante
sentimental (fideísta). Antes de ser nombrado obispo, Droste dio seguridades de
que se atendría al acuerdo suscrito por Spiegel. Las buenas relaciones entre el
gobierno y Droste se vieron perturbadas por la violencia con que el arzobispo
actuó contra el hermesianismo (§ 117). Es cierto que en esta cuestión la disputa
se resolvió; pero la tensión creada fue el preludio inmediato de la ruptura
total, consumada con motivo de la disputa sobre los matrimonios mixtos.
 
6.
Efectivamente, en 1836 el obispo de Tréveris, Von Hommer, antes de morir y por
razones de conciencia, retira su aprobación al acuerdo secreto. Con este motivo
se enteró la curia de la existencia de dicho acuerdo entre el gobierno y Spiegel.
Acatando las indicaciones de Roma (y no por propia iniciativa), el arzobispo,
que afirmó claramente no haber conocido el texto del acuerdo, volvió a la
práctica que estaba en consonancia con el contenido e intención del breve
pontificio de 1830. Las circunstancias hacen de él un héroe. Spiegel se
convierte en defensor de los rígidos principios de la Iglesia. No cede ante las
exigencias del gobierno para que renuncie a su cargo. El gobierno lo manda
detener y le encierra en la fortaleza de Minden el 20 de noviembre de 1837. Dos
años más tarde corre la misma suerte el arzobispo de Gnesen-Posen, Martin von
Dunin (1774-1842).
 
7. Esta
intromisión del poder estatal y policial fue el motivo determinante de un cambio
decisivo en la conciencia católica de Prusia, y aun en toda Alemania. El
arzobispo de Colonia había tropezado, por diversas razones, con grandes
resistencias entre su propio clero y, a diferencia de su antecesor, tampoco
gozaba de gran prestigio en el pueblo. Pero ahora el gobierno había hecho de él
un mártir. Gregorio XVI protestó solemnemente contra las violaciones del derecho
de la Iglesia y su protesta tuvo una fuerte resonancia. Joseph
Górres
(1776-1848) escribió su
Athanasius
(1838). Aunque la obra contiene afirmaciones
insostenibles, el núcleo de sus tesis era inatacable y la violencia arrebatadora
de su palabra desplegó un entusiasmo general. Górres idealiza en muchos aspectos
al obispo confesor de la fe, pero lo importante es que capta el extraordinario
significado de la situación: nacía en aquella hora una conciencia de pueblo
católico. Ningún otro hombre aprovechó esta posibilidad tanto como Górres, como
luego veremos.
 
8. La
reacción del gobierno (que de hecho era un desafío) cayó en un terreno preparado
a la resistencia por otros motivos: a)
el carácter policíaco, estrecho y severo de Prusia y su forma de
tratar a la población habían despertado ya en los círculos católicos el
sentimiento de que el Estado prusiano trataba a los católicos de manera
partidista e injusta. También había surtido sus efectos el «Libro rojo»
(estadística de las medidas tomadas por el Estado para la represión de la
Iglesia en Prusia). A los católicos les pareció que los «disturbios de Colonia»
no eran un caso aislado, sino producto de un sistema hostil al catolicismo;
b)
la base más honda de esa
resistencia la constituía el florecimiento de la vida cultural y religiosa. En
este punto hemos de mencionar, junto a los impulsos creadores, como el círculo
de Munich, en torno a Górres, en el que también se hallaba el joven Dóllinger y
la escuela de Tubinga, la labor pastoral llevada a cabo silenciosamente por
tantos párrocos innominados y desconocidos, a partir de la nueva creación de las
diócesis y de la nueva provisión de las parroquias. Los disturbios de Colonia
constituyen un instructivo ejemplo de la importancia y el poder que esta labor
anónima, pequeña e individual, puede tener para el crecimiento histórico.
 
9. En Hesse
tuvieron un efecto semejante los conflictos suscitados por el profesor de la
Universidad de Giessen, Kaspar Riffel († 1856 en Maguncia), que contribuyeron al
resurgimiento de una nueva conciencia católica, unida al rechazo expreso del
Estado policial protestante. Riffel había publicado una historia de la Iglesia
en la que Lutero era presentado de manera grotesca. Debido a la protesta del
lado protestante, sin aportar


razones[27]
ni haberse consultado al obispo competente, el de Maguncia, Riffel fue
removido de su cargo universitario. Se produjo una reacción de fuerte malestar,
cuya expresión fue el auge de las peregrinaciones católicas, que a veces se
convertían en manifestaciones. Quedaron prohibidas en Hesse toda clase de
procesiones y manifestaciones. Los católicos de Maguncia se embarcaron hacia
Bingen, frontera del territorio prusiano, donde las procesiones no estaban
prohibidas. Se hizo una peregrinación de tres días bajo una lluvia torrencial,
hasta Tréveris, con otros tres días de vuelta. El pueblo católico se dio cuenta
de la importancia de estar unidos y organizados. Cuando en 1848 fue concedido el
derecho de asociación, se puso de manifiesto la solidez que había adquirido la
expresión de las energías religiosas y eclesiásticas a raíz de aquellas
manifestaciones. En Maguncia, por ejemplo, fundó Riffel los importantes grupos
de San Pío y Santa Isabel, predecesores de la asociación Kolping (cf. § 116, II,
2).

 

10. Con el reinado del perspicaz

Federico Guillermo IV
(1840-1861), que estaba influido por
el Romanticismo y había tenido relaciones con los católicos, se pone fin en 1840
a la disputa de Colonia, no sin que antes se produjera la dimisión del ministro
de cultos, Altenstein. En 1841 el Estado renunciaba al
placet regio
para toda clase de
actos de exclusiva competencia eclesiástica, así como a la bendición de
matrimonios prohibidos por la Iglesia, que anteriormente tenían obligación de
impartir los sacerdotes católicos. El arzobispo de Colonia pudo volver a su
diócesis, aunque tuvo que acceder al nombramiento de un obispo coadjutor, el
hasta entonces obispo de Spira, Johannes Geissel († 1864), que habría de ser una
de las grandes figuras en el resurgimiento católico en Alemania[28].
En el Ministerio de Cultura de Prusia se creó un departamento católico. Los
profesores de teología católica debían poseer, junto al reconocimiento estatal,
la «misión canónica» expresa.
 
Federico
Guillermo IV, influido también por el colonés Sulpicio Boisserée († 1854), hizo
la segunda «colocación de la primera piedra» (1842) para la terminación de la
catedral de Colonia. Este acontecimiento vino a ser una celebración, cargada de
simbolismo, del acercamiento entre los países alemanes y entre las confesiones
cristianas. La esposa del rey, católica anteriormente, fue recibida solemnemente
por el arzobispo a las puertas de la catedral.
 
La actitud,
admirablemente acogedora, del rey eliminó también a partir de 1839 la
desavenencia con el arzobispo de Gnesen-Posen. Se había producido un cambio
importantísimo. El renacimiento del catolicismo había sido reconocido, por así
decirlo, a la vez que se registraba un retroceso evidente de la iglesia estatal
y del Estado-policía. En las zonas católicas se establecieron cátedras católicas
en la enseñanza superior. La constitución
prusiana de 1848-1850 reconoció la autonomía de cada una de
las
sociedades religiosas[29].

 

Quedaba reservado al liberalismo antirreligioso dar nueva vida a una

iglesia subordinada al Estado, abandonada
aquí, entorpeciendo gravemente
el florecimiento de la vida católica en
Prusia, perturbando así la paz confesional de Alemania. El período de
tranquilidad duró desde 1840 a 1871.
 
III. EL «KULTURKAMPF»
 

1. El

Kulturkampf
—lucha por la cultura— no es propiamente,
como
ya hemos dicho, el resultado de una o varias causas aisladas
determinables con exactitud. Es la consecuencia de un gran movimiento general de
carácter político, cultural y espiritual, el liberalismo en sus múltiples
formas, como se había ido configurando en Alemania a partir de causas
muy diversas después de Kant, Hegel, los
hegelianos de izquierda, Strauss,

Feuerbach y otros, el protestantismo anticatólic
o[30],
nuevamente fortalecido
en lo confesional y en lo político, unido todo
ello al espíritu de la nueva ciencia experimental descreída. A este liberalismo,
que es la consecuencia lógica del
subjetivismo (especialmente en el campo de la educación y de la

economía), todo lo que sea autoritario le incita instintivamente a la
resistencia. El liberalismo, como brote legítimo de la Ilustración y de la
economía materialista, es además, por su
carácter radicalmente incrédulo o
racionalista, un movimiento
esencialmente antieclesiástico. El liberalismo
pretende instaurar sobre un espíritu profano
las instituciones fundamentales
de la humanidad: la familia, el
matrimonio, la educación, la escuela. Sólo conoce una autoridad, aunque con
limitaciones (en sentido hegeliano): el
Estado, en tanto que no se opone a la economía liberal. Es lógico que:

a)

el «Syllabus», que representa la
declaración de guerra del papa a todo el «progreso» liberal (§ 117), y
b)
la proclamación de la
infalibilidad pontificia convirtieran esta tendencia en hostilidad declarada. El
hecho de que una gran figura de la nueva ciencia como el famoso patólogo Rudolph.


 


Virchow,

hombre de
creencias bastante rudimentarias[31],
incitase en forma explícita a la «lucha por la cultura» en contra del
catolicismo es suficientemente significativo
de lo que acabamos de decir.
 
2. En
Alemania, el liberalismo se había creado un importante ins­trumento
parlamentario: el partido nacional-liberal, que después de la
victoria
sobre Francia en la guerra de 1870-1871, y merced al fuerte
desarrollo económico, adquirió una
importancia especial, consiguiendo
movilizar al canciller protestante
Bismarck[32],
favorable a una Iglesia
23 sometida al Estado.
 
Tras algunos
enfrentamientos en Baden, Würtemberg, Hesse y Austria-Hungría a partir de los
años cincuenta (unión del josefinismo
con el liberalismo), el verdadero ataque contra la Iglesia sobrevino en Prusia
al comienzo de los setenta. Luego, aunque fue Prusia en la que más se prolongó
esa lucha, se extendió también al resto del imperio, propagándose a Baden
(ministro Jolly, 1872-1876), Baviera (ministro Lutz, 1869-1871; 1880-1890 y el
rey Luis II) y algo menos a Hesse, donde era obispo Ketteler, y a Würtemberg.
Tanto en Baden como en Baviera las autoridades emplearon, para
justificar su proceder hostil a la
Iglesia, el viejo truco de Napoleón: tomar como punto de partida los edictos
añadidos arbitrariamente por el Estado a los concordatos. Para ser exactos, el
Kulturkampf se inició en el
imperio el día 19 de noviembre de 1871 al presentar Lutz en el Consejo Federal
un proyecto de ley contra los abusos cometidos desde los pulpitos. En el debate
posterior en el seno de la Dieta Imperial declaró lo siguiente: «... para
calificar el fondo de la cuestión de
que aquí se trata y el problema que se nos plantea, yo preguntaría: ¿quién ha de
ser el amo del Estado: el gobierno o la Iglesia romana?».
 
3. El
Kulturkampf
es una fase del
enfrentamiento constante entre dos grandes potencias: religión y política,
Iglesia y Estado, en las diferentes formas que van imponiendo en Alemania el
liberalismo, el nacionalismo y el confesionalismo del siglo XIX.
 
La ruptura de
las hostilidades en Prusia y en el conjunto del imperio obedece a diversas
motivaciones:


 


a)

En primer
lugar podríamos mencionar el temor real, auténtico unas veces y exagerado
artificialmente otras, y un rechazo
instintivo que sentía el liberalismo (y lo realizaba políticamente a través del
partido nacional-liberal) frente al dogma de la infalibilidad, o mejor, frente a
la supuesta posibilidad de utilizar dicho dogma para la intervención de Roma en
los asuntos internos de los Estados
nacionales.
 

b)

En el ámbito de la política la unión de este sentimiento con el conflicto
surgido entre la Iglesia y el Estado vino dada por las dificultades nacidas
entre ambas instituciones a causa de los profesores y maestros de teología
católica que no reconocían la definición del Vaticano I y se habían pasado a la
Iglesia de los Viejos Católicos. Por su condición de funcionarios del Estado,
estos profesores seguían impartiendo sus enseñanzas a los estudiantes y
escolares católicos.
 

c)

La posibilidad de que el conflicto naciente se convirtiera en una gran prueba de
fuerza fue producto de la creación del partido del Centro, en el que colaboraron
católicos de todas las clases con el objetivo de garantizar, conforme a la
Constitución prusiana, la libertad de la Iglesia (el mismo lema de todas las
luchas similares desde la Antigüedad y la Edad Media).
 

d)

En política interior la situación se hizo más aguda al unirse al Centro los
católicos polacos y alsacianos. En este punto las tendencias centralizadoras de
Prusia chocaron con las aspiraciones federalistas, en las que el canciller
imperial Bismarck veía fuerzas capaces de poner en peligro la existencia y la
unidad del imperio. Bismarck, por otra parte, se encontraba sometido a la
presión de los nacional-liberales, en los que se había apoyado durante los años
decisivos de la reconstrucción nacional después de la guerra del 70.
 
4. Fueron
promulgadas una serie de medidas gubernamentales contra los católicos. Pueden
resumirse en los puntos siguientes: a) eliminación de los medios
auxiliares que favorecían sus intereses en el aparato estatal, como la supresión
del departamento católico en el ministerio prusiano de cultos (1871), quedando
así el burocratismo oficial dueño absoluto de la situación; el liberalismo,
actuando en nombre del protestantismo, denunció ante los círculos protestantes
el «peligro amenazador de una segunda Canosa», provocado por el Vaticano; b)
apoyo a los movimientos anticatólicos: la ley para los Viejos Católicos
concedía a éstos la utilización de las iglesias y cementerios de los católicos y
les hacía entrega de una parte de los bienes de la Iglesia.
 

a)
Con
respecto al ataque directo contra los católicos, su táctica era evitar por todos
los medios posibles que se convirtiera en una «persecución contra los
cristianos»; al contrario, con una táctica astuta se procedió contra el
estamento dirigente, el clero: «persecución contra la Iglesia». El clero se vio
acosado por las siguientes medidas: 1) paralización del reclutamiento, cerrando
los seminarios menores y mayores y los convictorios para seminaristas teólogos,
en Baden sobre todo; 2) limitación de actividad al clero: examen cultural de los
sacerdotes católicos antes de confiarles el ministerio
parroquial; censura en la predicación por el

Kanzelparagraph[33]
(diciembre de 1871); ley sobre inspección escolar de 1872, en virtud
de la cual los sacerdotes son depuestos de su cargo de inspectores; 3) privación
al clero de sus fuerzas auxiliares (ley contra los jesuitas, de 1872, que
expulsó del país a los jesuitas y otras Ordenes «similares»; disolución de todas
las congregaciones que no se dedicaran al cuidado de los enfermos, 1875); 4)
dependencia del Estado de la formación, nombramientos y dirección del clero (ley
de mayo de 1873, así como la institución de un tribunal estatal para asuntos
eclesiásticos: «ley del bozal», de 1873)[34].
 

b)

En la medida en que estas leyes belicosas afectaban directamente a los
fieles, se intentó relajar su unión
interna con la Iglesia, o al menos dar pie para ello (se impone el matrimonio
civil; se introduce el divorcio, 1874-1876; ambas leyes provocaron también la
oposición de los protestantes). Pero la persecución «contra la Iglesia» se fue
convirtiendo forzosamente en «persecución contra los cristianos», ya que las
parroquias quedaron desiertas al ser depuestos los párrocos
fieles a la Iglesia, con lo cual
desapareció la cura de almas; se dictó además una ley que prohibía bajo graves
penas que sacerdotes forasteros ejercieran el ministerio pastoral, ni siquiera
se les permitía la administración de los sacramentos a los moribundos. Con todo
esto la fidelidad religiosa del pueblo
despertó y robusteció su resistencia.
 

c)

La reacción oficial de Roma durante
estos años no fue siempre acertada. En su carta del 7 de agosto de 1873 al
káiser Guillermo I, el pontífice le
anunciaba su idea de que «todo aquel que ha recibido el bautismo pertenece de
alguna manera al papa».
 
5. Desde el
punto de vista jurídico tropezamos aquí con una serie de medidas de excepción,
que, como en todos los tiempos, emanan del derecho del más fuerte. El hecho de
que se anduviese diciendo aquí y allá que los católicos preparaban conjuras, sin
demostrarlo después, y que los funestos jesuitas constituían la más grave
amenaza contra el Estado, expulsándolos del país, sin instruir expediente
alguno, a pesar de su condición de ciudadanos alemanes, prueba que todas estas
leyes no eran otra cosa que una violencia brutal.
 
6. Es verdad
que el presunto objetivo del liberalismo, expuesto hacía ya tiempo de todas las
formas posibles, consistía en liberar a los católicos,
«esclavizados» por el papa, tomando ante todo una serie de medidas
legales que separaran a los católicos alemanes de la influencia de Roma.
 
Pero en el
curso posterior de los acontecimientos las leyes promulgadas por el Estado ante
la resistencia de la Iglesia fueron adquiriendo el carácter de legislación
beligerante, originada por la premura del momento y carente de toda finalidad
constructiva (sobre todo las de 1875). Al principio se intentó que las medidas
estatales parecieran dirigidas no contra la Iglesia, sino contra grupos
católicos determinados, «enemigos del imperio». Pero en seguida la lucha se
desarrolló con caracteres de choque frontal entre el Estado y la Iglesia
católica. Bismarck no dejó de ofender al papa de un modo directo y ostentoso.
Sin consultar previamente a Roma nombró embajador ante la curia en 1872 al
cardenal Gustavo Hohenlohe, uno de los adversarios más acérrimos de la
declaración de la infalibilidad en el Vaticano I y partidario de la política del
gobierno prusiano. Pero con ello no logró nada en favor del Estado, como no
fuera la satisfacción momentánea de los instintos liberales. En cambio, a los
católicos les reveló de esta forma, con una claridad desconocida hasta entonces,
que no se trataba de pequeñas diferencias. La unión con el centro apostólico de
la Iglesia adquirió a los ojos de los católicos una importancia vital. Junto con
la condenación de las leyes del
Kulturkampf
por el papa (1875), las brusquedades de Bismarck
favorecieron enormemente una unión más estrecha de los católicos alemanes con
Roma.
 
7. La
respuesta fue dada por los obispos, el clero y el pueblo. Pero fue el
pueblo,
sobre todo, el que con su
sentimiento religioso, fidelidad a la Iglesia y con su fuerza política hizo
fracasar también esta lucha contra la
Iglesia.


 


a)

La
experiencia de los disturbios de Colonia de una parte, y el creciente prestigio
de Roma y, con ello, el acrecentamiento del sentido eclesial hicieron que la
resistencia incondicional de los católicos llegase hasta la renuncia a los
bienes y a la propia casa y que los obispos y el clero soportasen el destierro,
y que todo ello fuese considerado obvio y natural. Seis obispos fueron hechos
prisioneros, depuestos y expulsados del imperio y otras dos sedes episcopales
quedaron vacantes. Cientos de sacerdotes compartieron la misma suerte o
padecieron prisión y multas. La educación «estatal» de los teólogos, el
nombramiento «estatal» de los sacerdotes y la provisión «estatal» de las sedes
episcopales no se consiguió en ninguna parte.
 
La injusticia
de aquel Estado policíaco era tan manifiesta, tan constante y vejatoria, y
atacaba de manera tan brutal los sentimientos más sagrados, que no sólo despertó
la resistencia interna del pueblo, provocando una profundísima indignación, sino
que encendió además el espíritu de sacrificio popular. El pueblo católico de
todos los estamentos, y sobre todo la
nobleza, se preocuparon en gran medida del sostenimiento del

clero.


 


b)

Este
comportamiento no hubiera sido posible sin la unión interna
de los católicos a partir
de los disturbios de Colonia, sin la preparación para
la unión externa en
las asociaciones y, sobre todo, sin la valiosa energía religiosa existente tanto
en el pueblo como en los círculos cultos.
 
Para
comprender la significación de este tesoro religioso basta comparar
adecuadamente el Kulturkampf
con los acontecimientos que se produjeron en Francia en 1905 con ocasión de la
separación, hostil a la Iglesia, de Estado e Iglesia. Ni en el pueblo francés ni
en el parlamento hubo entonces energías
religiosas suficientes como para atenuar los efectos

de la obra del gobierno, y mucho menos para
hacerla fracasar. Es cierto que
luego, como consecuencia, la separación
de la Iglesia y el Estado despertó en Francia energías religiosas que se
concretarían en positivos intentos de renovación, lo mismo en el clero que en el
laicado: ministerio parroquial, misiones entre el proletariado, vida del clero,
teología, literatura de gran belleza.
Algunas de estas realizaciones llevan el sello de lo nuevo y creador
y
hasta del cristianismo heroico[35].
 
8. El
catolicismo alemán de entonces se creó una representación
parlamentaria «católica» fiel en la Dieta
Imperial y en la Dieta Nacional de
Prusia. Esta primera época del
Centro
es una época en la que
aparecen energías nuevas. Los nombres de
Windthorst (1812-1891), Reichensperger

(† 1895), Mallinckrodt († 1874) y de muchos
otros manifiestan multitud de
dotes elevadas y ricas, aunque de tono
diverso. ¿Podría la teología de esos hombres satisfacer hoy nuestras actuales
exigencias críticas? La pregunta no carece de interés, pero decisiva sólo es la
constatación de que la fuerza de estos hombres radicaba en el programa claro e
inconmovible que les dictaba su fidelidad a la Iglesia.
 
9. El
parlamentarismo, que había puesto en escena el
Kulturkampf,
fue derrotado por sí
mismo. Las dificultades de la política interior (ruptura de Bismarck con los
liberales en 1878), la inutilidad, más aún, el contrasentido de la lucha, la
grave perturbación de la paz interna, el crecimiento amenazador para el Estado y
para los príncipes del espíritu
materialista-anarquista (atentado contra el káiser el 2 de junio de 1978) y la

social-democracia hicieron que el gobierno se dispusiera a la retirada. La
coincidencia de todas estas circunstancias
con el cambio de papa (Pío IX, †
1878) ofreció a Bismarck la posibilidad
de rectificar a comienzos de los años
ochenta, mediante negociaciones con el nuevo pontífice, León XIII, el

gran error realizado con el Kulturkampf.
En cierta ocasión había dicho Bismarck —y lo había repetido
innumerables veces con gran énfasis—: «No iremos a Canosa». Ahora iba el
canciller todavía «bastante más al sur» (Th. Heuss). En el programa de León XIII
(1878-1903) figuraba como primera divisa conquistar el mundo moderno para la
Iglesia; no quería, por tanto, renunciar al poderoso y floreciente Imperio
alemán.
 
a) A pesar de
todo, la operación de derribo de la legislación promulgada por el Kulturkampf
se realizó muy lentamente. En los cuatro primeros años (1880-1883) no se
llegó más que a atenuar progresivamente la persecución. Hasta pasado un año del
arbitraje efectuado por León XIII en la cuestión de las Carolinas (cuando
Bismarck ya había recibido del papa la orden de Cristo y le había dado las
gracias en una carta que se ha hecho célebre), no tuvo lugar la retirada de las
leyes fundamentales del Kulturkampf (1886-87).
 
b) De todos
modos todavía siguieron en vigor toda una serie de disposiciones anticatólicas:
la ley contra los jesuitas, la ley en favor de los Viejos Católicos; la
administración de los sacramentos y la celebración de la misa siguieron en parte
limitadas. Aunque había desaparecido el espíritu de persecución, quedaban
todavía residuos importantes. No hay ningún dato que mejor manifieste la
terrible limitación soportada por los católicos en Alemania que el hecho de que
ahora, a pesar de todas las cortapisas, la situación les parecía tolerable. En
1894 se permitió la vuelta a los redentoristas; en cambio, los jesuitas no
obtuvieron autorización hasta 1917.
 
c) Las
medidas beligerantes afectaron también en parte a los protestantes, que tuvieron
que recibir con dolor la introducción del matrimonio civil y la supresión de la
inspección escolar de los pastores. Por eso también ellos presionaron para la
supresión de la lucha (sobre todo Guillermo I).
 
d) Hay que
notar que la dureza del Kulturkampf fue diferente según las regiones. En
Würtemberg, por ejemplo, hubo incluso círculos dirigentes del protestantismo que
abandonaron las estrecheces confesionales. Luego, una ley sobre las iglesias ha
mantenido la paz confesional del país durante un largo período. Un factor
importante para llegar a esta situación fue obra de los teólogos católicos de la
Universidad de Tubinga, reconocida por todos y abierta siempre al diálogo.
 
IV.
SIGNIFICACION DEL «KULTURKAMPF»
 
1. El
resultado del Kulturkampf fue un éxito sin paliativos para los católicos.
Lo que no está tan claro es si puede hablarse sin más de una victoria. La
reacción católica, en parte por necesidades de la lucha, pero, en parte también,
por insuficiente apertura interna, se redujo demasiado a la pura defensa. Este
aspecto negativo mostraría hasta bien entrado el siglo XX las consecuencias
perjudiciales de la postura adoptada por los católicos alemanes.
 
Sea lo que
fuere, en el campo legislativo el ataque había sido rechazado de forma decisiva.
Pero debemos destacar con mayor exhaustividad el significado de este hecho, al
que hemos aludido repetidas veces. Va, efectivamente, más allá del simple hecho
de rechazar un ataque peligroso y conquistar la libertad de movimientos; más
allá del sorprendente crecimiento de la conciencia católica y de las importantes
repercusiones que tuvo para la vida interna del catolicismo, como luego veremos.
El significado más hondo debe buscarse en la transformación espiritual
realizada. La victoria católica de los años treinta y setenta puso de manifiesto
la invencibilidad de una idea religiosa y en concreto el catolicismo y la
Iglesia, mantenida con coherencia y sacrificio, la invencibilidad, en último
análisis, de un poder espiritual externo, objetivamente reconocible y operativo,
como es el papado. El valor religioso de una autoridad espiritual, el valor
religioso y personal de un credo que fluye esencialmente del reconocimiento de
verdades objetivas volvió a aproximarse a la conciencia de amplios círculos
intelectuales modernos. La resistencia victoriosa del catolicismo alemán,
políticamente organizado contra el liberalismo, era una lucha en favor de la
síntesis católica contra el espiritualismo de la Ilustración
(interioridad-exterioridad; persona-comunidad-autoridad) y contra el
subjetivismo. Como, además, las intromisiones del gobierno (violaciones de la
justicia y privaciones de libertad) iban dirigidas directa o indirectamente
contra el papado, el gobierno prusiano y los políticos que siguieron su ejemplo
contribuyeron en gran medida a que, a partir de los años treinta, apareciese
ante los católicos el papado como el baluarte de la libertad. Por otra parte, la
unión de los católicos con sus obispos para defender los derechos de la Iglesia
universal permitió a los católicos alemanes vigorizar su conciencia de unidad de
la Iglesia y con Roma, lo que contribuyó una vez más al robustecimiento de la
posición puramente espiritual del pontificado y aun de su centralismo.
 
2. La lucha
por conseguir esa totalidad capaz de ser expresada en una gran síntesis, tenía
un sentido distinto del que tenía antes de la Revolución francesa. O, mejor
dicho, este sentido penetró ahora más poderosamente en la conciencia, y esto por
dos motivos: a) la obediencia del católico quedaba libre de todo
sometimiento «estatal» al obispo-príncipe, con lo que resaltaba más claramente
el carácter religioso y espiritual del vínculo; b) el subjetivismo había
penetrado radicalmente unido a la idea democrática en amplios sectores y había
movilizado los recursos del Estado; a pesar de ello, en este caso no consiguió
imponerse.
 
3. En otra
perspectiva se asiste a una victoriosa presentación de la peculiaridad de la
esfera religioso-eclesiástica, que tiene sus propias leyes no sometidas al
Estado; la defensa, en realidad, de la única idea que, después de la Revolución
francesa y de la secularización, podía servir de base para la construcción de
una Iglesia despojada de todo poder político, idea que aún hoy es la base de
todo posible desarrollo futuro. El
Kulturkampf
fue la principal prueba de fuerza entre la Iglesia y el
Estado, prueba que se repite constantemente a lo largo de la historia[36],
y que se realiza de cuando en cuando con los mismos o similares métodos: el
intento del Estado de separar la Iglesia de un país de la de Roma[37],
o al menos de aislarla en su organización, creando dificultades para la
renovación sacerdotal, metiendo una cuña entre el clero y el pueblo, formando
grupos nacionalistas entre los sacerdotes, impidiendo las manifestaciones
espontáneas de la vida de la Iglesia, presionando sobre la Iglesia en el aspecto
financiero, minando la buena fama del clero y de la jerarquía y, por último,
acudiendo a la persecución directa de los jefes de la Iglesia mediante la
violencia.
 
Considerada
la situación de la época y sin el menor asomo de una dictadura, el
Kulturkampf
fue un paradigma de
la lucha que había de sostener la Iglesia en el Estado «poscristiano» de la
sociedad moderna.
 
4. Una
consecuencia externa del Kulturkampf
en ambas confesiones fue una organización más amplia y poderosa y una
mayor concentración de fuerzas. Por parte protestante fue fundada en 1886 la
Liga Evangélica, que, por otra parte, al igual que la Asociación Gustavo Adolfo,
fundada en 1843, al vincularse en Baviera con tendencias antiprotestantes adoptó
una orientación acusadamente anticatólica. Por el lado católico surge un gran
número de pequeñas asociaciones eclesiásticas para los estratos sociales más
diversos. Aun cuando estas asociaciones no rechazaran en teoría un especial
entendimiento con valores evangélicos y protestantes (entendimiento que no se
dio), es importante afirmar que por parte católica no hubo asociaciones de
carácter antiprotestante directamente hostiles; sí hubo, en cambio, grupos
integristas y poco ilustrados.
 
Típico de
estas asociaciones, o de su gran mayoría, es que sus objetivos no son
directamente religiosos, aunque para su consecución se emplearan los medios
pastorales. Perseguían más bien un fin social, como la defensa de la cultura,
del libro católico, del estudiante católico, del «pueblo» católico; tenemos
entre ellas la Sociedad Górres (1876), la Asociación de San Carlos Borromeo
(1844), las Asociaciones de Estu­diantes Católicos, la Unión Popular de la
Alemania católica (1890), las Uniones de Trabajadores. La labor de estas
asociaciones fue gigantesca y casi insustituible. Sin embargo, no puede decirse
que alguna de ellas haya llevado a cabo obras sobresalientes, capaces de
impregnar radicalmente la época de un sentido católico. Sí se consiguió preparar
el terreno para un renacimiento, aunque, por desgracia, esta evolución del
catolicismo, tan importante para el Estado y para la Iglesia, tuvo una vez más
carácter defensivo y, con ello, cierta cerrazón. A partir del cambio de siglo se
advirtió que urgía la tarea de superar estas actitudes y en todos los países se
ha intentado conseguirlo en formas diversas.
 
5. Para la
crítica del liberalismo, que tan gustosamente se presentaba como el
baluarte de la libertad, son suficientes los abusos de que hemos hablado, y
especialmente las leyes de excepción del
Kulturkampf.
Esto conduce a una grave acusación contra la idea
liberal, e incluso a su repulsa. En efecto, el liberalismo, con su programa de
un incontrolado subjetivismo, es decir, de la libertad ilimitada, paso a paso
fue reduciendo precisamente esta libertad y, al final, se vio obligado a
condenar expresamente su propia idea. La ley del 18 de junio de 1875 suprimió
los artículos, sobre todo el 15, de la Constitución que garantizaban la libertad
de religión, siendo los liberales quienes dieron pie para esta supresión.

 



[1]

En
esta ceremonia estaba presente entre los altos funcionarios del Estado el
antiguo obispo Talleyrand, que se había
secularizado y había contraído matrimonio sin dispensa.
Talleyrand
fue presentado al Pontífice.


[2]


Seguían
in
fluyendo las ideas de la
Ilustración: el josefinismo y el febronianismo en

Austria y Baviera; la idea del Estado de
Fichte († 1814) y Hegel († 1831) sobre todo en

Prusia.


[3]


Durante el Congreso de Viena
había en Alemania sólo cinco
obispos, algunos de edad avanzada;
en 1817 no quedab
an más que tres.


[4]


Para
el protestantismo, cf., por ejemplo, a Schleiermacher, con su teología del


sentimiento.


[5]

No
conviene olvidar lo siguiente: a) la gran
diferencia de las relaciones entre el catolicismo y el Estado en Renania
y Baviera, por ejemplo; b) importantes
transformaciones en la orientación
de estos círculos, por ejemplo, en el de Munich (al cual pertenecía
incluso un protestante). En este
círculo influyó principalmente la
conversión de Joseph Gbrres de «ilustrado» a católico militante;
c) incluso entre personalidades
representativas del catolicismo de la Restauración hay restos impo
rtantes
de la mentalidad de las iglesias estatales de la Ilustración (Luis I
de Baviera).


[6]


Sailer (1751-1832) fue novicio con los jesuitas. Luego fue profesor en las
Universidades de Dillingen e Ingolstadt-Landshut. Después obispo de
Ratisbona.


[7]


«He llorado, por eso he creído».


[8]


Sobre
los nuevos brotes de vida eclesiástica y católica en Inglaterra, cf. el 118.


[9]


Cf. el tema en fa menor del verso «In te, Domine, speravi, non confundar» de
su Te Deum, verdadera
célula originaria de su música.


[10]


Era consecuencia tanto de las corrientes
generales de la época como de las nuevas ideas y métodos de la
administración francesa de
entonces.


[11]


Cabe recordar la lucha de Gregorio XVI contra el indiferentismo y la «locura
de la libertad
de espíritu», de la «ilimitada libertad de pensamiento y expresión y la
búsqueda
de novedades» (Mirari
vos,
cf. § 117). El hecho de que una personalidad católica tan
fiel
a la Iglesia como Manzoni
pe
rteneciera
al grupo liberal nos da una idea de la funesta confusión de la situación y
el juicio que merecía a la cu
ria.
Muchas de las declaraciones
hechas
dur
ante
esta lucha estab
an
fue
rtemente
condicionadas por el momento y hoy h
an
quedado superadas.


[12]


Monarquía constitucional con dos cámaras. Los seglares podían ser nombrados
ministros, a excepción del secretario de Estado.


[13]

La
Italia de entonces adoptaba una actitud liberal y masónica; su odio hacia la
religión, la Iglesia y los sacerdotes fue muy marcado y violento hasta la Primera
Guerra Mundial. Para la época más
reciente, cf. § 125.


[14]


A la
misma actitud responde la moción presentada por el cardenal Manning en el


Vaticano I solicitando que se


definiera

como
dogma que los Estados de la Iglesia son de


derecho divino (!).


[15]


Vuelven a aceptarse las ideas políticas de Rosmini
(† 1855) y Gioberti
(† 1852). Los proyectos de Rosmini para
la reforma de la Iglesia fueron condenados por el
papa en 1887.


[16]

De
todas formas, esto supone también en algunos puntos un perjuicio para la
Iglesia. La validez de determinados artículos de derecho canónico en la vida
pública, como la disposición que priva
prácticamente a los sacerdotes que dejan el ministerio toda posibilidad de
ganarse la vida o el derecho matrimonial católico, acarrea notables
complicaciones.


[17]


El fuerte
cambio que se ha producido desde entonces

—en
sentido
positivo—
lo demuestra sobre todo el eco producido
por la convocatoria del Vatic
ano
II hecha por Ju
an XXIII el año
1959.


[18]


Otro breve, distinto para cada uno de los dos grupos, invitaba también a los
cismáticos y a los protestantes a «participar» (1869).


[19]


Hefele
no declaró expresamente su reconocimiento hasta el 10 de abril de 1871.
Pero,

a
pesar de ello, no se puede decir que sólo se doblegara posteriormente.
Hefele había


afirmado con

anterioridad
que estaba dispuesto a luchar por todos los medios contra la


definición, pero que no quería dar lugar a una escisión.


[20]


Para medir su alcance podemos recordar el papel que jugó la confusión
teológica en el período anterior a la
Reforma y más aún en sus años decisivos.


[21]


Esta
segu
ridad
y evidencia son categorías de la fe; pero no h
an
de confundirse con una seguridad
cualquiera ni entendidas fuera del marco de la

theologia crucis.


[22]


«Esta
potestad del sumo pontífice no va en detrimento alguno de la potestad
ordinaria

e
inmediata de la jurisdicción episcopal, en virtud de la cual los obispos,
constituidos

por el
Espíritu S
anto,
ocup
an el puesto de los apóstoles,
apacent
ando y rigiendo
cada uno de ellos la grey que les ha sido confiada» (Denzinger 1828).


[23]

El
arzobispo de Colonia, Geissel, expone esta idea de manera realmente
conmovedora en una carta pastoral
del 18 de enero de 1861 (en relación con los disturbios italianos de
aquellos meses).


[24]



Windthorst llegó a decir en la Dieta Imperial que la expulsión del país de
aquellos


jesuitas que durante la guerra del 70 habían puesto en peligro su vida por
defender a la

patria
constituía una deshonra cultural de Alemania.


[25]

En
este aspecto, el cuadro que presenta Renania es algo más claro.


[26]


De ahí
la especial situación del príncipe-arzobispo de Breslau, cuya diócesis tenía
algunos territorios en Austria.


[27]

Por lo demás esta era la practica corriente entonces.


[28]

Droste-Vischering se retiró a
Münster.


[29]

El artículo 15 de la
Constitución del 31 de enero de 1850 reza así: «Las Iglesias evangélica y
católica-romana, así como cualquier otra sociedad religiosa, ordenarán y
administrarán sus asuntos de manera
autónoma y continuarán en la posesión y disfrute de las instituciones,
fundaciones y fondos destinados a sus

fines
de culto, enseñanza y beneficencia».


[30]

También el
protestantismo, que en lo dogmático no tiene  nada de liberal,
pertenece por otras rezones a este grupo de acusada tendencia antirromana.


[31]


«He
hecho la autopsia a cientos de cadáveres y en ninguno he hallado el alma».


[32]

La
desconfianza de Bismarck hacia los católicos no tenía otro móvil que la
defensa del Estado a su cargo; en la católica Baviera, por ejemplo, había
habido muchas resistencias contra la anexión al imperio. Pero éste no era el
motivo principal.


[33]


Cf. el
canon 103a del Código Penal Imperial. Este artículo amenazaba a los


sacerdotes que trataran asuntos referentes al Estado de manera
«desfavorable» con pena

de
prisión o arresto hasta dos años.


[34]


Estas
leyes regulaban la formación del clero y el nombramiento de los párrocos. El

Estado
prescribía un determinado examen para éstos. Además, el poder disciplinar de
la


Iglesia fue reducido considerablemente. Se promulgaron castigos para las
transgresiones.


[35]

Es
difícil establecer una comparación entre esta actuación de la Iglesia
alemana y la que tuvo bajo el
nacionalsocialismo a partir de 1933. La reacción en este caso no fue tan
unánime debido a que los agresores
supieron ocultar durante mucho tiempo sus fines bajo formas aceptables y con
embustes refinados.


[36]


En el
siglo XX afecta, sobre todo en Alemania, a ambas confesiones cristianas,
limitadas a medios espirituales.


[37]

En
los países comunistas de Europa y Asia se ha repetido recientemente el mismo
intento con formas diversas. En la zona alemana ocupada por los rusos, el
régimen comunista intenta dividir la Iglesia evangélica introduciendo
escisiones dentro de la misma.

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