jueves, 20 de julio de 2017

RETABLO DE LA VIDA ANTIGUA.

RETABLO DE LA VIDA ANTIGUA.

























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Escrito por Ángel Aponte Marín




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    Detalle del cuadro de las Ánimas del Purgatorio de la Iglesia Parroquial de  San Miguel Arcángel de Vilches. 
    Las manifestaciones y practicas de piedad religiosa de la cofradía, según los estatutos de 1779, eran las heredadas de siglos anteriores. La religiosidad ilustrada no había llegado a la España rural ni, en general, a los medios populares. Se preferían las formas de devoción más tradicionales e inteligibles. La visión del Purgatorio recogida en los citados estatutos -quizás redactados por el bachiller Pérez y Cano de la Vega- podría haberse escrito en el siglo XVII:

     "Y a la verdad esta piadosa Madre [la Iglesia] considera a las almas en este lugar reducidas a el estado más triste y menesteroso, y rodeadas de llamas tan activas, como las del infierno. El humo las obliga a derramar perennes lágrimas; pero lágrimas sin fruto para templar aquellos ardores. Sugetas a una perpetua vigilia no tienen otro lecho, que los dolores; ni otro desaogo, que los gemidos; no otro refrigerio, que las ascuas, no otra claridad que las tinieblas; no otro alivio que la esperanza en la piedad de los amigos". 

    Es el panorama que aparece en las pinturas y retablos dedicados a las ánimas. En la Iglesia de San Miguel de Vilches se conserva un gran lienzo, pintado en 1673 por el baezano Salvador Velasco, con todos los motivos y atributos propios del Purgatorio y sus ánimas. Esta pintura, recientemente restaurada, fue objeto de la censura de un representante del Obispo por la ligereza de ropa vestida por las almas en pena y por lo excesivo de sus curvas. Sobre este asunto escribiremos en otra ocasión. 

    En general, la religiosidad de la cofradía se fundamentaba en la misa, la bula y la limosna. Los estatutos prohibían de manera expresa cualquier otra forma de sociabilidad cofradiera como las "comidas, bebidas y agasajos" que, sospecho, debieron de celebrarse con demasiada frecuencia antes de la refundación de 1779. Respecto a las bulas, citaré la costeada por el mayordomo de la hermandad, Bartolomé de Cazorla "y demás cofrades" que concedía indulgencia plenaria durante todos los días del año a los que rezasen por las ánimas en alguno de los altares de la parroquia. Se oficiaban, junto a lo anterior, misas de alba los domingos y festivos, así como oficios mayores y menores, a veces con sus correspodientes sermones y, cada cuatro meses, un oficio solemne el domingo, de asistencia y comunión obligatoria para todos los cofrades.

    La presencia de la cofradía en las calles era, a diferencia de otras hermandades y congregaciones, diaria. Todas las noches salían los cofrades a pedir limosna "a son de campana" para sufragar misas por las ánimas. Los sábados debían rendir cuentas de todo lo recogido ante el Hermano Mayor. Considere el lector el nudo en la garganta que causaría el oír, en la oscuridad de las calles de un pueblo del siglo XVIII, la campana de los postulantes acompañada por las más lúgubres y agoreras letanías. Asimismo estaba presente la cofradía en las exequias y entierros de sus hermanos y de los familiares de éstos. Con motivo de cada fallecimiento se rezaban veinticuatro misas y un oficio mayor. Los cofrades, se recogía en los estatutos, "nos obligamos también a asistir a su entierro y a llevar en hombros su cadáver siendo seglares, que los presbíteros los exceptuamos de esta obligación, pero no de dicha asistencia". El cortejo fúnebre era alumbrado con doce blandones y los cofrades se obligaban a custodiar el cadáver hasta su inhumación.
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    Notas: buena parte de los datos de la cofradía ya fueron publicados por el que esto escribe en "La devoción a las Ánimas del Purgatorio en Vilches en los siglos XVII y XVIII", El Toro de Caña, Revista de Cultura Tradicional de la Provincia de Jaén, 5. Los estatutos de 1779 se conservan en una copia manuscrita en el Archivo Parroquial de Vilches. Las cuestiones relativas al cuadro de las Ánimas están tomadas de un breve e interesante artículo de B. Navarrete Prieto,"El retablo de las Ánimas de la iglesia de San Miguel Arcángel de Vilches", recogido en un  programa de fiestas de Vilches editado en 1996. 

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    "El Ministro de la Gobernación, Don Luis González Bravo, meditaba en su poltrona, con los pies en la tarima del brasero y el gorro turco sobre la oreja. Meditaba , y se enfriaba el chocolatecon churros, que solía tomar en las horas de madrugada". (Ramón del Valle-Inclán, La Corte de los Milagros, 1927)



    En las cuentas del concejo de Pozoblanco, en Sierra Morena y en el Reino de Córdoba, correspondientes al año 1614, según consta en su Archivo Municipal, se registran unos libramientos por valor de 8.112 maravedíes destinados al pago "de personas que an matado lobos y zorras". Las libranzas, tal y como aparecen en el documento consultado y en el mismo orden, fueron las siguientes:

    A Miguel Ruiz: 1.500 maravedíes por un lobo.
    A Luis Gómez: cuatro ducados por una camada de lobos.
    A Juan Gómez: 1.500 maravedíes por un lobo.
    A Diego García Redondo: 1.500 maravedíes por un lobo.
    A Juan Ruiz El Mozo: 1.500 maravedíes por un lobo.
    A Alonso Alamillo y Juan Bautista: 612 maravedíes por nueve zorras.

    La caza de lobos y zorros se financiaba a través de un repartimiento al que contribuían los concejos integrados en la mancomunidad de las Siete Villas del Valle de los Pedroches.

    El cuatro de diciembre es el día de santa Bárbara. En el Memorial histórico de la Artillería española del capitán don Ramón de Salas (Imprenta que fue de García, Madrid, 1831) se justifica la devoción de los artillerosa esta santa "porque estando ya reconocida por abogada de los rayos y centellas, y siendo este fenómeno de la naturaleza el más parecido a los cañonazos y el más temible en los almacenes de pólvora, buscaron el patrocinio que podía valerles". Era costumbre, cada vez que se cargaba el cañón, hacer en la boca de éste una cruz con la bala e invocar el patrocinio de Santa Bárbara gloriosa. Fue una práctica muy recomendada por el gran ingeniero militar y artillero Luis Collado que, durante muchos años, sirvió a Felipe II y Felipe III. Quizás el gesto no buscaba tanto la asistencia sobrenatural para dar en el blanco como el evitar que estallase la pieza y se produjesen desgracias. Por toda España y sus posesiones hubo cofradías dedicadas a esta santa, formadas por bombarderos y artilleros en general. Collado menciona los estatutos de una de estas confraternidades, dedicadas a proteger a los hermanos enfermos y a sus familias, pagar entierros  y sostener las fiestas y demás actos cofradieros. En la víspera del día de la Santa se oficiaban unas fiestas solemnes y, una vez terminadas, iban todos los artilleros a la casa del diputado que hacía de gobernador, donde se les servía una colación o merienda. Allí toda esta honrada gente, dedicada al arte tormentaria, confraternizaba alegremente y hablaría de culebrinas, baluartes y bombardas. Después se entregaba a cada uno un ramillete de flores. Esto último no deja de causar admiración en individuos de tan esforzado y terrible oficio. Al día siguiente asistían, todos muy formales, a un requiem y a un oficio de difuntos.

    El tres de junio de 1895 el general don Fernando de Primo de Rivera, I marqués de Estella y Capitán General de Madrid, hacia las once y media de la mañana, se disponía a salir de su despacho. Conversaba con varios jefes y oficiales cuando, por una puerta lateral, sin petición previa de audiencia, entró en la estancia el capitán de Infantería don Primitivo Clavijo. Había permanecido en la antesala durante una hora y media, aparentaba absoluta calma y fumó, según cuentan, un puro. Sólo llamó la atención que, ante la llegada de un jefe militar, con traje de paisano, no se cuadrase, a pesar de ver a otros hacerlo. Al ser recibido por Primo de Rivera, éste le rogó que tuviese la bondad de ser breve pues tenía muchas cosas que hacer. El capitán Clavijo se cuadró y le dijo: "A la orden de V.E.: vengo a matarle",  sacó un Smith &Wetson del bolsillo del pantalón y disparó contra el general alcanzándole en el pecho. El gobernador militar de Madrid, general Sánchez Gómez, allí presente, se abalanzó contra el agresor y consiguió desviar un segundo disparo que, sin embargo, alcanzó a Primo de Rivera en el antebrazo. Con los disparos y el lógico alboroto acudieron al despacho varios oficiales, entre ellos el ayudante del general, Aymerich, que se lanzó sable en mano contra Clavijo. Tuvo la mala fortuna, en la confusión, de asestar dos sablazos, afortunadamente de plano, al gobernador militar, aunque también hirió a Clavijo en la mejilla derecha. Al ser el agresor hombre de grandes fuerzas costó mucho reducirlo. Mientras, Primo de Rivera pedía que le desabrochasen el cuello de la guerrera. También, dicen los periódicos, al recibir los dos tiros, exclamó "¡Miserable!, ¡traidor!, ¡me has matado!". Clavijo, después, bebió un vaso de agua con toda calma  y rechazó que atendiesen sus heridas pues no valía la pena ya que pronto iban a asestarle cuatro que le costarían la vida. Don Fernando Primo de Rivera salió andando del despacho, a pesar de las heridas, y muy airado lamentaba que él, que tantas veces había puesto su vida en juego por altas causas, fuese a morir así, sin pena ni gloria. como un  perro. No había llegado, a pesar de todo, su hora. El parte facultativo, firmado por el Dr. Losada calificó las heridas de "pronóstico muy grave, aunque no mortal de necesidad". El capitán Clavijo fue conducido a una prisión militar. De él nos ocuparemos en la próxima entrada.


    El capitán don Primitivo Clavijo Esbry, autor del atentado contra el marqués de Estella, nació en 1856 en Castellar de Santisteban, provincia de Jaén. Procedía de una honrada familia con vínculos castrenses. Era hijo del capitán don Antonio Clavijo y de doña Rafaela Esbry, hermano de un capitán de carabineros y sobrino del general Esbry. El joven Clavijo inició su carrera militar en el atribulado y convulso ambiente del Sexenio Revolucionario. España estaba soliviantada, convulsa de punta a punta, y no faltaban a los espíritus inquietos ocasiones de riesgos y proezas. En 1874 estaba en Madrid como cadete y en junio de 1875 combatía contra los carlistas en la Campaña del Norte. Participó en las acciones de Celadilla, Mercadillo y Valletrino, en la toma de Valmaseda y en la batalla de Treviño. Ascendió a capitán en 1877. Pasó a Cuba, donde tomó parte en la guerra que terminaría en Zanjón. Allí, en la Isla, permaneció varios años. Clavijo contaba con una notable hoja de servicios y con varias condecoraciones: Cruz al Mérito Militar de Primera Clase con distintivo rojo, medalla de Alfonso XII con los pasadores de Treviño, Oria y Elgueta, medalla de Cuba y una mención honorífica por su participación en la mencionada de Mercadillo. Su conducta en la guerra fue, fuera de toda duda, valerosa. 


    Queda constancia de los rasgos físicos del capitán Clavijo. Era alto, lucía una barba rubia y poseía una gran fortaleza física de la que, según sus conocidos, hacía alarde en cuanto tenía ocasión y "se le comparaba con las personas ejercitadas en gimnasia"? Era, según una crónica, "muy conocido entre la gente alegre que concurre a los cafés y colmados a última hora". No le desagradaba el aguardiente y  vivía en una fonda de la calle de la Princesa, ubicada en el número 12 y en el mismo edificio que el Café del Buen Suceso. No pagaba a su patrona con la debida puntualidad.

    Era enamoradizo y sus relaciones sentimentales, descontroladas y abundantes, fueron descritas con exageración malsana por parte de algunos periodistas. También había muchas dudas sobre su estado civil aunque parece ser que tenía tres hijos en Cuba. Los que le trataron decían que era hombre de bruscos cambios de humor, irritable y proclive a sufrir arrebatos violentísimos, irreflexivo y desmesurado en sus juicios y reacciones. También tenía gestos de cortesía, generosidad y cordialidad. No eran rasgos incompatibles. Con sus virtudes y defectos, parece evidente que padecía algún tipo de desequilibrio. También es posible que no fuese capaz de adaptarse a la vida rutinaria de una guarnición tras vivir entre los peligros propios de la guerra. Para perfilar su personalidad es conveniente recordar que, unos días antes del atentado, se batió en un duelo con don Teodoro Manfredi de la Cabrera, nombre de duelista donde los haya, por unas palabras que tuvo en el café de Fornos. Declaró de manera pública la intención de matarlo. No ocurrió tal desgracia, afortunadamente, aunque sí lo hirió en un brazo. Los periódicos no dieron cuenta del lance. Eran muchos los que se producían en aquellos años -entre militares, políticos y periodistas- y no todos constituían uns noticia de interés. En otra ocasión apuntó con un revolver a un camarero que le reclamó el abono de sus impagos. Tuvo que ser apaciguado por sus contertulios para que no cometiese un disparate.

    El capitán Clavijo fue mejor militar en la guerra que en la paz. Su hoja de servicios no sólo cita hechos de armas y medallas sino también entre ocho y quince sumarios -según distintas fuentes- y algunos arrestos por distintas causas. En Cuba fue juzgado por un Tribunal de Honor por denunciar a un oficial, pasó una temporada en un hospital por presuntos desequilibrios mentales y veintisiete meses en prisión preventiva por otro asunto pendiente. En España, permaneció una temporada arrestado en el castillo de Gibralfaro por manipular unos autos seguidos por estafa contra un soldado, otros dos meses de arresto en Burgos y fue sometido a un consejo de guerra por injurias a la Reina Regente. 

    Clavijo estaba convencido de ser objeto de la implacable persecución del marqués de Estella, don Fernando Primo de Rivera. En 1891 publicó un opúsculo titulado "No soy un loco" en el que denunciaba tal situación. Culpaba a Primo de Rivera, militar de indiscutible prestigio y hombre de probada integridad, de sus continuos traslados entre la Península y Cuba -pasando por Cangas de Onís, Tarancón, Linares, Guadix y Mondoñedo- y del impago de sus haberes. En todo esto, por si fuera poco, implicaba a una cocotte francesa amante llamada con el increíble y desasosegante nombre de madame Clemencia Poisson. Invocaba en el folleto mencionado, según un periódico  "la Justicia de Dios y se dice su instrumento y habla de un mandato superior que le impulsa a vengarse". Todo esto, vivido de manera obsesiva y morbosa, condujo a Clavijo al despacho del Marqués, entonces Capitán General de Madrid.


    Tras ser detenido, el capitán Clavijo fue conducido desde Capitanía General a Prisiones Militares. Allí ocupó una celda ubicada en el pabellón destinado a oficiales. Al día siguiente del atentado, el cuatro de junio de 1895, fue juzgado por un Consejo de Guerra. Lo presidía el general de Artillería Herrera Dávila; eran los vocales los generales Bosch, Ortega, Cerero, Cordón y Larrumbe. Ejercieron como fiscal don Mariano Ceballos y como auditor el general Salcedo. Su abogado defensor fue don Mariano Pavía, teniente coronel de Artillería, que tuvo una esforzada actuación. Clavijo se presentó ante el tribunal de uniforme, sin espada, y con voz serena asumió la responsabilidad de los hechos rechazando cualquier eximente o atenuante salvo los padecimientos que había sufrido. "Yo estoy cuerdo, y muy cuerdo", dijo, y volvió a insistir en que había sido perseguido por Primo de Rivera. El fiscal solicitó para el procesado la pena de muerte. El defensor pidió clemencia, alegó su hoja de servicios y la compasión debida a sus padres, personas honradísimas y ancianas. Antes de las doce de la noche fue sentenciado a muerte. Unas horas después, hacia las dos de la madrugada del cinco de junio, se le comunicó a Clavijo la fatal noticia. Esa noche había cenado jamón con tomate, merluza, medio cuartillo de vino y un café.

    Acto seguido, entró en capilla y fue conducido a una estancia, vigilada por dos guardias con bayonetas caladas, en la que se había instalado un altar formado por un dosel rojo con un crucifijo y una estampa de la Virgen del Carmen. A un lado había un catre y al otro una mesa con dos butacas. La habitación estaba iluminada por cuatro cirios delgados y largos. Clavijo estuvo acompañado, entre otros,  por los hermanos de la cofradía de Paz y Caridad, en la que ingresó, por tres primos -uno de ellos comandante de Estado Mayor- y por el obispo de Sión que fue su confesor.

    Primo de Rivera alegó su condición de  cristiano y caballero para conseguir, por todos los medios posibles, la suspensión de la pena. Pidió al obispo de Sión que acudiese al Ministerio de la Guerra para entrevistarse con el general Azcárraga y obtener el indulto del condenado. El abogado defensor, Pavía, también realizó gestiones urgentes y las hijas de Primo de Rivera pidieron clemencia a la Reina Regente. Todo fue estéril pues el Gobierno consideró que el atentado debía castigarse con total severidad. Un indulto se interpretaría como una señal de debilidad ante las ofensas al Ejército.

    La ejecución se produjo el cinco de junio en la Pradera de San Isidro. A las 7,10 salió el capitán de Prisiones Militares en un coche celular -le prohibieron acudir en otro tipo de vehículo- para llegar a su destino a las 8,15. Media hora después fue fusilado. Hizo el trayecto escoltado por la Guardia Civil. El público era muy numeroso y mantuvo en todo momento una actitud respetuosa. Al llegar un corneta tocó atención. Bajó Clavijo del coche de un salto. Iba acompañado por dos hermanos de Paz y Caridad- el vizconde de Irueste y Felipe Ducazcal-, su defensor y dos capellanes. Se despidió de todos, siempre cortés y entero, con abrazos y apretones de manos. Besó en la cara al teniente coronel Pavía. Después, con paso firme, recorrió diez o doce metros hasta situarse ante el pelotón. Correspondió ejecutar la sentencia a la Cuarta Compañía del Segundo Batallón del Regimiento Wad Ras. No se presentaron voluntarios para tal cometido y se designó a los soldados por sorteo. En el lugar del fusilamiento formaron varias compañías de Infantería, tres baterías de Artillería y cuatro secciones de Caballería de la Reina, Montesa, Princesa y Pavía. Mandaba la fuerza el general Linares. 

    El capitán Clavijo se descubrió la cabeza, saludó y volvió a cubrirse. Hizo ademán de arrodillarse pero le ordenaron que permaneciese en pie. Le vendaron los ojos. La descarga se realizó a dos o tres metros del reo. Cayó de espaldas. Acudieron al caído el médico, los hermanos de Paz y Caridad, el sacerdote y el juez instructor. Después un soldado colocó el fusil sobre la cabeza y disparó el tiro de gracia. El impacto hizo volar la teresiana. Hubo un reconocimiento más y otro disparo, éste en el corazón. Los soldados desfilaron ante el cadáver. Murió con el decoro y el valor de un militar. Nadie pudo negarlo.

    Su familia reclamó el cadáver y lo enterraron en una fosa de pago del Cementerio del Este. Asistieron al sepelio unos primos del capitán, algunos amigos y varios compañeros de armas. Los escasos bienes del capitán don Primitivo Clavijo Esbry, de acuerdo con lo dispuesto en su testamento, se vendieron para emplear lo obtenido en limosnas y misas.




    Se podía adquirir un billete de la Real Lotería para el sorteo del 23 de diciembre. En 1825 hubo 25.000 pesos fuertes para el número 9.275. Si uno no resultaba agraciado, por éste u otros premios de menor enjundia, siempre podía acogerse a los aguinaldos, gallofas y limosnas que se repartían- con o sin jubileo de caja- por tales fechas. La Colecturía de Expolios y Vacantes, en dicho año, distribuyó 144.400 reales entre la Inclusa, los hospitales de Madrid, Zaragoza y Palencia, la Casa de Incurables, el Hospital de los Italianos, las casas de expósitos de Burgos, Teruel, Orihuela, Jaén, Toledo y Zamora, las casas de Misericordia, Zaragoza y Valencia y entre muchos pobres de solemnidad, pedigüeños  y vergonzantes. También los pacientes de la Casa de Locos de Toledo recibieron agasajos y donativos por la Navidad. Era, además, uso extendido el envío, a parientes y amigos, de tarjetas, “para dar días, y pascuas”, según consta en un anuncio. Estas felicitaciones estaban graciosamente adornadas con letras, partituras o ilustraciones de valses, muñeiras, contradanzas y otros motivos festivos. Se vendían en la librería de Hermoso, de Madrid, frente a las Covachuelas, y también en un puesto de la calle Carretas, cerca de la Imprenta Real. Los más piadosos y devotos siempre tenían la posibilidad de acudir a las puertas de las iglesias donde, en unos tenderetes, se despachaban estampas, novenas, villancicos, pastorelas y otros impresos alusivos al Nacimiento de Nuestro Señor. Para terminar, un aviso para elegantes, entonados y exquisitos: la mayor y más selecta concurrencia acudía al Paseo del Prado, en invierno, de una a tres de la tarde.




    En 1420, por san Andrés, llegaron al castillo de Montalbán el rey Juan II, don Álvaro de Luna y otros que los acompañaban. Salían medio escapados de Talavera de la Reina para desbaratar los planes del infante Don Enrique que tramaba llevarse a Don Juan a las Andalucías. Partieron diciendo que iban de caza. Según unos a cobrar, una garza, según otros a por un puerco que estaba encamado en un soto. Unos sabían a lo que iban y otros de su séquito, como el halconero mayor, no. El tiempo era muy malo, cerrado en lluvias y fríos. Las crónicas decían que "las aguas eran tantas que los arroyos eran como ríos cabdales, e los ríos no se podían pasar sino por barcas". Probaron a resguardarse en el castillo de Villalba, a cuatro leguas de Talavera pero, "por no ser defendedero" y estar despoblado, pasaron al de Montalbán que era de la reina Doña Leonor de Aragón. Llegaron el Rey, joven de dieciséis años, y los suyos muy baqueteados, mojados y desmayados. Estaba cerrada la plaza, con la gente dentro, alrededor de la lumbre. Tuvieron la buena fortuna de aprovechar la salida de un mozo del alcaide, que iba a dar agua a un asno, para entrar en el castillo. El del asno hizo intento, pues era su obligación, de cerrar la puerta a la maltrecha compañía mas Pero López de Ayala lo despachó con un golpe de espada, dado de llano, en la mollera. El mozo debió de quedarse traspuesto un tanto quebrantado. Los del castillo, cabe la chimenea, ni se enteraron. Una vez dentro, Juan II inspeccionó la fortaleza. Fue un recorrido dificultoso, entre grandes pasos de aire y a oscuras pues no había un mal cabo de vela para alumbrarse. Además, dicen los que allí estuvieron, "metióse el Rey un clavo por la planta del pie". Tuvo que curarlo la mujer del alcaide. Según la crónica de Juan II: "quemó luego la llaga con aceyte, é curó lo mejor que pudo hasta que los zurujanos del Rey vinieron".

    La plaza era fuerte, brazos para defenderla no faltaban pero sí, en cambio, víveres. Por disimular su salida, no habían llevado las alforjas bien repletas. Sólo había en el castillo ocho panes, una fanega de harina, fanega y media de cebada y dos cántaros de vino "e asaz poca leña que segun el tiempo era menester". Triste apaño tuvieron,  mal comidos, hartos de agua, sin vino y ateridos. El cerco de Don Enrique, que llegó pronto con los suyos, impedía, que entrasen en la plaza vituallas pues no faltaban lugareños que estaban dispuestos, supongo que previo pago o fiadas, a facilitarlas. Se tuvieron, sin embargo, ciertos miramientos con el Rey pues todos los días se le mandaba una gallina, un pan y una jarrilla de plata con vino, tanto para el almuerzo como para la cena. También le llevaron al Rey una cama en la que el repostero Ruy Fernández de Olmedo introdujo, entre cobertores y colchas, unos panes. Los demás se conformaban, mal que bien, con cuatro onzas de pan por barba y con los cueros de los zapatos adobados, condumio correoso y habitual de sitiados, naúfragos y desesperados. Fue tanto el apriero que mataron algunos caballos. En esto el Rey dio ejemplo pues mandó matar primero al suyo, posiblemente uno que se llamaba Salvador. No era cosa normal comer caballo en la Europa del siglo XV, animales escasos, nobles y útiles para la guerra, además de caros. En la Crónica de Juan II se dice que, tras probarlo, el conde don Fadrique, el conde de Benavente y don Álvaro de Luna afirmaron que "era dulce carne, e muy buena de comer salvo que es mollicia". Con la piel de las cabalgaduras hicieron buenas abarcas que fueron calzadas también por el soberano. Vinieron muy bien para paliar la falta de zapatos que, como ya sabe el lector, se los habían comido días antes. Un gesto muy galano y gracioso fue el que tuvo un pastor que dijo "Rey, toma esta perdiz", y le lanzó una a Don Juan, estando éste asomado a una almena. Se reía el Rey e hizo mucha merced a tan buen vasallo.


    En los veintitrés días que duró el cerco no hubo hechos de armas por respeto a la real persona. Todo se limitó a una ritualización, a unos gestos, a un ir y venir de magnates, prelados, hermandades, ballesteros, colmeneros y gente concejil. No era esto la guerra sino política, ceremonial y juego. Todo muy propio de aquellos años crepusculares del otoño medieval. Llegado el momento, los propios sitiadores se cansaron pues pasaron muchos días muchos días malviviendo en tiendas -pocas- y en chozos nada confortables. También los del Rey llegaron a consideraciones parejas. Tras veintitrés días, Juan II partió de Montalbán, volvió a Talavera, donde pasó cumplidamente y con regalo la Navidad, y los demás a sus casas.
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    *Las citas corresponden a la Crónica de Juan II. 

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  • 01/04/16--08:29: SONIDOS ARCAIZANTES
  • En el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada, editado en 1933, se mencionan estos dos ingenios de muy arcaizante factura. Es con lo que jugaban los niños y muchachos de barrio y aldea. Son las llamadas chicharras. Las había de dos tipos. Una, dice el citado autor, consistía en un "juguete que hacen los chiquillos con un canuto de caña, una badana tapando un extremo y una cerda en medio de ésta que se ata a un palillo, con el que se da vueltas y produce un sonido parecido al de la chicharra, que le da nombre". La otra, en la misma fuente, es descrita como "juguete infantil que consiste en una vejiga inflada sujeta a un palo y que suena frotándola con una cuerda y otro palo en forma de arco de violín". No sería muy armonioso el resultado pero tendría su gracia. Las vejigas de animales eran muy útiles y se utilizaban, además, para confeccionar petacas para el tabaco, pelotas y globos, también como parche para unos curiosos membranófonos o zambombas diminutas de caña, según constato en la colección de la Fundación Joaquín Díaz.  Si el manejo de una u otra chicharra se acompañaba con los silbidos de un pito confeccionado con una canilla de buitre se obtendrían, sin duda, unos sonidos de aire antiquísimo.






    Si José María Gabriel y Galánhubiese nacido en Inglaterra, en vez de cantar dehesas y besanas, habría escrito sobre tejones, molinos antiguos y rododendros. Allí tendrían en mucho su obra y no faltaría en antologías y manuales; aquí se le ha pagado -en el mejor de los casos- con el olvido cuando no con la mofa de mandarines y mamarrachos cuyo bagaje no pasa de cuatro libros mal leídos o peor pergeñados. Siempre me inspiró respeto y simpatía Gabriel y Galán por su probada condición de hombre generoso, por su arraigo con el mundo del que da fe en su obra.

    Escribió sobre el campo como pocos, y bien que lo conocía pues no era un esteta ni un snob disfrazado de campesino, ni un naturista de esos que, por aquellos años, iban en cueros por los montes, sino un maestro rural, hijo de hacendados, casado con una mujer de familia de labradores, además de cazador y razonable jinete. Al contraer matrimonio con Desideria García Gascón, en 1898, dejó su plaza de maestro en Piedrahita para vivir en Guijo de Granadilla. Allí residió, hasta su temprana muerte, en la casa de los tíos de Desideria, también hacendados, propietarios de El Tejar y otras fincas que Gabriel y Galán regentaba*.

    En una carta, escrita a su amigo Mariano de Santiago Cividanes**, fechada el 14 de febrero de 1899, describía sus obligaciones. Se levantaba a las siete de la mañana, desayunaba junto a la lumbre y después salía al campo. No le arredraba el mal tiempo y sólo cuando era rematadamente malo se quedaba en casa. Una vez en faena, decía:

    "un día hay que ir a ver las vacas comer bien en donde están; al otro hay que salir forastero; al otro a señalar árboles para que corten ramo a las reses; al otro, a ver si las aguas crecidas hicieron daño en un prado; al otro, a caza; al otro, a ver si parió una cerda; después, a cambiar de sitio para las vacas, a ver lo que descuajó un jornalero, a llevar algo de lo que se está necesitando en El Tejar, a traer las jacas del prado, a señalar un chotillo recién nacido, etc., etc." 

    Estas labores, si bien "no le sujetan a uno a esa tiranía del reloj", obligaban a padecer fríos y penalidades como "cuando en un camino le sorprende a uno la lluvia y el caballo y el jinete cargan con el agua que quiere mandar la nube [...] y las mañanas de enero para el que las pasa caminando sobre la helada con un frío que corta el pelo". No era nada poético "que un cerdo te dé un hocicazo y te llene del brevaje que come los pantalones, o una jaca te eche al suelo, o una tapia quiera aplastarte al saltarla, o el lodo te lleve los pies de humedad", pero a Gabriel y Galán le gustaban estas labores y lo imaginamos sobre el caballo, con capote pardo o verdoso y sombrero, bien firme y oteando los pastizales. Mejor el honrado vino de la bota que la absenta, más vale cabalgada entre encinares que la murmuración de café. 

    Al final de la jornada, cenaba junto a la lumbre -grande y generosa- leía los periódicos, participaba en la tertulia familiar y un jugaba un par de partidas de cartas -tute y brisca- con un criado de confianza. No frecuentaba el casino, consecuencia -quizás- de un carácter reservado o de algún resabio regeneracionista pues, no en vano, era hijo de su tiempo. A las once se retiraba a dormir. 
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    * En este artículo de J.M. Moreno Barrado se mencionan datos al respecto y material gráfico de interés sobre el autor.

    **Epistolario de Gabriel y Galán, Ed. Mariano de Santiago Cividanes, Madrid, 1918.



    En este blog he publicado numerosas entradas dedicadas al pasado de Jaén. Aunque no desentonaban ni resultaban extrañas al cometido, he considerado oportuno editar una nueva bitácora, Historia Giennense, hermanada con Retablo de la Vida Antigua pero centrada en cuestiones históricas estrictamente giennenses. Nadie espere, sin embargo, localismos ni casticismos antipáticos. La erudición se hace entre todos, decía don Emilio García Gómez, y el estudio de la más perdida aldea, o del suceso más provinciano, puede conducirnos al tono de una época tanto como el dedicado a palacios y grandezas. Les daré cuenta en Retablo de la Vida Antigua de mis nuevas entradas en Historia Giennese y, ante todo, espero ser digno de la atención y de la cortesía que siempre me han demostrado.



    El 17 de enero es el día de san Antonio Abad, seguro y muy eficiente protector contra incendios, rayos y centellas. Blas Antonio de Ceballos escribió un memorable libro sobre este santo, publicado en 1685, titulado  Flores del yermo, pasmo de Egypto, asombro del mundo, sol del occidente, portento de la gracia, vida y milagros del grande San Antonio Abad. En esta obra se mencionan muchos milagros y portentos atribuidos al Santo. Como el que tuvo lugar el 16 de abril de 1684 en Alfaro, cuando hubo “una tempestad tan furiosa de agua, truenos y relámpagos, que parecía, que el Cielo se venía abajo”. Ante el temporal, el comendador de la Casa de San Antonio de Alfaro mandó a un criado al campanario para que tocase a nublado. En esto estaba éste cuando vio que del cielo partía una centella que iba directa hacia él. Le dio tiempo para encomendarse a San Antón -que también se le conoce con este nombre- por lo que salvó la vida aunque la centella derribó el campanario “y al dicho Juan de Abalo [el criado] le quitó una montera que tenía puesta en la cabeza, y lo arrastró, como cosa de ocho pasos”. La centella bajó por la torre, hizo un surco muy profundo “como de arado” en la pared maestra “y anduvo por arriba, y por abaxo del Templo, haciendo un temeroso ruido”. Exhalaba “un humo tan denso, y hediondo” que nadie podía entrar en el edificio.  Había en ese momento varias personas rezando en la capilla que atribuyeron su salvación a la intercesión del Santo. Sus nombres eran María Laureos, Catalina Milán y Manuela de las Heras que tenía en brazos un niño de año y medio. También estaba allí un estudiante llamado José Álvarez.





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  • 01/20/16--10:14: TRANQUILOS Y BIEN PROBADOS
  • El barón Gustav von dem Ostau, coronel de coraceros de Gustavo Adolfo de Suecia, describe a los soldados españoles en la batalla de Gindely, en 1634:

    "Entonces avanzaron con paso tranquilo, apiñados en masas compactas, varios regimientos españoles. Eran casi todos veteranos bien probados; sin duda, el infante más fuerte y más firme con que he luchado en toda mi vida."*.

    (Nunca hubo elogio más escueto ni más grande para soldados de infantería).
    _______

    *Cit. por Américo Castro, en España en su Historia, 1948.

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  • 01/23/16--03:39: EL OTRO SIGLO XVIII

  • El campo no era lugar seguro en el siglo XVIII. Es evidente que los casos de asaltos, contrabando y bandolerismo marcaron el tono de la vida en caminos y despoblados. La inexistencia de unas fuerzas de seguridad profesionales y dependientes de la Corona, las imperfecciones de las leyes reales y de los mecanismos procesales, además del miedo -o la tolerancia en algunos casos- de caciques, regidores, alcaldes y escribanos perpetuaron esta situación. Éste panorama tardó mucho en cambiar. Fueron necesarias la consolidación del Estado liberal, la fundación de la Guardia Civil y la adopción del telégrafo. Y, con todo, costó mucho. Los crímenes, en general, fueron muy frecuentes en la España rural de tiempos pasados. Otra cuestión es la imagen idealizada que, tantas veces, se tiene del pasado.
    No fue sólo un siglo de ilustrados y gabinetes. Hubo un XVIII bronco y peligroso. Escribo al respecto, y sirva de muestra, sobre algunos casos de robos de ganado durante esos años en Historia Giennense.


    SAN BLAS, PROTECTOR CONTRA LOS MALES DE GARGANTA

    Desde épocas remotas la gente del campo ha tratado de pronosticar el tiempo a través de la observación de la naturaleza. La convicción de que el estado de la atmósfera, en ciertos días, condiciona la evolución del año y los rasgos dominantes del tiempo, forma parte de este conjunto de certezas. Las cabañuelas y otros pronósticos semejantes carecen de cualquier base científica pero han contado, desde siempre, con el crédito de labradores, pastores y público en general. 

    De acuerdo con estas creencias, era prudente prestar especial atención a los primeros días de febrero. Ahí veían los antiguos, no sin razón, el paso del invierno a la primavera. Era de especial relevancia el dos de febrero, festividad de La Candelaria y día de la Purificación de la Virgen. Se celebraba, y todavía se celebra, en muchos lugares con hogueras y velas encendidas de las que se obtienen, según su duración o apagado, ciertas conclusiones. Existe una relación entre estos fuegos y las lumbres prendidas el día de san Antonio Abad. Del tiempo del día de La Candelaria obtenían los labradores consideraciones de gran relevancia. Rodríguez Marín en sus Cien refranes andaluces de meteorología, cronología, agricultura y economía rural (Sevilla, 1894) aporta distintas versiones del refrán más conocido sobre esta cuestión: "Cuando la Candelaria plora, / Invierno fora". Otro ejemplo al respecto es "Si la candelaria plora, / invierno fora;/ y si no plora / Ni dentro ni fora". También: " El día de la Candelaria / que llueva, que no llueva,/ invierno fora;/ y si llueve y hace viento / invierno dentro". Además Rodríguez Marín cita: "Por la Candelera / está el invierno fuera; / si nevó o quiere nevar/ el invierno por pasar" y menciona refranes similares de otras regiones españolas como Galicia y Cataluña , de Italia -Toscana, Véneto y Sicilia-  de Francia y Portugal*.

    Esta preocupación por anticipar el paso del invierno -"En vísperas del Candelero / invierno fuera o vuelta al brasero"- es comprensible si se tienen en cuenta los rigores, penalidades e inclemencias padecidos en aquellas calendas. Nada había de esa visión acogedora y hogareña que ahora tenemos de la estación invernal. Algunos refranes aconsejaban parquedad en el uso de las provisiones de despensas y graneros por si el invierno se prolongaba más de lo habitual. También, por supuesto, había un comprensible interés por conocer las posibles condiciones meteorológicas en un momento en el que el cereal verdea por los campos, despuntan las yemas en los frutales, se esperan las nieves y se temen las heladas. La Candelaria se consideraba la fecha adecuada para realizar injertos en cerezos, perales y ciruelos y para castrar colmenas. Se pensaba que por esa fecha las gallinas ponían huevos a todo tren y salían los osos de sus cubiles o, si lo consideraban oportuno, se volvían a encerrar si todavía hacía frío. La preocupación por la llegada o la ausencia de las lluvias se refleja en refranes recogidos por Manuel Toharia en su muy estimable y útil Meteorología popular (1985): "Si no llueve en febrero/ ni ganado ni sementero" o "Venga febrero lluvioso, aunque salga furioso".

    Al día siguiente de La Candelaria, el tres de febrero, se festeja a san Blas, protector contra los males de garganta. Al parecer el Santo salvó la vida a un niño que se había atragantado con una espina. En Jaen todavía se suministran, en la parroquia de La Magdalena, unas rosquillas bendecidas para combatir o prevenir achaques de garganta. También en Italia, por san Blas, se comía con el mismo fin el pannetone de Milán, elaborado en Navidad. Por cierto, san Blas murió martir y degollado -o decapitado- a manos de paganos romanos. El grabado que se incluye, de mediados del XVIII, nos ilustra al respecto. San Blas y las cigüeñas anuncian también los días claros y largos de la primavera, para muchos era verdad demostrada que "Por san Blas, la cigüeña verás; si no la vieres, año de nieves". 
    _______________________
    *Una imprescindible relación de refranes dedicados a la fiesta de la Candelaria: Rodríguez de la Torre, Fernando, "345 paremias sobre el día de la Candelaria" en Revista de Folklore, 337, 2009. http://www.funjdiaz.net/folklore/07ficha.php?id=2544


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  • 02/07/16--03:12: MISAS DE JUGUETE
  • En tiempos pasados los niños jugaban a ser curas. Algunos tenían altarcillos con todo tipo de objetos litúrgicos en miniatura. El equipo podía complementarse con casullas de talla pequeña. Esto era, eso sí, entre gente muy principal. Los de familias más modestas, o más ahorrativas, siempre podían improvisar lo necesario, para tales juegos, con ropones viejos, vasos desportillados y algún escaño de pino. Debía de ser cosa graciosa ver a aquellos chiquillos de antaño predicar e impartir penitencias y bendiciones, según tocase, a una feligresía -entre divertida y fastidiada- formada por familiares y criados. Estos entretenimientos eran también un buen medio para encaminar a algunas de estas criaturas, dentro de la más concertada política familiar, hacia la vocación sacerdotal o conventual. Otros, más arriscados, jugaban a ser soldados o toreros. Tenía que haber de todo. Al leer una hagiografía, escrita en el setecientos, dedicada a sor Martina de los Ángeles y Arilla, monja barroca con fama de santa y natural de Zaragoza, descubro que "en sus niñezes" -como se dice con donosura en el libro- en las primeras décadas del siglo XVII, componía altarillos con las estampas que encontraba por su casa y "de los cascos de naranja hazia Turibulos, e imitando lo que veia hazer en la Iglesia, incensaba las imágenes, haziendoles con mucha reverenzia sus inclinaciones". Un turíbulo es un incensario. Los que la conocieron veían en estos gestos una clara señal de su inclinación hacia lo sagrado y la vida religiosa.





    Jules Klein en su obra La Mesta (1936) afirmaba que en los tiempos antiguos cada rebaño de ovejas era guardado por cinco mastines. Eran cuidados con el mayor esmero y se les suministraba la misma cantidad de comida que a los pastores. Los mastines extraviados no podían pasar a posesión de pastor o ganadero alguno sin la autorización del Honrado Concejo. Klein consideraba que algunos de los perros pintados por Velázquez pertenecían a esta raza. Vivieron con los rebaños, custodiaron los vellones, honraron apriscos y majadas, recorrieron las tierras de España por cañadas, cordeles y veredas, lidiaron con lobas pardas, soportaron en sus guardas calores, tormentas y escarchas. Fueron la silenciosa compañía de los pastores y compartieron el pan, de trigo y cebada, con sus hermanos los careas, y ennoblecieron los horizontes del paisaje ibérico. Mucho le es debido a estos perros, criaturas de romance viejo. Por cierto, el Diario de Madrid, de 16 diciembre de 1796, publicó, sin firma, este Epitafio a un mastín que no puede ser leído sin emoción.

                            Aquí descansa, ó caminante, un perro,
                           de quien jamás el mundo tuvo quexas;
                           defendió de los lobos las ovejas
                           con robusto vigor y hábiles zancas.
                           Sus dientes y carlancas
                           fueron defensa al tímido rebaño,
                           y atronando los vagos horizontes
                           con fiel ladrido en las nocturnas horas,
                           ahuyentó de los montes
                           las bestias carniceras,
                           y a los hombres más fieros que las fieras.
                           Hizo bien a su grey, a nadie daño
                           con intento maligno.
                           Agradeció leal parco sustento,
                           y vigilante a su deber, y atento
                           no a ambición, no a interés, no a gloria vana,
                           no a delicia liviana
                           le ajustó; más a sola la obediencia
                           de obrar, qual le dictó la Providencia.
                           Bien tan gran perro de epitafio es digno;
                           o si no lo confiesas, caminante,
                           búscale entre los Héroes semejante.

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    Los franceses ejercieron distintos oficios y menesteres en la España del siglo XVII. Eran tareas, en muchos casos, no ejercidas por los españoles al ser consideradas ingratas, mal pagadas o de escaso o nulo prestigio social. En otros, sencillamente, los franceses demostraron ser más competitivos que los españoles y ocuparon determinados servicios, ramos y mercados. Martínez de Mata, en sus memoriales y discursos, denunció con virulencia este hecho. Este autor exageraba, de manera notoria, los males propiciados por estos laboriosos franceses. Además, en aquellos años, la opinión general no era muy favorable a éstos tras décadas de guerra. La hostilidad de Martínez de Mata se manifestaba en sus escritos en los que tronaba contra "aquestos franceses, homicidas de la república". Entre los oficios con los que se habían"alzado" los franceses estaban los de capador, calderero, posadero y chocolatero, entre otros. 

    Los franceses eran muy aficionados a la venta ambulante. Cajeros, merceros y buhoneros vendían hilo de Flandes, también llamado hilo portugués, peines, baratijas, abanicos, relojes, medias italianas, colonias venecianas, espejos, cajas de concha, agujas, cintas y otras menudencias. Algunos de estos artículos son mencionados en una obrilla, publicada en la segunda mitad del XVII y por tanto contemporánea de Martínez de Mata, llamada Baile del hilo de Flandes y escrita por Pedro Francisco Lanine. Mercancías de poco fuste, superfluas, es cierto, pero que oxigenaban la vida y que eran demandadas por los compradores. Los vendedores ambulantes franceses, además, llevaban a cabo eficiantes estrategias para endosar sus géneros y existencias pues acudían a los domicilios de sus clientes con la natural contrariedad de joyeros y merceros que despachaban su género en tiendas abiertas.

    Los comerciantes franceses eran acusados de extraer plata, acuñada o no, con sus tratos para llevársela a Francia. Era una denuncia constante entre mercantilistas y arbitristas. Es evidente que preferían cobrar en plata que en vellón y que sus ganancias acababan en sus lugares de origen, más allá de los Pirineos. En la obra antes citada un cajero francés dice: "yo siempre ando buscando la plata vieja". Se les acusaba de engañar a a gente al pagarla a precio de plomo. Es algo difícil de creer. También de receptar plata robada por criados desleales.
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    *Pueden ustedes, si así lo consideran, publicar sus comentarios. Quedaré muy agradecido.


    Portada del Pósito de Jaén

    No había mucho que comprar y vender en la España del reinado de Fernando VII. Las finanzas de la Monarquía estaban al borde de la bancarrota y al desbarajuste fiscal se unía un caos monetario en el que circulaban monedas de la más diversa época y procedencia. Aunque en las sociedades premodernas lo normal era pasar penurias, éstas se hacían insoportables si las cosas adquirían un cariz peor del habitual. No es cierto que antes de la Revolución Industrial se viviese en armonía con la naturaleza y en medio de la abundancia. El desarrollo del mercado y de la libertad económica fue el único medio para dejar atrás la pobreza y la precariedad crónicas en que vivían la gente corriente. Una lectura atenta de los datos que aporto contribuyen a demostrar lo dicho:

    Trigo: 34-38 reales (fanega rasada)
    Cebada: 14-16 reales (fanega rasada)
    Habas: 25-28 reales (fanega colmada)
    Centeno: 26-29 reales (fanega colmada)
    Escaña: 12-14 reales (fanega colmada)
    Yeros: 27-30 reales (fanega colmada).
    Maiz: 18-20 reales (fanega colmada)
    Garbanzos: 55-70 reales (fanega colmada)
    Alubias: 60-80 reales (fanega colmada).
    Arroz: 24-30 reales (fanega colmada).
    Patatas: 5-6 reales (arroba)
    Tocino: 2-2,5 reales ( libra castellana)
    Jamón: 4-4,5 reales (libra castellana).
    Carnero: 12-16 cuartos (libra castellana).
    Oveja: 10 cuartos (libra castellana).
    Macho cabrío: 10-12 cuartos (libra castellana)
    Aceite: 47-50 reales (arroba castellana)
    Vino común: 16-32 reales (arroba castellana)
    Aguardiente: 70-100 reales (arroba castellana)

    Eran productos de primera necesidad. Lo imprescindible en la cesta de la compra de una familia aunque falten otros artículos básicos de comer, beber y quemar: velas de sebo, tabaco, jabón y carbón o leña. El trigo era un gasto obligado al ser la base de la alimentación. Su precio en Jaén, a mediados de noviembre de 1819, era el doble que en las provincias castellanas. Hubo años, como en 1825, en los que se llegaron a pagar en Jaén hasta 75 reales por fanega. No era por falta de fincas cerealistas -de las 25.000 hectáreas cultivadas en Jaén, 14.000 se dedicaban al trigo- sino por la mediocre productividad, la precariedad de los abastecimientos y la tradición intervencionista concejil o estatal.  También era práctica habitual que los productores de trigo lo detrajesen del mercado, ocultándolo, a la espera de que subiesen los precios, con evidente perjuicio para los abastos y los consumidores. El consumo variaba dependiendo del precio y de la clase social. Los españoles se alimentaban de pan. Los que comían menos pan eran los poderosos y los muy pobres. Un jornalero consumía, si las cosas venían bien, una libra y media de pan al día. No siempre era, desde luego, así. El precio del trigo dependía, además, de manera muy directa del volumen de las cosechas y estaba sometido a grandes oscilaciones. Junto al trigo los alimentos menos caros eran el arroz, las habas y las patatas. Las alubias y los garbanzos, que siempre asociamos a la cocina popular, eran caros. Respecto a la carne, debemos indicar que quedaba fuera de la dieta cotidiana por su elevado precio. Es de destacar que no se mencione, en la citada relación, la carne de vacuno que suele aparecer regularmente en las relaciones de precios emitidas por el Cabildo municipal en el siglo XVII. El cerdo tampoco se menciona, salvo el jamón, muy caro, y el tocino, por supuesto más barato pero no demasiado. Los huevos eran asimismo muy caros al igual que la leche y tampoco aparecen en la lista. En la alimentación diaria eran imprescindibles el vino y el aceite. No aparecen incluidas, asimismo, determinadas mercancías que, sin embargo, se vendían en la ciudad a precios altos como frutas frescas, hortalizas de las huertas cercanas y frutos secos. No eran inalcanzables para el bolsillo del vecino medio pero no se incluían de manera cotidiana en la dieta.

    Estos precios poco nos dicen si no los relacionamos con el poder adquisitivo y los ingresos de los vecinos. En aquella época los jornaleros recibían unos cuatro reales por día de trabajo. En el caso de trabajadores cualificados y artesanos el jornal podía elevarse hasta diez reales. Es evidente que los jornaleros constituían la mayoría de la población activa de Jaén y provincia. Si hacemos un sencillo estudio comparativo de precios y salarios podremos obtener algunas conclusiones interesantes. Así, una familia de cuatro personas, que percibiese unos ingresos diarios de diez reales, procedentes de dos jornales, podía adquirir diariamente:

    Tres kilos de pan: 2,30 reales
    Un cuarto de litro de aceite: 0,94 reales
    Medio kilo de habas: 0,28 reales.
    Medio kilo de arroz: 1,05 reales.
    Medio kilo de patatas: 0, 22 reales
    Medio litro de vino: 0,50 reales.
    Un cuarto de kilo de tocino: 1 real.
    Una copa de aguardiente: 0,54 reales,

    El tocino bien podía alternar con un gasto equivalente de carnero, oveja o unas tajadas de un macho cabrío. No era una mesa patangruélica precisamente pero, en todo caso, con estos víveres se podía sobrevivir mal que bien. El coste de la cesta de la compra propuesta suma 6,83 reales, lo que constituye algo más del 68 % de los ingresos diarios. Los 3,17 reales restantes -un 32 %- se emplearían en alumbrado, lumbre, brasero, tabaco, jabón, mantenimiento de vestido y pago del alquiler de la vivienda. La asistencia de cirujano, médico o botica quedaba a cargo, en desigual medida, de las instituciones de caridad. Estas cuentas, por lo demás, corresponderían a una familia de austeridad impecable y regida por un orden ejemplar, en la que nadie frecuentaría tabernas, cafés, espectáculos taurinos, cuando los hubiere, ni se permitiría alguna desenfadada partida de naipes**. Si estos excesos se producían sólo se podía esperar un completo desbarajuste en las finanzas domésticas. El panorama no era muy alegre. La situación, de hecho, era mucho más terrible si se tiene en cuenta el paro estacional -tres meses anuales como media- derivado de la inactividad en las labores agrícolas en determinadas épocas del año que dejaba en la más absoluta miseria y desamparo a numerosas familias. 
    ___________________
    *Miscelanea de Comercio, Artes y Literatura del 26 de noviembre de 1819.
    **Sobre la afición al naipe, aunque centrado en siglos anteriores, puede ser de utilidad al lector: https://neupic.com/articles/juego-tablajes-y-casas-de-conversacion







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