domingo, 2 de julio de 2017

La fe de Jesús, fundamento de la fe en Cristo

La fe de Jesús, fundamento de la fe en Cristo

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Teología y vida

versión impresa ISSN 0049-3449

Teol. vida v.48 n.4 Santiago  2007

http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492007000300003 

Teología y Vida, Vol. XLVIII (2007), 371 - 397

ESTUDIOS


La fe de Jesús, fundamento de la fe en Cristo



Jorge Costadoat, S.J.

Profesor de la Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile




RESUMEN

Lo
que la Iglesia cree de Cristo, hunde sus raíces en el modo que tuvo
Jesús de creer en Dios. Pero, a la vez, la fe de la Iglesia permite
inferir cómo ha podido ser la experiencia espiritual de Jesús. Esta
referencia recíproca entre Cristo y la Iglesia invita a indagar en
los en los fundamentos antropológicos y teológicos de la fe "de"
Jesús, en las dificultades y posibilidades que Jesús ha podido tener
para creer en su Padre, puesto que así él enseña por qué y cómo han
de creer también los hombres. Por esta vía descubrimos que el Padre,
al resucitar a Jesús, triunfa sobre el Mysterium iniquitatis y,
contra toda sospecha de indiferencia ante el sufrimiento humano que
pudiera recaer sobre Él mismo, da pruebas de ser un Dios que merece
fe. El Padre merece fe, pero no la merecería si Él no "creyera"
también en la humanidad como "creyó" en su Hijo Jesús. Es el amor del
Padre que en última instancia produce confianza en Él y entre los
hombres.


Palabras clave: Fe de Jesús, cristología, fe.

ABSTRACT

What
the Church believes of Christ finds its roots in Jesus' manner of
believing in God. However, at the same time, the faith of the Church
allows one to infer how the spiritual experience of Jesus came about.
This reciprocal reference between Christ and the Church invites one
to investigate the anthropological and theological tenets of the
faith "of" Jesus, in the difficulties and possibilities that Jesus
could have had in order to believe in his Father, given that he
teaches us accordingly why and how to believe as well. In this way we
discover that the Father, upon raising up Jesus, triumphs over the Mysterium iniquitatis and,
against every suspicion of a possible indifference on the God's part
in the face of human suffering, gives proof of being a God who
deserves faith. The Father deserves faith, but he wouldn't if He did
not also "believe" in humanity, just as He "believed" in his Son,
Jesus. It is the love of the Father that, in the final analysis,
brings about trust in Him and among people.


Key words: Faith of Jesus, Christology, Faith.




INTRODUCCIÓN

La
fe cristiana plasma en un credo pero, ante todo, es un modo de
creer. La fe cristiana enhebra otra vez el credo de Israel en la
medida que mueve a confiar y a obedecer a un Dios que merece ser
creído. Aquello que hace las veces de fides quae, el concepto
del Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza, el Dios de la creación y
de la historia, proviene de una experiencia de Dios mismo y sirve a
nuevas experiencias suyas. La fides qua, la experiencia del amor,
la liberación y perdón de Dios, constituye el único fin de la
teología cristiana y el remedio exacto contra la esclerosis del
cristianismo.


Por esta
razón la fe de Jesús prepascual constituye el paradigma de la fe
cristiana en estos dos aspectos, el subjetivo y el objetivo. Lo que
la Iglesia cree de Cristo, el credo, hunde sus raíces en el modo que
tuvo Jesús de creer en Dios (1).
Habría sido un engaño que la Iglesia inventara su creencia. Pero sin
la experiencia espiritual de la Iglesia salvaguardada en su credo,
jamás nos habríamos enterado de la experiencia espiritual de Jesús.
No habríamos conocido el camino que nos abrió ni la manera de
recorrerlo. Entre la experiencia de Dios de Jesús y la experiencia de
Cristo de la Iglesia, un mismo Espíritu establece la conexión y la
compenetración vital que nutre a los cristianos contemporáneos. A lo
largo de la historia de Israel, de la Iglesia y de la nuestra, ha
debido prevalecer la vida espiritual que el Espíritu genera
inmediatamente en cada creyente, pero que solo se hace inteligible para
él mismo y para los demás en mediaciones culturales y religiosas que
la encauzan (2).


Por
otra parte el contenido de la fe en Dios es determinado
históricamente. Dicho en breve, el judeocristianismo sabe que Dios es
el "Dios de la vida". Yahvé, el Abbá de Jesús, ama la vida de
Israel, la de Jesús y la nuestra. Esto es lo que hay que creer: Dios
siempre quiere la vida, nunca la muerte. Si San Juan sostiene que
"Dios es amor", la fe consiste en creer que Dios nos ama. Así de
claro, pero no de fácil. La historia del pueblo elegido, la historia
de la Iglesia y la historia humana, doquiera la encontremos, a menudo
son un mentís del amor de Dios o de la bondad del Creador. Y si no lo
son, así se lo percibe y se lo sufre. La tragedia griega, podríamos
decir, todavía resiste al monoteísmo. Tantas veces, a tantos, la
enfermedad, la venganza, la culpa y la muerte los persiguen como
acosaron a los griegos las furias implacables. La fuerza de un mal
infinito, enigmático, el espanto que produce, su horror, apagan a la
humanidad y obligan a Dios mismo a comparecer en el sillón de los
acusados. La fe judeocristiana no coincide con la pistis helénica (3). Pero se parece a ella, porque se parecen los tormentos que afligieron a los hombres de esos tiempos. Frente al mysterium iniquitatis los
cristianos no confiesan que "Dios existe", sino que Dios es el "Dios
de la vida" y el "Dios liberador". Lo hacen, sin embargo, con
fatiga, venciendo la fatiga de una existencia permanentemente
amenazada, apostando por el Dios de Jesús, por el Dios bueno, por el
que Jesús apostó. Es que no es obvio que la creación tenga sentido o,
dicho con mayor precisión, no es evidente que el mundo sea creación.


A ratos solo predomina la "descreación" (4),
la impresión del éxito de las ruinas y de la irracionalidad, contra
la cual solo la fe puede triunfar. Pero no cualquier fe.


Este
asunto tiene enorme relevancia. La Iglesia y la modernidad se han
distanciado en buena medida porque, de una y otra parte, se han
comportado como si la fe pudiese operar independientemente de la
razón y viceversa. La razón moderna perfecciona los medios, pero
pierde los fines. La Iglesia Católica insiste en los fines, pero tiene
dificultades para poner los medios. Puesto que aquí la perspectiva es
la de un anuncio del Evangelio a un mundo que sufre, el peligro
inmediato no será tanto el racionalismo, aunque este no deje de
serlo, cuanto el fideísmo que puede expresarse en fugas, reacciones
sentimentales o en posturas proféticas pero irresponsables (5).
Si iniciado el Tercer Milenio la Iglesia no encara esta amenaza,
cualquier conversión que obtenga en el mundo actual, especialmente en
el mundo en cuanto moderno, solo acumulará puntos en la cuenta del
extravío. También otras veces las generaciones han tenido la
impresión de un fin de mundo. Recuérdese el desmoronamiento del
Imperio romano. Ayer como hoy, el fideísmo y su sustentación
funda-mentalista hacen presa fácil de los fieles, de los infieles y de
numerosos pastores que sufren los males de la época.


En
este artículo, la fe israelita que siguió el curso que Jesús le dio;
la fe de Abraham, la de Job y la de los Macabeos que terminó por
triunfar sobre la injusticia y la muerte con la resurrección de
Jesús, debe ser considerada la fragua de la fe cristiana en su
referencia fundamental a Dios y al mundo. Siendo que la fe bíblica en
la resurrección de los muertos es primariamente la fe de los
mártires, la resurrección de Jesús, la más inocente de las víctimas y
el mártir de la fe por excelencia, obliga a asumir como horizonte
más amplio de la experiencia cristiana de Dios la creencia en una
"vida eterna" que, sin embargo, no se verifica sino como "justicia"
para las víctimas (6).
Es en el horizonte de la fe y la justicia que se hace necesario
establecer un vínculo entre fe y razón. Y más concretamente, un
vínculo entre fe y cultura, y entre fe y ciencia. En el título se ha
enunciado que la fe de Jesús constituye la clave de la fe cristiana.
Esto es así, sin embargo, solo en la medida que esta fe sea mediada a
estos niveles. A este artículo no se le puede pedir más que dejar
planteado el tema. Dicho en otros términos, la fe de Jesús y la fe en
Cristo constituye la piedra angular de la espiritualidad, de la
moral y de la liturgia cristiana toda vez que la Iglesia media esta
fe con el auxilio de la razón, en los planos de la cultura y de la
ciencia, y como esperanza de justicia y de vida eterna para los
pobres antes que para nadie.


En
el segundo apartado del artículo se incursiona en "la fe de Jesús"
en su Padre. En otro, el tercero, se desarrolla el tema de "la fe del
Padre en Jesús". Para ambos casos, el acceso hermenéutico lo
facilita el primer apartado, titulado "la fe de la Iglesia".




1. LA FE DE LA IGLESIA EN JESÚS
A
la fe "de" Jesús se accede a través de la fe de la Iglesia "en"
Jesús. La Iglesia que ha experimentado a Jesús resucitado interpreta
en esta experiencia su "fe en Cristo". La fe en Jesús constituye la
salvaguarda exacta de la unión histórica perfecta entre el Hijo y el
Padre. No hay ninguna posibilidad de conocer la "fe de Jesús", dos
mil años después de su muerte, que no sea la que nos ofrece la
Iglesia que experimentó su resurrección y vive de ella hasta nuestros
días.


Es decir, no hay
acceso posible a Cristo que no sea histórico y, por tanto,
hermenéutico. Los textos bíblicos que nos hablan de Cristo han sido
escritos todos sin excepción por discípulos suyos. Y, por otra parte,
pueden ser mejor comprendidos por los que hoy los leen en la misma
Iglesia que los produjo. Los episodios de la vida de Jesús llegan
hasta nosotros por la pluma de los primeros escritores cristianos
que, junto con sus comunidades, creyeron que él había resucitado y
recuperaron su historia para anunciarlo al mundo entero. No son textos
neutrales. Han sido escritos precisamente para despertar y sostener la
fe en Cristo. Si se trata de indagar en la humanidad de Jesús, por
ejemplo, es en definitiva imposible hacerlo separándola de la
humanidad de la Iglesia que nos habló de ella y de nuestra propia
humanidad. Sabemos qué significa que Jesús haya llamado a Dios Abba al
modo como nos lo cuenta una Iglesia que desde entonces reza el
"Padre nuestro". En contrario, es absurdo pensar que se pueda conocer
a Cristo saltándose a la Iglesia, a sus hagiógra-fos y a los
testigos de ayer y de hoy. La Iglesia no es Cristo y Cristo no es la
Iglesia, pero pretender separarlos lleva a olvidar exactamente lo que
hay que recordar. Esto es, que la fe de la Iglesia "en" Cristo se
funde con la fe "de" Jesús, imposibilitándonos conocer esta sin
aquella.


Pero hay más.
La fe cristiana en sí misma es una realidad histórica: la Iglesia ha
creído en Cristo a lo largo de los siglos. La modalidad de la fe
cristiana admite innumerables versiones correspondientes a épocas y
culturas muy distintas. Es tal la imbricación histórica entre la fe
de unos cristianos y otros, que se trasmiten el Evangelio y lo
reciben ad modum recipientis, que cualquier intento por fijar
el concepto de la fe en las categorías de un tiempo y lugar
determinado resulta arbitrario. La fe, que no puede darse sino
inculturada, que en ruptura total con una cultura se hace
ininteligible, bien puede verificarse en culturas muy variadas (7).


Bien
podría decirse que entre fe, libertad e historia se da una relación
triangular necesaria. La fe, antes de plasmarse en un credo (fides quae), constituye una decisión, una opción, un abandono y una obediencia libre a Cristo y al Padre (fides qua), en
respuesta al llamado de Dios a confiar en Él porque en el pasado dio
pruebas de confiabilidad y también en el futuro cumplirá su palabra.
La historia es inherente a la fe porque la libertad opta por Dios
cuando tiene "memoria" cultural-mente acumulada de la fidelidad de
Dios y porque se orienta por una "promesa" divina que la sostiene,
sea para crear un mundo distinto, sea para soportar aquellos
sufrimientos que inclinan a pensar que no hay historia sino
fatalidad. La fe supone una historia, la experiencia temporal de un
Dios que, porque ama, libera al hombre para que, con su creatividad,
comience otra vez la historia y la enderece hacia su fin. Sin
historia no hay fe. Sin fe no hay historia. En ambos casos la
libertad movida por el amor conecta a una con otra, precaviéndolas
del pesimismo y de las esclavitudes con que normalmente se conjura el
riesgo de la misma libertad.


Tal
es el carácter histórico de la fe cristiana que lo que ha
salvaguardado el dogma de la Iglesia ha sido la historicidad de
Jesucristo. Se critica a la fórmula del concilio de Calcedonia (451)
que no da razón de las vicisitudes humanas de Jesús de Nazaret, de su
predicación del reino de Dios, etc., pero esta crítica está descaminada
porque no pondera lo que entonces estaba en juego y que constituye
la garantía ulterior de lo que se exige. A saber, que el Hijo de Dios
ha asumido perfectamente la humanidad con todo lo que ella implica,
incluida la incertidumbre de avanzar por la vida bajo el régimen del
discernimiento de la voluntad de Dios. De aquí que la fe en Cristo es
la fe en un ser histórico, no en "algo" imperecedero, sino en
"alguien" que ha debido actuar y decidir humanamente, como lo
especificó posteriormente el Concilio de Constantinopla III (680). El
dogma cristiano ha custodiado la historia de Dios con el hombre que,
llegada la plenitud de los tiempos, se tradujo en la prueba máxima
de la fidelidad de Dios y la mejor expresión de la fe en Dios de un
israelita.


La fe cristiana, por cierto, constituye una realidad antropológica que encuentra paralelos en otras culturas (8).
Su concepto puede ser elucidado filosóficamente. El trabajo
filosófico por mostrar la razonabilidad de la fe, prepara el terreno
para entender la revelación y probar que ella engasta en lo más hondo
de nuestra humanidad. Fe y razón, cuando el concepto de ambas
respeta su índole específica, cuando compatibilizan en una sola
lógica que hace necesaria una para la otra, pueden juntas hacer
frente al pesimismo que generan los innumerables males que nos
aquejan.


Y, sin embargo,
aunque la fe cristiana tenga una estructura racionalmente
comprensible y sea posible, por tanto, hallar su semejanza con otros
modos de "confiar", ella es única en su especie (9).
Que la fe sea fe en Cristo, tipifica y modula el acto de creer. En
este caso nada puede producir más vértigo que pensar que esta sea fe
en un "hombre" que, después de predicar la fe plena en el reino de
Dios y de haber sido asesinado por ello, se le cree resucitado y uno
con Dios. En otras palabras, lo que la filosofía no captará en un
hombre común y corriente, la fe lo proclamará como lo más suyo, no
como fe en Dios en general, mas como fe en el Verbo encarnado. La
historia judeocristiana es tan interior a la fe, que sin ella no es
posible controlar lo que se entiende por fe cristiana. Al margen de la
historia de Jesús de Nazaret, la fe antropológica puede configurarse
de mil maneras distintas y la fe cristiana podría seguir todos los
cursos posibles.


En
América Latina se levantan voces en nombre de una fe eminentemente
histórica. De la recuperación de los relatos que nos hablan de Jesús
de Nazaret depende la fe actual de la Iglesia en un Cristo liberador.
En esta clave hermenéutica se defiende una lectura "interesada" de
los textos de la Escritura, a modo semejante de la que hicieron los
hagiógrafos y comunidades cristianas primitivas por otros motivos
también históricos. Los teólogos de la liberación declaran cuál es el
motivo actual de su teología como quien pone las cartas sobre la
mesa, porque la índole histórica de la fe de la Iglesia exige que los
relatos del pasado originen nuevos relatos cristianos liberadores. Por
el contrario, el empeño institucional o devoto por restar a la fe de
la Iglesia su raigambre histórica constituye para la teología de la
liberación una auténtica traición al credo original. Traición preñada
de consecuencias nefastas para los pobres.


Dos
son fundamentalmente los reclamos de la teología de la liberación
sobre el punto. Ya en los primeros años Gustavo Gutiérrez lamentaba
el dualismo de una teología incapaz de pensar la acción de Dios en la
historia. Gustavo Gutiérrez ha resaltado la importancia de la unidad
de la historia en contra de la teología que, por destacar la
salvación ultramundana, termina por desvalorizar la historia profana (10).
Este planteamiento, sin necesariamente querérselo, perjudica a los
pobres. En contrario Gutiérrez reclama que hay una sola historia, la
de Dios y la del hombre, en la que es posible distinguir la salvación
de Dios como salvación en este mundo y de este mundo. Precisamente
esta visión de la historia es la que ha hecho posible concebir la
salvación como "liberación".


Por
nuestra parte podemos agregar que una Iglesia que encara al mundo
como una realidad profana de la que ella, por considerarse sagrada,
no forma parte, impide a la misma Iglesia reconocer al Verbo
encarnado y la inhabilita, porque la desautoriza para proclamar el
Evangelio como auténtica buena noticia. Una Iglesia inconsciente del
mundo del que forma parte, que exige del mundo una conversión de la que
ella se cree eximida, no puede llevar a Cristo. Si el Hijo de Dios se
ha hecho hombre para salvar a la humanidad, la Iglesia hace
inteligible este misterio no pareciendo más sagrada que profana, sino
auscultando en su propia humanidad, en su mundanidad e incluso en su
pecado, la acción escatológica del Creador que salva al mundo por
amor.


El otro de los
reclamos dice relación con las críticas reiteradas que algunos
autores han hecho del uso ideológico de la religión y de la teología.
La teología de la liberación ha hecho suya la posibilidad moderna de
sospechar de la propia Iglesia. Es así que los teólogos de la
liberación no solo han confesado sus intereses liberacionistas, sino
que han procurado cumplirlos mediante una crítica de la función
ideológica que la religiosidad latinoamericana y la institucionalidad
eclesiástica han jugado en contra de los pobres. Jon Sobrino reprocha
a la Iglesia latinoamericana haber predicado a un "Cristo sin Jesús",
que sería la fragua de una serie de imágenes alienantes de Jesucristo
(11).
Se dirá, no sin algo de razón, que es esta una mirada sociológica
reduccionista de la Iglesia, que olvida el respeto que merece su
carácter sobrenatural. Pero una vez que se ha recuperado la índole
histórica de la Iglesia -como arriba se ha dicho- se ha hecho
inevitable analizar sus relaciones con las otras instituciones y fuerzas
sociales, y evaluar su contribución a la liberación de los pobres o a
su sometimiento. En este sentido la sacralidad de Iglesia ya no
podrá nunca más blindarla a las críticas seculares. La liberación de
los pobres, en este caso, hace las veces de criterio clave de la
verificación de la salvación, y podríamos agregar, de la santidad
cristiana. Y, a propósito del acceso a Jesús buscado, la "Iglesia de
los pobres" contribuye a esta liberación y, mediante la repetición de
la praxis liberadora de Jesús de Nazaret, al conocimiento del mismo
Jesús. Los pobres tienen un modo particular de creer que enriquece la
comprensión de Cristo de la Iglesia. Afirma Sobrino: "Por ser los
privilegiados de Dios y por la diferencia con la fe de los no pobres,
los pobres cuestionan dentro de la comunidad la fe cristológica y le
ofrecen su dirección fundamental" (12).


De
la otra parte del mundo, Aloysious Pieris confirma la importancia
que tiene la eclesiología para la cristología. En Asia, un continente
en que los cristianos suman solo un 3% de la población, el teólogo
cingalés posterga el desarrollo de una cristología asiática hasta que
no haya allí una Iglesia pobre y auténticamente asiática (13).


En
fin, no cualquier modo de creer de los cristianos constituye un
principio de acceso a Jesucristo. Hay realizaciones eclesiales que
derechamente lo impiden. En la perspectiva de la justicia debida a
los pobres y las víctimas del pecado o de un sufrimiento que hunde
sus raíces en el más oscuro de los misterios, la Iglesia contribuye a
su liberación, no aporta nada o suma su influjo al de los poderosos
que los oprimen.




2. LA FE DE JESÚS EN DIOS
   
a) De la fe antropológica a la fe teológica
La
pregunta por qué la Iglesia creyó que Jesús era el Hijo, esconde
otra aún más fundamental: ¿por qué la Iglesia creyó en un "hombre"?
Creer en Dios es lo propio de la fe religiosa. Creer en un hombre es
posible en términos muy limitados. Por tanto, que un hombre merezca
fe religiosa es, en principio, demencial. La Iglesia no ha podido ser
más audaz al poner las cosas al límite de la racionalidad, cuando ha
proclamado su fe en un hombre que, como todo hombre, es incapaz de
asegurar por sí mismo el cumplimiento de su palabra. Porque, ¿cómo
puede responder por sus promesas alguien que no puede responder por su
vida? La muerte se lo lleva todo.


Pero
hay todavía otra pregunta que lleva las cosas al extremo: ¿por qué
la Iglesia creyó en un "crucificado"? No en un muerto más, sino en un
condenado a muerte. Afirmar que, en realidad, ha creído en un
resucitado elude algo decisivo. Porque la fe en el resucitado solo
tiene sentido para la Iglesia cuando se afirma su identidad con el
crucificado. Desde un punto de vista filosófico la pregunta por la
resurrección excede el campo antropológico y, si algo se puede
indagar de ella, solo en el hecho de la muerte de Jesús en cruz puede
encontrar algún pie de apoyo, y siempre que la fe en un crucificado
tenga alguna racionalidad.


Fe en un hombre

La
fe en el hombre Jesús supone como condición indispensable que sea
posible creer "en" un hombre. Sin mordiente antropológica la fe en
Jesús carecería de sentido. Y como todo lo que filosóficamente carece
de sentido, si se lo levanta como paradigma de lo humano, lleva a
las penosas consecuencias que se siguen de cualquier apuesta por la
irracionalidad. En otras palabras, la "fe humana" -por llamarla de
algún modo- ilumina la credibilidad de Jesús. Sin ella, la fe
religiosa en Jesús es ininteligible, pero no inocua.


La
credibilidad humana, a su vez, se articula bajo dos respectos
íntimamente vinculados. Los hombres creemos en "algo" y también
creemos a "alguien". Ninguno de nosotros podría comprobar por sí
mismo que la inmensa mayoría de saberes sobre los que descansa la
vida es verdadera o falsa. Son muy pocas las cosas sobre las cuales
podemos decir que tenemos una comprobación personal. Todos nosotros
descansamos sobre los conocimientos milenarios, las ideas, la
sabiduría que la humanidad ha adquirido fatigosamente por sucesivas
generaciones para elevar sus condiciones de vida. Por lo demás, si la
verdad tiene una dimensión histórica en el amplio campo de aquello
que no es apodíctico, ocurre que ese "algo" que creemos verdadero es
susceptible de verificación. El conocimiento se incrementa por la
superación de la ignorancia o el error. De aquí que sea aún más
complejo pensar que cada uno de nosotros sabe "algo" por sí mismo. Si
"algo" sabe, en otras palabras, si tiene la verdad, la tiene en la
medida que la historicidad de la humanidad se lo concede. Por tanto
-siempre en el plano filosófico-, no podemos otorgar a la enseñanza
de Jesús un grado de verdad que no cumpla con estas características.
Pretenderlo, en realidad, nos pone del lado del engaño voluntario o
incauto, lo que es especialmente grave cuando se avalan estos
procedimientos en el nombre de Dios. "Algo" sabemos, sin duda, aunque
sea nuestra propia ignorancia. Sabemos que ignoramos, pero también
que podemos aprender. La sensatez humana fundamental nos permite
"creer" en la verdad aunque sea con esta precariedad suya, la cual,
paradójicamente, constituye una riqueza en cuanto cura de la hybris del conocimiento y de las mejores ideas de la humanidad.


Pero,
en definitiva, la fe antropológica en "algo" descansa en la fe en
"alguien". Necesitamos confiar en personas. No nos basta con estar en
la verdad (distinta del error), pues la humanidad requiere ante todo
una articulación moral, una verdad moral o personalmente sustentable
(distinta de la mentira). "Alguien" nos puede engañar sin quererlo.
Ha sucedido y seguirá ocurriendo, en el sentido antes dicho: pasamos
continuamente de la ignorancia al conocimiento. Por cierto, la falta
de verdad en este plano tiene consecuencias negativas. Pero la falta
de verdad moral tiene un efecto devastador para las relaciones de las
que depende la felicidad humana. Una sociedad insegura, desde este
punto de vista, es una sociedad en peligro de desintegración. Incluso
las agrupaciones mañosas prosperan en base a férreos códigos de honor.
Se podrá decir que también otros factores pueden amenazar la
convivencia humana, y no solo aquellos en que no se puede confiar en
los demás. Las pestes diezmaron la población europea. Otras
enfermedades hicieron algo parecido con las etnias latinoamericanas.
Pero, en búsqueda del tipo de verdad que el hombre Jesús representa,
si "algo" dice él de Dios vale en tanto Jesús es "alguien" que merece
fe humana. En otras palabras, en la persona de Jesús, en su
condición de hombre veraz y no por otro título, descansa la veracidad
de su enseñanza sobre Dios. Que él sea el Hijo de Dios y que por
esta razón merezca ser creído, no tendría el más mínimo valor si los
que así lo confesaran no aceptaran la radicalidad de su historicidad,
su discernimiento de la voz del Espíritu con los criterios de sus
antepasados acerca de "qué" y "quién" es Dios para su pueblo.


Desde
un punto de vista antropológico, es admisible que Dios represente
ese "algo" que, en última instancia, es "alguien" que cumple su
palabra. "Dios" puede ser la cifra de la "fidelidad personal"
(aquella piedra angular de la convivencia humana). Y, también en
perspectiva filosófica, Jesús, como "Palabra de Dios", puede
simbolizar la idea reguladora de una verdad que se cumplirá en el
futuro en la medida que los hombres, en el presente y confiados en la
veracidad de sus testigos, se comprometan unos con otros en el
camino de la vida y respalden sus palabras con sus cuerpos. Por otra
parte, no es filosóficamente admisible que la fe en Dios sea
conocimiento sin ser fe en sentido estricto; que se crea que Dios es
así o asá, sin creerle primariamente a Él en cuanto sujeto de crédito
y de obediencia. Tampoco podría tener valor antropológico que la
Iglesia pretenda conservar la fe "en" Jesús sin necesidad de
recuperar la fe "de" Jesús. Tal pretensión tendría evidentes visos de
inhumanidad. Entre la fe en Dios ("alguien") y el credo de la
Iglesia ("algo"), la fe antropológica y teológica de Jesús constituye
la bisagra fundamental.


La
figura de Jesús como hipótesis de la perfección de la fidelidad
humana, falla en la medida que hacemos de ella meramente "algo"
desprovisto de interioridad. En virtud de la Encarnación del Hijo
descubrimos que la palabra humana tiene valor de Palabra divina. La
razón exige que así sea, de lo contrario la historia carecería de
consistencia y la fidelidad humana no tendría importancia alguna.
¿Qué sentido pudiera tener creer a Dios si no creemos a los hombres?
Ello nos sacaría de la vida. Nos llevaría incluso a desconfiar de los
demás. Sin embargo, la racionalidad de la fe en Dios tropieza cuando
imaginamos que podemos calcular o regir la actuación humana a partir
de un código hipotético, al modo de una norma ética que, por ejemplo,
ha de aplicarse sin más, sin necesidad de interpretación y
discernimiento. El racionalismo, en el plano teológico, capta la
forma de la Encarnación (la identificación de Dios con el hombre),
pero vacía su contenido (el amor inconmensurable de Dios por el
hombre). Por el contrario, la ortodoxia señala que en el Hijo
encarnado recuperamos la racionalidad de la historia, pero corregimos
la tendencia a medir la fidelidad divina con la vara de la fidelidad
humana. En Jesús hallamos también, y sobre todo, la novedad de la
fidelidad de Dios con un hombre finito e incapaz de cumplir por sí
solo sus promesas.


La fe
en Cristo engasta en la fe humana de Jesús. Esta le otorga
inteligibilidad. Le evita el curso del fideísmo. Pero, por otra
parte, la revelación de la fidelidad de Dios en Jesús nos habla de
una fidelidad que no es de este mundo, de un amor que excede los
cálculos de la fidelidad humana. El racionalismo teológico en esta
materia, hacer de Jesús la cifra racional de la fidelidad humana, lleva
a exigir fidelidades que pueden ser tan extremas como inhumanas. En
última instancia solo Dios puede exigir al hombre fe total. Pero no
simplemente el Dios de la razón, sino el Padre amoroso de Jesucristo.


Fe en un crucificado

La
fe de la Iglesia en el hombre Jesús -principio de inserción y de
corrección de la fe de la Iglesia en el Hijo de Dios-, alcanza su
máxima radicalidad cuando nos exige creer en un crucificado. Por
tanto cabe también preguntarse hasta dónde sea humanamente posible
creer en un crucificado.


En
la perspectiva de los triunfadores, esta es, en la óptica de
aquellos que apuestan a ganar a los demás, creer en un crucificado
constituye el absurdo en sí mismo. Pero no hay que pasar muy rápido
sobre este hecho. Se trata de la lógica que regula el mundo con una
fuerza casi incontrastable. Nadie se sustrae completamente a ella. No
es necesario llamarla "pecado" para percatarse de sus efectos
devastadores. También los no creyentes la reconocen y son sus víctimas.
Tal es el poder de la lógica del triunfo de los ganadores, que ella
exige de la conciencia colectiva un reconocimiento exclusivo. Esta es
la lógica, no hay otra. Ningún ejemplo la caracteriza mejor que el
del capitalismo, con sus promesas de progreso y su concentración de
la riqueza.


He aquí otro
motivo para sospechar de la mera fe antropológica. El capitalismo
funciona sobre la base de la confianza. Si no fuera posible creer en
los demás, sin canales jurídicos que encaucen los negocios y los
contratos como lo hacen los códigos civiles, el mercado no podría
asignar adecuadamente los recursos. El capitalismo reclama confianza
como condición de racionalidad sine qua non de las operaciones
comerciales. Cuando además recibe una sanción teológica, es capaz de
casi todo. Solo sus "crucificados" pueden enfrentarlo.


Lo
pueden, porque también es un dato antropológico que los
"crucificados" tienen una razón de ser. Los vencedores dirán que esta
se reduce a hacer funcionar el sistema, lo que equivale a negarles
su razón personal de ser. La razón de ser de los "crucificados",
empero, no es teológica. La ética se sostiene en sus propios pies. La
fundamentación religiosa de la ética no excluye que, racionalmente,
podamos concluir que los pobres tienen una lógica que puede ser
reconocida por pobres y ricos, poderosos e impotentes. La
fundamentación religiosa tampoco está exenta, ya se ha visto, de
argumentar racionalmente. Más aún, está obligada a asumir la razón de
ser del dolor de las víctimas si quiere ser absuelta en el tribunal
de la historia.


Las
víctimas, los perdedores y los ajusticiados injustamente tienen una
razón de ser aunque solo se evidencie como un grito contra la
injusticia. En última instancia, de este grito depende que el hombre
no pueda ser reducido a "algo". La humanidad depende del grito de
"alguien". Alguien que reclama por el predominio de la lógica
interpersonal sobre la lógica de los sistemas y subsistemas que, no
por ser impersonales son innecesarios, pero que de suyo no saben
hacia dónde conducir a la humanidad porque carecen de libertad.


El
grito de Jesús es el grito de "alguien" en contra de pragmatismos
tan sensatos y eficaces como el de Caifas que aconsejaba eliminar a
uno por el bien de la nación (14).
El cristianismo no es cristianismo si no acoge el grito histórico de
los excluidos o eliminados por razones superiores. El grito de Jesús
representa el grito de la humanidad contra la lógica implacable de
los sistemas, las instituciones y las cosas que amenaza y destruye
personas, su dignidad y su libertad.


El
grito de Jesús es único porque en la cruz Jesús, en contra de la
lógica de la justicia mecánica, perdona incondicional y
gratuitamente. Pero esto, que solo un hombre como Jesús ha podido
realizar, halla su racionalidad en la solidaridad del crucificado con
las víctimas inocentes que antes y después lo han tenido a él como
el representante de su grito inocente. Hay también otra lógica, la de
las víctimas. Sin ella, la lógica del empeño, de la eficiencia y del
triunfo de la humanidad sobre su finitud galopa sin freno sobre los
cadáveres. La resurrección de Jesús, si alguna lógica puede tener un
dato teológico, no puede sino constituir la confirmación de que Jesús
no creyó en Dios en vano, es decir, que su grito de hombre y de
víctima fue escuchado. Y que la realidad, si alguna racionalidad
tiene, es mejor conocida a partir de los pobres.


Porque
la otra alternativa, exactamente la contraria, es la del fideísmo.
El peligro que acosa a todas las prisas por exaltar el valor de la
cruz de Jesús, consiste en restar simplemente valor a la pasión
humana tanto por elevar las condiciones de vida como por soportar las
injusticias de esta empresa. La cruz del hombre Jesús no tiene
ningún valor independientemente de la pasión de la humanidad. Sin
perjuicio de su gratuidad, la cruz del Hijo de Dios carecería por
completo de sentido si a través de ella se consiguiera una salvación que
no fuera liberación intrahistórica del pecado y, al mismo tiempo,
comienzo nuevo del empeño humano por una vida mejor.


Pero
el fideísmo niega indistintamente valor tanto a la racionalidad
humana como al reclamo de las víctimas. La cruz en este sentido se
eleva como un misterio de salvación por sí mismo. Al modo de los
anselmianismos, el fideísmo acaba por restar importancia a la
predicación de Jesús de un reino de Dios a los pobres, para otorgársela
exclusivamente a un hombre que, por ser divino, ha podido morir para
merecer por los demás (15).
La salvación no es solo redención del pecado. Es también plenitud de
una creación que solo la creatividad humana, purificada de su hybris, puede
alcanzar. El fideísmo, en definitiva, opone a la lógica racional la
lógica de la fe escondida en la cruz de Cristo como un misterio tan
impenetrable que la pasión de las víctimas no puede siquiera ser
llamada injusta. Y, como todo puritanismo, el fideísmo deja que la
historia siga indiferente su curso, sin preocuparse de las
mediaciones racionales que en alguna medida pueden achicar el dolor y
la injusticia que padecen los pobres. Una fe tan pura conspira contra
la suerte de los pobres con una insensibilidad parecida a la del
racionalismo que les ofrece un progreso futuro a costa de un presente
miserable.




b) La fe en virtud de la misión e identidad del Hijo
La
fe en el hombre, la fe antropológica, es necesaria para mediar la
acción creadora de Dios. Pero si la fe en el hombre es simplemente
identificada con la fe en Dios, el hombre padecerá las consecuencias.
Juan Pablo II denunciaba esta posibilidad al inicio de su
pontificado, recordándonos que la obra del hombre se había vuelto
contra el mismo hombre (Redentor Hominis, 15-16). La fe en los
crucificados, aunque también constituye una modalidad de fe
antropológica, rescata la razón de ser de aquellos que han sido
despojados de su valer personal. Y, sin embargo, ella tampoco es
suficiente. También ella puede deformar al hombre. La fe
antropológica que afirma que los crucificados alguna razón tienen,
que merecen justicia, corre el riesgo de mistificar a las víctimas y,
por otra parte, puede sabotear los esfuerzos racionales por sacarlas
de su condición. La protesta contra la injusticia no basta para
superarla. Se entiende que a veces las obras de la razón no logran
sustentar la fe en el hombre. Pero si la fe de los crucificados no
coopera con la acción racional que procura liberarlos de la cruz,
puede conducir al fideísmo que promete a las víctimas una justicia
para la otra vida, pero no para esta.


Esta
dialéctica es inherente al misterio de Cristo. Su reino es y no es
de este mundo. La exegesis descubre rasgos apocalípticos en la
personalidad de Jesús, pero también la recomendación de Jesús de un
modo de organizar la convivencia humana como si la historia aún no
fuera a acabarse.


Desde
un punto de vista histórico y especulativo, es posible descubrir que
la cristología oscila entre la identidad personal de Jesús y su
misión escatológica de mediador del reino. El reino de Dios es la
única respuesta racional a la demanda de los crucificados, pero en
última instancia este reino consiste en creer en el hombre crucificado
que creyó en el Dios del reino y por eso fue resucitado. A saber, el
Hijo de Dios encarnado, la cura precisa del racionalismo y del
fideísmo.


Las razones de Jesús para no creer

La
misión de Jesús consistente en el reino de Dios, nos revela su
identidad y su interioridad. Y, viceversa, el acceso a su
interioridad e identidad -posible en virtud de las huellas evangélicas
y de la experiencia espiritual de la Iglesia- nos permite comprender
mejor el reino que constituye la misión de Jesús.


El
caso es que la misión de Jesús sería para nosotros ininteligible si
no se tuviera en cuenta lo dicho arriba acerca de la dimensión
antropológica de la fe y, en concreto, si no se indagara en las
razones que el hombre Jesús ha podido tener para "no creer" en Dios.
La misión, en sentido estricto, es el envío que el Padre hace de su
Hijo a liberar, en primer lugar, a quienes más necesitan de Dios; a
aquellos que solo en Dios podrían confiar, pero que en lo inmediato
tienen razones para pensar que Dios los ha abandonado, porque tampoco
El ha intervenido cuando ellos no han podido ya confiar en nada ni en
nadie. Si la misión de Jesús resuena interiormente en él como una
respuesta del Padre a una necesidad propia suya y apropiada por Jesús
solidariamente -condición antropológica de una Encarnación coherente
con el concilio de Calcedonia-, cabe preguntarse: ¿cuáles han sido
las razones de Jesús para "no creer"? Pues bien, las razones para no
creer del salvador escatológico han de ser las mismas de su propio
pueblo (que, a la vez, representa las razones de todos los pueblos de
la tierra). Sería un anacronismo pensar que los israelitas de
entonces oscilaban entre el ateísmo y la fe en Dios. El ateísmo es un
fenómeno moderno. Pero la desconfianza en Dios es antigua y se
recicla.


Conviene hacer
algo de historia. En tiempos de Jesús la confianza en Dios se había
debilitado. Se había fortalecido, en cambio, la ilusión de que algún
poder se impusiera a quienes oprimían a Israel. Los romanos
predominaban en toda la región. Se afirmaba la causa revolucionaria
de los zelotas. Y además de las opresiones y miserias sociales, las
mayorías ignorantes debían soportar las interpretaciones farisaicas
de la Tora y los impuestos de los sacerdotes del Templo que agobiaban
sus vidas. Estas razones para "no creer" en Dios, ha debido
llevarlas Jesús en el corazón: la desesperanza, la humillación, la
vergüenza y el dolor de Israel, la tragedia de los pobres, sus
enfermedades, sus estigmas, sus traumas y en particular el hado de
los inocentes del abuso del poder político y religioso. El mal del
mundo que ha acompañado a la humanidad desde siempre, su capacidad
para oscurecer el horizonte, atormentó a Israel y ha debido
atormentar también a Jesús. Jesús -por decirlo así- representó a
Israel en la batalla contra el sufrimiento de su época, padeciendo
interiormente la fuerza amenazadora de los poderosos y resistiendo esta
capacidad del mal de aterrar a los impotentes y enrolarlos otra vez
en el encubrimiento del daño que ellos mismos padecen. Han debido ser
estas razones para no creer de Jesús, ni en los hombres ni en Dios,
las que nutrieron las tentaciones de que nos habla el Nuevo
Testamento.


Así Jesús ha
podido adquirir la representatividad para anunciar el reino de Dios:
en nombre de los abandonados, de los huérfanos de Dios, no de otro
modo; queriendo ser pastor de un pueblo que merecía misericordia
porque parecía no tener pastor que lo cuidara y lo condujera. Jesús
despertó las expectativas mesiánicas de Israel y facilitó el
reconocimiento como Mesías de los discípulos después de su muerte,
haciendo suya la suerte de los pobres hasta las últimas
consecuencias. La estrecha solidaridad de Jesús con las víctimas
inocentes, no algún título "divino", ha podido acreditarlo para
animar a los israelitas a no desesperar de Dios.


Los
evangelios han caracterizado a Jesús por su "autoridad". A
diferencia de los maestros de la Ley y fariseos que enseñaban al
pueblo pero sin hacer suya la real necesidad del pueblo de ser
enseñado, Jesús lo hizo con autenticidad. El enseñó como alguien que
comparte el desgarro de un sufrimiento que parecía no tener fin, lo
hizo misericordiosamente y bebiendo el cáliz de ese padecer que hace
que el ser humano se rebele contra las explicaciones racionales del
mal y los predicadores dispuestos a salvar la doctrina antes que a
las personas. A Jesús la autoridad se la reconocieron las víctimas de
una sociedad injusta e insensible. No las autoridades religiosas de
Israel y tampoco el procurador romano. Los sacerdotes, a los que
disputó esta autoridad, lo eliminaron.


La
autoridad de Hijo propia de Jesús la reconoció la Iglesia naciente, a
quien vio morir gritando "Dios mío por qué me has abandonado". A
Jesús, desautorizado en la cruz, "huérfano" entre los huérfanos de
Dios, la Iglesia, que con la resurrección experimentó la salvación
como fraternidad, lo confesó como "Hijo" (16).
Si la autoridad le fue dada a Jesús de lo alto en virtud de su
filiación divina, ella no se manifestó en su tiempo como un poder
extra para impermeabilizarse a las debilidades de la carne e
imponerse a los demás en virtud de una supuesta omnipotencia y
omnisciencia. Una tal autoridad lo habría inhabilitado para
representar a los que tenían razones para no creer. Y, peor aún,
habría convertido a Jesús en otra amenaza más a su libertad.


Los
discípulos que sabían de orfandad y que vieron a Jesús abandonado
del Padre, una vez que fue rehabilitado por Él y habiendo ellos
mismos experimentado al resucitado como filiación y fraternidad,
reconocieron su identidad de Hijo y la autoridad que en nombre de su
Padre tenía. También le llamaron Señor, pero no por predominar sobre
los demás con majestuosidad divina, sino por hacerlo como siervo
humilde de Dios y de los hombres.


Las razones de Jesús para creer

El
reino de Dios anunciado a los pobres, la misión de Jesús, ha tenido
un fundamento interior. A saber, el amor de Dios por los pobres
experimentado por Jesús como amor filial por él mismo. Jesús es el
Hijo, y también podríamos llamarlo "el Pobre" (2 Cor 8, 9; Fil 2,
7-8). No es posible separar en Jesús misión e identidad sin llevar
las cosas a extremos espirituales y morales perniciosos. El acento
unilateral de la cristología en la persona de Jesús, con olvido de su
proyecto histórico, conduce al intimismo y al fideísmo que se
desentienden de la salvación del mundo que sufre. Por el contrario,
la preocupación de la cristología por destacar la importancia
soteriológica del reinado de Dios en favor de las víctimas de una
sociedad injusta, cuando ha ido aparejada de una desatención a la
persona del Hijo y del talante personal de la salvación, ha llevado a
traducir el cristianismo en un "socialismo" y en un racionalismo
deshumanizante también para los pobres (17).


Jesús
tuvo razones para "no creer". Fue autorizado para anunciar el reino
de Dios como fundamento de la fe al hacer suyas las razones de su
pueblo para desconfiar de Dios "impotente" ante sus males (cf. Hb 4,
15 y 5, 7-10). Por haber creído Jesús en su Padre a pesar del fracaso
de su nación y venciendo las tentaciones mesiánicas, pudo anunciar
el Evangelio con autoridad. Porque padeció el pecado hasta su
consecuencia última de muerte, Jesús pudo anunciar a Israel una "buena
noticia" y constituirse él mismo en la mejor de las noticias de parte
de Dios. Así la salvación, amén de respetuosa con sus beneficiarios,
exenta de paternalismos, ha sido efectiva y en definitiva se ha
jugado en un encuentro entre personas, esto es, con Jesús y entre los
hombres.


Jesús tuvo las
mismas razones de su pueblo para no creer, pero creyó y no pudo ser
de otro modo. Independientemente de los resultados de la exegesis,
que parece inclinarse a interpretar los textos polémicos en la línea
de una fe subjetiva de Jesús, las indicaciones dogmáticas de los
concilios ecuménicos de Calcedonia, Constantinopla II y
Constantinopla III nos orientan en esta dirección (18). La teología del siglo XX lo afirma prácticamente con unanimidad (19).
Por cierto adentrarse en el alma de Jesús, además de carecerse de
datos objetivos suficientes, no podrá nunca hacerse sin reconocer que
se trata del misterio por excelencia. Sin embargo, dentro de estos
límites es posible inferir que Jesús ha sido el creyente por
antonomasia. Si no fuera posible hablar de la interioridad de Jesús
ni siquiera de un modo hipotético -modalidad que aquí asumimos-,
adoleceríamos de una suerte de apolina-rismo. Jesús no es una especie
de marioneta del Logos. De acuerdo al principio de los padres según
el cual "lo no asumido no es salvado", grave sería callar sobre el
alma de Cristo porque equivaldría a renunciar a la espiritualidad
cristiana. Es preciso incursionar en su interioridad aunque sea al modo
de la teología negativa (20).
Pues si no recuperamos la interioridad de Jesús, su orientación
"espiritual" al Padre -esto es, de acuerdo al Espíritu Santo-, nos
convertiríamos en esclavos de sus palabras y acciones, en repetidores
y no seguidores suyos dotados del don espiritual de la fe e
intérpretes de su voz.


Se
ha dicho que en virtud de la "visión beatífica" que Jesús ha tenido
de Dios en el curso de su vida terrena, él no habría tenido fe, sino
conocimiento perfecto de Dios, de sí mismo y de su misión (21).
Autores como K. Rahner han preferido hablar de "visión inmediata"
del Padre para articular este conocimiento que Jesús no ha podido no
tener, y a lo largo de toda su vida, con la índole histórica del
progreso del aprendizaje humano (22).
En este artículo no se ha querido entrar de lleno en esta discusión.
Aquí basta con tener presentes los límites dentro de los cuales es
posible explicar este asunto. Estos son, que Jesús llegó a saber de
un modo progresivo lo que él conoció de un modo absoluto desde el
momento de la Encarnación: todo lo necesario para nuestra salvación.
Lo que no puede discutirse es que la Encarnación se verifica en una
auténtica kenosis; que la humanidad plena del Hijo es
condición de posibilidad de una salvación que excluye radicalmente el
extrincesismo que reciclaría el régimen de esclavitud religiosa del
que Jesús quiso liberarnos.


¿Tuvo
Jesús razones para creer en Dios? Sí, Dios mismo. No cualquier Dios,
por cierto, sino aquel Padre que toma en serio las razones del Hijo
para "no creer". Pero Jesús no ha tenido propiamente "razones" para
creer en su Padre, sino una experiencia de su Padre en el Espíritu.
Su fe constituye la experiencia espiritual de Dios por excelencia. Él
se ha convertido en nuestro camino, porque él hizo el camino bajo la
guía del Espíritu de amor y de discernimiento. En realidad nadie ha
tenido más fe que Jesús. Esta experiencia de Dios, sin embargo, para
ser plenamente humana -como en su caso lo es más que en nadie- ha
debido también ser racional.


Esto
es lo que es necesario indagar, pues de la articulación entre razón y
fe depende estrictamente la vida espiritual de los cristianos. Esta
depende de la vida espiritual de Jesús. Si esta nos fuera
irrecuperable, si la recuperáramos con perjuicio de la racionalidad
de su proyecto histórico, nos quedaríamos con un Jesús "no cristiano".
Sin embargo, a la fe de Jesús accedemos indirectamente a través de las
huellas evangélicas y eclesiales que la razón puede rastrear con la
ayuda del mismo Espíritu que en ese tiempo hizo que Jesús creyera. De
esta forma podemos hallar la estructura racional precisa de esta fe
sin la cual no sería posible precaver al cristianismo de la
irracionalidad o del racionalismo.


Solo
así entendemos que Jesús ha tenido una gran razón para creer: la
experiencia del amor de su Padre. Los cristianos, participantes en el
misterio del Hijo, rastrearon este dato fundamental de la revelación
en la experiencia que ellos mismos tuvieron de Dios: "Nosotros hemos
sabido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él" (1 Jn 4,
16). Para que este fundamento no apoye el fundamentalismo que suele
vaciar a los conceptos de su origen histórico, la dedicación de Jesús
a proclamar el reino de Dios a los pobres (las víctimas del sufrimiento
y del pecado) y a los pecadores (causantes del sufrimiento ajeno)
indica que Jesús entiende que el amor de Dios es misericordioso y
gratuito: ni pobres ni pecadores pueden dar nada equivalente a cambio
de su salvación.


Apoyados
en las señales del Nuevo Testamento, particularmente de San Pablo,
podemos inferir que el mismo Jesús ha experimentado el amor gratuito
de Dios por él como la fuente próxima de su extraordinaria libertad y
creatividad, de su capacidad para amar a los que nadie ama, para
vencer el miedo que amilana a los débiles, para padecer la fidelidad a
su vocación y para soportar la cruz. Nuevamente se hace difícil decir
una palabra acerca de cómo se articulan estos aspectos humanos en la
interioridad de la persona divina del Hijo. Pero, aunque solo sea de
un modo superficial, podemos imaginar que la libertad de Jesús, que
bajo otro respecto hemos llamado "autoridad", proviene de un amor que
lo obliga a responder con amor a un Padre que le merece confianza
total. Y, por el contrario, si el hombre de Nazaret hubiera dudado de
este amor, si hubiera tenido miedo a Dios, a su reacción o su
castigo, difícilmente habría creído en Él y, en consecuencia,
probablemente habría buscado otras seguridades para salir adelante.
¿No es la falta de fe en el amor de Dios, el miedo de no contar con
Él, lo que hace que los hombres se aprovechen unos de otros?


Las
palabras de Jesús: "No tengan miedo" son equivalentes a estas otras
suyas: "Tengan fe". Esta es su experiencia. Porque él sabe que su
Padre que lo ama lo sacará adelante aunque él no entienda exactamente
cómo, porque no tiene la más mínima duda del amor de Dios, Jesús
puede llegar a no temer a nadie ni a nada. Así, desenvolviéndose con
libertad y arrojo, seguro en su Padre, contagia a los demás aquella
valentía sin la cual no se descubre la propia identidad y misión. Por
esta vía es posible adentrarse, además, en los meandros de la
inocencia radical de Cristo. Esta no ha podido ser automática. La
unión perfecta de Jesús con su Padre en virtud del amor del Espíritu,
excluye en él el miedo al futuro que normalmente lleva a controlar la
incertidumbre de la vida, los terrores del porvenir, manipulando cosas
y personas. Jesús, sin temor a ese futuro que todo hombre ignora,
revela qué es lo humano. El pecado deshumaniza. Solo el amor
humaniza. Por Jesús sabemos que el amor desencadena la fe en el amor y
que, por el contrario, no puede haber fe, y no puede haber humanidad
plena, allí donde el amor es precario o intercambista. La falta de
fe conduce al pecado. La fe, en cambio, inicia en el hombre el
proceso de humanización en virtud de un amor libre de temor y
fundamentalmente creativo.


El
mal del mundo hace difícil creer en la bondad de Dios. El hombre que
no cree en Dios porque no sabe que Dios lo ama como amó a Jesús,
suele colaborar al mysterium iniquitatis. Una de estas
modalidades consiste en aferrarse a un Cristo que desprecia el mundo
sin más. La historia de Jesús, sin embargo, nos habla de un modo
creativo de salir al paso del sufrimiento del mundo. Esta creatividad
tiene el mismo origen que su libertad. Es un aspecto suyo. La fe de
Jesús en el amor de su Padre ha hecho de él un hombre
extraordinariamente creativo. Descubrió al Creador en su creación y
se sumó a su obra. Jesús fue un poeta, un creativo por excelencia (23).
Con su imaginación pudo inventar los gestos para liberar a enfermos y
pecadores. Con parábolas ganó a simpatizantes y contrincantes. Él no
ha venido a condenar, sino a sacar belleza incluso de las peores
circunstancias. Un hombre creativo como Jesús pudo incursionar en un
mundo amenazante sin vacilar, venciendo los miedos que lo intimidaban
para que se sometiera a la repetitividad de las tradiciones de sus
mayores. Y, por lo mismo, ha debido conocer la soledad de los
artistas.


En un hombre
creativo como Jesús, la fe y la razón se encuentran una en la otra
para colaborar con el Creador en la configuración de un mundo nuevo.
Este, sin embargo, no aparecerá sin lucha contra el mundo que oprime a
los pobres y los culpa de su miseria, pero que tampoco tiene
asegurado su éxito. Este llegará, sabemos, a través de la muerte y
resurrección de Jesús, en virtud de la obra del Padre.


La
obra de Cristo supone su pasión, pero no acaba de triunfar por la
acción de Jesús sino por la del Padre que lo saca de la muerte. La
pasión es consecuencia directa del anuncio del Evangelio del reino a
aquellos que no esperan nada sino de Dios. Ella tiene una expresión
exterior y un fundamento interior. Ella es consecuencia de la
Encarnación del Hijo en un mundo empecatado que no puede reaccionar
sino eliminando al que proclama la liberación de los marginados. Pero,
además, exige reconocer en Cristo una experiencia interior de fe en el
amor de Dios que lo sostiene hasta el final. Jesús padece la
voluntad de su Padre, no porque crea que el Padre necesita que le
crucifiquen un ser humano, a su propio Hijo, para salvar, sino porque
está convencido de que Dios ama a la creación y a la humanidad
gratuitamente y que él debe cumplir su misión evangélica anunciando a
las víctimas del mundo, y también a los victimarios, que su Padre
hará justicia sin necesidad de castigar a nadie.


Ha
sido lamentable en la historia de la teología la inversión que por
el año mil se produjo en la comprensión de la salvación cristiana.
Hasta entonces había primado la visión "descendente" de esta, propia
de los padres griegos, que enfatizaba lo que Dios hace por nosotros
en Cristo. Desde entonces, sin embargo, predominó la visión
"ascendente" que acentuó la importancia de la acción del hombre Jesús
en la obra de la salvación, subrayándose el mérito humano de acuerdo
al esquema jurídico del do ut des. B. Sesboüé ha estudiado la
"desconversión" en la comprensión de la gratuidad de la cruz
producida con Anselmo y la teoría de la satisfacción en adelante (24).
Sobre el mecanismo antropológico de la compensación y en la clave
medieval del honor del señor, la teología construyó una explicación
de la cruz de Cristo que, si en Anselmo todavía quería explicar la
misericordia de Dios, en el futuro llegará a formularse como
satisfacción penal, como castigo necesario del Padre al Hijo para la
redención de los pecados.


Una
tal explicación de la cruz, descaminada del Evangelio, ha podido
contribuir a dos monstruosidades teológicas estrechamente vinculadas.
Por una parte ha llevado a concebir al Cordero de Dios como un
animal capaz de propiciar la salvación con su mero sacrificio corporal.
Esto ha ocurrido cuando se ha olvidado que la "sangre" de Cristo
que de veras logra la salvación, es la de quien ha entregado libre y
voluntariamente su vida. La sangre de Cristo no tiene ningún valor
mitológico. Si lo único que ha importado es que Cristo sea castigado
en nuestro lugar para merecer por nosotros, bien podría prescindirse
de su predicación del amor de Dios a los pobres y de la experiencia
interior de fe del Hijo en la bondad de su Padre. ¿O acaso no es la
negación misma de la fe en Dios que alguien pueda someterse a un Dios
que castiga para compensar con su penitencia el daño causado por el
pecado? La negación de la gratuidad del amor de Dios hace imposible
la fe de Cristo, la de los pobres y la de cualquiera.


Por
otra parte, en estrecha relación con lo anterior, la comprensión
"compensatoria" de la cruz fácilmente ha podido llevar a pensar que
los pobres, y todas las víctimas del mal del mundo, merecen lo que
padecen. Jesús en la cruz, víctima de la condena a muerte más
ignominiosa, ciertamente ha hecho pensar a sus contemporáneos que él
era culpable de tal pena. Los jefes de la nación, los expertos en
Dios, lo juzgaron reo de muerte. ¿Habrán dudado sus más cercanos?
¿Habrán pensado que fue imprudente? Es probable. Ha sido muy normal
en todo tiempo imaginar que a los que les va bien en la vida, es Dios
que los bendice. Su castigo, por el contrario, parece evidente en
los desgraciados. La perversión de estas explicaciones
sacrificialistas de la cruz estriba en que, al erradicar la gratuidad
del amor salvador de Dios, en un continente como el latinoamericano,
por ejemplo, hace culpables a los inocentes y libera de culpa a los
que se ajustan a la religiosidad que mediatiza el temor de un "Dios"
que premia y que castiga. En América Latina suele decirse que "los
pobres son flojos". De las víctimas de las violaciones de los
derechos humanos se ha afirmado "algo habrán hecho". Pues bien, solo
la fe de Jesús en un Padre que no castiga, en un Dios que lo ama a él
y al mundo gratuitamente, que solo puede querer la vida de sus
criaturas, puede liberar a pobres y pecadores del estigma fatal con
que se los clasifica. Si Jesús no ha creído en la bondad de Dios, la
fe de los pobres sería una ilusión fatua.


Los
pobres no necesitan que Dios se vengue contra los "ricos" para su
liberación. La venganza arruina a los pobres, y a Dios lo desacredita
por completo. Dios no se venga. Dios no castiga. Esta conclusión
está implícita en el reino que Jesús ha proclamado a pobres y
pecadores. De ella depende la liberación de unos y otros. Ella habría
sido imposible, empero, si Jesús no hubiera experimentado el amor
gratuito del Padre por él. En el otro extremo de las posibilidades está
la explicación completamente loca que enseña que el sacrificio del
Hijo complace a Dios en orden a nuestra salvación. El sacrificio del
Hijo "ha sido necesario" (cf. Le 24, 26), por cierto, porque no
habría sido posible que Jesús asumiera las "razones para no creer" de
su pueblo sin sufrir las consecuencias de sus palabras y acciones.
Pero no ha sido Dios, sino los pecadores los que han inferido al Hijo
un castigo que, a los ojos de Dios, ni siquiera ellos merecen por
crucificarlo. A Jesús no lo asesinó su Padre y su Padre tampoco ha
consentido en ello. Lo mataron los que mantenían al pueblo en la
desconfianza mediante una religiosidad piramidal y excluyente, y los
que los oprimían política y económicamente. Dicho en otros términos,
la fe de Jesús primero fracasó y solo después triunfó sobre la "fe"
de los expertos religiosos de Israel. La fidelidad "voluntaria" del
Cordero a la voluntad del Padre, ha manifestado incluso que nada hay
más amenazante para la religiosidad compensatoria y ritualista que la
fe en Dios.


Nadie que
crea que Dios castiga puede tener fe auténtica. Si nunca hubiera
habido fe auténtica no tendríamos cómo saberlo. Pero sí la ha habido.
Este es un hecho. Lo otro una hipótesis. Jesús creyó. María le
enseñó a creer. La idea de un castigo divino ha podido impedir
teóricamente la fe de Jesús y concretamente, tantas veces, ha
impedido la fe de los cristianos. Nada ha habido más perjudicial para
la vida cristiana que reducir a Dios al mecanismo antropológico
compensatorio que obliga a articular la espiritualidad y la moral
bajo el supuesto de que seremos premiados o castigados según nuestras
obras. Los textos del Nuevo Testamento que reproducen esta
mentalidad, deben ser interpretados de acuerdo a la analogía fidei que
impide claudicar de la gratuidad de la salvación. El mismo Juicio
Final, dato escatológico inextirpable del credo de la Iglesia a
riesgo de banalizar el amor de Dios y del cual depende la esperanza
de justicia de víctimas inocentes, es preciso entenderlo en esta
clave. También el mérito católico que Trento obliga a reconocer, no
puede sino tener lugar al interior, a causa de y como condición de
verificación del amor de un Dios que no necesita sacrificios humanos
para salvar, sino que por amar gratuitamente, puede despejar a la
moral y a la espiritualidad cristiana el camino de un amor incluso
más grande que el mandado por la Ley o las autoridades eclesiales. El
mérito católico estriba en participar en el mérito del Cristo que,
con su sacrificio amoroso y gratuito, abolió todo tipo de sacrificios
humanos y de castigos. Al resucitar a Jesús, el Padre no aprueba el
sacrificio que Caifas y los demás hicieron de él, sino la entrega
voluntaria que Jesús hizo de su vida.


La
resurrección constituye el triunfo de la fe de Jesús. Dios, en ella,
rehabilita la justicia de su causa, honra su inocencia y evidencia
la iniquidad de los que lo condenaron a muerte. Jesús creyó en Dios.
Dios no lo defraudó. Jesús no pudo salvarse a sí mismo. Como un
hombre verdadero no pudo hacer más por el reino al que dedicó su
vida. A lo más pudo morir por él. Pero su reino prosperará por la
acción gratuita de su Padre. No ha sido el poder de un hombre, menos
aún la fuerza bruta, sino el amor de Dios, la fuerza del Espíritu, que
lo resucitó. Si el miedo alguna función positiva puede cumplir en la
salvación del hombre, es como advertencia del fracaso propio o ajeno.


La
fe de Jesús abrió una historia que un día Dios mismo tendrá que
cerrar. Jesús no solucionó el problema del mal ni en la teoría ni en
la práctica. Simplemente padeció los males de su tiempo y apostó a
que Dios se encargaría de ellos. Desde entonces a Dios toca cumplir
la apuesta. El grito de Jesús "Dios mío por qué me has abandonado",
es el grito de fe del representante de los hombres y mujeres que se
encomendaron a Dios y murieron sin que su oración fuera escuchada. El
grito de Jesús devuelve al mundo la esperanza. Jesús apuesta a que
algún día su Padre hará justicia, a que el mundo tiene razón de ser y
puede ser mejor. Porque Jesús rezó confiadamente a su Padre, ha
podido alentar a los que rezan. Él sabe y enseña que "Dios dará cosas
buenas a sus hijos". No serán las obras -como bien entendió San Pablo-
sino la fe que Cristo resucitado infundió a los suyos mediante el
Espíritu, la que obtendrá la respuesta favorable de Dios. La de Jesús
es rebeldía contra la fatalidad y apuesta por la libertad de Dios
para hacer "nuevas todas las cosas", precisamente cuando las
apariencias indican que Él y la fatalidad son lo uno y lo mismo. Todo
está pendiente. Dios que cumplió la apuesta de Jesús en su caso,
todavía tiene que cumplirla en el nuestro.


Es
sorprendente que el Hijo, que es uno con el Padre, haya tenido fe en
Él. Este es el misterio de una Encarnación que efectivamente se
realiza en kénosis histórica. Sorprendente ha sido también que el
Hijo haya creído en los demás. La Encarnación comprendida a cabalidad
y en el plano que aquí interesa, lleva a captar la hondura de la
realización histórica de la fe de Jesús. Bien podemos imaginar que de
la fe de Jesús en Dios, depende la recuperación de la fe de Dios en
los hombres. Jesús merece la confianza de Dios y merece la confianza de
los hombres. Jesús es el mediador de la salvación por la fe. El don
gratuito y reconciliador de Dios en Jesús a los hombres, ha hecho
posible la fe de los hombres "en" su Padre y "en" sí mismos, sin
confundir pero tampoco separar una y otra. El Espíritu que suscitó en
Jesús la confianza en el amor de Dios, guía a los cristianos a hacer
las mismas obras gratuitas de Jesús e incluso mayores. Porque las
obras no obtienen la salvación pero, cuando son gratuitas, verifican
la fe en el amor de Dios.




3. LA FE DE DIOS
Al
resucitar a Jesús, teológicamente hablando, Dios recupera la
confianza de los pobres de su pueblo y, en principio, gana la
confianza del resto sufriente de la humanidad. Al hacerlo, Dios
acredita a Jesús como el creyente por excelencia: el hombre que creyó
no fue defraudado. Pues bien, en este hombre creyente, en Jesús, creyó
la Iglesia. De aquí que la fe de la Iglesia "en" Cristo radica en
la fe "de" Jesús. Ya hemos explicado por qué razones la Iglesia pudo
creer en un hombre y en un crucificado. Que haya podido creer en un
hombre crucificado sin interioridad, constituye, en cambio, una rareza
que no tiene explicación racional alguna. Como se ha dicho más arriba,
la imagen de Jesús como el Cordero no sirve si con ello se reduce a
Cristo a un animal sacrificable. El apolinarismo abrazaría fervoroso
semejante idea, pues un hombre sin alma humana -un ser sin autonomía
para orientar su vida bajo el régimen de la fe y del discernimiento
espiritual- gozaría automáticamente de la inocencia de un cordero
cualquiera. Pero creer en un cordero rebajaría a la fe cristiana por
debajo del triunfo del monoteísmo sobre la monolatría y el
politeísmo. Y ciertamente traicionaría la confesión de Calcedonia.
Pues tampoco serviría exigir fe para el Logos, si no se reconoce
realmente que en la Encarnación el Logos asume un hombre verdadero y
no solo un cuerpo humano.


Llevadas
las cosas al plano de la interioridad, hemos inferido que la fe de
Jesús no habría sido posible sin la experiencia de ser amado por su
Padre. Y es en tal relación que descubrimos que el amor auténtico, en
vez de apoderarse de los demás, los libera, espera de ellos, cree en
ellos. Jesús ha creído en su Padre porque su Padre ha creído en él.
En el otro extremo de la relación descubrimos que es la fe de Jesús
en Dios la que hace también posible la fe de Dios en Jesús. Jesús
merece la confianza de Dios para sí y para sus hermanos. Jesús, como
representante de los que no tienen razones para creer y de los que sí
las tienen, con su fe, consigue que Dios crea en él y despeja el camino
a que Dios crea nuevamente en la humanidad. Esta es la consecuencia
última de una Encarnación que acaba en la Nueva Alianza: en virtud de
Cristo, Dios vuelve a confiar en su pueblo y mediante el don del
Espíritu lo capacita para una fidelidad que está muy por encima de
sus fuerzas (Jer 31, 31-33; Ezequiel 36, 33-36). Desde entonces se
puede decir que Dios cree en la humanidad y cree en la Iglesia.
Evidentemente que no se trata de la misma fe. Hablamos en términos
análogos. La circularidad entre la fe del hombre en Dios y la fe de
Dios en el hombre, tiene como origen el amor de Dios que pone en
movimiento el circuito de la fe. Pero, por otra parte, fe propiamente
tal es una actitud humana hacia Dios, más que un comportamiento de
Dios hacia el hombre.


Hecha
esta salvedad, analizamos a continuación qué alcances tiene para la
creación que Dios crea en ella. Adelantamos el dato teológico
fundamental: contra todo marcionismo que separa al Salvador del
Creador, la afirmación de la fe de Dios equivale a reconocer el valor
que tiene la razón humana en la tarea de llevar el mundo a la plenitud
que Dios ha querido darle (25). El asunto aquí será ver en qué consiste que Dios crea en la humanidad y en la Iglesia.




a) Dios cree en el hombre
Dios
cree en el hombre, pero no en uno cualquiera. Porque Dios ama a
todas sus criaturas, quiere que la humanidad encuentre en Cristo su
razón de ser. ¿Qué significa esto en un mundo extraño como el
latinoamericano, tradicional en buena medida, pero también en proceso
de modernización?


La
discordia entre la modernidad y la Iglesia representa bien la honda
tensión teológica subyacente. Por razones que no corresponde analizar
aquí, el conflicto de la Iglesia con la modernidad ha hecho creer
que Dios y el hombre compiten uno "contra" otro, alejándonos de la
confesión calcedónica que indica que han de competir uno "con" otro, y
que solo pueden entrar en conflicto a propósito del pecado. En otras
palabras, la modernidad no es un "pecado" de la historia humana y,
en consecuencia, los cristianos yerran cuando la condenan
indistintamente. Así la Iglesia se resta a la obra histórica de Dios.
La modernidad acarrea males, por cierto. Pero también es lamentable
que la Iglesia encare el mundo moderno como si ella no perteneciera a
este mundo. Solo a partir del dato sociológico y teológico de la
mundanidad de la Iglesia, es posible emprender un discernimiento de
la realización del hombre en tiempos de globalización de la
modernidad.


Bien podría
decirse que Dios no actúa en la Iglesia, sino en el mundo en el que
la Iglesia actúa y en el mundo en cuanto Iglesia. La Encarnación no
tiene lugar para salvar a la Iglesia, sino al mundo del cual la
Iglesia representa la salvación escatoló-gica. La modernidad expresa
en la historia de la humanidad un aspecto de Cristo que la fe
cristiana debe necesariamente reconocer como propio, esto es, la
autonomía de la razón de toda forma de heteronomía que haga del hombre
un esclavo, incapaz de pensar y labrarse un futuro por sí mismo, un
prisionero del miedo y de poderes que no reconocen su dignidad y
libertad fundamental. En este sentido fe cristiana y razón moderna no
se excluyen, se necesitan. En nuestro contexto es posible, en
consecuencia, imaginar una modernidad católica o un catolicismo
moderno (26).
La razón moderna extravía su curso cuando, cerrada sobre sí misma,
desemboca en un individualismo extremo y en la ilusión de un progreso
que banaliza los límites inherentes a la humanidad y la muerte. Pero
también la fe, desprendida de la razón moderna, conduce al mismo
individualismo, trivializando, por el contrario, la vida
contemporánea y su drama.


La
cura del divorcio de fe cristiana y razón moderna debiera darse en
la fragua de una cultura como ha podido ser la latinoamericana,
abigarrada de símbolos de vida y de muerte, diversa en sus versiones
comunitarias, pero abierta a las transformaciones propias de un mundo
que Dios no se cansa de recrear (27).
Porque es claro que cuando la modernidad olvida las raíces
culturales y religiosas que le dieron origen u opera con un concepto
mezquino de razón, pierde en definitiva su orientación humanista (28). Ocurre, por ejemplo, con las democracias reducidas a puros procedimientos, independientes de un ethos particular, que no tienen y no pueden ya ofrecer una imagen de mundo que compartir (29).
Pero la cultura cristiana tradicional, cuando se blinda a nuevas
síntesis, deja a sus pueblos al margen de la historia y del aporte
moderno. No se puede descartar que como resultado del discernimiento
que los hombres y las comunidades hacen de su destino, se estime que
la modernización constituya una amenaza radical y, por tanto, haya
que descartarla de plano. Pero tampoco se puede rechazar la cultura
moderna como amenaza per se, porque la inculturación de la fe
es una exigencia propia de un credo convencido de que Dios se ha
identificado, en principio, con todas la culturas de la humanidad.


Dios
cree en el hombre, el tradicional y el moderno. Pero lo más
sorprendente es que Dios cree en el pobre. Hasta aquí podemos decir,
en términos teológicos, que el Hijo se ha identificado con la
humanidad en general. Se lo afirma normalmente con la expresión "Dios
se ha hecho hombre". Pero el misterio de la Encarnación se verifica a
través de la predicación del Evangelio a los pobres y de la muerte
de la persona de Jesús, el Pobre, en la cruz. El Hijo de Dios se hace
pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8, 9). Dios cree
en este hombre. Cree en los hombres que no son dignos de fe, sino
sospechosos de culpabilidad. Dios reconoce como sus hijos e hijas
preferidas, a los que no se da crédito, a los que no tienen fuerzas,
recursos, títulos, salud ni privilegios. Es Dios que sustenta sus
vidas como lo ha hecho con su propio Hijo. La esperaza de que un día
Dios declarará su justicia, como lo hizo con Jesús, anima a los
pobres a tejer la historia con hebras tradicionales y modernas, a
luchar por una vida siempre esquiva o al menos a soportar las
sociedades que los oprimen.


Ni
la cultura tradicional ni la moderna alcanzan a ser cristianas, si
no reconocen a los pobres como sujetos capaces de participar e
incidir, con su propia cultura popular, en la construcción de sus
sociedades. Los pobres pueden ser modernos, porque pueden liberarse
de las opresiones culturales y religiosas que cohonestan su explotación
o su marginación; porque tienen condiciones individuales de lucha por
la vida, de autonomía, de ingenio y de sacrificio, de que otros
carecen. Pueden ser también tradicionales, y comúnmente los pobres
latinoamericanos así lo son, para descansar en la cultura de sus
mayores y aprovechar de ella los recursos lingüísticos y simbólicos
que les permiten reconocer su identidad popular, su pasado y el
futuro que desean para sus hijos.


Bien
podemos imaginar que la fe de Dios en Jesús estimula la esperanza de
un mundo al revés. La edificación de una sociedad cristiana en la
que los pobres sean verdaderamente protagonistas, se sustenta en que
Dios crea en el proyecto histórico de Jesús de Nazaret, el reino
anunciado a los que no son tomados en cuenta como personas. El reino
de Dios ofrece al menos el horizonte de humanización al que debieran
tender las sociedades que, en palabras de la Conferencia de Aparecida,
son excluidos: los que "no son solo explotados, sino (también)
sobrantes y desechables" (n° 65).




b) Dios cree en la Iglesia
Finalmente,
en los términos hasta aquí usados, podemos decir que Dios cree en la
Iglesia que está en el mundo sin ser del mundo. Como se ha dicho
arriba, una Iglesia que no considere que ella es mundo, que se
enfrenta especialmente a la modernidad como con un enemigo, fracasa
porque así no contribuye a la salvación de la modernidad. Pero
tampoco la Iglesia de Cristo se asimila tan fácilmente a cualquier
cultura, nueva o antigua, porque el pecado es una realidad en ella y
en el mundo, y porque la historia no ha terminado.


De
aquí que podamos decir que Dios cree en la Iglesia que se halla en
camino escatológico a convertir el mundo, del que forma parte, en el
reino de Dios. La Iglesia es una realidad en proceso de conversión a
Dios. No es su infalibilidad, sino su fragilidad y su labilidad las
que conmueven a Dios. No es la Iglesia una mega-secta que posea la
verdad y a Dios mismo y que, por tanto, pueda sustraerse a la fatiga
de creer día a día, de buscar y no hallar, de hallar y de perder, de
angustiarse y de experimentar el consuelo y la paz del Cristo
resucitado que, espiritual y no mecánicamente, la llama tras de sí. En
una Iglesia en la que los fieles se acompañan unos a otros en la fe,
el clero debiera cambiar. Sobre todas las cosas es necesario que sean
hombres de fe, que confíen en Dios más que en su investidura o en la
doctrina. En cuanto creyentes, no tendrían por qué saberlo todo y
aprender de nadie. No debieran, por lo mismo, marcar distancias con
el Pueblo de Dios al que también ellos pertenecen sino, por el
contrario, estrechar el contacto espiritual que les permitirá
escrutar la presencia de Dios en la vida humana.


Cristo
cree en la Iglesia. Cristo no necesita que su Iglesia crea en él
para creer él en ella. Pero la Iglesia, arraigada en el tiempo, no
puede pretender apropiarse de Cristo, y de la verdad y de la
justicia. Solo puede creer en Cristo convirtiéndose a él incesantemente,
atenta a los "signos de los tiempos" a través de los cuales el
Espíritu va revelando el misterio de Cristo y en el entendido de que
solo al fin de la historia se sabrá si ha sido la Esposa fiel o infiel
del Señor, si sirvió o no a la conversión del mundo en el reino de
Dios.


Lo que hoy se pide
de la Iglesia es exactamente lo que le cuesta. Nada es más necesario
en un continente que tiende a la fragmentación que afecta a las
culturas, afectado por un pluralismo indiferentista y que no supera
la injusticia que produce marginación y personas abandonadas, que la
Iglesia sea en él sacramento de unidad con Dios y entre los seres
humanos (LG 1). Ello lo cumple ofreciendo comunidades en las que es
posible hacer la experiencia fundamental de fe en Dios, es decir,
comunidades eclesiales de base en las cuales las personas se
encuentren con Aquel que cree en ellas, el Dios que no teme a sus
pruebas y equivocaciones. Para ello es necesario que la Iglesia se
permita a sí misma experimentar lo que tiene que anunciar. Ella debe
ser un hogar para los que no lo tienen o lo perdieron, una "madre" de
familia que tiene por Dios a un Padre que la ama y no la amenaza. La
pastoral del temor o del terror, aparentemente tan eficaz, apunta en
la dirección contraria a la transmisión de la experiencia de fe en
un Dios que es amor y que no necesita, en consecuencia, amenazar ni
castigar para encaminar la historia. Tales comunidades son posibles
donde la Iglesia, pastores y fieles, viven de la fe y no de un
supuesto conocimiento exhaustivo de Dios.


Pero
además de lo anterior, se hace necesario que la experiencia de fe
que propicia comunidades fraternas se articule con las exigencias de
la razón. La comunión en el amor no se agota en la intimidad de las
pequeñas comunidades y estas arriesgan su pervivencia si la gran
Iglesia no las orienta y corrige con una enseñanza que, en vez de
extraer recetas fundamentales de la Sagrada Escritura o de la Tradición,
media la fe viva del Pueblo de Dios con las tradiciones culturales
concretas de los pueblos y las contribuciones también actuales de las
ciencias modernas. Esta mediación es especialmente urgente para la
opción por los pobres de la Iglesia latinoamericana. La teología de
la liberación que en sus inicios pudo reducir la expresión de la fe a
militancias políticas determinadas, en los últimos decenios ha
corrido el peligro contrario de espiritualizar la causa de los pobres
al grado de olvidarse de las mediaciones que se necesitan para
modificar la historia. En cuarenta años ha menguado entre los
latinoamericanos la esperanza de cambiar las estructuras sociales y
de dar un rumbo voluntario a la historia.


La
globalización en curso ha puesto en movimiento transformaciones tan
grandes que es muy difícil decir quién sí y quién no es protagonista y
agente de cambio social. El mundo se nos escapa de las manos.
Diversos subsistemas (políticos, económicos, culturales, etc.)
reclaman para sí terrenos autónomos y confinan a la Iglesia al espacio
privado (30).
Pero es la misma fe cristiana la que, en nombre del Creador, apela a
la razón para no desesperar de la construcción de un mundo de
personas irrepetibles e iguales en dignidad.


Hoy no podemos creer sin más en "la fuerza histórica de los pobres" (31).
Esta nos confinaría a un tipo particular de fideísmo si pensáramos
que basta el protagonismo de los pobres para edificar el reino en la
tierra. El reino también se ofrece a los que no son pobres. Pero no
basta el protagonismo de estos o aquellos. La historia, hasta donde
nos es posible actuar en ella y darle alguna dirección, por un motivo
de fe, ha de ser hecha con las mediaciones científicas y técnicas
que la razón humana ha logrado producir. Los pobres no tienen futuro
alguno -y desentenderse de ello constituye una irresponsabilidad- si
no se cuenta con estas mediaciones y con el esfuerzo de los que no
son pobres, para que el reino llegue.


A
la Iglesia toca, nos parece, crear espacios comunitarios en los
cuales, especialmente los pobres, puedan sentirse en su casa, creer
en Dios y cambiar la realidad aunque sea en el entorno más próximo.
Lo hará si se convierte en la Iglesia de los pobres (32).
Y esto será posible cuando ajuste su organización y su enseñanza a
las vidas concretas de las personas en las cuales el Espíritu de Dios
actúa con o sin los pastores, con o sin la misma Iglesia. Distinta
habrá de ser la Iglesia, y el mundo al que se debe, cuando en ella la
fe de Jesús, el Pobre, sea mediada institucional y doctrinalmente.




NOTAS

(1)
El presente ensayo no tiene por objeto demostrar que Jesús tuvo fe.
Este asunto ha sido suficientemente estudiado. Hans Urs von
Balthasar, La Foi du Christ. Cinq approches christologiques (Paris, 1968);         [ Links ] Karl Rahner, "Considerations dogmatiques sur la psychologie du Christ", Exégése et dogmatique, Paris, DDB, 1966, 185-210;         [ Links ] Bernard Sesboüé, "Science et conscience du Jésus prépascal" Pédagogie du Christ. Elements de christologie fundaméntale, Cerf, Paris, 1996, pp. 141-175 ;         [ Links ] Peter Hünermann,Cristologia (Barcelona, 1997);         [ Links ] Jacques Guillet, La foi du Jésus-Christ (Paris, 1980);         [ Links ] Manuel Gesteira, "La fe-fidelidad de Jesús, clave central de la cristologia", en
Gabino Uríbarri (ed.) Fundamentos de teología sistemática, Universidad
Pontificia Comillas, Madrid, 2003, pp. 93-135;         [ Links ] Jacques Dupuis, Introducción a la cristologia (Pamplona, 1994);         [ Links ] Jon Sobrino, Jesucristo liberador (Madrid, 1991);         [ Links ] Hans Kessler, Manual de cristologia (Barcelona, 2003);         [ Links ] Giovanni Giammarrone, Gesü di Nazaret Messia del Regno e Figlio di Dio (Padova, 1995);         [ Links ] Olegario González de Cardedal, Cristologia (Madrid, 2001);         [ Links ] Gerald O'Collins, Para interpretar a Jesús (Madrid, 1986);         [ Links ] Christian Duquoc, Cristologia (Salamanca, 1981);         [ Links ] Michael Cook, The Jesus of Faith (New York, 1981);         [ Links ] Leonardo Boff, Jesucristo el Liberador: ensayo cristológico para nuestro tiempo (Buenos Aires, 1974);         [ Links ] Carlos Palacio, Jesucristo. Historia e interpretación (Madrid, 1978);         [ Links ] Albert Nolan, Jesús antes do cristianismo (Sao Paulo, 1989);         [ Links ] Romano Guardini, El Señor (Madrid, 1960);         [ Links ] Joaquim Gnilka, Jesús de Nazaret (Barcelona, 1993);         [ Links ] Bruno Forte, Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios de la historia (Madrid, 1983);         [ Links ] Walter Kasper, Jesús el Cristo (Salamanca, 1989).         [ Links ]


(2)       La recuperación del carácter existencial de la fe en el siglo XX se debe a Soren Kierkegaard en buena medida (Escuela de cristianismo). Los
cristianos del último siglo han recobrado la "contemporaneidad" con
Cristo. Sin embargo, ingenuamente han creído poder prescindir de los
que efectivamente le fueron "contemporáneos" y de los testigos de
Cristo a lo largo de la historia


(3) 
     La traducción de una experiencia de raigambre hebrea de Dios a
términos griegos, no puede sino alertar a la teología. En un asunto
tan delicado como el de la "fe", aun cuando el Nuevo Testamento
utilice pistis, cabe recordar que la actitud en cuestión se configura en relación a conceptos bien distintos de Dios. De aquí que el uso de pistis ha
podido perfectamente extraviar a las generaciones de cultura griega
posteriores a las del Nuevo Testamento, y a la teología basada en
ella. A este propósito Manuel Gesteira recuerda la feliz distinción
Martín Buber (Dos modos de creer, 1950), filósofo judío, entre la fe más genuinamente judía entendida como fidelidad personal (emuna) a alguien (a Yahvé, el Dios bíblico), de la fe como pistis o asentimiento
intelectual a algo (un conjunto de verdades, como a las que adhirió
posteriormente el cristianismo en un ambiente helenístico). La fe
veterotestamentaria tiene lugar en una relación de encuentro y de
diálogo entre Dios y el hombre, activado por el amor-fidelidad de
Dios que suscita en el hombre una respuesta equivalente. "Esta fe emuna implica
una seguridad y una firmeza absolutas, basadas en la veracidad y la
fidelidad que Dios mismo es y que Él nos brinda: porque creo-confío
en ti, te creo; y no viceversa" (Manuel Gesteira: "La fe-fidelidad de
Jesús, clave central de la cristología", en Gabino Uríbarri (ed.) Fundamentos de teología sistemática, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2003, p. 99).         [ Links ]
La fe de Israel y la de cada uno de los israelitas es indisocia-ble
de la fidelidad de Dios a la alianza, el Dios "rico en misericordia y
fidelidad" (Ex 34, 6). "A esta verdad-fidelidad (emet) divina responde sobre todo la fidelidad-confianza-fe (emuna) del
creyente: y no como un mero asentimiento conceptual, sino como
entrega radical en fidelidad personal y en respuesta a Dios como
fidelidad absoluta él mismo" (o.c, p. 99). Es esta fe la que gesta en Israel la posibilidad de vivir el futuro como historia, en libertad y esperanza.


(4)       Cf. Pedro Trigo, Creación e historia en el proceso de liberación, Madrid, 1988, p. 150.         [ Links ]

(5) 
     De cara al mal, tanto el fideísmo como el racionalismo ejercen
una negación. El racionalismo teológico, fenómeno bastante más
frecuente de lo que se piensa, encuentra algún lugar al mal en Dios
(los ensayos trinitarios que no logran zafarse de la metafísica
tradicional, por más que operen una historización de esta
aproximación filosófica particular, suelen naturalizar la capacidad
desquiciadora del mal). El fideísmo, por su parte, para negar el mal,
niega la creación y toda criatura de la que pudiera provenir algún
mal. Ambas negaciones, por distinto título y con diversas consecuencias,
niegan la historia y la relación histórica con el Creador en
términos de fe cristiana auténtica que no desespera de la creación,
pero tampoco la sacraliza.


(6) 
     Hans Kessler destaca que el origen de la creencia en la
resurrección de los muertos se encuentra en la resistencia de los
Macabeos, víctimas de la injusticia. A ellos, los justos tratados
injustamente, se les promete la salvación no ya como retribución,
sino como justificación y rehabilitación en virtud de la futura
demostración de la soberanía de Dios sobre la historia, sobre la vida
y la muerte (cf. H. Kessler La resurrección de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1989, pp. 44-51).         [ Links ]
En línea con Kessler, la teología de la liberación ha sido
particularmente sensible a comprender la resurrección como justicia
para las víctimas. Jon Sobrino no desautoriza que otras teologías
otorguen ultimidad a la resurrección de los muertos. Lo interesante
de su aporte es que recupera el origen histórico de la fe israelita
en la resurrección de los muertos para afirmar que la resurrección
cristiana no tendría sentido si no fuera buena noticia en primer lugar
para las víctimas (cf. Jon Sobrino Jesucristo Liberador, Trotta, Madrid, 1999, pp. 61-68).         [ Links ]
La resurrección es para los pobres cosa de justicia tal como lo fue
para los Macabeos: "Lo específico de la resurrección de Jesús no es,
pues, lo que Dios hace con un cadáver, sino lo que hace con una
víctima. La resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la
justicia de Dios, no simplemente su omnipotencia, y se convierte en
buena noticia para las víctimas: por una sola vez la justicia ha
triunfado sobre la injusticia" (ibidem, p. 130).


(7)       Cf. Ecclesia in America, 16.

(8)       Juan Luis Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, Tomo I: Fe e ideología, Cristiandad, Madrid, 1982, p. 83.         [ Links ]

(9) 
     No hay duda que este asunto constituye una cuestión teológica
en sí misma. Para el caso de este artículo puede quedar abierta en el
sentido de que, aun tratándose de una fe que solo el Dios trino ha
podido desencadenar, ella goza de la racionalidad de la que el
Creador ha dotado a todas las criaturas humanas y es, en
consecuencia, rastreable filosóficamente. En el otro extremo de lo
que sería una reducción antropológica de fenómeno, Ebeling subraya la
originalidad de la fe cristiana en cuanto tal: "... la foi
chrétienne n'est pas une foi particuliére, mais la foi en tant que
telle. Je condéde que c'est la une these de depart moins evidente.
Mais l'histoire du mot 'foi' revele qu'il ne s'agit pas d'un terme qu'on
rencontrerait partout et de facón universelle dans le domaine de la
religion; au contraire, ce concept, qui provient de l'Antien
Testament, n'a acquis sa signification central et decisive que dans
le christianisme. Et la foi chrétienne elle-méme, au fond, a toujours
voulu étre comprise de telle maniere que le terme 'croire' trouve en
elle sa veritable plenitude" (Gerhard Ebeling, L'essence de la foi chrétienne, Seuil, Paris, 1970, p. 13).         [ Links ]


(10)     Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 194.         [ Links ]

(11)     Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 1991, pp. 29-32.         [ Links ]

(12)     Ibidem, p. 50.

(13) 
   Dice Pieris: "La primera fórmula cristológica relevante -que
sería a la vez homologa y kerygmática, es decir, que tendría sentido
para cristianos y no cristianos- es una Iglesia auténticamente
asiática, lo cual, por supuesto, dista mucho de la comunidad
esotérica que es hoy, una comunidad que grita en el oculto lenguaje
de los fundadores coloniales y es entendida solo por los iniciados.
Para salir de esta situación de confinamiento debe tomarse tiempo
para entrar en las aguas bautismales de la religiosidad de Asia y
pasar por la pasión y muerte de cruz de la pobreza de este continente.
Mientras no se consume esta revolución eclesiológica, no habrá una
cristología asiática" (Aloysius Pieris, "Hablar del Hijo de Dios en
las culturas no cristianas de Asia", Concilium 173 (1982), p. 396).         [ Links ]


(14) 
   Las palabras en boca de Jesús al momento de su agonía y muerte
son inmediatamente precedidas por un grito dirigido a Dios que, a
semejanza de los descargos de Job, también puede considerarse un modo
de oración (cf. Me 15, 34; Mt 27, 46; Le 23, 46).


(15)     Cf. González-Faus La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Bilbao, 1984, pp. 481-489.         [ Links ]

(16) 
   Los estudios bíblicos aportan un dato importante. Probablemente
el Jesús prepascual no se llamó a sí mismo "Hijo" o "el Hijo". Jesús,
consciente de su unidad filial con su Padre, no quiso, sin embargo,
distinguirse de los demás por una especie de privilegio divino. Pero
la comunidad cristiana naciente lo llamó explícitamente "Hijo". Lo
hizo para reconocer la identidad más profunda de Jesús. Y para
salvaguardar una salvación que ellos experimentaron como hijos e
hijas de Dios, hermanos unos con otros en razón del mismo Padre al
que Jesús les había enseñado a referirse como "Padre nuestro"
(Adolphe Gesché Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 2002, p. 215).         [ Links ]


(17) 
   En la discusión latinoamericana del tema encontramos dos
posiciones opuestas, aunque ambas legítimas, en los casos de Jon
Sobrino ("Mesías y mesianismo. Reflexiones desde El Salvador, " Concilium, 245 (1993) 159-170) y Antonio Gonzá         [ Links ]lez ("El anuncio del reinado de Jesús, el Mesías", en Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en América Latina, Jesucristo, prototipo de humanidad en América Latina, Tercera Reunión, Obra Nacional de la Buena Prensa, Ciudad de México, 2000, pp. 129-158).         [ Links ]


(18) 
   Manuel Gesteira en un artículo reciente titulado "La fe-fidelidad
de Jesús, clave central de la cristología", abunda en argumentos
exegéticos que prueban que Jesús tuvo fe subjetiva en Dios. En San
Pablo, la fe de los creyentes en Jesús depende de la "fe de Jesús".
De otro modo la justificación por la fe constituiría obra humana. El
texto clave aducido por Gesteira es Rom 3, 21-22: "Mas ahora, sin la
ley, se ha manifestado la justicia (dikaiosyne) de Dios, atestiguada por la ley y los profetas: la justicia de Dios por (medio de) la fe de Jesucristo (dia písteos Iesou Christou), para
todos los que creen, sin distinción". Como coronación de los varios
versos evangélicos que afirman algo parecido, Gesteira recuerda que
el autor de la Carta a los Hebreos destaca que Jesús es el creyente
por antonomasia. Él es el "autor (precursor) y consumador de la fe" (ton tes písteos archegon kai teleioten)" (Heb 12, 2). Sin su fe, la fe de los cristianos sería imposible.


(19)     Cf. supra, nota 1.

(20) 
   Conviene recordar el recurso de Calcedonia a adverbios negativos
para hablar de misterio de la unión en la persona del Hijo de su
naturaleza humana y su naturaleza divina, al decir que esta ocurre
"sin mezcla ni confusión, sin división ni separación" (DH 301-302).


(21) 
   Un decreto del Santo Oficio, de 1918, defiende la doctrina de la
visión beatífica y el conocimiento universal infuso de Jesucristo (DS
3645-47). A estos, hay que añadir un texto de Mystici Corporis (DH
3812) en favor la visión beatífica. Pero en ninguno de estos casos,
según Bernard Sesboüé, existió la intención de definir nada. De
hecho, los otros dos documentos importantes que se refieren
específicamente al asunto de la conciencia de Jesús -"Biblia y
cristología", de la Comisión Bíblica Pontificia" del año 1984, y "La
conciencia que Jesús tenía de él mismo y de su misión" de la Comisión
Teológica Internacional de 1985-, no vuelven a mencionar la "visión
beatífica" del Jesús prepascual, en cambio sí hablan de un progreso
de su conciencia (cf. B. Sesboüé, Pédagogie du Christ. Elements de christologie fundaméntale, Cerf, Paris, 1996).         [ Links ]


(22)     Karl Rahner "Considerations dogmatiques sur la psychologie du Christ", Exégése et dogmatique, Paris, DDB, 1966, 185-210;         [ Links ]

(23)     Cf. José Luis Espinel Marcos, La poesía de Jesús, Ed. San Esteban, Salamanca, 1986.         [ Links ]

(24)     Cf. Bernard Sesboüé et al., "Redención y salvación en Jesucristo", en Salvador del mundo. Historia y actualidad de Jesucristo. Cristología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997,pp.120-121.         [ Links ]

(25) Cf. Juan Noemi, El mundo, creación y promesa de Dios, San Pablo, Santiago, 1996, pp. 64-74.         [ Links ]

(26)     Cf. Eduardo Silva, "Catolicismo moderno y modernidad católica", en Samuel Yáñez y Diego García (eds.) El porvenir de los católicos latinoamericanos, Centro Teológico Manuel Larraín, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006, pp. 211-245.         [ Links ]

(27) 
   A propósito de la identidad latinoamericana, Jorge Larraín
subraya que esta no puede concebirse como una esencia sellada de una
vez para siempre en los siglos XVI y XVII, sino que ella permanece
abierta a nuevas síntesis culturales (cf. Jorge Larraín Modernidad, razón e identidad en América Latina, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1996).         [ Links ]


(28) 
   Esta ha sido preocupación recurrente de Benedicto XVI en su corto
pontificado. Véase el discurso en la Universidad de Ratisbona (12
septiembre 2006).


(29)     Cf. Juan Bautista Metz, Por una cultura de la memoria, Antropos, Barcelona, 1999, pp. 120-123.         [ Links ]

(30) Cf. Pedro Morandé, "Sociedad contemporánea y persona", en Samuel Yáñez y Diego García (eds.) El porvenir de los católicos latinoamericanos, Centro Teológico Manuel Larraín, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006, p. 182.         [ Links ]

(31)     Gustavo Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, [1979] Salamanca, 1982.         [ Links ]

(32) 
   Una de las convicciones más queridas de la teología de la
liberación es anticipada por Alberto Hurtado, S.J., al decir: "... la
Iglesia es la sociedad de los pobres, la ciudad para ellos
construida. Esta ciudad de Dios en su primer plan ha sido construida
para los pobres y aunque esta doctrina parezca extraña es verdadera"
(s57yl3a). Cf. Ignacio Ellacuría, "La Iglesia de los pobres,
sacramento histórico de liberación", Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid, 1990, pp. 127-153.         [ Links ]


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