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Jueves, 20 de julio de 2017
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Su Vida
También llamado Teóforo (ho Theophoros); nació en Siria hacia el año 50; murió en Roma entre el año 98 y el 117.Más de uno de los primeros autores eclesiásticos han hado crédito, aparentemente sin buenas razones, a la leyenda de que Ignacio fue el niño a quien el Salvador tomó en sus brazos, como se describe en Marcos 9,35. También se cree, y con gran probabilidad, que, con su amigo San Policarpo, estuvo entre los oyentes del Apóstol San Juan. Si incluimos a San Pedro, Ignacio fue el tercer obispo de Antioquía e inmediato sucesor de Evodio ( Eusebio, “Hist. Eccl.”, II, III, 22). Teodoreto (“Dial. Inmutab.”, I, IV, 33a, París, 1642) es la autoridad para la afirmación de que San Pedro nombró a Ignacio para la sede de Antioquía. San Juan Crisóstomo le atribuye especial énfasis al honor conferido al mártir al recibir su consagración episcopal de manos de los mismos Apóstoles (“Hom. en S. Ign.”, IV, 587). Alejandro Natalis cita a Teodoreto al mismo efecto (III, XII, art. XVI, p. 53).
El obispo de Antioquía poseyó en grado eminente todas las excelentes cualidades de pastor ideal y verdadero soldado de Cristo. De acuerdo con ello, cuando la tormenta de la persecución de Domiciano estalló en su pleno furor sobre los cristianos
de Siria, encontró a su fiel dirigente preparado y vigilante. Fue
infatigable en su vigilancia e incansable en sus esfuerzos por inspirar esperanza
y alentar a los débiles de su grey contra el terror de la persecución.
La restauración de la paz, aunque fue de corta duración, le confortó en
gran manera. Pero no se regocijó por sí mismo, pues el gran deseo
omnipresente de su alma caballerosa era poder recibir la plenitud del discipulado de Cristo por medio del martirio. Su deseo no iba a permanecer largo tiempo
insatisfecho. Asociado con los escritos de San Ignacio hay una obra
titulada “Martyrium Ignatii”, que pretende ser el relato de un testigo presencial del martirio de San Ignacio y los hechos conducentes al mismo. En esta obra, que críticos protestantes tan competentes como Pearson y Ussher consideran como genuina, se registra fielmente, para edificación de la Iglesia de Antioquía,
la historia completa de ese accidentado viaje de Siria a Roma. Es
ciertamente muy antigua y se considera que fue escrita por Filón, diácono de Tarso y Reo Agatopo, un sirio, que acompañó a Ignacio a Roma. Generalmente se admite, incluso por los que la consideran auténtica,
que esta obra ha sido muy interpolada. Su versión más fiable es la que
se encuentra en el “Martirium Colbertinum”, la cual cierra la recensión
mixta y se llama así porque su testimonio más antiguo es el Códice Colbertino (París) del siglo X.
Según estas Actas, en el noveno año de su reinado, Trajano,
emocionado con la victoria sobre los escitas y los dacios, pretendió
perfeccionar la universalidad de su dominio por una especie de conquista
religiosa. Decretó, por tanto, que los cristianos se unieran a sus vecinos paganos en el culto a los dioses. Se amenazó con una persecución general, y se anunció la muerte como pena para todos los que rehusaran ofrecer el sacrificio
prescrito. Advertido inmediatamente del peligro que amenazaba, Ignacio
se proveyó de todos los medios a su alcance para frustrar los propósitos
del emperador. El éxito de sus celosos esfuerzos no permaneció oculto mucho tiempo a los perseguidores de la Iglesia.
Pronto fue detenido y conducido ante Trajano, que estaba entonces
residiendo en Antioquía. Acusado por el propio emperador de violar el
edicto imperial, y de incitar a otros a similares transgresiones,
Ignacio dio valientemente testimonio de la fe
de Cristo. Si creemos el relato que se da en el “Martyrium”, su
declaración ante Trajano se caracterizó por la inspirada elocuencia, el
sublime valor, e incluso un espíritu
de exultación. Incapaz de apreciar los motivos que lo animaban, el
emperador ordenó que lo encadenaran y llevaran a Roma, para convertirse
allí en pasto de las fieras y espectáculo para el pueblo.
Por su Carta a los Romanos (par. 5) colegimos que las pruebas de
este viaje a Roma fueron grandes: “Incluso desde Siria a Roma luché con
bestias salvajes, por tierra y mar, de noche y de día, estando atado
entre diez leopardos, hasta una compañía de soldados, que sólo se
volvían peores cuando eran tratados amablemente”. Pese a todo esto, su
viaje fue una especie de triunfo. Noticias de su destino, de su paradero y de su probable itinerario
le habían precedido velozmente. En varios lugares a lo largo de la
ruta sus correligionarios cristianos le saludaban con palabras de
consuelo y de homenaje reverente. Es probable que en su camino a Roma
embarcara en Seleucia, en Siria, el puerto más próximo a Antioquía, o bien hasta Tarso, en Cilicia, o Attalia en Pamfilia, y de allí, como colegimos por sus cartas, viajó por tierra a través del Asia Menor. En Laodicea,
en el río Licos, donde se presentaba una encrucijada, sus guardias
eligieron la ruta más septentrional, que llevó al futuro mártir a través
de Filadelfia y Sardes, y finalmente a Esmirna, donde era obispo San Policarpo, su condiscípulo en la escuela de San Juan.
La estancia en Esmirna, que fue prolongada, les dio a los
representantes de las diversas comunidades cristianas de Asia Menor una
oportunidad de saludar al ilustre prisionero, y ofrecerle el homenaje de
las Iglesias que representaban. Vinieron delegaciones de las
congregaciones de Éfeso, Magnesia y Tralles para consolarlo. A cada una de estas comunidades cristianas dirigió cartas desde Esmirna, exhortándolas a la obediencia a sus respectivos obispos, y advirtiéndoles que evitaran la contaminación de la herejía. Estas cartas respiran el espíritu de caridad cristiana, celo
apostólico y solicitud pastoral. Mientras que aún estaba allí también
escribió a los cristianos de Roma, pidiéndoles que no hicieran nada para
privarle de la oportunidad del martirio.
Desde Esmirna sus captores le llevaron a Troya,
desde la cual envió cartas a los cristianos de Filadelfia y Esmirna y a
Policarpo. Aparte de estas cartas, Ignacio había previsto dirigir otras
a las comunidades cristiana del Asia Menor, invitándolas a hacer
expresión pública de su simpatía con los hermanos de Antioquía, pero el
cambio de planes de sus guardias, que exigía una apresurada partida de
Troya, frustró su propósito, y se vio obligado
a contentarse con delegar esta función en su amigo Policarpo. En Troya
tomaron un barco para Neápolis, desde cuyo lugar el viaje les llevó por
tierra a través de Macedonia e Iliria.
El siguiente puerto de embarque fue probablemente Dyrrhachium
(Durazzo). Es imposible de determinar si al haber llegado a las costas
del Adriático completó su viaje por tierra o por mar. No mucho después
de su llegada a Roma obtuvo su muy codiciada corona de martirio en el
anfiteatro de Flavio. Las reliquias del santo mártir fueron llevadas de vuelta a Antioquía por el diácono Filón de Cilicia, y Rheus Agathopus, un sirio, y fueron enterradas
fuera de las puertas no lejos del hermoso suburbio de Dafne. Más tarde
fueron trasladadas por el emperador Teodosio II al Tiqueo, o Templo
de la Fortuna que se convirtió entonces en una iglesia cristiana bajo
el patrocinio del mártir cuyas reliquias albergaba. En el año 637 fueron
trasladadas a San Clemente de Roma, donde descansan ahora. La Iglesia
celebra la fiesta de San Ignacio el 1 de febrero.
El carácter
de San Ignacio, como se deduce de sus propios escritos y de los que se
conservan de sus contemporáneos, es el de un verdadero atleta de Cristo.
El triple honor de apóstol, obispo y mártir fue bien merecido por este enérgico soldado de la fe. Una entusiasta devoción al deber, un apasionado amor al sacrificio, y una temeridad absoluta en la defensa de la verdad
cristiana, fueron sus principales características. El celo por el
bienestar espiritual de los que estaban a su cargo alienta desde cada
línea de sus escritos. Siempre vigilante para que no se infectaran por
las herejías rampantes de aquellos primeros tiempos; rezando
por ellos, para que su fe y su ánimo no les faltara a la hora de la
persecución; exhortándoles constantemente a una obediencia sin fallos a
sus obispos; enseñándoles a todos la verdad católica; al suspirar con
ansia por la corona del martirio, para que su propia sangre pudiera
fructificar en gracias adicionales en las almas de su grey, demuestra ser en todos sentidos un verdadero pastor de almas, el buen pastor que da su vida por su oveja.
Colecciones
La colección más antigua de los escritos de San Ignacio que se sabe que ha existido fue la utilizada por el historiador Eusebioen la primera mitad del siglo IV, pero que desafortunadamente ya no
existe. Estaba compuesta de las siete cartas escritas por Ignacio
mientras estaba de camino a Roma. Estas cartas iban dirigidas a los cristianos
- de Éfeso (Pros Ephesious);
- de Magnesia (Magnesieusin);
- de Tralles (Trallianois);
- de Roma (Pros Romaious);
- de Filadelfia (Philadelpheusin);
- de Esmirna (Smyrnaiois); y
- a Policarpo (Pros Polykarpon).
(De viris illust., c. XVI). De las colecciones posteriores de las
cartas de Ignacio que se han conservado, la más antigua se conoce como
la “recensión larga”. Esta colección, cuyo autor es desconocido, data de la última parte del siglo IV. Contiene las siete cartas genuinas
y seis espurias, pero incluso las epístolas genuinas están muy
interpoladas para añadir peso a las opiniones personales de su autor.
Por esta razón no son capaces de dar testimonio de la forma original.
Las cartas espurias de esta recensión son las que pretenden ser de
Ignacio
- a María de Cassobola (Pros Marian Kassoboliten);
- a los tarsos (Pros tous en tarso);
- a los filipenses (Pros Philippesious);
- a los antioquenos (Pros Antiocheis);
- a Herón, un diácono de Antioquía (Pros Erona diakonon Antiocheias). Asociada con las anteriores está
- una carta de María de Cassobola a Ignacio.
añadidura de las espurias y la unión de ambas en la recensión larga sea
la obra de un apolinarista de Siria o Egipto, que escribió hacia el comienzo del siglo V. Funk lo identifica con el compilador de las Constituciones Apostólicas,
que salieron de Siria en la primera parte del mismo siglo.
Posteriormente se añadió a esta colección un panegírico sobre San
Ignacio titulado “Laus Heronis”. Aunque en el original estaba
probablemente escrito en griego, ahora sólo se conoce en textos latinos y
coptos. Hay también una tercera recensión, designada por Funk como la
“colección mixta”. La época de su origen puede ser determinada sólo
vagamente como estando entre la de la colección conocida por Eusebio y
la recensión larga. Aparte de las siete cartas genuinas de Ignacio en su
forma original, también contiene las seis espurias, con la excepción de
la dirigida a los filipenses.
En esta colección se encuentra también el “Martyrium Colbertinum”. El original griego de esta recensión se contiene en un único códice,
el famoso manuscrito Mediceo-Laurenciano de Florencia. Este códice está
incompleto, al faltar la carta a los Romanos que, sin embargo, se
encuentra asociada al “Martyrium Colbertinum” en el Códice Colbertino,
de París. La colección mixta está considerada como la más fiable de todas para determinar cuál era el texto auténtico
de las cartas genuinas de Ignacio. Hay también una antigua versión
latina que es una traducción inusualmente exacta de la griega. Los
críticos se inclinan generalmente a considerar esta versión como una
traducción de algún manuscrito griego del mismo tipo que el del Códice
Mediceo. Esta versión debe su descubrimiento al arzobispo Ussher, de Irlanda, que la encontró en dos manuscritos en bibliotecas inglesas y la publicó en 1644. Fue obra de Robert Grosseteste, un fraile franciscano y obispo de Lincoln (c. 1250). La versión original siríaca nos ha llegado en su integridad sólo en una traducción armenia.
También contiene las siete cartas genuinas y las seis espurias. Esta
colección en el original siríaco sería inestimable para determinar el
texto exacto de Ignacio, si existiera, por la razón de que no puede
haber sido posterior al siglo IV o V. Las deficiencias de la versión
armenia se suplen en parte por una recensión abreviada en el original
siríaco. Este resumen contiene las tres cartas genuinas a los Efesios, a
los Romanos y a Policarpo. El manuscrito fue descubierto por Cureton en
una colección de manuscritos siríacos obtenida en 1843 del monasterio de Santa María Deípara en el desierto
de Nitria. También hay tres cartas que están sólo en latín. Dos de las
tres pretenden ser de Ignacio al Apóstol San Juan, y una a la Santísima Virgen, con su respuesta a la misma. Son probablemente de origen occidental, no datando de más allá del siglo XII.
La Controversia
A intervalos durante los últimos siglos se ha producido una acalorada controversia entre los estudiosos de la patrística respecto a la autenticidad de las cartas de Ignacio. Cada recensión particular ha tenido sus apologistasy sus oponentes. Cada una ha sido favorecida con la exclusión de todas
las demás, y todas, a su vez, han sido colectivamente rechazadas,
especialmente por los correligionarios de Calvino. El propio reformador, en un lenguaje tan violento como no crítico (Instituciones, 1-3), repudia in globo las cartas que tan absolutamente desacreditan sus peculiares opiniones sobre el gobierno de la Iglesia. La convincente evidencia que las cartas aportan al origen divino de la doctrina católica
no conduce a predisponer a los críticos no católicos a su favor, de
hecho, ha añadido no poco al calor de la controversia. En general, los
estudiosos católicos y anglicanos
se alinean a favor de las cartas escritas a los efesios, a los de
Magnesia, a los de Tralles, a los romanos, a los de Filadelfia, a los de
Esmirna, y a Policarpo; mientras que los presbiterianos, como regla general, y quizá a priori, repudian todo lo que reclama la autoría de Ignacio.
Las dos cartas al Apóstol San Juan y la dirigida a la Santísima Virgen,
que existen sólo en latín, son reconocidas unánimemente como espurias.
El gran conjunto de críticos que reconocen la autenticidad de las cartas
de Ignacio limitan su aprobación a las mencionadas por Eusebio y San Jerónimo. Las otras seis no son defendidas por ninguno de los primeros Padres. La mayoría
de los que reconocen la autoría de Ignacio de las siete cartas lo hacen
condicionalmente, rechazando lo que consideran interpolaciones
evidentes en estas cartas. En 1623, cuando la controversia estaba en su
punto culminante, Vedelius expresó esta última opinión publicando en
Ginebra una edición de las cartas de Ignacio en las que las siete cartas
genuinas se ponían aparte de las cinco espurias. En las cartas genuinas
indicaba lo que consideraba como interpolaciones. El reformador
Dallaeus, en Ginebra, en 1666, publicó una obra titulada “De scriptis
quae sub Dionysii Aerop. et Ignatii Antioch. nominibus circumferuntur”,
en la que (lib. II) ponía en cuestión la autenticidad de todas las siete
cartas. A esto replicó enérgicamente el anglicano Pearson en una obra
llamada “Vindiciae epistolarum S. Ignatii”, publicada en Cambridge, en
1672. Tan convincentes fueron los argumentos aducidos en esta erudita
obra que durante doscientos años la controversia permaneció cerrada a
favor del carácter genuino de las siete cartas. La discusión fue
reabierta por el descubrimiento de Cureton (1843) de la versión
abreviada siríaca, que contenía las cartas de Ignacio a los Efesios, a
los romanos y a Policarpo. En una obra titulada “Vindiciae Ignatianae”
(Londres, 1846), defendió la posición de que sólo las cartas contenidas
en su recensión abreviada siríaca, y en la forma contenida en ella, eran
genuinas, y que todas las demás estaban interpoladas o claramente falsificadas. Esta posición fue vigorosamente combatida por varios críticos británicos y alemanes, incluyendo los católicos Denzinger y Hefele, que defendieron con éxito el carácter genuino de las siete epístolas íntegras. Generalmente se admite ahora que la versión abreviada siríaca de Cureton es sólo un resumen del original.
Aunque apenas se pueda decir que haya actualmente un acuerdo
unánime sobre el asunto, la mejor crítica moderna apoya la autenticidad
de las siete cartas mencionadas por Eusebio. Incluso críticos no
católicos tan eminentes como Zahn, Lightfoot y Harnack sostienen esta
opinión. Tal vez la mejor evidencia de su autenticidad debe encontrarse
en la carta de San Policarpo
a los Filipenses, que menciona cada una de ellas por su nombre. Como
íntimo amigo de Ignacio, Policarpo, escribiendo poco después de la
muerte del mártir,
da testimonio contemporáneo de la autenticidad de estas cartas, salvo,
en realidad, que la misma de Policarpo sea considerada como interpolada o
falsificada. Cuando, además, tomamos en consideración el pasaje de San Ireneo
(Adv. Haer., V, XXVIII, 4) que se encuentra en el original griego de
Eusebio (Hist. eccl., III, XXXVI), en el que se refiere a la carta a los
romanos (IV, I) con las siguientes palabras: “Tal como dijo uno de
nuestros hermanos, condenado a las fieras salvajes en martirio por su fe”, la evidencia de autenticidad se hace inevitable. La novela de Luciano de Samosata,
“De morte peregrini”, escrita en 167, da un incontestable testimonio de
que el autor no sólo estaba familiarizado con las cartas de Ignacio,
sino que incluso hizo uso de ellas. Harnack, que no siempre está tan
predispuesto, describe estas pruebas
como “un testimonio tan fuerte del carácter genuino de las epístolas
como cualquiera pueda concebir” (Expositor, ser. 3, III, p. 11).
Contenido de las Cartas
Apenas es posible exagerar la importancia del testimonio que las cartas de Ignacio ofrecen del carácter dogmático del cristianismo apostólico. El obispo mártir de Antioquía constituye un eslabón muy importante entre los Apóstoles y los Padres de la Iglesia primitiva. Al recibir de los mismos Apóstoles, cuyo oyente fue, no sólo la sustancia de la revelación, sino también su propia interpretación inspirada de ella; morando, por así decir, en el mismo nacimiento de la fuente de la verdad del Evangelio, su testimonio debe aportar consigo el máximo peso y pide la más seria consideración. El cardenal Newmanno exageró la cuestión cuando dijo (“La Teología de las siete cartas de
San Ignacio”, en “Esbozos históricos”, I, Londres, 1890) que “todo el
sistema de la doctrina católica puede descubrirse, al menos en esbozo, por no decir íntegro en partes, en el curso de sus siete epístolas”.
Entre las muchas doctrinas católicas que se encuentran en las cartas están las siguientes:
- la Iglesia fue establecida divinamente como una sociedad visible, cuyo fin es la salvación de las almas, y los que se separan de ella se aíslan de Dios (Philad., c. III); *la jerarquía de la Iglesia fue instituida por Cristo (introd. a Philad.; Ephes., c. VI);
- el triple carácter de la jerarquía (Magn., c. VI);
- el orden del episcopado superior por autoridad divina al del sacerdocio (Magn., c. VI, c. XIII; Smyrn., c. VIII; Trall., c. III);
- la unidad de la Iglesia (Trall., c. VI; Philad., c. III; Magn., c. XIII);
- la santidad de la Iglesia (Smyrn., Ephes., Magn., Trall., y Rom.);
- la catolicidad de la Iglesia (Smyrn., c. VIII);
- la infalibilidad de la Iglesia (Philad., c. III; Ephes., cc. XVI, XVII);
- la doctrina de la Eucaristía
(Smyrn., c. VIII), palabra que encontramos por primera vez aplicada al
Santísimo Sacramento, igual que en Smyrn., VIII, encontramos por primera
vez la frase “Iglesia Católica”, usada para designar a todos los cristianos; - la Encarnación (Ephes., c. XVIII); la virtud sobrenatural de la virginidad, ya muy estimada y hecha objeto de un voto (Polyc., c. V);
- el carácter religioso del matrimonio (Polyc., c. V);
- el valor de la oración en común (Ephes., c. XIII);
- la primacía de la Sede de Roma (Rom., introd.). Además, denuncia en principio la doctrina protestante del juicio privado en asuntos de religión (Philad., c. iii). La herejía que condena principalmente es el docetismo; las herejías judaizantes tampoco escapan a su vigorosa condena.
Ediciones
Las cuatro cartas encontradas sólo en latín fueron impresas en París en 1495. La versión latina común de once cartas, junto con una carta de Policarpo y algunas supuestas obras de Dionisio el Pseudo-Areopagita, fueron impresas en París en 1498, por Lefèvre d'Etaples.Otra edición de las siete cartas genuinas y las seis espurias,
incluyendo la de María de Cassobola, fue editada por Symphorianus
Champerius, de Lyon,
París, 1516. Valentinus Paceus publicó una edición griega de doce
cartas (Dillingen, 1557). Una edición similar fue sacada a la luz en Zurich
en 1559, por Andrew Gesner; una versión latina de la obra de John
Brunner la acompañaba. Ambas ediciones usaron el texto griego de la
recensión larga. En 1644 el arzobispo Ussher editó las cartas de Ignacio y San Policarpo.
La versión latina común, con tres de las cuatro cartas latinas, se le
adjuntó. También contenía la versión latina de once cartas tomadas de
los manuscritos de Ussher. En 1646 Isaac Voss publicó en Amsterdam una edición del famoso Códice
Mediceo en Florencia. Ussher sacó a la luz otra edición en 1647,
titulada "Appendix Ignatiana", que contenía el texto griego de las epístolas genuinas y la versión latina del "Martyrium Ignatii".
En 1672 apareció en París la edición de Cotelier, conteniendo todas las cartas, las genuinas y las supuestas, de Ignacio, con las de los demás Padres Apostólicos. Le Clerc imprimió una nueva edición de esta obra en Amberes in 1698. Se reimprimió en Venecia, 1765-1767, y en París por Migne
en 1857. La Carta a los Romanos se publicó a partir del "Martyrium
Colbertinum" en París, por Ruinart, en 1689. En 1724 Le Clerc sacó a la
luz en Amsterdam una segunda edición de los "Patres Apostolici" de
Cotelier, que contiene todas las cartas, tanto las genuinas como las
espurias, en versiones griega y latina. También incluye las cartas de
María de Cassobola y las que pretenden ser de la Santísima Virgen
en el "Martyrium Ignatii", la "Vindiciae Ignatianae" de Pearson, y
varias disertaciones. La primera edición de la versión armenia se
publicó en Constantinopla en 1783. En 1839 Hefele
editó las cartas de Ignacio en una obra titulada "Opera Patrum
Apostolicorum", que apareció en Tubingen. Migne sacó su texto de la
tercera edición de esta obra (Tubingen, 1847). Bardenhewer designa las
siguientes como las mejores ediciones: Zahn, "Ignatii et Polycarpi
epistulae martyria, fragmenta" en "Patr. apostol. opp. rec.", ed. por de
Gebhardt, Harnack, Zahn, fasc. II, Leipzig, 1876; Funk, "Opp. Patr.
apostol.", I, Tubingen, 1878, 1887, 1901; Lightfoot, "The Apostolic
Fathers", parte II, Londres, 1885, 1889; una versión inglesa de las
cartas se encuentra en los "Apostolic Fathers" de Lightfoot, Londres,
1907, de la que se han tomado todas las menciones de las cartas en (el
original de) este artículo y al que remiten todas las citas.
Fuente: O'Connor, John Bonaventure. "St. Ignatius of Antioch."
The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company,
1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07644a.htm>.
Traducido por Francisco Vázquez. lhm
Enlaces Relacionados
[1] Exégesis Patrística: La escuela de Antioquía
[2] Biblioteca portátil de Padres y Doctores de la Iglesia. (Tomo V)
[3] Biblioteca portátil de Padres y Doctores de la Iglesia. Tomo I

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