jueves, 20 de julio de 2017

RETABLO DE LA VIDA ANTIGUA.

RETABLO DE LA VIDA ANTIGUA.

























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Escrito por Ángel Aponte Marín




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  • 03/02/15--00:42: HABLARSE DE TÚ

  • En El escándalo de Pedro Antonio de Alarcón leo lo siguiente:

     "Diego agradeció profundamente mis primeras demostraciones de afecto y confianza. Una alegría inexplicable y de todo punto desusada en él, y aún en mí, comenzó a reinar en nuestras relaciones. A propuesta suya se acordó que los tres nos hablaríamos de tú, merced que nunca habíamos otorgado a ningún hombre".

    Debe indicarse que la decisión entusiasta de tutearse fue tomada por tres universitarios de clase media, en los últimos años del reinado de Isabel II, y no por venerables ancianos, anclados en rancias fórmulas de cortesía, o por distantes y estirados burgueses. No dejaba de resultar preocupante tanta espontaneidad. Ramón y Cajal, hombre que vivía en el mundo, de ideas avanzadas y nada reaccionario, en sus Charlas de café  (1921) prevenía a sus lectores de las consecuencias funestas del tuteo:

    "Si anhelas las independencia, procura que nadie, fuera de los individuos de la familia, pueda tratarte de . La potencia dominadora -y no siempre para bien,- de este pronombre suele ser incontrastable. Por algo los tiranos dan dicho tratamiento a sus vasallos".

    Es posible que don Santiago se refiriese al hábito del tuteo, seguido por Alfonso XIII y por la aristocracia, asunto tratado por el marqués de Tamarón en un espléndido artículo. Otra opinión a considerar es la de Edgar Neville, moderno entre los modernos, que afirmaba: "el usted debe prevalecer como fórmula social precisamente porque nos gusta tutear inmediatamente a las gentes de nuestra edad, profesión, aficiones, y a las gentes de nuestro entorno."

    Licencias reales y aristocráticas aparte, la imposición del tuteo vendrá de la mano de los totalitarismos y de la revolución de las costumbres generada a partir del 68. No es aventurado pensar que el uso del usted podría caer en el olvido, más por desuso que por consciente desconsideración, y que las nuevas generaciones lo abandonarán de igual forma que nadie sabe ya aplicar el tratamiento de usía o vuecelencia. Todo será, entonces, un poco más simple y más tosco.

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  • 03/08/15--01:59: EL LETRADO EN SU ORATORIO

  • Siempre asociamos la religiosidad barroca con escenarios públicos, urbanos y fastuosos. Las formas externas de la vida religiosa, sin embargo, convivían con otras devociones y prácticas piadosas caracterizadas por la introspección y el rigorismo. Bien puede servirnos, para fundamentar lo expuesto, lo recogido en la hagiografía de la Venerable Gabriela de San José, una carmelita descalza nacida en Granada en 1628*. Su padre, don Juan Correa de Tapia, era abogado de los Reales Consejos y ejercía en la Real Chancillería. Hombre de ánimo sombrío, sólo abandonaba sus alegatos y dictámenes, para rezar el Rosario y recogerse en “la soledad del Oratorio”. En su casa se “frequentaban mucho los Santos Sacramentos, siguiendo su exemplo los hijos, y criados” además de "tener dos horas de oración mental todos los días, una a la mañana, y otra a la tarde, junta en el oratorio toda la familia”. La Venerable Gabriela de San José comenzó desde los ocho años a cumplir los más ásperos ayunos y mortificaciones.  A los catorce ya estaba iniciada en la oración mental. La voluntad de alejamiento del mundo marcaba el tono de la vida del letrado, quizás harto de pleitos y  curiales: “teniamos –recordaba la religiosa-  la Misa en casa, haziamos una vida como si fueramos monjas; porque en casa confesabamos y comulgabamos, y a ello venían los confessores, hombres afamados en letras y oracion, y nos governaban. Saliamos de casa pocas vezes, y esso una octava del Santisimo y otros dias semejantes, que era precisso ir a la Parroquia”.

    *M.R.P. Manuel de San Jerónimo, Edades, virtudes, empleos y prodigios  de la V. M. Gabriela de San José, religiosa carmelita descalza en su convento de la Concepción de la misma Orden de la Ciudad de Úbeda, Imprenta de Tomás Copado, Jaén 1703.


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  • 03/15/15--02:26: EL CLÉRIGO Y LOS LIBERALES
  • El escolapio don Felix Sardá y Sardany no era amigo de los liberales. Ya en 1875 había escrito ¡Te conozco, católico-liberal! y más adelante, ya avanzada la Restauración, publicó El liberalismo es pecado (1884). Sardá consideraba a los liberales como herejes y miembros de una secta. "El mundo de Luzbel" encubierto, decía. Para el clérigo catalán "ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga en su justicia infinita", es decir, "el mal sobre todo mal". Los apacibles miembros del Partido Conservador o los sagastistas del círculo más cercano debían de espantarse al ser considerados peores que los más sanguinarios bandidos o que los libertinos de más incorregible y pervertido historial.

    Había en opinión de Sardá, naturalmente, distintos grados de liberales como, afirmaba, distinta gradación tiene el aguardiente despachado por el tabernero. Desde los de Cádiz de 1812, considerados mojigatos por el escolapio, a los más malvados. Los dividía, de hecho, en tres categorías: liberales fieros, liberales mansos y liberales impropiamente dichos, o solamente resabiados de liberalismo. Tachaba de  repugnantes a los liberales y de borregos a los liberal-conservadores católicos, incluidos aquéllos que frecuentaban los sacramentos, tenían hijos clérigos o rezaban el Rosario. Al parecer, en opinión de González Cuevas, era muy hostil a Alejandro Pidal y Mon -un caballero católico sin tacha- por ser compañero de viaje del liberalismo conservador canovista.

    El ilustre escolapio aportaba además unas orientaciones sobre cómo tratar en la vida cotidiana a los liberales y establecía tres posibles tipos de relaciones: las necesarias, las útiles y las "de pura afición o placer". Sus consideraciones sobre las relaciones útiles denotan la presencia del vástago de familia fabril pues dictaminaba que se puede tratar con liberales por "relaciones de comercio, las de empresarios y trabajadores, las del artesano con sus parroquianos". Declaraba, para no dar lugar a dudas:"la regla fundamental es no ponerse en contacto con tales gentes más que por el lado en que sea preciso engranar con ellas para el movimiento de la máquina social". Un poco oportunista parece para hombre de tan estrecha manga, pero los negocios eran los negocios y el dinero del liberal, siempre que fuese de curso legal, no tenía nada de herético. Ahora bien, nada de confianzas ni de relaciones de amistad pues "con liberales debemos abstenernos de ellas como de verdaderos peligros para nuestra salvación". Debían ser tratados como enfermos contagiosos: "¡Quién nos diese hoy poder establecer cordón sanitario absoluto entre católicos y sectarios del Liberalismo!". Algún estudioso de su obra afirma que Sardá se apaciguó con los años. No lo parece. En su opúsculo Liberalismo casero, de 1897, calificaba al liberalismo como "pestilencial enfermedad del  género humano en nuestros días".

    Por lo demás, quede claro, Sardá no tenía razón al establecer esa radical oposición entre liberalismo y catolicismo. Católica era la Escuela de Salamanca, precursora del liberalismo moderno, y católicos los liberales de 1812 que invocaron a la Santísima Trinidad en la Constitución de Cádiz.Y para cerrar esta relación, católicos y liberales fueron Cánovas, Silvela, Maura o el propio Canalejas y sinceramente católicas eran las bases sociales que militaban, apoyaban o votaban a los partidos dinásticos y liberales de aquella época.

    *Felix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, Librería y tipografía católica, Barcelona 1884
    Liberalismo casero, Barcelona 1897.

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    Don José Álvarez de las Asturias-Bohórquez Goyeneche, marqués de los Trujillos, era hijo del duque de Gor, Recibió sus primeras clases de equitación a los siete años. Completó su formación en la Academia de Caballería, en la que,  más tarde, ejerció como instructor en la Escuela de Equitación Militar. Ganó su primer premio en 1914, en un concurso hípico organizado por la Brigada de Húsares en Alcalá de Henares. Su rivalidad con el teniente don Jaime Milans del Bosch, con  motivo del premio del Infante Don Carlos, levantó un gran entusiasmo entre los aficionados a lo ecuestre. Fue el inicio de un brillante historial deportivo. Su destreza y dominio quedaron demostrados en diferentes premios y concursos celebrados en Londres, Roma, Nápoles, Niza, Milán, Lisboa, Oporto y Nueva York. Participó en los Juegos Olímpicos de París - los reflejados en Carros de Fuego-  pero su más alto galardón fue la medalla de oro, conseguida en la disciplina de saltos por equipos, en las olimpiadas de Amsterdam pues hizo "que por primera vez ondease nuestra bandera a los acordes de la Marcha Real en lo más alto del mástil olímpico". Compartieron tal honor el marqués de Casa Loja y don Julio García Fernández, Los tres eran capitanes de Caballería y un buen ejemplo de ese mundo castrense, aristocrático y cosmopolita que a duras penas conseguirá sobrevivir a la Guerra Civil. En una entrevista, de 1928, recordaba el Marqués a dos caballos en especial: Vendeen y Zalamero. Con el primero, que había pertenecido al duque de Andía, batió varias veces el campeonato de España de salto de altura, hasta superar los 2,20 metros. Con Zalamero, un tordo irlandés propiedad del Ejército Español, obtuvo la medalla de oro mencionada. Entre las hazañas de nuestro personaje cabe destacar su descenso por las cortaduras de El Pardo en 1927, un desnivel de once metros en caída vertical. Vemos la fotografía y nos parece leer el pasaje de un libro de aventuras. A la vuelta de Amsterdam, el duque de Gor recibió a los campeones en Hendaya con una botella de champán y una caja de puros.









    Fernando VII era católico, como todos los españoles, pero sin grandes efusiones de devoción. La reina doña Josefa Amalia de Sajonia, jovencísima, recién llegada de un convento alemán, hizo todo lo posible por avivar -sin demasiados progresos- la convencional religiosidad del monarca. Muerta la Reina en 1829, con unos veintiséis años, Don Fernando afirmó rotundo:"¡no más rosarios!". Casó después con Doña María Cristina, de genio más alegre, pero el Rey no aligeró demasiado sus obligaciones religiosas. Lo demuestra su apretada agenda durante los días de Semana Santa según la Tabla de las festividades de la Real Capilla (Madrid 1832). No convenía, por lo demás, mostrar ligerezas ante apostólicos y realistas, que acusaban al Rey de tolerante en exceso y, a los que le rodeaban, de criptoliberales.

    Don Fernando iniciaba la Cuaresma recibiendo la ceniza de manos de un prelado. Le acompañaban en la ceremonia Grandes, embajadores, el mayordomo mayor y el capitán de Guardias. El Domingo de Ramos el Rey participaba en la procesión de las palmas por los corredores de Palacio. Tras ésta, se oficiaba una misa cantada dedicada a la Pasión.  El Martes Santo a misa y, por la tarde, a escuchar un sermón dedicado a san Dimas, el buen ladrón. El Rey añoraría el humazo y los naipes, acompañado de su camarilla, en un clima de llano compadreo. El Miércoles Santo otra misa y por la tarde todos al oficio de Tinieblas. Previamente había esperado, a las puertas de Palacio, el paso de una procesión. Durante ese día la Capilla cantaba las lamentaciones y los capellanes de honor impartían lecciones sagradas.

    El Jueves Santo el Rey asistía a misa mayor oficiada por el Nuncio de Su Santidad. Comulgaban todos los capellanes de honor, individuos eclesiásticos y niños cantores. Dentro de la Capilla Real, desfilaba otra procesión para depositar al Santísimo en el Monumento, velado por los capellanes mencionados por riguroso turno. Tras rezar vísperas y despojar los altares, otros cuatro capellanes acompañaban la Cruz al cuarto del Rey donde éste lavaba los pies de trece pobres, con la asistencia de dos prelados con roquetes. Por la tarde sermón del Mandato al que asistía Don Fernando desde la tribuna. Tras presenciar otra procesión que pasaba ante Palacio, asistía el Rey, otra vez, al oficio de Tinieblas y un religioso de San Gil edificaba a la real persona con otro sermón más  Entre pieza y pieza de oratoria sagrada, Don Fernando VII urdía maldades.

    El Viernes Santo se extraía elLignum Crucisdel relicario y lo colocaba sobre el altar de la Capilla Real. El Rey presenciaba esta solemnidad desde la cortina*, desnudo el sitial y con una silla negra por ser día de luto. Se celebraban oficios de pontifical, a cargo del nuncio papal, desfilaba otra procesión más y a oír vísperas. La reliquia se llevaba, además, a la tribuna en la que estaban la Reina y otros miembros de la Realeza. Por la tarde, sermón de la Soledad, procesión ante Palacio y oficio de Tinieblas. Respecto a la procesión creo que podría tratarse de la que salía del Convento de Dominicos de Santo Tomás y recorría la Plaza Mayor, la Puerta de Guadalajara, calle de La Almudena, Palacio, Santiago, Platerías, calle Mayor, Puerta del Sol, Carretas y Atocha, antes de volver al convento. El tono de la calle no era precisamente de recogimiento pues se prohibía, con el correspondiente bando, la venta de "ramos, flores, limas, tostones ni otros comestibles"** Este ir y venir entretendría a Don Fernando que era aficionado a la majeza y a lo popular. Ahora, en las procesiones andaluzas, el ambiente no es muy distinto. Doscientos años, en el fondo, no es mucho tiempo. Y sigamos con los compromisos reales: el Sábado Santo asistía a los oficios desde la tribuna. El Domingo de Resurrección misa pontifical y, acabada la Semana Santa, se enlazaba con los oficios religiosos propios del tiempo Pascual. Si éstas eran las obligaciones piadosas de Fernando VII, imagine el lector las del Infante Don Carlos, mucho más devoto que su hermano.


    *La cortina era el dosel que estaba en el sitial o la silla del Rey, en el lado del Evangelio y cerca del presbiterio.
    **Diario de Madrid, miércoles 30 de marzo de 1825.





                     


                             "aquél es buen Reyno que nunca fenece;
                              aquél es buen Reyno que nunca se acaba
                              aquél es buen Reyno que a Dios siempre alabe,
                              aquél es buen Reynio que nunca entristece.

                             Allí no ay penas, allí no ay tristezas,
                             allí no ay peligros, allí no ay temores,
                             allí no ay dolencias, allí no ay dolores,
                             allí no ay miserias, allí no ay pobrezas,
                             allí los tesoros, allí las riquezas,
                             allí los triunfos, allí las vitorias,
                             allí grandes gozos, allí grandes glorias,
                             allí los primores, allí las lindezas"

    Juan del Enzina, "A la dolorosa muerte del Príncipe Don Juan, de gloriosa memoria, hijo de los muy católicos Reyes de España, Don Fernando el quinto, y Doña Ysabel, la tercera desde nombre".





    Según el eminente hebraísta David Gonzalo Maeso, los sefardíes constituyeron "una noble estirpe, con categoría de verdadera aristocracia espiritual". Cecil Roth refiere, en el mismo sentido, que los sefardíes venecianos conservaban cierta distinción aristocrática. Había, entre ellos, médicos y abogados de prestigio, asentados en la ciudad desde antiguo o llegados, más tarde, en tiempos de Felipe IV. Las comunidades sefardíes de Londres y  Amsterdam formaban asimismo, según Julio Caro Baroja, una prestigiosa elite. Lo anterior explica que los Disraeli, cuando se disponían a abandonar Venecia para instalarse en Inglaterra, a mediados del siglo XVIII, conservasen -a pesar de los siglos y en feliz expresión de  J.A. Froude*- "their Spanish pride".

    *J.A. Froude, Lord Beaconsfield, Londres, 1890.





    Antonio José de la Cruz Expósito, El Chato de Jaén*, fue un personaje de cierta relevancia en la mala vida de finales del siglo XIX e inicios del XX.  No era un ratero más o menos desgraciado, ni un bandido de los que se tiraban a los caminos- aunque estuvo un tiempo huido en Sierra Morena, como mandan los cánones- sino un gánster, en el sentido más amplio de la palabra.

    Nació hacia 1868, en Jaén. Era un hombre delgado, ágil y de expresión dura. Lucía un bigote de notable tamaño. Hasta cierto punto y dentro de sus criterios, era refinado. Calzaba zapatillas de terciopelo negro en su casa, llevaba varias sortijas en los dedos y trataba de vestir como un señorito. Vivió en Madrid en la Cuesta de las Descargas, cerca de la Ronda de Segovia y de La Latina, con su querida, María de la Sierra -conocida también como Araceli o como Marcelina Asensio, si es que es la misma- y dos hijos pequeños. Lo de los cambios de nombres era habitual en su mundo. El Chato de Jaén, en particular, utilizó varios**. Frecuentaba casas ilegales de juego, colmados y  tabernas. Allí acudían tratantes de ganado, tahures, gente del trueno y toreros de poco cartel, como uno llamado El Valencia. Eran tascas de su especial predilección la ubicada en la plaza de Santa Ana, regentada por un tal Hipólito Rodríguez, y otra en la calle de San Millán, cerca de la calle de Toledo. Su compañero de fechorías -considerado un "amigo de verdad - se apodaba El Carpeta.

    El Chato de Jaén fue un personaje popular. Había mucha afición, es innegable, a seguir y comentar las barbaridades y desplantes de matones y tipos crudos de este pelaje. Se narraban sus hechos, como si de proezas se tratasen, en pliegos de cordel y aleluyas. Su ingreso en la cárcel de Jaén, en octubre de 1901, por un robo y enfrentamiento con la fuerza pública, levantó una enorme expectación. Acudió mucha gente a la puerta del establecimiento penitenciario para ver en persona al jaque.  La Vanguardia publicó al respecto: “El Chato penetró descaradamente en la Prisión”. Imagino que entre el aplauso general. Hay que indicar que, por esas fechas, su historial era ya muy extenso. La prensa nacional solía dar cuenta de sus tropelías. La Vanguardia lo calificaba de “famoso bandido” y ABC lo conceptuaba como ladrón extremadamente peligroso; para La Correspondencia de España era un pájaro de lustre en los bajos fondos. 

    En los robos con escalo y las fugas fue un reputado profesional por su fuerza física y gran agilidad. El primer encuentro que tuvo con la Justicia, del que tengo noticia, se debió al hurto de un reloj en 1885, por el que fue condenado a 125 pesetas de multa. En 1898 cumplió una pena de cinco meses por otro hurto y, en años posteriores, a cinco años de presidio por robo. Estuvo implicado en el desvalijamiento de una casa de préstamos de la calle Barquillo de Madrid. Realizó otros robos famosos en su tiempo. Es de destacar el asalto al palacio del marqués de Urrea, en Zaragoza, donde se apropió de dinero y objetos por valor de 50.000 pesetas. Fue en agosto o a inicios de septiembre de 1896, cuando el Marqués estaba ausente, de veraneo. La desfachatez delChato y sus socios llegó a tal punto que se instalaron en el palacio, con todo regalo, durante unos días. Es probable que dieran buena cuenta de las existencias de bodega y despensa.

    El crimen mas espectacular de El Chato de Jaén, pero no el más grave, fue el atraco perpetrado en una casa de cambio de la Calle Carretas, en Madrid. Fue el 7 de noviembre de 1899 y consiguió un botín de más de 14.000 duros en oro, plata y billetes. Todo un capital a finales del XIX.. Los autores materiales del robo fueron tres, El Chato de Jaén, Ángel Marcos de León y José López Firias. Accedieron a las oficinas del establecimiento escalando una pared, desde una cochera que previamente habían alquilado en la calle de San Jacinto. Una vez dentro, redujeron a dos empleados a punta de pistola y se llevaron el dinero en cajas y talegas. 

    Sus huidas en las redadas policiales eran rocambolescas, cinematográficas incluso. Una vez, se escapó de una detención saltando por los tejados, debidamente disfrazado. En otra ocasión, perseguido por la policía, se abrió paso a tiros por medio de la madrileña calle de Malasaña. Su uso de las armas no era una novedad y tenía en mucha estima su revolver Smith. En Córdoba asesinó a un guardia civil aunque al El Chato de Jaén le asestaron un más que merecido sablazo en la cabeza.

    También fueron célebres sus fugas de prisiones y penales. Así, se evadió de las cárceles de Ciudad Real,  de Novelda- en compañía de El Carpeta antes citado - y tuvo una tentativa de fuga de la prisión de Córdoba, en junio de 1901. No pudo consumar la fuga pues descubrieron un agujero en su celda y todo un dispositivo para descolgarse por los muros. Este hecho motivó su traslado al penal de Cartagena. Allí llegó en agosto de 1901, formando parte de una cuerda de más de treinta presos. Los periódicos denunciaron la escasa seguridad de dicha prisión para albergar a un personaje de tal catadura, y aconsejaban su traslado al penal de Chinchilla. No carecían de razón. El 16 de diciembre de 1902 se fugó una vez más, aunque estuvo poco tiempo en libertad pues dos policías le siguieron la pista y, en marzo de 1903, fue capturado en Málaga, cuando trataba de embarcarse, en el vapor Grao, con su mujer y sus dos hijos pequeños, rumbo a Orán. En diciembre de 1905, como consecuencia del robo de la calle Carretas, fue condenado a catorce años, ocho meses y un día de prisión. Fue enviado a cumplir condena a Ceuta y para que estuviese a buen recaudo, lo mandaron a Chafarinas. Unos seis meses más tarde, en 1906 se fugó de allí. Es la última referencia que tengo de su vida.

    Ángel Aponte Marín.

    *De mi intervención en  la Cena Jocosa, organizada anualmente por la Confraternidad de los Amigos de San Antón, Jaén noviembre de 2013.
    ** Utilizó indistintamente los nombres de Antonio López Conesa Obella, Rafael Magro y Manuel del Río, y los alias de Maestrín y Peste





    El tres de noviembre de 1640 hubo fiesta de toros en el Buen Retiro para agasajar a los embajadores de Dinamarca. No saldrían de su sereno y escandinavo asombro. La efusión de sangre ocasionó, de hecho, el desvanecimiento de un danés. Tal suceso debió de provocar la estupefacción y la incomprensión de un público tan acostumbrado a estos lances y gajes. En cualquier caso, fue un festejo accidentado. Según los cronistas, quedó maltrecho un caballero en plaza apellidado Gallo. Creo que puede tratarse de don Alonso Gallo Gutiérrez, señor de Fuente Pelayo y natural de Burgos, autor de unas Advertencias para torear (1654), citadas por José María de Cossío, dedicadas al duque de Medina Sidonia. Desconozco si el suceso de don Alonso Gallo fue porrazo, costalada o cornada. Tenía que ser muy bizarro y apenas le daría mayor importancia al percance. Tengo lo dicho por cosa segura, como si yo hubiese estado allí, en los andamiajes del coso. El conde de Cantillana -famoso en las lides taurómacas de su tiempo y de probada eficacia en el manejo del garrochón- después de rejonear sufrió también un derribo muy aparatoso**.

    *La Lidia, 1 de junio de 1883.
    ** Cantillana, recordemos, fue muy elogiado en su tiempo por ingenios como Vicente Espinel, Quevedo, Gabriel Bocángel y Luis Vélez de Guevara. Todos estudiados por José María de Cossío en Los toros en la poesía castellana, 1931

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    Doña Eugenia de Montijo estuvo en España en el otoño de 1863. Fue a cazar a La Albufera. Todo un acontecimiento. El barón de Cortes, hombre de campo y de mundo, estuvo allí y escribió sobre la jornada en sus Recuerdos de caza (1876). Cortes, con el general Prim y otros, era arrendatario del cazadero. El lago estuvo cerrado a toda embarcación durante ocho días, custodiado por guardas y fusileros, para que no se ahuyentase la caza y, ante la calma existente, acudiese la mayor volatería posible. Llegado el día, cientos de coches acudieron a El Saler para ver y vitorear a la Emperatriz. La acompañaban, entre otros personajes, el embajador de Francia, la princesa Murat y los marqueses de Alcañices y Bogaraya. Desde allí partió el pailebot real -el barón de Cortes al frente- junto a un centenar de barquichuelas engalanadas con banderas de España y de Francia, tripuladas -recordaba Cortes- por gentiles valencianas "hijas del cielo y de las flores". Tal despliegue de esplendor y de belleza "más que realidad sublime era el sueño fantástico de una imaginación calenturienta". ¡Qué buena crianza y qué finezas las del viejo dandy!.

    Desde un puesto de madera, la Emperatriz y la condesa Scláfani, abatieron innumerables piezas con escopetas ligeras de un solo cañón. Dejó escrito nuestro barón: “el lago parecía una alfombra de plegadas alas y flotantes plumas".

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  • 05/02/15--00:49: ESTE LAZO FATAL
  • El conde de las Cases acompañó a Napoleón en su destierro y recogió sus recuerdos en el Memorial de Santa Elena.  No es necesario ser un bonapartista devoto para leer este libro con un sentimiento de gravedad. El mito romántico de Napoleón, por alguna misteriosa razón, sigue vivo. En el Memorial se transcriben valiosas reflexiones del Emperador sobre España. Por ella, admitía, todo comenzó a cambiar.

    España: "ce noeud fatal". Ella hundió su moral de victoria en Europa, ella trastocó sus proyectos, ella sirvió de escuela a los soldados ingleses. Napoleón confesaba a Las Cases la fatalidad de no haber podido evitar su invasión. De no hacerlo, reconocía, habría quedado expuesto a una alianza de los Borbones con los enemigos de Francia, con las espaldas descubiertas. No tenía alternativa y, cuando ya era tarde, algún sombrío presentimiento le anunció la cercanía del abismo. El camino a Santa Elena comenzó en Bailén.*

    La situación interna de España en vísperas de la guerra parecía favorecer sus designios, constataba Bonaparte en el Memorial. La nación española -decía- despreciaba a sus gobernantes, "elle appelait à grands cris una régeneration". Trataba de justificar su invasión, presentarla no como lo que era - un paso decisivo en su proyecto de dominación continental- sino como una empresa modernizadora e ilustrada: librar a España de sus instituciones caducas, de una supuesta superstición frailuna, de las tinieblas inquisitoriales, darle una constitución liberal y cambiar la dinastía, con la conservación de su territorio, sus fronteras, sus costumbres y el resto de sus leyes. Napoleón -hijo de los prejuicios divulgados sobre España en el siglo XVIII- se equivocó al juzgarla.

    Lamentaba, ya sin remedio, el desdén de los españoles. Esperaba sus bendiciones y se encontró con su rebelión: "tous courerent aux armes. Les Espagnols en masse se conduisirent comme un homme d´honneur". Habían ganado, reconocía, pero "ils méritaient mieux".
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    *Qué pena que Kipling no lo supiese.



    El deterioro medioambiental viene de antiguo. En las ordenanzas del concejo de Baños de la Encina*, del Reino de Jaén, a mediados del siglo XVIII, se prohíben ciertos métodos de pesca nada deportivos e irrespetuosos con la naturaleza. Así se recoge en dicha normativa: 

    "que algunas personas en el tiempo que se corta dicho río hechan algunas yerbas nozibas y benenosas en las tablas principales de el a fin de matar pezes".

    Desconozco qué tipo de hierbas -utilizadas como cebo según las ordenanzas- podrían tener estos efectos tan perniciosos. Cabría la posibilidad de que se tratase de algún tipo de compuesto. Tal práctica se castigaba con quince días de calabozo y multa de 2.000 maravedíes.De aplicarse con rigor dichas sanciones, algo más que dudoso, el infractor mejor o peor acomodado en las instalaciones municipales, durante medio mes, tenía tiempo para meditar sobre la conveniencia del uso de la caña o vara de pescar -como la llamaba Juan del Enzina-, las atarrayas y los esparaveles y otras artes de pesca permitidas. Estas prohibiciones trataban no tanto proteger la fauna de los ríos como evitar el envenenamiento de los aguaderos, de los ganados y de los vecinos. Un barbo frito y emponzoñado, aunque fuese del Rumblar, bien podía pasaportar al más pintado.
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    *Tomo la cita de las Ordenanzas municipales de Baños de la Encina, estudiadas por Araque  y Gallego Simón. Fechadas en 1742.



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  • 05/13/15--03:31: UN PUCHERO DEL BARROCO
  • Agustín Moreto (1618-1669) menciona en un entremés* el siguiente guiso:

    "¿Cómo no os queda nada? hay un puchero, / con chorizo, con baca, y con carnero, / con tocino, que alegra los gaznates, / con su salsa picante de tomates,/ ya picadas sus berenjenitas,/ con sus garbanzos, y sus verduritas"

    Condumio bien aviado y mejor guarnecido. Y los garbanzos: fundamento del cotidiano puchero de los españoles, golosina apreciada por esclarecidos ingenios, premio de galeotes y munición indispensable para la brega diaria. Hasta san Juan de la Cruz los cita en sus cartas.
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    *Entremés de Mariquita


    Ermita del Calvario según una fotografía centenaria
    Mal año 1708 cuando se sufrieron diluvios, barrizales, guerra y malas cosechas. No faltó ni la langosta. La plaga, que no daba cuartel, devoraba los trigos y no había manera humana de aplacarla. El Cabildo de la Catedral de Jaén decidió recurrir a los obligados remedios espirituales. Dispuso que "el día de la aparición de san Miguel", siete de mayo, se conjurase después de nona. No pudo ser ese día por estar "mui metido en aguas" y se aplazaron estas ceremonias y oficios al 22 de dicho mes.

    Llegado dicho día, se ofició una misa en la iglesia de San Ildefonso, entre cuatro y cinco de la madrugada "y acavada [se mandó] digan los tres primeros conjuros que se siguen conforme está en el Quaderno impreso"*.

    Después, en procesión y recitando letanías, los asistentes se dirigieron a la ermita del Calvario, desde la que se divisa buena parte de las tierras de labor que circundan la ciudad. A estas solemnidades acudieron los dos cabildos -eclesiástico y municipal- los notables locales y todo el vecindario. Para que las personas de lustre y campanillas estuviesen con cierto decoro, se levantó un tablado o palco con su correspondiente toldo. En el interior de la ermita apenas cabían unas decenas de personas y el calor era ya considerable. El cansancio también debía de ser general. Estaban en danza desde antes de las cuatro de la madrugada. El paseo hasta la ermita, extramuros y en una loma, no es gran cosa pero también pesaría.

    Allí, en El Calvario, se ofició una misa dedicada a san Gregorio Ostiense, probado defensor y escudo contra las plagas de langosta, "con las conmemoraciones de la Santísima Trinidad y Nuestra Señora". Acabado el oficio se lanzaron tres conjuros más y, a continuación, se erigió una cruz, sobre un pino grande que allí había, de cara a los campos.

    Hacia el mediodía los fieles de todo estado y condición -un tanto estragados y con el sol sobre sus cabezas- volvieron a la  ciudad, otra vez en procesión y con rumor de letanías.


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    Debe de tratarse del libro editado en la imprenta de Tomás Copado y del que se hicieron cincuenta ejemplares, se cita en:  Juan Antonio López Cordero y Ángel Aponte Marín, Un terror sobre Jaén: las plagas de langosta (siglos XVI-XX), Jaén 1993.
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  • 05/22/15--07:00: MAYO DE 1628
  • Don Francisco de Quevedo era señor de La Torre de Juan Abad. No era señorío antiguo ni concedido por méritos particulares sino adquiridotras enmarañados pleitos, censos impagados y embrollos de alcabaleros. Los vecinos, descontentadizos, hombres llanos y libres, descendientes de tales y realengos de toda la vida, llevaban muy mal la pérdida de su exención. Allí pasaba temporadas, no siempre por voluntad propia, ejerciendo de noble rural en medio de sus malhumurados y litigiosos vasallos. No faltaban a don Francisco cartas y noticias de lo que acontecía por el mundo.

     El doctor Álvaro de Villegas le escribía el nueve de mayo de 1628. Le contaba, entre otras novedades, que hacía frío en Madrid, "como por Navidad", y que no se podía prescindir de la chimenea. También que el Rey y sus hermanos habían pasado unos días muy gratos en Aranjuez "porque estos días largos y fríos era a propósito para los ejercicios de la pelota y caza, en que se han entretenido". Tan bien estaban allí la personas reales que volvieron de no muy buen grado a Palacio, a diferencia de los cortesanos "que miran a Madrid de buena gana y se hallan mejor aquí". Era comprensible. La Corte sería desengaño, como decían, pero también más entretenida con sus maquinaciones y vanidades. Con incontables ocasiones para medrar y perderse. Los toros, las cañas, la chacona, las comedias, los memoriales, la vihuela, los mentideros, los requiebros, los billetes bien escritos, los lances y la gente. La calle y los españoles. Hasta un Habsburgo lanzando pelotas era más animado que esas soledades entre serranas y manchegas.

    Don Álvaro decía envidiar el sosegado retiro de Quevedo: "le tengo grande invidia del buen tiempo y quietud que goza". Decía además: "¡Buena vida se goza vuesa merced en su aldea; muchas ganancias tiene pues, mejora su hacienda y tiene ratos para los libros! [...] bien tomara yo alguno de los ratos que a vuesamerced le sobran, y los empleara de buena gana en ese retiro, que ni es de ermitaño en la soledad ni de cortesano en la priesa con que aquí se vive". Mientras el caballero leía estas líneas quizás  crujían las jaras y la leña de encina en la lumbre. Palabras y palabras. Todo al final es, a fin de cuentas, ilusión y mentira. Don Álvaro y don Francisco, en esa primavera desapacible, lo sabían.

    La pasión por la política económica no es nueva en España. No tenemos que remontarnos a los arbitristas del siglo XVII para dar fe de este hecho. En el siglo XIX y en las primeras décadas del XX se producían,con la mayor facilidad, encendidos debates y movilizaciones, a favor o en contra del proteccionismo y del librecambismo. La cuestión de los aranceles eran tan habitual en las tertulias de nuestros tatarabuelos como para nosotros, gentes del siglo XXI, la situación de la prima de riesgo.

    Durante el reinado de Isabel II, a medida que aumentaba la oposición progresista, los partidarios del liberalismo económico demostraron un notable activismo. Fue muy influyente el ciclo de conferencias, organizado por el Ateneo, en 1862-1863, en el que participaron nada menos que Echegaray, el duque de Almodóvar del Río, Moret, Castelar y Laureano Figuerola, entre otros. Los librecambistas eran apoyados por las asociaciones mercantiles madrileñas, partidarias de la eliminación de restricciones al comercio. Los proteccionistas se alineaban tanto en el flanco derecho como a la izquierda del mapa político español. Los cambios de opinión eran frecuentes. En el campo más conservador, el proteccionismo ejercía una natural atracción quizás por la nostalgia del mercantilismo y de las economías relativamente cerradas del Antiguo Régimen. Entre los liberales de izquierda y los republicanos había de todo. A Castelar se le acusó de haber pasado de considerar al proteccionismo como una "gran iniquidad" a defenderlo. Los republicanos federales catalanes eran abiertamente contrarios al librecambismo.Tampoco faltaban posiciones de gran ambigüedad como la demostrada por el Partido Democrático, situado en la izquierda radical de la época, que declaraba en 1849 ser partidario de acabar "con las prohibiciones absolutas y en su lugar establecer derechos protectores que, conciliando todos los intereses, salvaren a la industria nacional de una competencia prematura y ruinosa".

    Cuando fue destronada Isabel II, Laureano Figuerola, desde el ministerio de Hacienda, impulsó decididamente una política librecambista. La Bolsa y el Círculo Mercantil apoyaban estas medidas y se oponían, en cambio,  los fabricantes catalanes, representados por el Fomento de la Producción Nacional. Una de las primeras actividades de esta liga fue la manifestación que tuvo lugar en marzo de 1869 en Barcelona. En tal demostración  participaron desde los más acaudalados empresarios catalanes a los dependientes de comercio, comisionistas, comerciantes. corredores y obreros. En su cabecera iba Pascual Madoz, "muy aviejado y bastante displicente". Los manifestantes enarbolaban banderas y estandartes gremiales, algunos del siglo XVIII,  de terciopelo grana y bordados en oro, y marchaban acompasados con bandas de música. Los más radicales llevaban letreros que defendían la república federal y lemas como "No queremos la libertad de morirnos de hambre". Decía la prensa que era un acto "digno de la capital de Inglaterra". Esto debía de ser un notable elogió. Se dirigieron al público, entre otros Almirall y Madoz. Éste no dejó de pasar un rato incómodo cuando, al declarar su monarquismo, fue objeto del rechazo de buena parte de los manifestantes. Eran días agitados, apenas unos meses después de la caída de Isabel II. Los ánimos se fueron caldeando y uno de los oradores, Antonio Pasarell, defendió la idea de que Figuerola debía declararse "traidor a la patria".  La manifestación comenzó a las diez y media de la mañana y acabó hacia las cinco de la tarde. Hubo agasajo en los locales del Fomento de la Producción Nacional y exposición de los citados estandartes.



    El 20 de mayo de 1617 Luis de Cáceres, vecino de Sevilla, se obligó ante escribano a ejecutar en la Plaza de Santa María de Jaén, el día del Corpus Christi, las siguientes proezas:

    " [en una] maroma gruesa las vueltas y danzas  que se hacen sobre la maroma, y metido en un costal hacer las vueltas que se hacen, y andar sobre la maroma con tablillas en los pies. Y hacer cabriolas y saltos en la maroma y las demás pruebas que se hacen. Y así mismo me obligo a volar sobre otra maroma delgada. Y tengo que dar vueltas en el tablado, y ensartar hebras de hilo por el ojo de una aguja, y hacer la prueba de los platos, huevos y vasos y espadas, y otras muchas vueltas. Y hacer la máscara indiana y, en dónde hubiere tablado y parte acomodada en las calles Maestras por donde ha de andar la procesión, me obligo de dar vueltas."

    Nuestro artista, por tan arriesgado y completo programa, cobraría veinte ducados. No era mala paga. Dejo al lector la consideración de precisar cuál de estos números sería el más vistoso y audaz. Reconozco que lo de andar con tablillas en los pies sobre una soga me parece del mayor mérito. Dar vueltas metido en un costal, trepidante y con probado riesgo de sufrir vahídos. Respecto a volar sobre la maroma no puedo sino asombrarme aunque, la verdad sea dicha, desconozco si el acróbata cubrió un trayecto fue muy largo o, sin fortuna, dio con sus costillares en el empedrado. Mucho se debió de hablar en Jaén de los prodigiosos alardes de valor y agilidad de Luis de Cáceres, volatinero del Siglo de Oro.
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     * Esta escritura y otras de gran interés se recogen, muy bien glosadas, en el espléndido libro de Manuel López Molina, Vida y mentalidades en el Jaén del siglo XVII, 2005, que tuve el honor de prologar.

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  • 06/09/15--03:30: APUNTES SOBRE MUÑOZ GARNICA



  • Don Manuel Muñoz Garnica nació en Úbeda en diciembre de 1821. Estaba emparentado con los marqueses de Navasequilla y con los condes de Belascoain. Fue lectoral en Jaén, se alineó con el influyente círculo integrista que rodeaba a Isabel II desde los años del Bienio Progresista. Figuró como redactor en el periódico El Conciliador, fundado y dirigido por Balmes, también escribió en La España, financiado por el duque de Riánsares, esposo de Doña María Cristina de Borbón. En 1849 escribió un opúsculo Dos palabras sobre las últimas revoluciones, carta dirigida al Excmo. Sr. Marqués de Valdegamas.  Destacó por sus dotes en oratoria sagrada y fue predicador en la Corte de Isabel II como capellán de honor de la Real Capilla de Palacio. En abril de 1857 pronunció un elocuente sermón en el oficio religioso celebrado en la inauguración del Hospital de la Princesa, en Madrid. Estuvieron presentes los Reyes y la Princesa de Asturias, además del Patriarca de Indias, el ministro de la Gobernación y otros personajes. Rendían honores los alabarderos y piquetes de la Infantería de Línea. Menéndez y Pelayo elogió su biografía de san Juan de la Cruz y su Estudio sobre la elocuencia sagrada, dedicada en gran medida a los místicos españoles. La lectura de sus obras, eso sí, no es ejercicio muy ameno. Fue, además, comendador de las órdenes de Carlos III e Isabel la Católica.

    Acompañó al Obispo de Jaén, Monescillo, cuando las Cortes Constituyentes de 1869. Hostil a los políticos del Sexenio Revolucionario, escribió Sermones varios con motivo de las presentes calamidades (1872). No es aventurado pensar que, como tantos del ala más reaccionaria del moderantismo, tuviese sinceras  simpatías hacia el carlismo. La Esperanza, órgano de los leales a Don Carlos, no dejaba de dedicarle cumplidos. Muñoz Garnica sentía, además, abierta admiración por el tradicionalismo de los vascongados y desaconsejaba la  supresión de sus fueros. También era de su agrado el rechazo a la modernidad que, según sus notas de viaje de 1863, percibió en las Provincias Vascas. Viajó asimismo por tierras de Bretaña.

    Opuesto de manera declarada a la unificación de Italia, asunto al que dedicó varios artículos estuvo, al menos, dos veces a Roma, una de ellas como consultor teólogo en las sesiones del Concilio Vaticano I. Vivió, entre la resignación y el espanto, los años del Bienio Progresista y todo lo acaecido desde 1868. Tanto desde sus libros y su capellanía como desde su aburrido rincón provinciano -era director del Instituto de Segunda Enseñanza de Jaén- no dejó de clamar contra protestantes y liberales a los que consideraba estrecha y siniestramente asociados. Murió el 14 de febrero de 1876.
    Los hospitales eran lugares para recoger a desgraciados y moribundos sin casa ni cobijo digno. Nadie se ocupaba de esta tarea salvo los frailes y las instituciones religiosas. Así ha sido y así es en buena parte del mundo, incluso más cerca de lo que pensamos. Morirse tirado en la calle o en un camino no era cosa insólita hace trescientos años. Los hospitales solían estar financiados por medio de mandas caritativas, patronatos y asignaciones municipales. No siempre, sin embargo, estos ingresos eran suficientes y los procesos inflacionistas dejaban en poco las rentas asignadas, muchos años atrás, para su sostenimiento. Lo que se obtenía se gastaba en médicos, cirujanos, medicinas, jabón y mantenimientos. En julio de 1725* llegaba al Cabildo municipal de Jaén la noticia de cómo el Hospital de San Juan de Dios carecía de camas suficientes para el elevado número de enfermos que albergaba. Los hermanos de la Orden que los atendían tuvieron, incluso, que ceder las suyas. No eran éstas, además, las únicas penurias padecidas. Informados los regidores de Jaén, decidieron ayudar a los religiosos "ya sea pidiendo diariamente por las calles por los señores veinticuatros como en otras ocasiones han hecho" o de otra forma. Un remedio habitual, y muy trabajoso por cierto, era organizar "algún día de regocijo de toros y aplicar el producto de la plaza a dicho hospital" y, de hecho, fue lo que se decidió. Lo de ir por las calles de Jaén pidiendo donativos, justo es reconocerlo, no era para individuos tan orgullosos y envarados, con muy poca gracia para estos cometidos. La celebración de festejos taurinos era, además, un recurso frecuente para recaudar fondos con fines benéficos y vigente hasta hoy.
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    *Archivo Municipal de Jaén, Actas del Cabildo municipal, 27-7-1725.

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  • 06/21/15--00:43: LOS ESPAÑOLES Y EL BOSQUE
  • Hace unos años, Gonzalo Anes escribió en una tercera de ABC* que, desde la Edad Media, había testimonios de la escasez de árboles en España. Los privilegios de la Mesta y el predominio de la ganadería extensiva propiciaron la conservación de los pastos y la persecución de las roturaciones ilegales pero, por otra parte, incentivaron la tala y quema de arbolado. La destrucción de los brotes por las reses, además de los factores climatológicos, imposibilitaron aún más la recuperación del bosque.

    En los siglos XVI y XVII esta situación era denunciada por las Cortes y los cabildos municipales más relevantes. Si bien había disposiciones reales para proteger la riqueza forestal, éstas no se cumplían. Así lo hacían saber, con pesar, los ministros de Felipe V en 1708 y 1716. Con todo, la legislación conservacionista y repobladora no cesaba, como lo demuestran la Real Ordenanza de Montes de 1748 y la creación de visitadores de plantíos en 1762, mencionados por Anes en su articulo. Sin embargo, poco se avanzó al respecto. Ya Jovellanos, en su correspondencia con Antonio Ponz, hacía ver la falta de arbolado en Tierra de Campos y por tanto de leña, lo que obligaba a utilizar -como combustible para cocinas y hornos- sarmientos, cardos, boñigas secas y paja. El coste del transporte de leña y carbón, desde distancias de veinte leguas o más, encarecía de manera más que notable estos productos. Hay razones para pensar que en las casas españolas se padecían unos inviernos gélidos e ingratos. Quizás de aquí proceda la vieja afición a pasar muchas horas en la calle buscando, según la estqación, sombras y solanas. En el reinado de Fernando VI, afirma asimismo Anes, era tremenda la desforestación en un radio de 30 leguas (unos 167 kilómetros) desde Madrid por las talas y quemas incontroladas. No faltaban concejos cuyos presupuestos dependían de las penas impuestas, año tras año, a los autores de estos desafueros. En alguna ocasión publicaré algunas cuentas al respecto.

    La pasión por labrar tierras, no siempre de la calidad adecuada para los cultivos, constituía asimismo una fatalidad. La dehesa era considerada un espacio irresponsablemente improductivo, dedicado a aprovechamientos suntuarios como la caza y la crianza de reses bravas. No se tenían en cuenta ni su valor medioambiental -preocupación inexistente hasta hace unas décadas- ni la inutilidad de estas tierras para el cultivo de cereal, olivar o viñedo. Se conformó, de esta manera, uno de los más persistentes tópicos sobre el latifundio en España, comprensible en su momento pero carente de una base sólida.

    Los procesos desamortizadores hicieron lo demás, no fue ya el arbolado sino los propios pastizales, muchos de ellos de propiedad concejil, los que se eliminaron para poner en cultivo tierras que, como indicábamos, eran de escaso rendimiento agrícola. Las cifras demuestran una reducción muy severa de superficie forestal. Baste saber que, entre 1860 y 1900, se vendieron cinco millones de hectáreas de montes públicos, más todo lo enajenado como consecuencia de la desamortización de Mendizábal. En 1860 había 32 millones de hectáreas de pastos, matorral y bosques, muy degradados de las que sólo podían considerarse arboladas doce millones y de éstas, a su vez, sólo la mitad contaba con arbolado alto en buenas condiciones. Entre 1860 y 1930 se produjo un descenso de seis millones de hectáreas de superficie forestal. El retroceso del bosque continuó hasta llegar a 1940, cuando España llegó a tener sólo 24 millones de hectáreas de superficie forestal, ocho millones menos que en 1860, probablemente la cifra más baja de toda su historia. A partir de este momento, el proceso de desforestación se frenó como consecuencia de las políticas de repoblación  combinadas con el abandono del campo y de las tierras de cultivo más improductivas**. Hoy las cosas han cambiado, a pesar de la infamia de los incendios en los montes, y España es la nación con mayor superficie forestal de Europa después de Suecia, además de doblar la de Francia y triplicar la de Alemania. Sólo entre 1990 y 2005 el bosque español aumentó en 4,4 millones de hectáreas, el 40% del total europeo. El viejo solar ibérico es, según estas cifras, más frondoso que nunca.
    _________________

    *ABC, 21 de agosto de 1999.
    ** Los datos referidos a continuación en  Montero, G y Serrada, R., Edit., La situación de los bosques y el sector forestal en España, Sociedad Española de Ciencias Forestales, 2013,





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