domingo, 2 de julio de 2017

Historia de la Iglesia - Un Bosquejo

Historia de la Iglesia - Un Bosquejo










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HISTORIA
DE LA IGLESIA

–––––––––––––
UN BOSQUEJO



UNA BREVE SINOPSIS DE

LA HISTORIA PÚBLICA DE LA IGLESIA



G. H. S. PRICE

Traducción del inglés:


Santiago Escuain






PREFACIO

El
objetivo de esta sinopsis sigue siendo el de siempre,
esto es,
presentar de una manera tan breve y concisa como lo
pueda permitir un
tema tan amplio, un bosquejo de la historia pública de
la
iglesia desde Pentecostés hasta nuestros días. No
pretende en ningún sentido competir con las obras
existentes
acerca de este tema, pero puede resultar de utilidad
para aquellos
que, deseando este conocimiento, puedan verse con
dificultades para
obtener los libros, y todavía más dificultad para
encontrar el tiempo para leerlos.
No
se pretende originalidad alguna, porque se han empleado
libremente todos los datos, y en algunos casos las
mismas
expresiones, procedentes de los escritos de otros. Sin
embargo, se ha
tenido gran cuidado para asegurar la exactitud de todo
lo que se
expone, y para impedir impresiones erróneas debidas a lo
condensado de este relato.
Ciertos
hechos o citas que tienen que ver con el tema pero que
difícilmente podrían formar parte de la Sinopsis
central, han sido añadidos en forma de Apéndice, y se
han insertado en el texto las notas refiriéndose a
ellos.
Finalmente,
se podrá observar que en ocasiones se emplea la
palabra asamblea en lugar de iglesia.
Es una
traducción literal del griego original, que realmente
significa un grupo de personas llamadas afuera.
Este
término no admite equívocos con ningún edificio
material.
Wembley.

G. H. S. PRICE



HISTORIA DE LA IGLESIA
La
historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años,
constituye un tema que nadie sino sólo el Espíritu
Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los que tal
historia
debería basarse sólo los conoce Aquel que, en humilde
gracia, ha estado aquí en la tierra todo el tiempo
manteniendo
en la asamblea un testimonio de la verdad según la
revelación de Dios. En medio de las glorias crecientes y
menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el
dolorido Testigo de cada paso de alejamiento y de
decadencia, y, por
la otra, el Manantial interior de cada sentimiento
espiritual en pos
de Dios, y la Fuente vivificadora de cada fase de
recuperación
y avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado lo
que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir
entre lo que es
de Dios y lo que es del hombre.
Es
la incapacidad de llevar esto a cabo, así como la
imposibilidad de penetrar más allá de lo que el ojo
puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado
las actividades de todos los historiadores humanos.
Si
se tiene presente esta importante reserva, se puede
decir que
se han hecho muchos excelentes intentos para registrar
la historia
pública de la iglesia, y en esto nos ayudan las
mismas
Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby
(refiriéndose a
las cartas a las siete iglesias en Asia, que aparecen en
Apocalipsis
2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie de
iglesias es
de aplicación como historia al estado moral sucesivo de
toda
la iglesia: las cuatro primeras se refieren a la
historia de la
iglesia desde su primera decadencia hasta su actual
condición
bajo el Papado; las últimas tres son la historia del
Protestantismo».
Este
marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos
historiadores seguir las varias fases a través de las
que ha
pasado la Iglesia de Dios; aunque está claro que las
últimas cuatro fases corren simultáneamente. En estos
discursos, la iglesia es contemplada en su posición de
responsabilidad en el mundo, como testigo público de
Cristo.
Como tal, está sujeta a fracasos y consiguientemente cae
bajo
la reprensión de Cristo por su infidelidad.
Las
persecuciones comenzaron el 64 d.C.
Es
evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la
decadencia y el fracaso ya se habían introducido incluso
en
los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo tiene que
decir en su segunda epístola a Timoteo que todos los de
Asia
lo habían abandonado, sino que el Señor,
dirigiéndose al ángel de la asamblea de
Éfeso
—la primera de las siete— dice: «Has
dejado tu primer amor». Esta decadencia fue seguida poco
después por un tiempo de intensa persecución.
Comenzó en el reinado de Nerón y por su
instigación, y prosiguió durante casi tres siglos. Es
destacable que durante este período la historia ha
registrado
diez persecuciones generales distintas, lo que
puede tener
que ver con la palabra del Señor a la segunda asamblea
Esmirna: «Tendréis tribulación por
diez días».
Se
puede también hacer referencia de pasada al temprano
cumplimiento de la palabra del Señor acerca de la
destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue
devastada por el general romano Tito, y se ha dicho que
más de
un millón de personas murieron en el asedio y en la
terrible
guerra civil que al mismo tiempo estaba desatada dentro
de sus
murallas.
Es
innecesario en una sinopsis como esta entrar en los
detalles de
las diez primeras persecuciones o registrar la larga
historia de los
mártires cuya sangre sirvió para regar la simiente del
evangelio. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes,
sufrieron
igualmente en muchas partes de Europa y Asia. Además de
la
mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios
mencionados en las Escrituras, como Timoteo, destacan de
manera
preeminente los nombres de Ignacio, Policarpo, Justino y
Perpetua
entre los muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les
procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con
terrible
ferocidad, se descargaron los poderes del infierno
contra la iglesia,
pero ésta prosperó en medio de la persecución,
y, en lo principal, los períodos de calma que hubo entre
las
tormentas dieron evidencia de la expansión del
evangelio. Los
esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e
implacables, pero las
puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos
miles de almas
que habían estado buscando en vano descanso para sus
corazones
en las mitologías de Roma y de Egipto se declararon
seguidores
gustosos de Cristo.
Decadencia
en aumento de la iglesia
Sin
embargo, fue tras una persecución de aproximadamente
doscientos años que los elementos de decadencia y
alejamiento
de la verdad comenzaron a profundizar en la iglesia, y
la fidelidad
de los mártires resplandeció tanto más sobre el
oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la
iglesia. La causa de
la decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa
de toda decadencia— residía en el hecho de que la
iglesia
había perdido de vista su puesto de santa separación
del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose
rápidamente cosa del pasado, y la mano del hombre estaba
llevando a cabo ruinosos cambios en la dirección de sus
asuntos.
Clero
y laicos
Además,
la distinción entre el clero y los laicos
—largo tiempo sugerida por los principios del
judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la
iglesia. Los obispos y diáconos vinieron a ser una orden
sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las
Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente.
Los
acontecimientos que condujeron al establecimiento de un
orden sagrado
dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el
lector
pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha
desarrollado como un
vasto sistema jerárquico. Los apóstoles establecieron
ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a
aquellos
que ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios;
pero después que los apóstoles hubieron muerto, los
supervisores [episkopoi, u obispos], que habían
sido
designados por los apóstoles para llevar a cabo una obra
necesaria, y no meramente para tener una posición
oficial,
comenzaron a arrogarse para sí mismos el derecho
exclusivo de
enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así,
a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor
los
tres cargos permanentes de obispo, presbítero y
diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres fueron
asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la
iglesia y sus actividades, y los miembros ordinarios de
la asamblea
fueron reducidos a la posición de someterse a este
control.
Así, algo que era al principio una cosa más o menos
informal y temporal se desarrolló a cargos fijos y
permanentes. Entonces lo que llego a ser la base de la
autoridad fue
no la capacitación continuada por el Espíritu Santo,
sino la posesión de un oficio eclesiástico.
Ignacio,
ya a principios del siglo segundo, combinó las dos
ideas de unión con Cristo como condición necesaria para
la salvación, y de la iglesia como cuerpo de Cristo, y
enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que
fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados
con esta idea
de que la iglesia era la única arca de salvación
había los sacramentos, o medios de gracia, de los que el
bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos
destacados. En
relación con estos sacramentos surgió también la
teoría del sacerdotalismo clerical: esto es, que los
sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados
por hombres ordenados de manera regular para este
propósito.
Así el clero, en distinción a los laicos, vino a
constituirse en un sacerdocio oficial, y a éstos se los
hizo
depender enteramente del clero para conseguir la gracia
sacramental
sin la que, según se enseñaba, no había
salvación. Aunque Ignacio había negado la validez de la
Eucaristía administrada con independencia del obispo,
fue
Cipriano de Cartago quien, posiblemente no por designio,
fue
finalmente el campeón de la causa episcopal.
Una
vez quedó establecida la distinción entre el
clero y los laicos, vemos una multiplicación de los
oficios de
la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron
contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden
haber servido
para lograr un orden externo en la iglesia —y la verdad
es que
la necesidad del mismo fue de manera principal la causa
de estas
innovaciones— pero reprimieron la libre expresión de la
vida espiritual y de la fe, y negaron el principio
fundamental del
cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador
entre
Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a

mismo en rescate por todos.»
El
inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu
Santo dejó de recibir el puesto que le correspondía de
derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban
aceptando
puestos en la corte y buscaban recibir la gloria del
mundo, mientras
que comenzaban a aparecer ostentosos templos para la
exhibición de la religión cristiana. Cosa más
grave todavía, los cristianos pronto invitaron la
intervención del poder civil en los asuntos de la
iglesia, y
lenta pero seguramente comenzó a hacerse más evidente
el fatal vínculo con el mundo.
La
décima persecución, el 303 d.C.
La
décima y final persecución bajo la cruel mano de
Diocleciano fue indudablemente la más asoladora de
todas. Todo
el poder del Imperio Romano se combinó en un esfuerzo
desesperado, no sólo para suprimir totalmente las
Escrituras,
sino para exterminar todo rastro de cristianismo de la
tierra. Este
terrible y definitivo conflicto entre el paganismo y el
cristianismo,
aunque añadió nuevos capítulos de gloria a los
registros de los mártires, que iban aumentando, no
llegó a impedir la germinación de las semillas de
corrupción que se habían sembrado por la
vinculación con el mundo.
Constantino
el Grande
Así,
es quizá comprensible que Satanás
escogiera este momento para cambiar su forma de ataque,
y a comienzos
del siglo cuarto empezó el período eclesial de
Pérgamo,
en el que el león se transformó en
serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron
lugar a los
seductores desde dentro. Constantino el Grande era en
esta
época el César de Roma, y se mostró abiertamente
como protector de la nueva religión —hecho tan
significativo como inesperado. Naturalmente, lo que
siguió fue
que la posición de los cristianos pasó inmediatamente
de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y
ello
hasta el punto en que se veía al mismo Emperador de Roma
presidiendo los concilios de la iglesia.
La
unión de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.
Pronto
se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera
unión entre la Iglesia y el Estado. Constantino no
aceptaba
otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas
violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo
de esto. Un
hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo
religioso que negaba
la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor
había sido creado por Dios como todos los otros seres, y
que,
consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos
cristianos
denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible
blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados
por la iglesia,
y la posesión y difusión de sus escritos fueron
declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino
consideró
la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un
edicto imperial mandando que los herejes excomulgados
fueran
restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio,
obispo
de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en
las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a
esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a
resistirse a
la orden del emperador y a sufrir persecución y
destierro por
su defensa de esta gran verdad central del cristianismo:
la deidad
del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el
año 325, la deidad de Cristo recibió sanción
oficial, y fue formalmente enunciada en el original
Credo Niceno.
El Edicto de Milán, 313 d.C.
A
pesar de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que
Constantino hizo muchas cosas de gran valor en su
tiempo, y que su
legislación en general da evidencia de la silenciosa
acción de principios cristianos. (Nota 1.)
Él fue el responsable de la redacción del famoso Edicto
de Milán —a veces llamado la Carta Magna de la
Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad
total y
absoluta para el ejercicio de su religión. Sería
difícil encontrar un mayor contraste que el que se
observa
entre la posición de la iglesia al principio y al final
del
reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La
encontró encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y
excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del
mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la
profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde
moras, donde está el trono de Satanás» (Ap 2:13).
El
comienzo de las Edades Oscuras
La
herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos
de Satanás durante el siglo cuarto y quinto para
corromper la
verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado Pelagio
negando
la total corrupción de la raza por la transgresión del
primer hombre, y enseñó que nacemos en inocencia,
quedando por ello excluida la necesidad de la gracia
divina. En
muchos casos, Dios suscitó soberanamente a hombres que
combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la
iglesia iba
desvaneciéndose constantemente, y estaba
introduciéndose el terrible período de las Edades
Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la
tierra y exaltado
en el cielo —que habría brillado con tanto resplandor en
los días de los mártires— estaba ahora
perdiéndose rápidamente, porque el verdadero
carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos
se
había desvanecido con su amalgamación con el mundo.
Además, por cuanto la confesión del cristianismo era
considerada como una vía segura para la riqueza y el
honor,
todas las categorías y clases solicitaban el bautismo,
mientras que muchos trataban de unirse al orden sagrado
del clero con
los motivos más mezquinos.
La
caída del Imperio Romano
Es
significativo que en esta época, el Imperio Romano, que
había también estado en una larga decadencia, iba a
llegar también a sus días más negros. Hordas
bárbaras comenzaron a desparramarse desde todos los
lados, y
tres veces la misma antigua ciudad de Roma estuvo a
merced de los
invasores. Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad
como
langostas, dejando sólo ruina y desolación tras ellos.
Así fue el terrible final de Roma. No fueron los
cristianos
entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En
realidad,
apenas si se les tocó, y en todo lugar se respetó a los
obispos. Sin embargo, no se reconoció demasiado la mano
de
Dios en esto, y la vida de los miembros del clero era
notoriamente
mala. En la misma Roma la condición de la iglesia estaba
tan
deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión,
objeto de contención, y dos candidatos, en su lucha por
el
cargo, no tuvieron escrúpulos en acusarse mutuamente de
los
más graves crímenes.
El
surgimiento del monasticismo
Fue
en medio de esta confusión y manifiesta decadencia que
surgió el monasticismo. Antonio, natural de Egipto, tuvo
el
dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya
habían
existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar
la vida enclaustrada y en retirarse de manera absoluta
del mundo. Hay
pocas dudas de que era verdaderamente cristiano, y un
tiempo de
persecución lo sacó de su retiro para compartir los
peligros de sus hermanos. El monasticismo se extendió
rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los
lugares desérticos del mundo cristiano estaban punteados
por
monasterios y conventos. No hay duda alguna de que de
estas
instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo
demostraron ser
un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los
viajeros.
Además, en el silencio de sus celdas, los primeros
monjes
copiaron y preservaron así muchos de los antiguos
escritos,
incluyendo las mismas Sagradas Escrituras. Todas estas
instituciones,
tan esparcidas, estaban bajo el control de los obispos;
pero los
monjes eran reconocidos sólo como legos por la iglesia.
A
finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma,
pidiéndole
permiso para ponerse bajo su protección, petición a la
que él accedió bien dispuesto, porque estaba bien
familiarizado con las riquezas e influencias de ellos.
Así fue
que los monasterios, abadías, prioratos y conventos
quedaron
sujetos a la Sede de Roma.
La
división del Imperio Romano resultó finalmente en
la división de la iglesia, que quedó
prácticamente completa hacia finales del siglo sexto,
pero que
fue consumada de manera oficial y definitiva sólo en el
1054.
Las mitades oriental y occidental, la iglesia Católica
Griega
y la Católica Romana, emprendieron así cada una su
camino por separado.
El
surgimiento del Papado
Con
el siglo sexto comienza el período de Tiatira
de la historia de la iglesia; en otras palabras, el
papado de las
Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la Reforma,
aunque,
naturalmente, el Romanismo mismo prosigue hasta la
venida del
Señor. Este estado está caracterizado por la
admisión y tolerancia pública en la iglesia de lo que
es burdamente malo e idolátrico, como lo sugiere el
mensaje al
ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer
Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis
siervos
a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Y
le he
dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación,
pero no
quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap 2:20, 21).
Ya
se ha hecho referencia a la buena obra de Constantino,
pero el
triste efecto fue que la iglesia se sintió más
inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma
que en su
Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una
total
amalgamación de las dos partes; o bien el estado o bien
la
iglesia debían asumir la preeminencia, y por un tiempo
la
iglesia se contentó con tomar el puesto subordinado. Con
la
muerte de Constantino comenzó la lucha por la
supremacía, y los obispos de Roma presentaron
atrevidamente
sus pretensiones al gobierno universal de la iglesia
como sucesores
de San Pedro. Es significativo el hecho, que además
expone los
errores de raíz del papado, de que aunque los nombres de
los
primeros obispos de Roma puedan ser conocidos en la
historia, el
orden
en el que se sucedieron unos a otros no
es
conocido. Además, los obispos de Antioquía y de
Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones
asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era
de la europea) eran reconocidos y estaban a la par con
el obispo de
Roma.
Gregorio
Magno
Gregorio
Magno fue el único Papa destacable en el siglo
sexto. Fue un hombre piadoso, y fue responsable del
envío de
un grupo de monjes misioneros a Inglaterra, encabezados
por
Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una
gran obra evangelística, aunque el evangelio había sido
predicado en las Islas Británicas mucho antes que
llegaran
Agustín y sus monjes. A pesar de que este período vio
varias otras actividades misioneras, que indudablemente
llevaron a la
conversión de muchas almas, las cosas estaban
volviéndose más oscuras por todas partes, y el poder
corruptor de Roma estaba creciendo de manera alarmante.
Prosigue
la decadencia de la iglesia
Fue
en esta época que se estableció la abominable
idea del purgatorio, mientras que la sencillez del culto
cristiano
quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las
tinieblas que se
cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el
paso de los años, y a principios del siglo séptimo la
ignorancia del clero y la superstición del pueblo
habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco
leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y
muchos del clero eran incapaces de escribir sus propios
nombres. La
soberbia y la codicia del clero se introdujo en los
monasterios, y no
es una exageración decir que muchos de estos lugares
llegaron
a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá
sorprenderse de este estado de cosas cuando se considera
el ejemplo
dado por los Papas, cuya arrogancia y ambición parecía
aumentar a diario? Su ambición carecía de
límites, y ningunos medios eran demasiado bajos para
alcanzar
sus fines, y antes de mucho tiempo hicieron suyo el
título de
«Obispo Universal» por autoridad imperial. Así,
quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que se
edificaron todas sus pretensiones posteriores.
La
autoridad imperial, dada al Papa
Sin
embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo
en la
iglesia, seguía sometido al poder civil, hecho que
resultó extremadamente irritante y del que varios Papas
sucesivos intentaron liberarse. Con este objetivo, y
para lograr
nuevos convertidos a su causa, Roma patrocinó varios
grupos
misioneros. Aunque algunos de estos esfuerzos fueron
indudablemente
bendecidos por Dios, es de observar que el evangelio fue
predicado en
su mayor pureza por hombres fuera del seno de la iglesia
de Roma.
Los
misioneros de Iona
Bien
puede mencionarse en este contexto el nombre de Columba.
Con
un puñado de otros cristianos, zarpó de Irlanda en el
565, y desembarcó en la isla de Iona, frente a la costa
occidental de Escocia. Durante muchos años el monasterio
que
fundó allí fue considerado la luz del mundo occidental,
y docenas de fieles misioneros salieron de él para
llevar el
evangelio a cada rincón de Europa.
El
surgimiento del islam
En
el año 612 apareció Mahoma, el falso profeta de
Arabia, en la escena de la historia del mundo. No es
éste el
lugar para entrar en la larga historia del islam. Su
doctrina
fundamental queda expresada en el bien conocido dogma de
su fundador:
«No hay más dios que el verdadero Dios, y Mahoma es Su
profeta». Esta religión, tal como se expone en el
Corán, es una peligrosa mezcla de verdad y fábulas,
pero su pecado clamoroso reside en su negación de la
deidad de
Cristo.
No
es ni necesario ni provechoso dedicar mucho tiempo a la
historia de la iglesia durante los siglos octavo, noveno
y
décimo. El poder papal fue creciendo constantemente,
junto con
su ritual e idolatría. Es extraño que este hecho
sólo sirviera para ahondar la enemistad entre el
emperador y
el Papa. El primero, alarmado por los avances del islam,
cuyo
propósito expreso era la exterminación de la
idolatría y la afirmación de la unidad de Dios,
comenzó una campaña contra el culto a las
imágenes. El segundo, totalmente apoyado por los obispos
y el
clero, sancionó el culto a las imágenes, y
amenazó excomulgar de la iglesia a todos los que no se
conformaran a este culto. Esta lamentable actitud
empeoró
cuando un emperador cedió en la cuestión del culto a
las imágenes, uniendo sus fuerzas a las del errado Papa,
y
estableciendo la idolatría como la ley de la iglesia
cristiana.
Otro
de los muchos malignos inventos de este período fue la
doctrina de la transubstanciación, con la que se
expresó que el pan y el vino de la Eucaristía son
realmente convertidos en el cuerpo y en la sangre de
Cristo. Cegada
por los errores cumulativos de la superstición, Roma
estaba
dispuesta a ser extraviada, y el dogma de la
transubstanciación fue pronto reconocido como una
doctrina
central y esencial.
Las
tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca
fue más aplicable la expresión «ciegos
guías de ciegos» que durante este período. El
clero, en su mayor parte, vivía en un estado de letargo
espiritual y de indulgencia viciosa, sin exceptuar a los
obispos; en
realidad, era en el obispo supremo, el papa de Roma,
donde la
iniquidad encontró su culminación. Sus vidas, incluso
registradas por sus propios historiadores, muestran,
bajo una luz
espeluznante, los pasos descendentes hacia la gran
apostasía.
Ningún pecado era demasiado vil que no lo pudiera
perpetrar el
ocupante del trono papal, ni parecía haber inquietud
alguna
por las cualidades del que lo debiera ocupar. En cierto
tiempo se
afirma que fue incluso ocupado por una mujer y,
posteriormente, por
un blasfemo joven inmoral de dieciocho años. En los
años justo anteriores a la Reforma reinaron dos Papas
simultáneamente, pretendiendo cada uno de ellos ser el
representante de Cristo en la tierra, y acusándose el
uno al
otro, ante el mundo, de falsedad, perjurio y de los más
nefastos propósitos secretos.
Testigos
fieles en las Edades Oscuras
En
medio de toda esta terrible negrura, es alentador para
el
corazón registrar que Dios nunca se dejó sin
testimonio, y que la que ha sido llamada la «hebra de
plata de
la gracia de Dios» puede ser seguida con una fiel
continuidad a
través de todo el tiempo de las Edades Oscuras. Luis el
Gentil, un hijo de Carlomagno, un verdadero cristiano,
aparece
destacado en este contexto. Fue instrumento para la
introducción del evangelio en Dinamarca y Suecia. El
evangelio
fue también llevado por diversos medios, escogidos
soberanamente por Dios, a los noruegos, rusos, polacos,
húngaros y búlgaros.
Las
ambiciones del Papa Gregorio VII
Con
la elección de Hildebrando al trono papal en el
año 1073, la secular aspiración de la iglesia de Roma
por conseguir el dominio universal de todo el mundo iba
a recibir un
cumplimiento parcial. Las ambiciones de Hildebrando —que
asumió el nombre de Gregorio VII— carecían de
límites, y lo mismo casi podría decirse de los medios
malvados e implacables que usó para satisfacerlas. Su
deseo
era organizar un inmenso estado eclesiástico cuyo
gobernante
fuera supremo sobre todos los gobernantes de la tierra.
Y Gregorio no
vaciló en la supresión de todas aquellas costumbres que
él considerara que le estorbaban en la consecución de
su audaz plan. Entre las más visibles de estas
supresiones fue
su prohibición del matrimonio para el clero, cosa que
trajo
gran desgracia a millares de hogares.
La
lucha de Gregorio con Enrique IV
Su
intento de suprimir el privilegio secular de reyes y
emperadores de escoger sus obispos y abades le hizo
chocar de
inmediato con Enrique IV, Emperador de Alemania. La
negativa de
Enrique de someterse a éste y a otros decretos del Papa
enfurecieron tanto a este último, que tuvo la audacia de
ordenar al emperador que compareciera ante él en Roma,
y,
cuando este llamamiento fue rechazado, el encolerizado
Gregorio
pronunció la excomunión del emperador de la iglesia. Al
mismo tiempo, se le declaró depojado de su reino y sus
súbditos fueron absueltos de sus juramentos de lealtad.
Los
supersticiosos temores de la gente, ya suscitados por el
interdicto
papal, fueron adicionalmente agitados por renovados
embates del
Vaticano, y estalló la guerra civil. El poder de
Gregorio
aumentó mientras el de Enrique menguaba, hasta que el
desdichado monarca, abandonado por casi todos sus
súbditos,
rogó humilde el perdón del Papa. Éste
trató de manera tan insensible al arrepentido emperador
que el
resultado fue una acerba venganza. Enrique encontró
pocas
dificultades para reunir un ejército de simpatizantes
que
condujo a Roma. Logró entrar en la ciudad, deponer a
Gregorio,
y poner a otro Papa en su lugar. El encarcelado Gregorio
pidió
ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran guerrero
normando.
Pronto se reunió un gran y abigarrado ejército, y, a
pesar de todos los ruegos del clero y de los laicos para
que Gregorio
se aviniera a un acuerdo con Enrique, el Papa se mantuvo
impávido. Estaba incluso dispuesto a ver la más
terrible carnicería en Roma antes que rendir sus
exaltadas
pretensiones de que el emperador «entregara su corona y
diera
satisfacción a la iglesia». Tan pronto como Gregorio fue
liberado de su encarcelamiento por el triunfo de
Guiscard,
entabló de nuevo una lucha contra Enrique, pero su
muerte
impidió el estallido de aquella tormenta.
Las
Guerras Santas — 1094—1270
Hacia
finales del siglo undécimo, Satanás
cambió de táctica. El papado había ganado poco
con su lucha contra el emperador, y una cuestión a
resolver
era cómo el poder espiritual podría lograr un dominio
total sobre el temporal. Las nuevas tácticas que el
enemigo
sugirió, por medio del genio malvado de Roma, fueron las
Guerras Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las
Guerras Santas
se extendieron por todo el siglo doce y gran parte del
trece. Aunque
totalmente fallidas por lo que respecta al propósito
para el
que fueron instigadas, la parte que tuvieron en el
desarrollo de la
iglesia de Roma justifica alguna referencia a sus
motivaciones y
desarrollo.
El
objeto de las Cruzadas
Habían
llegado quejas de Tierra Santa por las afrentas y
ultrajes sufridos por peregrinos al Santo Sepulcro, y el
Papa Urbano
no tardó mucho en darse cuenta de que Europa podría ser
sangrada y agotada si se organizaban expediciones con el
aparente
motivo de rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los
infieles
turcos. Esto le posibilitaría impulsar sus pretensiones
temporales de una manera que ningún Papa había podido
antes de él, porque los turbulentos barones y poderosos
príncipes estarían fuera de su camino, y no
habría nadie que se le pudiera oponer. Este plan,
diabólicamente astuto, tenía una apariencia de justicia
y de piedad, y los corazones de miles por toda Europa
fueron
atraídos por él. Se basaba en un emocionalismo y
superstición sin frenos, y estaba rematado por una
blasfema
oferta papal de absolución de todos los pecados para
todos los
que tomaran armas en esta sagrada causa, y la promesa de
la vida
eterna a todos los que murieran en el intento.
La
Primera Cruzada, 1094
En
estas condiciones, no es sorprendente que una enorme
horda de
sesenta mil guerreros estuviera pronto lista para
emprender la
primera cruzada a Palestina. Aquella expedición estaba
condenada al fracaso, y ni siquiera llegó a Tierra
Santa,
aunque dos terceras partes de aquel número murieron en
el
empeño. Los supervivientes fueron reorganizados un año
más tarde y, después de una larga y sangrienta lucha,
los cruzados lograron asaltar Jerusalén. La carnicería
que siguió fue indescriptible, y la matanza de setenta
mil
mahometanos fue considerada como una buena obra
cristiana.
La
Segunda Cruzada, 1147
La
segunda cruzada, unos cincuenta años después de
la primera, fue planificada de manera mucho más
cuidadosa. El
número de participantes aumentó a más de
novecientos mil hombres. Incluía (tal como era la
intención original de Roma) dos emperadores —los de
Francia y Alemania—, una hueste de sus nobles, y estaba
apoyada
por la riqueza y el poder de las naciones.
La
predicación de Bernardo
La
predicación de esta cruzada había sido confiada
al famoso abad Bernardo de Claraval, cuya gran
elocuencia y peso
moral fue indudablemente útil para lograr tan gran
número de los que se pusieron bajo la bandera de la
cruz. Pero
esta cruzada, como la primera, fue un fracaso miserable
y humillante,
y se estima que cerca de un millón de vidas se perdieron
en la
empresa.
La
cruzada de los niños, 1213
No
es necesario dar detalles de las cruzadas posteriores,
aunque
se puede hacer una referencia incidental de que entre la
quinta y la
sexta cruzada, hubo otra compuesta totalmente por niños,
organizada por un muchacho pastor. Es triste registrar
que este
patético intento de conquistar a los infieles cantando
himnos
y rezando oraciones tampoco tuvo más éxito que las
otras, y un gran número de los noventa mil niños que
emprendieron la cruzada murieron de hambre o fatiga, o
fueron
vendidos como esclavos. Las mismas causas irrazonables y
antiescriturarias, aunque galvanizadoras, y los mismos
resultados
desastrosos, se hacen evidentes en cada una de las
expediciones, ello
a pesar del hecho de que durante doscientos años fueron
la
fuente de una enorme riqueza y poder para la iglesia, y
de
incalculable miseria, ruina y degradación para las
naciones de
Europa.
San
Bernardo y el monasticismo
Aunque
la última cruzada nos lleva al año 1270,
tenemos que retroceder cien años, y referirnos
brevemente a la
expansión de la vida monástica, en particular bajo la
influencia de San Bernardo, abad de Claraval. Su
predicación,
que precedió a la segunda cruzada, y que ya ha sido
mencionada, fue sólo una de sus muchas actividades. Por
medio
siglo apareció como líder y rector de la cristiandad
—el oráculo de toda Europa. Aunque la idea del
monasterio
había existido desde los tiempos de Antonio, ya hacía
ochocientos años, no hay duda de que el interés en el
monasticismo fue sumamente estimulado durante la vida de
Bernardo. A
él mismo se le atribuye la fundación de ciento sesenta
monasterios esparcidos por Francia, Italia, Alemania,
Inglaterra y
España. La vida en estos monasterios era extremadamente
severa. Obrando bajo la piadosa pero engañada
suposición de que cuanto más alejados estuvieran de los
hombres, tanto más cerca estarían de Dios, los monjes
se infligían a sí mismos todo tipo de tortura y
sufrimiento. Bernardo sobresalía en esto, y pasaba el
tiempo
en soledad y en el diligente estudio de las Escrituras.
El efecto del
sistema monástico en general sobre el pueblo en las Eras
Oscuras tiene que explicar su buena disposición a creer
cualquier cosa que les dijera un monje, especialmente
sobre el bien o
el mal, sobre el cielo o el infierno, y el monasterio
era incluso
considerado como la puerta del cielo. Por engañado que
estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la
historia de
negativo en sus acciones, no se puede dudar que era un
verdadero
creyente. En realidad, su vínculo con el Señor tiene
que haber sido real y de gran valía para él, o nunca
hubiera podido escribir este himno:
¡Jesús! sólo en ti pensar

De deleite el pecho llena;

Pero más dulce será tu rostro ver

y en tu presencia reposar.


Detalles
como éstos confirman la anterior referencia a la
ininterrumpida hebra de plata de la gracia de Dios. Sin
embargo, no
se debe dar la impresión de que todos los monasterios
llegaban
a la norma de los que estaban bajo el control de
Bernardo, ni que la
condición de estos últimos se mantuvo igual tras su
muerte. En general, las condiciones en ellos era
lamentablemente
mala.
Testigos
fieles en el siglo doce
A
pesar de esto, el siglo doce vio las actividades de
otros
hombres piadosos además de Bernardo, y constituye un
ejemplo
trágico del poder cegador del papado el hecho de que
Bernardo
considerara generalmente a estos fieles testigos como
herejes. De
entre estos pretendidos herejes se pueden mencionar en
particular a
Pedro de Bruys y a Pedro Waldo. Sus actividades fueron
similares en
cuanto a que denunciaron abiertamente la corrupción de
la
iglesia dominante y los vicios del clero. Waldo fue el
que
llegó más lejos de los dos. No sólo
renunció a aquel sistema religioso como anticristiano,
sino
que predicó el sencillo evangelio, y, al traducir los
Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en
manos de los
laicos, hecho éste que provocó el interdicto del Papa,
excomulgándolo de la iglesia.
Tomás
Beckett y el papado en Inglaterra
La
sinopsis del desarrollo histórico del siglo doce no
estaría completa sin una breve mención de la larga
pendencia entre Enrique II de Inglaterra y Tomás
Beckett,
Arzobispo de Canterbury. De hecho, se trataba del viejo
conflicto
entre la Iglesia y el Estado, la misma batalla que había
sido
librada entre Enrique de Alemania y el Papa Gregorio,
pero que esta
vez se daba en suelo inglés. Tomás Beckett, un
inflexible vasallo de Roma, se opuso violentamente a los
deseos del
rey de poner a raya el crecimiento del poder papal en
Inglaterra, y
no vaciló en actuar como traidor contra el rey para
alcanzar
sus fines. Esto se hizo evidente cuando Enrique y sus
barones
establecieron un código para la protección de sus
súbditos de las arbitrariedades del clero. Beckett,
inmediatamente después de haber puesto su firma a estas
leyes,
las violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa de
la
indulgencia papal, rehusó reconocerlas en absoluto.
Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique y
Beckett, pero este último, renunciando a todos sus
títulos y cargos oficiales, y retirándose a la
posición de un monje austero y mortificado, pronto se
ganó las simpatías de las gentes supersticiosas. Y
así sucedió que cuando Beckett fue asesinado,
más o menos por inducción del rey, que el rey fue
acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió culto
como
santo martirizado. Este desafortunado incidente y la
consiguiente
humillación del rey, que tuvo que dirigirse en humilde
peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para ser allí
azotado
por los bien dispuestos monjes, hizo mucho por extender
por
Inglaterra la dominante influencia de Roma.
La
maldad de los sacerdotes
En
este tiempo, las condiciones en la iglesia profesante
parecían estar degenerando, si ello fuera posible, hasta
mayores profundidades. Clérigos de todo rango estaban
lanzados
a la lucha por la riqueza y el poder. La masa del pueblo
era
sumamente ignorante, y carente casi totalmente de
espiritualidad.
Menospreciando la educación, estaban a merced de los
sacerdotes, que veían el valor de la ignorancia, y que
buscaban, por todos los medios, limitar sus
conocimientos. Se ha
dicho con razón que Inglaterra, en el siglo doce, estaba
gobernada por los sacerdotes. Los monasterios se habían
convertido en palacios en los que los señoriales abades
podían dar sus suntuosos agasajos y darse a sus
culpables
amores, protegidos por el fuerte brazo de Roma. El
astuto sacerdote
podía pretender agitar la llave de San Pedro en el
rostro de
su contrario, y amenazarlo con excluirlo del cielo y
encerrarlo en el
infierno si no obedecía a la iglesia. Era su pretendida
santidad y su malvada perversión de las Escrituras lo
que les
daba tal poder sobre los ignorantes y los
supersticiosos.
Además, desde el emperador hasta el campesino, todo el
interior del corazón de cada hombre y mujer pertenecía
a la iglesia de Roma y estaba abierto al sacerdote.
Ninguna
acción, apenas si un pensamiento, eran escondidos al
padre
confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie
de
policía espiritual ante la cual cada hombre estaba
obligado a
informar contra sí mismo. Las terribles amenazas de
excomunión de la iglesia y de las penas eternas del
infierno
obligaban al más soberbio corazón a entregar todos sus
secretos. Luego, el dogma igualmente malvado y
relacionado de las
indulgencias, por el cual los pecados eran remitidos
mediante una
contribución a la tesorería de la iglesia sin necesidad
del penoso o humillante proceso de la penitencia, trajo
inmensas
riquezas a las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí
se
debe añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes a
cometer
crímenes mucho más graves que aquellos de los que con
desgana absolvían a los cegados laicos. Pero si los
sacerdotes
regían al pueblo, el Papa regía a los sacerdotes. Todos
le estaban sometidos, y tanto más cuanto que durante
aquel
tiempo se presentó de manera destacada el dogma de la
infalibilidad papal. La «Bula de Infalibilidad» afirmaba
que el Papa como cabeza de la iglesia no podía
errar
cuando enunciara solemnemente, como vinculantes para
todos los
fieles, una decisión sobre cuestiones de fe o de moral.
La
culminación del poder papal
El
siglo trece se distingue comúnmente como la era dorada
de la gloria pontificia. En este siglo iba a cumplirse
la gran
ambición de los papas sucesivos desde el siglo quinto en
adelante de establecer el trono de San Pedro por encima
de todos los
otros tronos. Fue el gran Papa Inocencio III, que poseía
una
astucia diabólica, el que sobrepasó los logros de todos
sus predecesores y logró el dominio sobre los reyes de
la
tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios medios
de que se
sirvió para alcanzar sus fines, ni hablar de los años
de asesinatos y guerras con que alcanzó su meta. Los
coronados
sacerdotes de Roma se movieron con una mano maestra y
con la
aplicación infatigable de toda la maquinaria del papado,
para
que él mantuviera y consolidara la absoluta soberanía
de la Sede de Roma. Durante este tenebroso período,
Inglaterra
iba a caer más que nunca bajo el férreo dominio de
Roma.
Inglaterra bajo el interdicto papal
Tanto
fue ello así que otro enfrentamiento entre el rey y
el primado llevó a que toda Inglaterra quedara bajo el
interdicto papal. (Nota 2.) Todas las
actividades de
la iglesia se suspendieron hasta que el interdicto
quedara levantado,
y Juan, Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del
trono, y
esto
por orden del Papa. Entonces, y como si esto
no fuera
suficiente, el Papa ofreció el trono vacante ¡al rey de
Francia! Roma, como la mujer de Apocalipsis 17, estaba
en verdad
cumpliendo la profecía divina de que «reina sobre los
reyes de la tierra».
Inglaterra
se rinde a Roma, 1213
Juan,
el rey depuesto, fue al principio rebelde y desafiante,
pero
más tarde se vio obligado a inclinarse humilde ante el
Papa, e
Inglaterra se rindió abiertamente a Roma. Esto tuvo
lugar el
15 de mayo de 1213. ¡Pobre Juan! Había sido el más
despreciable tirano que jamás se sentara en el trono de
Inglaterra, y no pudo sobrevivir mucho tiempo a este
fatal
acontecimiento. Murió en 1216 (sólo unas pocas semanas
después que el mismo Papa Inocencio), y murió, como ha
dicho otro, «con un carácter sin redimir por una sola
virtud solitaria».
Una
nueva persecución contra los cristianos
Otra
de las actividades de Inocencio fue emprender una
violenta
persecución contra las prédicas de Pedro de Bruys y de
Pedro Waldo. Éstas habían dado un fruto maravilloso,
hasta el punto de que se podían hallar seguidores de
ellos en
casi cada país de Europa. La persecución, conducida
principalmente por el notorio Simón de Monfort, cayó
primero sobre los cristianos del sur de Francia. Miles y
miles fueron
brutalmente asesinados en el distrito de Languedoc. Se
debe observar
que éste no era un ejército de la iglesia saliendo en
santo celo contra los paganos, los mahometanos o los
negadores de
Cristo, sino la iglesia profesante misma contra los
verdaderos
seguidores de Cristo, contra aquellos que reconocían Su
deidad
y la autoridad de la Palabra de Dios. Esto era algo
nuevo en los
anales de la cristiandad; pero la inexpugnable obra de
Dios
salió a la luz exactamente de la misma manera en que
había aparecido mil años antes en la fidelidad de los
mártires. En un lugar los ejércitos papistas
encontraron un número de cristianos, hombres y mujeres,
orando
y esperando pacíficamente su fin. Cuando se les
presentó la doctrina de Roma como la única alternativa
a la muerte, contestaron a una voz: «Nada queremos saber
de
vuestra fe; hemos renunciado a la iglesia de Roma. En
vano os
esforzáis, porque ni la muerte ni la vida nos hará
renunciar a la verdad que mantenemos». También es
interesante registrar que muchos de los valdenses y
albigenses, como
se les llamaba, huyeron a otros países, de manera que,
por la
gracia de Dios, el verdadero evangelio fue predicado en
casi todos
los rincones de la cristiandad.
La
Inquisición
Fue
al comienzo de estas guerras que fue fundada la
Inquisición, el más terrible de los tribunales de este
mundo, por influencia de Domingo, un monje español que
había tenido parte destacada en la persecución contra
los cristianos en el sur de Francia. Al principio su
actividad era
secreta, pero en el año 1229 fue reconocida
públicamente su gran utilidad en la detección de los
herejes, y el concilio de Toulouse la constituyó como
institución permanente. Se ordenó que se establecieran
inquisidores laicos en cada parroquia para detectar a
los herejes,
con plenos poderes para que entraran y registraran todas
las casas y
edificios, y para someter a los sospechosos a cualquier
examen que
consideraran necesario. La lectura de la Palabra de Dios
fue
públicamente prohibida por Roma, e incluso su posesión
era considerada como un crimen capital. Este terrible
tribunal fue
introducido gradualmente en los Estados Italianos, en
Francia,
España, y en otros países, pero nunca se
permitió su entrada en las Islas Británicas. No podemos
aquí entrar en los detalles de la Inquisición. Es cosa
harto sabida que las acciones más negras, la tiranía
más arbitraria y las crueldades más inhumanas que
jamás ennegrecieran los anales de la humanidad se
perpetraron
bajo la blasfema pretensión de que los inquisidores
estaban
manteniendo piadosamente los derechos de Dios en la
iglesia.
Estamos
ahora aproximándonos al profundamente interesante
período de la Reforma, cuando no sólo el soberbio
edificio de Roma iba a ser desafiado, sino también
sacudido
hasta sus mismos cimientos. La importancia de la Reforma
y el puesto
que ocupa en la historia de la iglesia hace necesario
entrar en ella
con más detalle que hasta ahora en esta historia.
El
albor de la Reforma
Parece
característico de los caminos de Dios que Él
permita que el mal llegue a su culminación antes de
intervenir
en juicio. Lo cerca que llegara el mal de su colmo en el
siglo quince
sólo lo sabe el Juez de toda la tierra. Todo el sistema
parecía irremisiblemente corrompido, mientras que el
Papa (que
prefiguraba al hombre de pecado) estaba casi usurpando
el puesto de
Dios. Que quedara suspendido el juicio divino sobre tal
escena para
que la luz de la Reforma la iluminara es verdaderamente
una muestra
culminante de la longanimidad y gracia de Dios. Aunque
la luz plena
del día del reformador iba a resplandecer en la persona
de
Martín Lutero en los primeros años del siglo
decimosexto, los primeros rayos pálidos del amanecer se
vieron
claramente más de cien años antes del nacimiento de
Lutero. Una obra tan tremenda no podía llevarse a cabo
en un
momento, y Dios estaba preparando constantemente el
camino para ella
debilitando el poder del Papa sobre los gobiernos
humanos, y en
general sobre las mentes de las gentes, suscitando
hombres capaces e
íntegros para denunciar los males de Roma.
Dos
pontífices en guerra entre sí
Fue
para esta época que reinaron simultáneamente dos
Papas, pero el antagonismo entre ellos llegó a tal punto
que
el pontífice de Roma proclamó la guerra contra el
pontífice de Aviñón. Esta insultante
inconsecuencia, junto con la terrible matanza que
siguió,
debilitó más la influencia del papado, empleando
así Dios un elemento desintegrador dentro del campo
del
enemigo
para acelerar su caída.
Juan
Wycliffe
Juan
Wycliffe ha sido con justicia descrito como la Estrella
Matutina de la Reforma. De hecho, fue el primer
reformador de la
cristiandad, el Lutero de Inglaterra. Pero no había
llegado
todavía el tiempo del avivamiento. Sus mordientes
críticas contra Roma, en las que no vaciló en tildar al
Papa de Anticristo, atrajeron sobre su cabeza un
torrente de
anatemas.
La
traducción de la Biblia al inglés, 1380
Pero
Wycliffe era amado por el pueblo. Se interesaba en el
bienestar de las gentes, les predicaba el sencillo
evangelio, y
tradujo la Biblia a un lenguaje que podían comprender.
Para el
tiempo de su muerte en 1384 sus seguidores eran
conocidos por el
nombre de lolardos, se habían hecho muy numerosos, y se
encontraban entre todas las clases de la sociedad.
Negaban la
autoridad de Roma y mantenían la total supremacía de la
Palabra de Dios. Como podía esperarse, una vez se
desencadenaron las acciones del Vaticano (porque los
frailes
habían dado información al Papa en cuanto a lo que
estaba sucediendo), no iban a detenerse hasta la
supresión de
los incorregibles herejes.
Persecuciones
contra los Lolardos
La
accesión de Enrique IV al trono de Inglaterra le dio a
Roma su oportunidad. Engañado por los testimonios falsos
de
los frailes acerca de pretendidas prácticas
revolucionarias de
los lolardos, Enrique consintió que fueran perseguidos
violentamente; desde aquel momento, y durante casi un
siglo, ardieron
las hogueras de la persecución en Inglaterra. Se pueden
mencionar específicamente los nombres de John Badby y de
Lord
Cobham entre los que sufrieron fielmente el martirio
durante aquel
período.
Juan
Huss y el avivamiento de Bohemia, c. 1400
Pero
en tanto que la obra de Dios estaba siendo consolidada
de
esta manera, en lugar de exterminada, por la persecución
desatada en Inglaterra, estaba surgiendo una notable
obra de
avivamiento en Bohemia, particularmente en las personas
de Juan Huss
y de Jerónimo de Praga. Ambos confesaron abierta y
denodadamente su simpatía por todo lo que Wycliffe
había escrito, y fueron a su vez acusados como herejes y
quemados. El martirio de ellos, en lugar de limpiar
Europa de las
herejías de Wycliffe, inflamó las mentes del pueblo
bohemio, de manera que se desató una guerra civil. Pero
incluso esto resultó para bien, porque tuvo como
resultado en
un gran crecimiento de los llamados husitas. Hubo otros
a los que
Dios suscitó durante este período, como John Wessel, el
tenor de cuya enseñanza estaba opuesto a los caminos y
máximas de Roma. Según iba aproximándose la
Reforma, se multiplicaban las voces que proclamaban la
verdad.
Las
primeras Biblias impresas
Antes
de llegar a la historia de Lutero, podemos mencionar la

impresión
de la Biblia en este crítico
período de la iglesia. La invención de la imprenta y la
fabricación de papel a partir de trapos viejos durante
la
última parte del siglo quince resultó en la
impresión y circulación de copias de la Biblia. Los
traductores comenzaron entonces su trabajo, y la Biblia
fue traducida
por reformadores individuales a varias lenguas en el
curso de unos
pocos años. Así, apareció una versión
italiana en 1474, bohemia en 1475, holandesa en 1477,
francesa en
1477, y española en 1478, como si fueran heraldos de la
inminente Reforma.
Martín
Lutero
Es
tarea difícil dar un breve sumario de la vida y
multiformes actividades de Martín Lutero de modo que se
pueda
dar un justo tributo a su gran obra y preservar, al
mismo tiempo, un
equilibrio en cuanto a sus faltas. «Veo en Lutero,»
escribió J. N. Darby, «una energía de fe por la
que millones de almas debieran estar agradecidas a Dios.
Y yo puedo
en verdad decir que lo estoy». No pueden abrigarse dudas
de que
nadie ha sido más usado por Dios durante todo el
período entre la muerte de los apóstoles y la
recuperación de la verdad de la asamblea en la primera
parte
del siglo diecinueve.
El
estado de la iglesia en la época de la Reforma
Se
tiene que recordar que en la época del surgimiento de
Lutero, la malvada introducción por parte de Roma de un
plan
de salvación basado en penitencias o indulgencias, en
lugar de
la doctrina de la justificación por la fe, había
llegado a unas proporciones espantosas, y daba enorme
provecho a
aquella culpable iglesia. Estos ingresos pasaban por las
manos de los
sacerdotes en cada ciudad y pueblo, y en la mayoría de
los
casos la maldad e inmoralidad de los sacerdotes mismos
era notoria.
Por ello, difícilmente puede sorprenderse nadie ante la
insatisfacción que se extendía rápidamente en
los corazones de hombres de todas clases. En el lado
positivo, el
testimonio fiel de los precursores había dejado una
impresión tan indeleble que miles de almas piadosas
tenían una premonición de que iba a tener lugar
algún
gran avivamiento. Todo lo que se necesitaba
era un
hombre que fuera suscitado por Dios para conducir,
aconsejar y
controlar, y estas cualidades estaban personificadas en
Lutero.
Los
primeros días de Lutero
Lutero,
en cumplimiento de un voto para consagrar su vida al
servicio de Dios, dejó la universidad a los 22 años y
se hizo monje. Su diligente estudio de las Escrituras lo
llevó
a su profunda convicción de pecado, y trató repetidas
veces, pero en vano, de reformar su vida. Sus esfuerzos
y
mortificaciones fueron tan fervientes e intensos como
infatigables,
pero no surtieron efecto, e incluso lo aproximaron a las
puertas de
la muerte. Lutero estaba ciertamente aprendiendo lo
amargo de aquella
falacia que pronto sería llamado a destruir. Pero no
estaba
destinado a permanecer oculto en un oscuro convento.
Después
de haber estado dos años en el claustro, fue ordenado
sacerdote, y un año después de esto fue nombrado
profesor de filosofía en la Universidad de Wittenberg.
Fue
entonces que surtió en su alma un poderoso efecto el
famoso
texto «el justo por la fe vivirá». Cuando
resplandeció la luz divina en Lutero, y se convirtió
verdaderamente a Dios, era todavía un esclavo de Roma, y
no
fue hasta haber visitado la ciudad papal que comenzó a
darse
cuenta de sus corrupciones y a ser sacudido de su
adhesión a
ella. El mal y la profanidad que Lutero observó en Roma
hicieron una profunda impresión en él. Volvió a
Wittenberg lleno de dolor e indignación y continuó
refutando fielmente el error entonces prevalente de las
iglesias de
que los hombres podían, por sus obras, merecer la
remisión de los pecados. La firmeza con la que Lutero se
apoyó en las Sagradas Escrituras impartió una gran
autoridad a su enseñanza, y se hizo evidente que no se
podía seguir evitando el fatal choque con Roma.
Lutero
condena abiertamente las indulgencias, 1517
Este
choque fue ocasionado por la visita a Wittenberg de John
Tetzel, un notorio traficante en indulgencias. «Os daré
cartas,» decía Tetzel, «todas debidamente selladas,
mediante las que incluso los pecados que tenéis la
intención de cometer os serán perdonados. No hay pecado
tan grande que no pueda ser remitido con una
indulgencia. Sólo
pagad bien, y todo os será perdonado». Así era la
malvada y blasfema enseñanza de Tetzel, y en pocas
ocasiones
encontró a hombres suficientemente ilustrados, y más
raramente aún suficientemente valerosos, para
enfrentarse con
él. Lutero, sin embargo, no dudo un momento en condenar
a este
osado impostor, y, no satisfecho con sus prédicas
públicas, fue tan lejos como para clavar sus famosas
tesis en
la puerta de la iglesia de Wittenberg. No sólo sirvieron
estas
tesis para denunciar y condenar la inicua práctica de
las
indulgencias, sino que también se profesó por primera
vez la doctrina evangélica de la remisión gratuita de
los pecados, sin ayuda alguna de ninguna absolución
humana.
Esto tuvo lugar el 31 de octubre de 1517. El efecto fue
electrizante,
y las noticias se esparcieron como un incendio por toda
Europa. Se
tiene que observar, sin embargo, que Lutero distinguía
entre
el dogma de las indulgencias y la enseñanza general del
papado. Estaba convencido de que lo primero era erróneo;
pero
no estaba liberado aún en cuanto a lo segundo. Por esto,
sus
tesis tienen todavía un fuerte sabor de catolicismo.
Este
hecho explica la aparente indiferencia con la que Roma
recibió
las primeras noticias de Wittenberg y el hecho de que
transcurrieran
casi tres años antes que Lutero recibiera la bula de
excomunión del Papa. Lo que tuvo lugar en el alma de
Lutero
durante este período quizá nunca se sabrá. Fue
objeto de muchos ataques, mientras que desde todas
partes se lanzaban
contra él vituperios y acusaciones; incluso sus más
entrañables y fieles amigos expresaban sus temores y
desaprobación ante su actuación. Él había
esperado que se unirían a él los dirigentes de la
iglesia y los más distinguidos académicos, pero todo
fue de manera muy distinta a lo que se había imaginado.
Se
sintió solo en la iglesia y solo contra Roma. No es
sorprendente que se sintiera agitado y desalentado y que
comenzaran a
formarse dudas en su mente. Tal como él mismo escribió
después: «Nadie puede saber lo que sufrió mi
corazón durante aquellos dos primeros años, la
desesperanza en que me hundí ... porque en aquel tiempo
desconocía muchas cosas que ahora, gracias a Dios,
conozco».
Lutero
excomulgado en 1520
Pero
la buena mano de Dios estaba detrás de todo ello,
porque la gran obra que Él había comenzado no
iba a ser torcida por un desaliento temporal del agente
humano que
Él había escogido soberanamente para su
promulgación. Al resplandecer más luz en el alma de
Lutero, su fe y aliento aumentaron, y se hizo más
evidente su
distancia entre su enseñanza y la de Roma. Gracias al
sabio
consejo del Elector de Sajonia, verdadero amigo de
Lutero desde el
comienzo hasta el final, fue esquivado un llamamiento
para hacerle
comparecer ante el Papa en Roma. Esta doble herejía
ocasionó el desencadenamiento de la tormenta, pero su fe
en
sus propias convicciones era entonces tan fuerte que
cuando
finalmente llegó la bula de excomunión, Lutero la
quemó públicamente, y declaró que el Papa era el
Anticristo.
La Dieta de Worms, 1521
Roma
parecía impotente, y, dándose cuenta de la
gravedad de aquel desafío, apeló al poder temporal, a
Carlos V, Emperador de Alemania, para que suprimiera a
aquel
problemático hereje. Pero la solitaria voz de Wittenberg
no
iba a ser fácilmente silenciada, porque para este tiempo
la
mayor parte de Alemania estaba de corazón con Lutero.
Además, sus escritos estaban extendiéndose
rápidamente en todas direcciones, y parecía como si
Europa estuviera esperando el resultado de la inminente
confrontación. Aunque advertido por muchos de sus amigos
y por
masas del común de la gente, Lutero, poniendo sin
embargo su
confianza en Dios, decidió acudir a la Dieta de Worms,
para
responder allí, delante del mismo Carlos, de las
acusaciones
que habían sido presentadas contra él. Inmutable
delante del emperador y de toda una corte de duques,
príncipes, condes y obispos, Lutero habló con una
calmada dignidad que sólo podía provenir de mucha lucha
privada en oración con Dios. (Nota 3.)
Reconoció, de manera sencilla, el montón de escritos
sobre la mesa como suyos propios, y rehusó retractarse
de
ellos.
Lutero
denuncia a Roma
Pero
Lutero no podía limitarse a una mera defensa de lo que
ya había escrito. En los términos más duros e
irrefutables denunció públicamente todo el sistema del
papado e incluso apeló al emperador para que no
permitiera que
sus súbditos se dejaran seducir por tal sistema. «No
puedo,» añadió Lutero, «someter mi fe ni al
Papa ni al concilio, porque está tan claro como el
mediodía que ambos han errado frecuentemente y se han
contradicho entre sí. ... Aquí estoy. Nada más
puedo hacer. ¡Que Dios me ayude. Amén!»
Para
profundo disgusto de Roma, Carlos pareció quedar
influido por la fe genuina del reformador, y tan sólo
consintió a un edicto de destierro. Su propio temor a
Roma le
impidió hacer menos. Habiendo de esta manera perdido su
presa,
el malvado poder de Roma trató de asesinar a Lutero,
pero el
buen Elector de Sajonia lo protegió, y, durante la
temporal
calma que siguió, Lutero, como preso dentro de la
seguridad
del castillo de Wartburg, pudo dedicar su atención a la
traducción de la Biblia.
Zuinglio
y la Reforma Suiza
Mientras
todo esto sucedía en Alemania, se estaba gestando
otra obra de Dios igualmente notable y totalmente
independiente en
otro lugar de Europa. Tuvo lugar en Suiza, y el
instrumento escogido
por Dios fue Ulrico Zuinglio, que era sacerdote de Roma.
Lo mismo que
Lutero, Zuinglio había abierto los ojos pronto a los
lamentables males del papado, y, simultáneamente con
esto,
gracias a la sabia enseñanza del célebre Thomas
Wittembach, aprendió la importante doctrina de la
justificación por la fe, y se dio cuenta, para su
asombro, de
que la muerte de Cristo era la única redención de su
alma. Al profundizar en este conocimiento mediante el
cuidadoso
estudio de las Escrituras, Zuinglio expresó abiertamente
sus
ideas acerca de las cuestiones eclesiásticas, y miles
iban a
oírle. Su mensaje era nuevo para sus oyentes, y él lo
expresaba en un lenguaje que todos podían comprender, y
el
pleno y claro evangelio que él predicó tuvo resultados
eternos. Era grande su fe en el poder convertidor de la
palabra,
aparte de cualquier esfuerzo del hombre por explicarla,
mientras que
sus respuestas apacibles y modestas a menudo desarmaban
a sus
adversarios. A este respecto, contrasta notablemente con
el rudo y
tormentoso Lutero. Se debería observar que Zuinglio
comenzó a predicar el evangelio un año antes que el
nombre de Lutero hubiera siquiera llegado a Suiza, de
modo que, como
dijo él mismo, «no fue de parte de Lutero que
aprendí la doctrina de Cristo, sino de la Palabra de
Dios».
Diferencias
entre Lutero y Zuinglio
Sin
embargo, había una interesante diferencia entre las
enseñanzas de estos dos destacados reformadores.
Zuinglio
mantuvo abiertamente que todas las observancias
religiosas que no
pudieran ser halladas en la Palabra de Dios, o
demostradas por ella,
debían ser abolidas. En cambio, Lutero, deseaba mantener
en la
iglesia todo lo que no fuera directa o expresamente
contrario a las
Escrituras. Incluso quería quedarse unido a la iglesia
de
Roma, y se hubiera contentado con purificarla de todo lo
que estaba
opuesto a la Palabra de Dios. La idea del reformador
suizo era la
restauración de la iglesia a su simplicidad original. No
daba
autoridad absoluta a nada que hubiera sido escrito o
inventado desde
los tiempos de los apóstoles.
Avances
en Suiza
A
su debido tiempo, el Papa recibió las alarmantes
noticias
del movimiento en Suiza, pero en lugar de hacer tronar
sus anatemas
contra Zuinglio, como había hecho —y seguía
haciendo— contra Lutero, cambió de táctica,
escribiéndole a Zuinglio una carta muy halagadora,
ofreciéndole todo lo que estaba en su mano excepto el
trono de
San Pedro. Pero Zuinglio no desconocía las argucias de
Roma, y
no dejó de darse cuenta del sutil intento de acallar su
voz.
Al haber rechazado la mano tendida, pero engañosa, del
Papa
Adriano, la Reforma en Suiza fue ganando terreno, dando
Dios
abundantes pruebas de Su mano poderosa en la gran obra.
Se
aprobó un decreto para la abolición de las
imágenes, fue abolida la misa, y se acordó que la
Eucaristía debía ser celebrada en conformidad a su
institución por Cristo. Más notable aun, y quizá
el golpe más terrible de todos para Roma, fue la
conversión de muchas de las monjas, y su petición al
gobierno para que se les permitiera abandonar el
convento. De esta
manera, y principalmente como fruto de las inagotables
tareas de
Zuinglio, las doctrinas de la Reforma se extendieron con
increíble rapidez, y al cabo de pocos años el culto
reformado estaba firmemente establecido en los tres
grandes centros
de Zurich, Basilea y Berna.
El
error de Zuinglio y su muerte, 1531
Pero
lamentablemente Zuinglio pareció incapaz de esperar
hasta que el poder atrayente de la gracia de Dios
trajera a todo el
país bajo la influencia de la fe reformada. Aunque
seguía siendo un sincero cristiano y ferviente
reformador,
accedió a asumir el carácter de un político, lo
cual, a su vez, lo llevó a tomar las armas para defender
la
verdad que tan querida le era a su corazón. El resultado
fue
desastroso. Zuinglio mismo, como capellán del ejército,
cayó muerto en batalla.
Revés
en Suiza
La
Reforma en Suiza quedó así tan lamentablemente
apartada del buen camino que la restauración del papismo
comenzó de inmediato. Pero los dones y el llamamiento de
Dios
son irrevocables, y aunque la obra en Suiza quedó
temporalmente frenada debido a la infidelidad humana,
iba a ser
establecida más firmemente que nunca pocos años
después por medio de Juan Calvino.
La traducción de la Biblia por
Lutero
Volviendo
a Alemania, todo parecía llamar a Lutero a
gritos. Y él oyó este clamor en la soledad de Wartburg,
y no lo pudo resistir. Diez meses después de la Dieta de
Worms, puso su vida en el fiel de la balanza, y aunque
seguía
estando bajo el interdicto del emperador (como resultado
de lo cual
cualquiera que lo reconociera podría prenderlo) volvió
a Wittenberg. Seis meses después su traducción del
Nuevo Testamento fue impresa y dada al mundo. Fue
recibida con gran
entusiasmo y no menos de cincuenta y tres ediciones
fueron impresas
sólo en Alemania durante los primeros diez años de su
publicación. Con la ayuda de Melancton, el íntimo amigo
y fiel colaborador del reformador (Nota
4),
poco
después se añadió el Antiguo Testamento, y se ha
dicho que el don de Lutero a sus compatriotas de la
Biblia en su
propia lengua hizo más por la consolidación y
dispersión de las doctrinas reformadas que todos sus
otros
escritos juntos.
El
efecto de la Palabra de Dios en Alemania
Desde
luego, aseguró que la base de la Reforma fuera la
Palabra de Dios, y no meramente las palabras de Lutero.
Las Sagradas
Escrituras —durante mucho tiempo encadenadas más
allá del alcance de las almas sedientas— eran ahora
accesibles para todos. La oposición que esto suscitó en
la Roma papal sólo expuso su inconsistencia, porque el
poder
de la Palabra tenía que ser reconocido por aquellos que
en la
práctica negaban su autoridad.
Las
buenas nuevas de la Reforma se esparcieron por todas
partes.
Había llegado su hora, aunque parecía surgir una enorme
oposición contra ella desde todos los rincones. De nada
le
sirvió a Roma lanzar sus anatemas, aunque lo hizo en
inútil cólera. Sus palabras cayeron en oídos
sordos y en corazones preparados por Dios para recibir
en su lugar
las verdades emancipadoras que la doctrina de los
reformadores les
dieron. Hubo predicadores arrestados, torturados y
martirizados, pero
de nada sirvió. La Biblia estaba en manos del pueblo, y
la
resistencia era inútil.
La
primera Dieta de Spira, 1526
Para
este tiempo, los tres príncipes más poderosos
de Europa, Enrique VIII, Carlos V y Francisco I, los
soberanos
respectivos de Inglaterra, Alemania y Francia, se
unieron en alianza
con el Papa para la supresión de los perturbadores de la
religión católica. Pero el consejo convocado en la
Dieta de Spira tuvo un resultado inesperado. En lugar de
entregar a
los reformadores a discreción de Roma, ¡dio gracias a
Dios por haber avivado, en su tiempo, la verdadera
doctrina de la
justificación por la fe! A pesar de esta derrota, y
frente a
muchos de sus nobles que favorecían la Reforma, el
emperador
de Alemania convocó tres años después una
segunda Dieta de Spira, en la que exigió el sometimiento
de
los príncipes alemanes a la original fe católica. Pero
el emperador ya no podía ejercer una autoridad suprema
en
cuestiones tocantes a la iglesia, y el consejo se mostró
de
nuevo dividido. Para llevar el asunto a una conclusión,
se
promulgó un decreto que incluía las exigencias del
emperador, y éste fue firmado por los nobles católicos.
Pero el partido reformado de la Dieta se mostró a la
altura de
las circunstancias, y, como un solo hombre,
protestaron

contra la decisión del consejo.
El
comienzo del Protestantismo
Éste
fue el inicio del Protestantismo y del período
de Sardis en la historia de la iglesia. La
Reforma
había tomado forma corporativa. En la Dieta de Worms fue
Lutero en solitario quien dijo «No»; pero fueron
iglesias y
ministros, príncipes y pueblo, los que dijeron «No»
en la Dieta de Spira.
El
error del Protestantismo
Se
debe registrar con dolor en este momento que muchos
cristianos,
al escapar del papado, cayeron en el error de poner el
poder de la
iglesia en manos del magistrado civil, o de hacer de la
misma iglesia
el depositario de este poder. Ya hemos señalado la forma
trágica en que esto se vio en el caso de Zuinglio.
Satisfechos
así acerca de su propia seguridad, pronto se
establecieron en
sus nuevos privilegios en un lamentable estado de
inercia espiritual,
recordándonos las palabras del Señor a Sardis: «Yo
conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y
estás
muerto». Así, el protestantismo erró
eclesiásticamente desde su mismo comienzo, porque miraba
al
gobernante civil como aquel en quien residía la
autoridad
eclesiástica. El péndulo había oscilado casi
hasta el otro extremo, de manera que, en lugar de la
iglesia
gobernando al mundo, el mundo vino a ser el gobernante
de la iglesia.
La
Confesión de Augsburgo, 1530
Cuando
los protestantes fueron convocados por el emperador de
Alemania para que dieran cuenta de sus actividades y de
sus razones
para abandonar la fe católica, redactaron (bajo la
dirección de Lutero y de Melancton) una clara
enunciación de sus doctrinas, que fue presentada en la
Dieta
de Augsburgo. En los caminos de Dios, se dio a los
protestantes una
recepción mucho más favorable que lo que jamás
se hubiera esperado, y muchos firmes partidarios de Roma
tuvieron que
inclinarse ante las convincentes palabras y artículos de
fe de
los reformadores. Esta puede ser considerada como la
ocasión
en la que la Reforma quedó definitivamente establecida
en
Alemania.
Lutero
era considerado por la multitud como poco menos que un
Papa, y parecería que tendía a caer bajo la influencia
de ello, porque se ha dicho que al menos en una ocasión
incluso sacrificó los intereses del evangelio para el
mantenimiento de su propia autoridad. Además, Lutero
nunca
pudo liberarse enteramente de los estorbos del papado, y
la doctrina
de la presencia real de Cristo en la Eucaristía fue un
dogma
al que se aferró hasta el fin. Esto le implicó en una
acerba controversia con el gran reformador suizo
Zuinglio, al que la
doctrina de la transubstanciación le causaba horror.
Pero era
demasiado terco para dejarse convencer, aunque los
argumentos de
Zuinglio eran claros y convincentes, e incluso rehusó
estrechar la mano tendida de Zuinglio.
Los
años finales de Lutero
Lutero
perdió mucho por su obstinación, y casi
parecía que ya se desvanecía la estrella de la vida del
gran reformador; pero el Señor añadió otros
quince años a la vida de Su amado —aunque frecuentemente
errado— siervo, durante el cual tiempo sirvió fielmente
de palabra y pluma en la consolidación de la gran obra
que le
había sido confiada.
La
Reforma en Europa
Habiendo
examinado con cierto detalle la historia de la Reforma
en
Alemania y Suiza, y tras haberla visto firmemente
establecida en
estos países bien antes de la muerte de Lutero en el
1546, es
necesario hacer una mención expresa de la Reforma en
algunos
de los otros países de Europa. El hecho de que una obra
similar surgiera en varios países distintos
aproximadamente al
mismo tiempo sólo añade más prueba —si es
que se necesitara de pruebas— de que esta gran obra fue
de Dios.
Juan Calvino
La
Reforma en la Suiza Francesa ya ha sido mencionada en el
contexto de su relación con Juan Calvino. Su nombre y el
de
Guillermo Farel están inseparablemente relacionados con
la
Reforma en la Suiza Francesa y en la misma Francia. Tan
fiera y
explícita fue la condena que Calvino hizo de Roma que
fue
considerado como un enemigo más peligroso e implacable
que
Lutero. Con un cuerpo débil y enfermizo y en una vida
relativamente breve, llevó a cabo una gran obra, pero,
por lo
que a la verdad respecta, fue más allá que Lutero, y
cayó en un error positivo, especialmente acerca de los
sufrimientos de Cristo. (Nota 5.)
La
persecución contra los hugonotes
En
Francia, el martirio de los cristianos, o Hugonotes,
como
fueron llamados los protestantes franceses, fue
extremadamente
severo. La historia de sus sufrimientos, en particular
en la noche de
la terrible matanza de San Bartolomé en 1572, es bien
conocida, y ésta constituye, quizá, la matanza
más malvada y desalmada que jamás haya sido perpetrada,
y, como se debe añadir para su vergüenza eterna, Roma
mostró un estridente gozo al recibir la noticia de que
100.000
personas inocentes habían muerto.
Unas
condiciones igualmente trágicas prevalecieron en otros
países europeos al avanzar la Reforma, pero con los
mártires del siglo dieciséis sucedió como
había sucedido con los cristianos primitivos: la
fidelidad de
los mártires tan sólo fortaleció la obra del
avivamiento.
La
Reforma en Inglaterra
La
Reforma en Inglaterra demanda un comentario más
detallado, aunque está entretejida de manera inseparable
con
la historia secular de la época. Habían pasado casi
doscientos años desde los tiempos de Wycliffe, pero la
chispa
que él había prendido nunca se había
desvanecido, y, en el siglo dieciséis, iba a
manifestarse como
una llama resplandeciente e inapagable.
William
Tyndale
La
primera figura destacable después de Wycliffe en la
Reforma Inglesa fue William Tyndale. Se manifestó
públicamente en un momento en que el Cardenal Wolsey, un
implacable representante de Roma, estaba ejerciendo una
maligna
influencia sobre el país. Su exhibicionismo lujoso de
riqueza
y ritual estaba casi introduciendo una especie de papado
en
Inglaterra. Sus pretensiones eran tales que en la época
en que
el Papa envió una bula de excomunión contra Lutero,
¡Wolsey también le envió a Lutero una suya! Pero
Wolsey se excedió, porque el celo con el que denunció
los escritos de Lutero sólo sirvió para atraer la
atención hacia ellos, y tendió a despertar el
adormecido interés de los ingleses y para prepararlos
para las
doctrinas de la Reforma. La obra de Tyndale, aunque de
enorme
significación, fue mayormente desconocida, y, al sufrir
el
martirio a los cuarenta y ocho años de edad, su vida de
fiel
testimonio no fue larga. En medio de una constante
oposición,
que le llevó a huir de Inglaterra, Tyndale, ayudado por
su
compañero reformador Miles Coverdale, finalizó una
traducción de la Biblia. Su aceptación fue enorme,
porque el pueblo estaba sediento de ella. En un tiempo
increíblemente corto se difundieron copias desde las
costas
del canal hasta los límites de Escocia. En Inglaterra,
quizá en mayor grado que en el Continente, la Reforma
fue
llevada a cabo por la Palabra de Dios. Esto es
significativo, porque
en Inglaterra no aparecieron hombres destacados como
Lutero, Zuinglio
o Calvino.
La
predicación de Latimer
Sin
embargo, lo que Tyndale estaba haciendo de manera
silenciosa
lo llevaba a cabo Hugh Latimer con sus sermones. Latimer
había
sido un partidario tan firme de Roma en sus primeros
años que
los papistas creyeron que Lutero había por fin
encontrado su
igual, pero cuando llegó el tiempo de Dios, la visión
de Latimer quedó en el acto transformada. Convertido de
manera
notable durante la confesión de uno de sus penitentes
que
había abrazado la verdadera fe cristiana, Latimer actuó
tan denodada y valerosamente en su denuncia de las
doctrinas de Roma
como antes lo había sido para mantenerlas. Las amenazas
de los
obispos fueron inútiles, y sus sermones fueron empleados
para
iluminar a muchas almas. Además, el mismo rey Enrique
VIII,
que (aunque sólo para sus conveniencias domésticas)
estaba tratando de sacudirse el yugo de Roma, apoyó la
predicación de Latimer. Lo superficial que era este
interés de Enrique se verá más adelante; lo
cierto es que tan sólo hacía pocos años lo
había sometido todo al Papa, y fue el Papa quien
concedió a Enrique VIII el título de «Defensor de
la Fe», por haber escrito contra las doctrinas de
Lutero. Sin
embargo, los papistas no estaban dispuestos a dar un
respiro a
Latimer, y, siendo llamado ante el obispo de Londres
bajo una
acusación de herejía, fue excomulgado y encarcelado.
La
influencia de Cranmer
Fue
durante esta época que Thomas Cranmer salió a la
luz pública. Aunque era superior a Latimer en
erudición, le iba a la zaga en lealtad a Cristo, y pasó
mucho tiempo antes que mostrara la suficiente resolución
para
librarse de las redes del papismo. El consejo de Cranmer
a Enrique
VIII con respecto a su divorcio de Catalina de Aragón le
atrajo el favor del rey, y fue designado para la Sede de
Canterbury.
Aunque empleó su autoridad para lograr la liberación de
Latimer, la obra de la Reforma no prosperó tanto como
hubiera
podido esperarse con Cranmer en este alto cargo. Desde
luego, no
apoyó la quema y la tortura de los herejes, pero era
demasiado
tímido para tratar de suprimir tales prácticas, que
continuaron de manera alarmante. Fue el mismo Enrique el
responsable
de esta cruel persecución. Aunque era Romanista de
corazón, y se gloriaba en todo el ritual, rehusó
aceptar la supremacía del Papa, refugiándose en la
posición independiente que había adoptado como cabeza
de la iglesia en Inglaterra.
Enrique
VIII persigue a los reformadores
El
rey y el clero llegaron a un acuerdo de un carácter de
lo más infame. El rey les dio autoridad para encarcelar
y
quemar a los reformadores siempre que ellos le ayudaran
a rescatar el
poder que había sido usurpado por el Papa. En 1540 esta
persecución iba a recibir un nuevo empuje con la
aparición de los famosos Seis Artículos. La causa
ostensible de esta malvada ley era promover la unidad de
los
súbditos de Enrique en cuestiones de religión. En
realidad, se trataba de un sutil medio para poner a los
protestantes
fuera de la ley. Así, lo que sucedió fue que la rotura
sólo se hizo más grande. Condenaba a muerte a todos los
que se opusieran a la doctrina de la transubstanciación,
de la
confesión auricular, a los votos de castidad y a las
misas
privadas, y a todos los que apoyaran el matrimonio del
clero y dar la
copa a los laicos. Cranmer empleó toda su influencia, e
incluso arriesgó del desagrado del rey, para impedir su
aprobación, pero todo en vano. El partido Romanista
seguía siendo poderoso, y el temperamento del rey se
hizo
más violento que nunca. Latimer fue echado en la
cárcel, y cientos de personas pronto le siguieron.
La
benéfica influencia de Eduardo VI
Al
morir Enrique VIII, Eduardo VI accedió al trono de
Inglaterra con la noble ambición de hacer de su país la
vanguardia de la Reforma. Como era sólo un niño de
nueve años en el momento de su coronación, el Duque de
Somerset —un genuino protestante— fue designado como
protector del reino. El primer uso que hizo Somerset de
su autoridad
fue abolir los odiosos Seis Artículos, y, hecho esto,
dirigió su atención a otras reformas, siendo la
más significativa el levantamiento de la prohibición de
la lectura de las Escrituras. El joven rey mismo no se
mostró
remiso a encabezar estas acciones, y no menos de once
ediciones de la
Biblia fueron publicadas durante su breve reinado.
Con
la ejecución del Duque de Somerset y la muerte de
Eduardo a la temprana edad de dieciséis años, las
perspectivas para los protestantes parecían muy
amenazadoras,
y de manera particular cuando María accedió al trono,
porque era católica fanática. Bajo la malvada
conducción de algunos de los agentes de Roma, María
consintió al deseo del parlamento de abolir la
innovación religiosa que Cranmer y Somerset sobre todo
habían introducido, y restauró el culto público
en sus viejos usos.
Martirio
de Latimer y Cranmer, 1555—1556
Como
era de esperar, no tardó en seguir la
persecución, y Latimer y Cranmer fueron quemados en la
hoguera. ¡Pobre Cranmer! Timorato e inestable como
siempre,
falló en la hora de la prueba y negó la fe. Pero,
siempre objeto del amor de Dios y de la gracia
restauradora de
Cristo, fue recuperado, y exhibió una fortaleza en la
hora de
la muerte que más que compensó por el débil
testimonio de su vida de claroscuros. Pero Dios iba a
intervenir en
breve, y el paso de la corona de María a Elisabet
señaló la restauración del protestantismo.
El
establecimiento de la Reforma bajo Elisabet
Poco
es el crédito que se le debe dar personalmente a
Elisabet por esto. Ha sido descrita como una reina sin
corazón
y casi sin conciencia. Podía ser todo para todos, y a
causa de
su vanidad fue incluso peligrosamente parcial en favor
de mucho del
ritual de la iglesia de Roma. Sin embargo, lo indudable
es que la
Reforma quedó establecida bajo su reinado y sobre una
base
más firme y amplia que jamás antes.
La
Reforma en Escocia
La
Reforma, al llegar a Escocia, era una necesidad
vivamente
sentida, porque la riqueza de las órdenes monásticas se
había hecho enorme, y sólo podía equipararse con
la codicia y el libertinaje de los clérigos, mientras
que la
vida del pueblo estaba bajo la pesada carga de las
exacciones de los
sacerdotes. En Escocia, como en Inglaterra, la Biblia
fue
enfáticamente la gran maestra de la nación, aunque los
nombres de Patrick Hamilton y de George Wishart siempre
estarán asociados con la Reforma en aquel país. Los dos
fueron intrépidos en la predicación de la verdad, y
sellaron su fiel testimonio con su sangre.
Limitaciones
de la Reforma
Es
quizá deseable en este momento pasar a repasar muy
rápidamente las limitaciones y fallos de la Reforma,
siempre
dando la debida honra a la notable cadena de fieles
testigos que Dios
suscitó para llevar a cabo aquella magna obra. La
doctrina de
la Reforma expuso que Cristo murió para reconciliar a Su
Padre
con nosotros. «Una enunciación,» como ha dicho J. N.
Darby, «totalmente errónea, confundiendo el nombre de
relación en bendición con Dios en Su naturaleza;
enseñando lo que la Biblia no enseña, afirmando ellos
que la obra de Cristo era reconciliar a Dios con
nosotros, y cambiar
Su mente». La verdad de la proyección del amor de Dios
con la libre y espontánea acción de Su gracia y
naturaleza estaba ausente de la teología de los
reformadores y
de sus credos. Ellos tenían que «es necesario que el
Hijo
del Hombre sea levantado», y creían en su eficacia; pero
no tenían el concepto de «porque de tal manera amó
Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito».
Además, predicaban la justificación por la fe
para la liberación de las almas, pero al establecer un
sistema
enseñaron que el perdón de los pecados era
obtenido mediante regeneración bautismal, y luego se
torturaron tratando de conciliar ambas cosas. La Reforma
nunca fue
más allá de la verdad de la justificación por
medio de la muerte y resurrección de Cristo. La
formación de la asamblea en relación con Cristo
ascendido y el Espíritu Santo enviado desde el cielo, y
la
segunda venida de Cristo —primero para recibir a Sus
santos y
luego para juzgar al mundo— no fueron ni tocadas.
La
aplicación de la justificación por la fe
—una verdad verdaderamente preciosa en sí misma—
era, naturalmente, dirigida al individuo, y este mismo
hecho
resultó en la transferencia de poder e importancia de la
iglesia al individuo. La idea de la iglesia como
dispensadora de
bendición fue rechazada; y todo hombre fue llamado a
leer la
Biblia por sí mismo, a examinarla por sí mismo, a creer
por sí mismo, a ser justificado por sí mismo, a servir
a Dios por sí mismo, por cuanto debía responder de
sí mismo. El pensamiento recién nacido de la Reforma
—siempre correcto, pero mucho tiempo negado por el
Romanismo— era, primero bendición individual, luego la
constitución de la iglesia. Pero lamentablemente el
verdadero
concepto de la Iglesia de Dios se perdió entonces de
manera
total, y no fue recuperado hasta los inicios del siglo
diecinueve.
Hasta adonde habían llegado, los reformadores estaban en
lo
cierto, pero al perderse de vista el puesto y obra
propios del
Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres
comenzaron a unirse y a erigir unas llamadas iglesias
según
sus propias ideas.
Iglesias
independientes
Rápidamente
se iniciaron una gran variedad de iglesias o
sociedades religiosas en muchas partes de la
cristiandad, efectuando
cada país su propia idea en cuanto a cómo debía
constituirse y ejercerse el poder eclesiástico. Esta
diferencia de opinión resultó en los cuerpos nacionales
e innumerables cuerpos disidentes, todos independientes
entre
sí, que siguen viéndose por todas partes. La mente de
Cristo en cuanto al carácter y la constitución de Su
iglesia parece haber sido totalmente pasada por alto por
los
líderes de la Reforma en su insistencia en el gran
principio
de la fe individual.
Con
este sumario en mente acerca del resultado de la
Reforma,
podremos narrar tanto mejor la historia de la iglesia,
en particular
en Inglaterra, durante los 280 años entre el
establecimiento
de la Reforma y la recuperación de la verdad de la
asamblea a
principios del siglo diecinueve.
El
Concilio de Trento, 1545
Será
sin embargo oportuno decir aquí que en lo
fundamental el carácter del Romanismo quedó sin cambios
a pesar de la Reforma. Incluso se aprovechó de las aguas
revueltas, que liberaron a millones de almas de su
servidumbre, para
enunciar una clara confesión de su fe. Esto tuvo lugar
en el
Concilio de Trento, y aunque se establecieron cánones, o
artículos de fe, que eran esencialmente de carácter
apóstata, las decisiones doctrinales a las que se llegó
en aquel tiempo han sido desde entonces consideradas
como el sumario
autoritativo de la fe Católicorromana.
Los
Puritanos
Fue
durante el reinado de Elisabet que germinó el
movimiento Puritano. El partido puritano, encabezado por
el obispo
mártir Hooper, objetaba enérgicamente contra los
hábitos y vestimentas que estaban ordenados para el
culto, y
muchos rehusaron ser consagrados en vestiduras llevadas
por el obispo
de la iglesia de Roma. Elisabet, como ya hemos
mencionado, aunque
opuesta al papismo, deseaba retener tanto como fuera
posible de
exhibición y pompa, y así surgió una
considerable oposición entre la corte y el partido
puritano.
Estas diferencias se agravaron cuando la reina ordenó el
mantenimiento de una uniformidad exacta en todos los
ritos y
ceremonias externas. Ello tuvo como resultado el que una
multitud de
ministros piadosos fueran expulsados de sus iglesias, y
que se les
prohibiera predicar en cualquier otro lugar.
Presbiterianos
e Independientes
Frente
a tanta persecución, estos puritanos excluidos se
constituyeron en un cuerpo, y, con el nombre de No
Conformistas,
fueron aumentando rápidamente en número. Cuando las
vestiduras fueron en general echadas posteriormente a un
lado,
desapareció la razón de la disensión, pero los
puritanos posteriores fueron más lejos que sus
originadores, y
contendieron no sólo contra las formas y las vestiduras,
sino
contra la misma constitución de la Iglesia de
Inglaterra. Esto
tuvo como resultado la formación de dos grandes
partidos, los
Presbiterianos y los Independientes. Los primeros
consideraban a
todos los ministros en cónclave como al mismo nivel en
rango y
función, mientras que los últimos, repudiando a la vez
el episcopado y el presbiterio, mantenían que cada
congregación debía dirigir sus propios asuntos y
escoger sus propios cargos, con independencia de toda
autoridad
humana.
Intentos
de restaurar la prelatura
Con
los sucesivos reinados de Carlos II y de Jacobo II, se
hicieron decididos esfuerzos por restaurar la prelatura
con todo su
ceremonialismo papista, y cundió una gran ansiedad en
cuanto a
si la Reforma en Inglaterra iba a mantenerse o a caer,
pero, por la
gracia de Dios, el corazón de la nación era demasiado
sanamente protestante para someterse, y el enemigo fue
derrotado.
Jacobo II abdicó, y el trono fue ocupado por María y
Guillermo, Príncipe de Orange. Bajo su influencia, el
trono
del Reino Unido fue puesto sobre una base rigurosamente
protestante,
mientras que, al mismo tiempo, los fieles
Convenanters
escoceses iban a ver el Establecimiento
Presbiteriano firmemente
arraigado en su país.
Avivamientos
tras la Reforma
Por
cuanto la posición pública de la iglesia
permanece muy similar en la actualidad a como estaba
bajo el reinado
de Guillermo, esta recapitulación histórica queda
prácticamente concluida. Sin embargo, hemos observado
antes
que Dios siempre se ha preservado un testigo y
testimonio fieles a la
verdad aparte de la profesión pública, y que nunca
quizá se ha visto ello de manera más notable que
durante estos últimos años que hemos estado repasando,
y particularmente durante los últimos cien años. Por
ello, debemos referirnos brevemente a algunas obras
independientes de
Dios, muchas de las cuales fueron características de los
siglos dieciocho y diecinueve. El siglo dieciocho estuvo
marcado por
un avivamiento del arte y de la literatura, y debido a
la comodidad y
el lujo que llegaron a ser el principal interés de los
ricos
parece que se dio poco interés a vivir las verdades del
cristianismo.
La
alta y baja crítica
Lo
cierto es que cuando la erudición invirtió sus
energías en cuestiones religiosas, hacia fines de aquel
siglo,
se apartó del principio de la fe por el cual se han de
comprender todas las actividades de Dios, e introdujo un
sistema de
la crítica que hizo de la erudición y de la mente
puramente racional el criterio por el que se debía
juzgar del
origen y autoridad de las Escrituras. Este movimiento
comenzó
en Alemania y en otros lugares, propiciado por
académicos
reconocidos que, en sus escritos, arrojaron dudas sobre
la autoridad
de la Sagrada Escritura. Los que pusieron en duda la
exactitud
textual
de la Palabra fueron llamados «críticos
bajos», y los que suscitaron cuestiones acerca de la
credibilidad o paternidad de los libros de la Biblia
fueron llamados
los «críticos altos». Los efectos de este
movimiento, uno de los más sutiles que Satanás haya
inventado para minar la autoridad de la Palabra de Dios,
se
extendieron rápidamente por Inglaterra, con perniciosas
consecuencias, y la apatía que existe en la actualidad
en las
mentes de la mayoría con respecto al cristianismo puede
remontarse, más o menos directamente, a este ataque
contra las
Escrituras.
Los Metodistas
Mientras
se llevaban a cabo estos intentos por derribar el puro
cristianismo echando dudas sobre la autoridad de la
Palabra de Dios,
el Señor estaba preparando a Sus siervos escogidos para
otro
avivamiento de la verdad y una mayor expansión del
Evangelio.
Este avivamiento iba a verse primero en las actividades
de los
célebres Juan y Carlos Wesley. Con la luz del verdadero
evangelio resplandeciendo en sus corazones, comenzaron a
celebrar
reuniones privadas para el avance de la piedad personal.
Lo estricto
de sus vidas y lo regular de sus costumbres fue la razón
de
que se les diera posteriormente a sus seguidores el
título de
«metodistas». Al ir creciendo la obra, Jorge Whitefield,
un
predicador de gran capacidad, se unió a Juan Wesley, y
siendo
ambos clérigos de la Iglesia de Inglaterra, comenzaron a
predicar por las iglesias el evangelio simple y llano.
Pero la verdad
del perdón y de la salvación por la fe en Cristo sin
obras humanas meritorias era demasiado sencilla y
escrituraria para
que pudiera ser tolerada. La Iglesia Establecida, que
sólo
podría mantenerse fuerte en tanto que siguiera con
energía espiritual aquella verdad que la había llevado
a la confrontación con el papado, había sucumbido a la
indolencia, a la ignorancia y a los lujos que eran la
marca de
aquella época, y pronto se vio en un conflicto con los
avivadores, y les cerró los púlpitos. Excluidos
así, se vieron obligados a predicar al aire libre, y sus
predicaciones fueron empleadas por Dios para rescatar a
las gentes de
las profundidades de las tinieblas morales, llevando a
miles tanto en
Inglaterra como en América a los pies de Jesús. Carlos
Wesley, que era menos fuerte de carácter que su hermano
Juan,
pero posiblemente más afectado interiormente por la
gracia de
Dios, fue el compositor de los himnos de aquel
movimiento, y muchos
de sus himnos están en uso constante hasta el día de
hoy. (Nota 6.)
Mientras
Carlos escribía himnos y Whitefield predicaba el
evangelio, Juan devino el organizador del movimiento, y
al
conseguirse fondos y propiedades para la obra, insistió
en un
control autocrático de la organización. Al principio
autorizó predicadores laicos, pero posteriormente se
arrogó el derecho de ordenar clero, y su sistema, por
tanto,
fue tan estrechamente alineado al Anglicanismo como el
de las
iglesias reformadas lo estaba con el de Roma. Como
resultado, no
podía recibirse más luz de la verdad de Dios que la que
su sistema permitiera que se expresara funcionalmente, y
esto los
limitó al perdón de los pecados y a las buenas obras.
Un río no puede levantarse a mayor altura que su fuente,
y por
cuanto la fuente de este movimiento estaba en un gran
reformador y no
en el mismo Dios, no es sorprendente que al morir los
Wesleys
siguiera un deterioro gradual en su carácter, y cismas
que le
hicieron perder su significado público, hasta que
encontró su nivel entre las muchas denominaciones de la
cristiandad.
Establecimiento
de las misiones extranjeras, 1792
No
podemos entrar en los detalles de otros avivamientos más
locales durante el siglo dieciocho, pero se puede hacer
mención de pasada, en este tiempo, de varias sociedades
misioneras extranjeras, especialmente por las
actividades de
Guillermo Carey, así como por la inauguración de
Escuelas Dominicales para niños.
El
estado filadelfiano y laodicense de la Iglesia
Fue
aquel un período de considerable actividad
evangélica, e indudablemente fue muy bendecido por Dios.
Fue
todo claramente parte de la obra preliminar general
anterior a la
aparición de lo que podría ser designado como el
estado filadelfiano de la historia de la iglesia,
en el que
aquellos que mantuvieron la palabra del Señor y no
habían negado Su nombre siguieron el fiel cortejo de los
reformadores y de los puritanos. Todo esto en contraste
con el estado
externo de la cristiandad profesante. Laodicea
marca la fase
final de la historia de la iglesia como testimonio
colectivo de Dios,
y se caracteriza no por error doctrinal o caída moral,
sino
por su tibieza y satisfacción propia.
El
Movimiento Evangélico
A
fin de evaluar correctamente los varios movimientos
religiosos
del siglo diecinueve, es necesario considerar tanto
aquellos cuyas
influencias y efectos han sido fácilmente discernibles
para el
público en general como aquellos movimientos menos
visibles
que resultaron de las obras de destacados ministros de
la Palabra de
Dios que rehuyeron la publicidad. Si consideramos en
primer
término los movimientos más públicos,
encontramos los frutos morales del avivamiento Wesleyano
expresado en
el movimiento «Evangélico» encabezado por hombres
como William Wilberforce y Lord Shaftesbury, que
interpretaron en
acciones políticas, como la abolición de la esclavitud
y unas medidas generales de reforma, las llanas y
literales
enseñanzas de la Escritura. Estos hombres fueron una
fuerza
moral genuina en sus tiempos. En oposición parcial a
esta
influencia, se desarrollo el movimiento
«Anglocatólico» o «Movimiento de Oxford»,
bajo el liderazgo de J. H. (después Cardenal) Newman, E.
B.
Pusey y J. Keble. A estos se les llamó «Tratadistas»
porque publicaron tratados en los que impulsaban a los
clérigos a la defensa de sus órdenes y
argüían que sólo suscribiéndose a la
teoría de una iglesia católica indivisible
podrían preservar sus posiciones y derechos. Este
movimiento
fue a su vez resistido por clérigos evangélicos como
Charles Kingsley y F. D. Maurice, que junto con Thomas
Hughes
constituyeron el movimiento «Socialista Cristiano» de la
década de 1860. Todos estos movimientos suscitaron mucha
controversia pública, pero tuvieron en general muy poco
efecto
moral permanente en el pueblo.
El
cristianismo y la ciencia en conflicto
Una
agitación mucho más profunda fue la causada
cuando la ciencia entró en conflicto con el
cristianismo. En
1830 Sir Charles Lyell publicó sus «Principios de
Geología». Al dejarse de observar la gran discontinuidad
temporal entre el primer y segundo versículos de la
Biblia,
sus argumentos fueron aceptados por muchos como
constitutivos de un
reto válido a la enseñanza de las Escrituras acerca de
la cuestión de la creación, y el espíritu de
escepticismo generado por los críticos altos y bajos
recibió un ímpetu adicional desde esta fuente. Esta
tendencia fue intensificada con la publicación en 1859
de la
obra de Charles Darwin El Origen de las Especies,
y de El
linaje del hombre
en 1871. Aunque estas teorías
han sido
invalidadas por posteriores descubrimientos científicos,
tuvieron en aquel tiempo el efecto de sacudir la
confianza de
millones de personas en la autoridad de las Sagradas
Escrituras, y
son mayormente responsables de la general apatía hacia
la
Palabra de Dios y de la ignorancia acerca de la misma
que existe en
la actualidad.
El
Ejército de Salvación, fundado en 1878
Otro
desarrollo público que merece mención fue la
formación del Ejército de Salvación en 1878 por
William Booth. Éste fue un poderoso movimiento
evangélico que tenía la intención de recuperar a
borrachos y a otros, inmersos en los vicios del siglo,
mediante la
ferviente predicación del simple evangelio. En tanto que
el
movimiento estuvo sustentado por la fe en Dios y por la
adhesión a sus motivos originales, tuvo gran éxito. La
idea del fundador era la de revestir a cada convertido
con un
uniforme que lo marcara públicamente como discípulo de
Cristo. Esto frecuentemente llevó a acerbas
persecuciones
contra los convertidos, pero era ocasión de un
testimonio vivo
del poder del evangelio. Con el paso del tiempo se
desvaneció
el fervor evangelístico, y el movimiento se hundió al
nivel de una organización de auxilio social, gobernado
por
líderes designados bajo el criterio de su capacidad
organizativa.
La
verdad en la penumbra
Podemos
pasar ahora a algunos de los desarrollos más
desconocidos, pero profundamente importantes, de la vida
espiritual
en el siglo diecinueve. A principios de aquel siglo, el
doctor
Augustus Neander, un judío alemán convertido en su
juventud al cristianismo, estaba enseñando en la
Universidad
de Berlín acerca de las grandes verdades del
cristianismo a
audiencias electrizadas. Era hombre de gran erudición y
basaba
su ministerio puramente en la Palabra de Dios; actuando
de esta
manera, avivó muchas importantes verdades que habían
quedado oscurecidas durante siglos. Vio claramente que
no
había autoridad escrituraria para un clero que ejerciera
un
oficio mediador entre Dios y los hombres, y mantuvo que
todos los
cristianos eran sacerdotes en virtud de ser habitados
por el
Espíritu Santo, y de tener entrada al lugar santísimo
de la presencia de Dios. Sin embargo, no inició ningún
movimiento para dar realidad a estas enseñanzas, y se
contentó con enseñar en la Universidad. En Suiza y en
Francia el doctor J. H. Merle d'Aubigné (que había sido
discípulo de Neander en Berlín) siguió una
línea algo similar de enseñanza, y dedicó mucho
tiempo a recopilar su vasta Historia de la Reforma.
John
N. Darby, 1830
En
Inglaterra e Irlanda comenzó un movimiento
simultáneo entre personas totalmente desconocidas entre
sí. Hubo una obra independiente del Espíritu de Dios en
los corazones y en las conciencias de muchos fieles
seguidores de
Cristo, entre los que se podrían mencionar
específicamente a John N. Darby, Edward Cronin, John G.
Bellet, Anthony N. Groves y George V. Wigram. J. N.
Darby, erudito de
considerable fama y abogado, fue convertido mediante la
lectura de
las Sagradas Escrituras. En sus años tempranos aceptó
un subrectorado protestante en el sur de Irlanda, pero
más
tarde quedó muy impresionado por la verdad de que la
Cabeza de
la iglesia era Cristo glorificado, de lo que dedujo que
debía
haber un organismo en la tierra, un cuerpo espiritual,
en el que Su
condición de cabeza debía ser expresado. El llamado de
esta verdad lo llevó a salir de sus conexiones
eclesiásticas, como Abraham en la antigüedad, que,
llamado por Dios, obedeció saliendo sin saber a donde
iba (He
11:8). Al mismo tiempo, otros hombres eran similarmente
movidos, por
el estudio de la Escritura, a juzgar el sistema
sacerdotal como
inicuo, por cuanto todos los cristianos son llevados al
mismo lugar
de cercanía y libertad para con Dios por el Evangelio, y
por
recibir el don del Espíritu Santo vienen a ser miembros
del
Cuerpo de Cristo. Por ello, todo sistema regido por un
sacerdote
oficial niega la primera de estas verdades cardinales, y
cualquier
asunción de derechos exclusivos de ministerio niega la
segunda.
El
reconocimiento de estas verdades capitales llevó a estos
cristianos a dejar aquellas asociaciones que las
negaban, para
reunirse en toda sencillez para participar de la cena
del
Señor tal como había sido establecida por el mismo
Señor y siguiendo la enseñanza inspirada del
Apóstol Pablo. Reconocieron la presencia personal del
Espíritu Santo y Su disposición soberana de poder como
el canal para el ministerio de la Palabra de Dios,
mientras que las
Escrituras fueron reconocidas como el único criterio
infalible
de la verdad y del error. Este movimiento, que comenzó
en
Dublín y en el sur de Inglaterra alrededor de 1832,
pronto se
extendió con considerable rapidez por medio de la
predicación del Evangelio y del ministerio de la
Palabra.
Así surgieron por toda Inglaterra y en Francia, Suiza,
Alemania, y por todos los países de habla inglesa del
mundo,
reuniones constituidas en base de la aceptación del
principio
de que la separación de la iniquidad era la única
verdadera base para la unidad.
El
avivamiento del verdadero carácter de la iglesia
El
hecho de que esta obra comenzó simultáneamente,
aunque de manera independiente, por muchas partes del
mundo,
demostró, como había sucedido trescientos años
antes durante la Reforma, que el mismo Dios estaba
obrando. Las notas
clave de este avivamiento eran el llamamiento distintivo
y celestial
de la iglesia (o asamblea) y la consiguiente necesidad
de la
separación del mal —tanto eclesiástico como
moral—, mientras que la sencillez y el gozo de los
primeros
tiempos de la historia de la iglesia fueron avivados en
muchas
pequeñas reuniones.
Las
personas que se reunían de esta manera no asumieron una
posición pública, y permitieron ser llamados
simplemente por el nombre de «hermanos». Al aceptar esta
designación, no lo hacían en ningún sentido
más estrecho que el comunicado por las palabras del
mismo
Señor: «Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos
vosotros sois hermanos». No iniciaron nada nuevo,
ni
tampoco trataron de reformar nada. Sencillamente
reconocieron que la
asambea seguía ahí, y que formaban parte de ella, a
pesar de la ruina pública.
La
verdad, comprometida
Pero
con el paso del tiempo, las verdades y principios que
gobernaban a J. N. Darby y a otros no fueron mantenidas
por todos los
que profesaban tomar el terreno de separación de la
Iglesia
Establecida y de las denominaciones, y han surgido
varias crisis
entre los «Hermanos». La verdad de Cristo y de la
asamblea,
al no ser mantenida en poder espiritual, llevó a
diferencias
de opinión y pronto se reveló la presencia de algunos
que estaban dispuestos a aceptar una norma inferior o
contemporizaciones. Había, por ejemplo, los que
mantenían que la asamblea en su aspecto universal se
había vuelto invisible, y que nada quedaba ahora sino
establecer asambleas locales, cada una de ellas completa
en sí
misma, y sin responsabilidad para con otros grupos
similares. Cada
una de ellas sería así libre de recibir a cada creyente
individual, suponiendo que fuera perfectamente sano en
la fe, sin
tener en cuenta las asociaciones a las que pudiera estar
vinculado.
La verdad de la asamblea en su unidad general
—tan
enérgicamente mantenida por J. N. Darby— perdió
entonces su lugar debido, se abrió de par en par la
puerta a
la contemporización con el mal, y el curso del
testimonio
durante los últimos cien años ha estado repetidamente
marcado por conflictos. No obstante, el movimiento
original, que
siguió al avivamiento de la década de 1830, se ha
mantenido y expandido entre muchos que buscan
humildemente y con la
energía de la gracia divina «contender ardientemente por
la fe que ha sido una vez dada a los santos».
El
resultado de este conflicto por la fe y de la actividad
de
Satanás en su intento de corromper la verdad se puede
observar
hoy en todas partes, con la existencia de docenas de
diferentes
asociaciones religiosas. Es uno de los hechos más
humillantes
y penosos que tales condiciones deban caracterizar los
últimos
días de la historia de la iglesia.
La
ruina pública de la iglesia y la pequeñez y
debilidad externas de aquellos en ella que buscan
mantener la palabra
del Señor y no negar Su nombre, se hacen tanto más
evidentes cuando los contrastamos con las grandes
entidades
apóstatas, las cosas del mundo, sean civiles o
eclesiásticas, que están creciendo en fortaleza y
magnificencia externas según se va aproximando su día
del juicio. Pero todo ello está en conformidad con la
profecía inspirada. Las exaltadas pretensiones de la
gran
apostasía están vívidamente exhibidas en las
páginas de la Sagrada Escritura, mientras que no hay
ninguna
promesa en el Nuevo Testamento de que la iglesia vaya a
recuperar su
consistencia y hermosura antes de su arrebatamiento.
Ésta,
pues, es la posición que nos confronta en el
período presente de la historia pública de la iglesia,
y, desde luego, la finalización de esta historia no
puede
retardarse ya mucho. En palabras de otro, la iglesia
está a
punto de pasar de sus ruinas a su gloria, mientras que
el mundo va de
su magnificencia a su juicio.




«UNA PUERTA ABIERTA»
La
historia que constituye la sustancia de este libro
concluye con
una referencia a las muchas sectas y denominaciones
religiosas, cuya
existencia caracteriza el día presente. Debido a esto,
puede
que surja en la mente de algún lector interesado una
sensación de aturdimiento, y un deseo de saber qué
pasos debiera tomar. Es con el fin de indicar aquella
luz o
guía que el mismo Dios pueda haber dado proféticamente
en las Sagradas Escrituras acerca de esta cuestión que
se da
esta sección adicional. A la luz de las propias palabras
del
Señor, «el que quiera hacer la voluntad de Dios,
conocerá si la doctrina es de Dios» (Jn 7:17), podemos
tener la certeza de que Dios nunca dejará que un
indagador
sincero quede en la incertidumbre acerca de la verdad y
de la luz que
en todo momento debiera gobernar cualquier postura. Al
apelar a la
Palabra de Dios, se supone que el lector acepta
inequívocamente su inspiración y autoridad, y que
está dispuesto a permitir que la palabra tenga su pleno
efecto
sobre la conciencia, y que luego controle las acciones.
En el
espíritu de una indagación dependiente y seria, podemos
entonces preguntar: «¿Qué dice la Escritura?»
En
primer lugar, no se nos deja con ninguna duda acerca de
que por
negras que sean las tinieblas de los últimos días, lo
que es de Dios permanece, y que nunca queda sujeto a
fracaso ni
deterioro alguno. Al registrar la triste ruina de la
iglesia y el
desmoronamiento de lo público, es de suma importancia
reconocer esto. Las normas divinas son invariantes, y el
Espíritu Santo de Dios (mencionado por el Señor como
«el Espíritu de verdad,» Jn 15:26) está
aquí para mantener todo lo que es de Dios, hasta la
venida del
Señor y la consumación de la historia de la iglesia
sobre la tierra.
Pablo,
Juan, Pedro y Judas se refieren todos a las condiciones
de
los últimos días, y todos, a su manera, se aferran a la
luz sin sombras de la verdad divina frente a las
tinieblas de la
apostasía. Pedro, por ejemplo, en el segundo capítulo
de su segunda epístola, describe el tiempo de apostasía
con las palabras más solemnes, y sin embargo, en aquel
mismo
capítulo se refiere a «el camino de la verdad» (v.
2), «el camino recto» (v. 15), y «el camino de la
justicia» (v. 21), como para destacar el hecho de que
hay
un camino incluso en medio de tales
condiciones. Luego Pablo,
en su segunda epístola a Timoteo, se refiere a los
últimos y peligrosos días, pero da al mismo tiempo esta
palabra: «Pero el fundamento de Dios está firme» y
«Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti 2:19).
Ahora
bien, estas palabras del Apóstol Pablo, que deben
traer consuelo al corazón de cada uno que ame al Señor
Jesús, van de inmediato seguidas por esta
palabra a la
conciencia: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca
el nombre de Cristo». La cristiandad profesante es
asemejada, en
este pasaje, a «una casa grande», en la que hay vasos
para
honra y para deshonra, y si alguno quiere ser útil para
el
Maestro, este pasaje enseña que ello sólo puede ser
purificándose a sí mismo, separándose de los
vasos para deshonra. ¿Qué es entonces lo que se quiere
decir por «apartarse de iniquidad» y por «separarse de
vasos para deshonra»?
Está
claro por pasajes de la Escritura como Lv 5:15 que la
iniquidad en «las cosas santas del Señor» es tan
solemne como la violación de los principios morales
entre los
hombres, y es lo primero cuyo verdadero carácter se
tiene que
discernir antes que se pueda obtener un entendimiento
correcto de la
iniquidad como Dios lo tiene o que uno pueda formarse un
juicio
acerca de ella. Cuando el Señor es presentado en
Apocalipsis
en Su gloria judicial, se dice de Sus ojos que son «como
llama
de fuego». Es así que Él observa lo que
está aconteciendo en la iglesia, y siete veces repite:
«Yo conozco tus obras». Necesitamos siempre tener esto
presente si hemos de ser preservados de caer en el error
de juzgar en
base de las degradadas normas del hombre caído.
La
intrusión de la mano del hombre en las cosas santas de
Dios, con toda su extendida implicación en el
cristianismo
profesante, ha sido con justicia designada como
iniquidad, y el
llamamiento ahora es: «Salid de en medio de ellos, y
apartaos,
dice el Señor» (2 Co 6:17). En palabras de J. N. Darby,
«Dios está obrando en medio del mal para producir una
unidad de la que Él sea el centro y manantial, y que
reconozca
de manera dependiente Su autoridad. Él no lo hace
todavía por medio de la eliminación judicial de los
malvados: él no puede unirse con los malos ni tener una
unión que los sirva. ¿Cómo puede ser, entonces,
esta unión? Él separa del mal a los llamados: «Salid de
en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no
toquéis lo inmundo; y yo os recibiré». Ésta es
la manera en que Dios reúne. Por cuanto existe el mal,
no
puede haber una unión de la que el Dios santo sea el
centro y
el poder, excepto por medio de separarse del mal. La
separación es el primer elemento de la unidad y de la
unión. ... Separarse del mal es la consecuencia
necesaria de
la presencia del Espíritu de Dios bajo todas las
circunstancias en cuanto a la conducta y la comunión».
De
esta manera, J. N. Darby (discerniendo claramente el
gran
apartamiento del cristianismo profesante de la verdad y
reconociendo
humildemente su parte de responsabilidad), reconoció que
la
Escritura proveía una puerta abierta por la que escapar
a las
cosas que son a la vez inconsecuentes con la verdad y
con la
comunión a la que él era llamado como creyente. Por
ello, se separó totalmente de todos los sistemas
caracterizados por un orden humano o por un oficio
clerical, o en los
que se reconociera un vínculo sectario, y sus razones
para
ello están expuestas en los siguientes extractos de uno
de sus
escritos. Contienen ellos uno de los más solemnes
alegatos
contra el cristianismo profesante que jamás haya sido
escrito,
y merecen el cuidadoso estudio en oración por parte de
todos
los que se sienten ejercitados acerca del actual estado
de la
cristiandad:
«Después
de haber estado convertido por seis o siete
años, aprendí por enseñanza divina lo que dice
el Señor en Juan 14: «En aquel día vosotros
conoceréis ... [que estáis] en mí, y yo en
vosotros» —que yo era uno con Cristo delante de Dios—, y
encontré la paz, y nunca, aunque con muchos fallos, la
he
perdido desde aquel entonces. La misma verdad me llevó
fuera
de la Iglesia Establecida. Vi que la iglesia estaba
compuesta de
aquellos que estaban así unidos con Cristo. ... La
presencia
del Espíritu de Dios, el prometido Consolador, había
entonces llegado a ser una profunda convicción de mi
alma en
base de las Escrituras. Esto pronto fue de aplicación al
ministerio. Me dije a mí mismo: Si Pablo viniera, no
podría predicar; no tiene cartas de orden; si el más
acerbo oponente de su doctrina viniera, y las tuviera,
tendría
derecho a predicar, en base del sistema. No se
trata de un
hombre malo que pueda infiltrarse (esto puede suceder en
cualquier
lugar): es el sistema en sí. El sistema está mal. Pone
al hombre en lugar de Dios. El verdadero ministerio es
el don y poder
del Espíritu de Dios, no la designación humana. ...
Creo yo que el «Concepto del Clérigo» es el pecado
contra el
Espíritu Santo en esta dispensación. No quiero decir
con esto que alguien lo esté cometiendo
voluntariosamente,
sino que la cosa en sí misma es así con respecto a esta
dispensación, y tiene que resultar en su destrucción.
La sustitución de otra cosa en lugar del poder y de la
presencia de aquel Espíritu santo, bendito y
bendiciente, es
el pecado que caracteriza a esta dispensación.»
Posteriormente,
muchos han sido llevados a emitir un juicio
similar y, aceptando el carácter autoritativo de la
Palabra de
Dios, se han separado de todo lo que no es conforme a
ella.
Este
procedimiento está notablemente establecido como un
tipo en Éxodo 32 y 33. El pueblo de Dios, en aquel
tiempo, se
había separado ya de aquello que se correspondía con el
mundo (Egipto), pero había caído en el pecado de
idolatría al adorar el becerro de oro. Dios mismo había
sido desplazado en las mentes y en los afectos de Su
pueblo; Su ira
había ardido contra ellos, y había hablado a
Moisés de consumirlos. Frente a todo esto, Moisés (un
hermoso tipo de Cristo) se puso en pie a la entrada del
campamento, y
llamó a todos los que estuvieran del lado del Señor a
que acudieran a su lado. Pero se precisaba de algo más
que el
reconocimiento de la autoridad del Señor; porque el
propósito del corazón se había de traducir en un
movimiento concreto, y Moisés procedió a levantar la
Tienda de Reunión fuera del campamento. La puerta
quedaba
abierta así para que todo el que buscara a Jehová
saliera a Él allí.
Toda
esta instrucción tipológica es transportada a
nuestra dispensación, y queda muy conmovedoramente
vinculada
con la muerte de Cristo, como se dice en Hebreos 13:12,
13: «Por
lo cual también Jesús, para santificar al pueblo
mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.
Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su
vituperio». ¿Podría acaso ninguna exhortación
afectar más a una conciencia sensible?
Así,
el primer paso tiene que ser tomado en relación
con el Señor mismo. La separación tiene que ser a
Él y con la disposición a caminar, si es necesario, en
solitario. Pero la palabra en Timoteo sigue diciendo:
«sigue la
justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de
corazón
limpio invocan al Señor» (2 Timoteo 2:22). Al entrar en
un camino recto según los principios divinos, el
creyente es
contemplado como encontrando de inmediato a otros que
invocan al
Señor de puro corazón. Así pueden caminar juntos
en los vínculos de una comunión feliz y santa, y por
cuanto este camino está claramente abierto a todos los
creyentes que estén dispuestos a reconocer la
instrucción escrituraria de 2 Timoteo, es posible y
correcto
decir que no se ha tomado ningún terreno sectario. Es de
gran
importancia reconocer esto, porque el establecimiento de
una nueva
secta o sistema sólo añadiría a la
confusión y negaría la verdadera unidad de la iglesia
de Cristo. Los que caminan de esta manera no pretenden
ser
«la» iglesia, sino que tratan de andar a su luz,
reconociendo que «el fundamento de Dios está firme»
y que lo sigue estando, y que todo lo que Pablo
estableció de
manera pública (y a lo que se refirió como
«mandamientos del Señor») sigue estando en
existencia. Aunque en medio del pueblo de Dios se han
hallado el
error y el fracaso, todos los principios divinos que
gobiernan la
asamblea en lo externo y en lo interno pueden funcionar
hoy en
día en la práctica a pesar del estado de debilidad.
Es
por la aceptación de un camino de separación de
todo lo que no es consecuente con la verdad de Dios, o
de donde se
estorba la libertad del Espíritu Santo, que los
cristianos de
hoy pueden encontrar el camino divino de salida de toda
la admitida
confusión y que pueden en consecuencia conocer el gozo
de
estar a disposición del Señor Jesús y de tener
parte en la alabanza y el culto de Dios en la asamblea.
Se
dan hoy en día todas las indicaciones de que estamos en
los días finales de la cristiandad. La iglesia está muy
cercana al final de su peregrinación aquí en la tierra
y está a punto de ser arrebatada para encontrarse con el
Señor en el aire. El santo privilegio de ministrar gozo
a Su
corazón en este que es aún el tiempo de Su
rechazamiento ya ha casi acabado. Los días de dar
testimonio
de un Cristo rechazado en la tierra y de un Cristo
exaltado en la
gloria pronto habrán acabado. La historia pública
está a punto de consumarse y la cristiandad profesante
—como abominable para el Señor— está para ser
escupida de su boca. Que cada lector cristiano examine
su
corazón, su posición y sus asociaciones a la luz de
estos hechos solemnes, porque, ¿cuál debería ser
la posición de los que desean guardar la palabra del
Señor y no negar Su nombre? Es para éstos que se da la
provisión de la gracia del Señor: «He aquí,
he puesto delante de ti una puerta abierta (Ap
3:8). Las
instrucciones en la Escritura son claras y explícitas;
¿tenemos nosotros el deseo y el valor de caminar de
acuerdo con
ellas?




APÉNDICE
NOTA 1.— Parece que hay una buena
justificación para decir que «Constantino era pagano de
corazón, y cristiano sólo por motivos militares».
Su bandera imperial, que exhibía de manera destacada el
símbolo de la cruz, llevaba también en oro la imagen
del emperador, y estaba dispuesta para ser objeto de
culto tanto para
los soldados paganos como para los cristianos. Además,
aunque
reconocido como cabeza de la iglesia, nunca renunció al
título de «sumo pontífice» de los paganos.
Volver al texto
NOTA 2.— Para dar al lector una cierta
idea
de lo que significaba el interdicto papal en Inglaterra
en las Edades
Oscuras, será de utilidad la siguiente cita tomada de
Miller:
«En un momento cesaron todos los oficios divinos por
todo el
reino, excepto el rito del bautismo y de la
extremaunción.
Desde Berwick hasta el Canal de la Mancha, desde Land's
End hasta
Dover, se cerraron las iglesias, callaron las campanas;
el
único clero que podía verse caminar de incógnito
y en silencio era el que iba a bautizar a niños recién
nacidos o a oír las confesiones de los moribundos. Los
muertos
eran echados de las ciudades, y eran sepultados como
perros en
algún lugar sin consagrar, sin oraciones, sin que
doblaran las
campanas, sin ritos funerarios. Sólo podrán juzgar de
la naturaleza del interdicto papal los que consideren
cuán
plenamente la vida de todas las clases estaba afectada
por el ritual
y por las ordenanzas diarias de la iglesia. Todos los
actos
importantes eran llevados a cabo con el consejo del
sacerdote o del
monje. Las festividades de la iglesia eran las únicas
fiestas
que se celebraban, las procesiones de la iglesia los
únicos
espectáculos, y las ceremonias de la iglesia las únicas
diversiones. El hecho de no oír ni oraciones ni
salmodias, de
suponer que el mundo iba a quedar rendido a la
influencia
desenfrenada del maligno y de sus malos espíritus, sin
santo
que intercediera ni sacrificio para detener la ira de
Dios, cuando no
había una sola imagen expuesta a la contemplación, y
todas las cruces estaban cubiertas por un velo; ... se
había
roto del todo la relación entre Dios y el hombre; las
almas
eran dejadas en la perdición, o bien se les administraba
de
mala gana la absolución justo en el momento de la
muerte. Y,
para inspirar un pavor y fanatismo más profundo, los
cabellos
debían ser dejados crecer y la barba sin afeitar, había
quedado prohibido el uso de la carne, e incluso se
habían
prohibido las salutaciones ordinarias». (Miller,
Church
History,
Vol. II, pág. 445.) Volver
al
texto
NOTA 3.— La total dependencia de Lutero
de
Dios quizá nunca se vio de manera más notable que
durante las horas que precedieron de inmediato a su
defensa delante
de la Dieta de Worms. Su oración en aquella ocasión,
oída casualmente y registrada por un amigo, la citamos
aquí de la Historia de D'Aubigné: «¡Oh Dios
Omnipotente y Eterno! ¡Cuán terrible es este mundo!
¡He aquí que abre la boca para tragarme, y yo ...
confío tan poco en ti! ... ¡cuán débil es
la carne y cuán poderoso es Satanás! ¡Si es en el
poder de este mundo en lo único que puedo confiar, todo
ha
terminado! ... ¡mi última hora ha llegado, ha sido
pronunciada mi sentencia! ... ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ...
¡Oh Dios! ¡Ayúdame Tú contra toda la
sabiduría del mundo! Haz esto; deberías hacerlo ...
sólo Tú ... porque ésta no es mi obra, sino la
tuya. Nada tengo yo que hacer aquí, ¡nada por lo que
luchar contra estos grandes del mundo! Desearía que mis
días pasaran pacíficos y felices. Pero la causa es tuya
... y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor,
ayúdame! ¡Dios fiel e inmutable! No pongo mi confianza
en
hombre alguno. ¡Sería en vano! Todo lo que pertenece al
hombre es incierto; todo lo que viene del hombre
fracasa. ...
¡Oh Dios, mi Dios ¿No me oyes? ... Dios mío,
¿acaso estás muerto? ... ¡No, Tú no puedes
morir! ¡Tú sólo te ocultas! ¡Tú me has
escogido para esta obra. Lo sé bien! ... Obra, oh Dios,
entonces. ... Quédate a mi lado por causa de tu amado
Jesucristo, que es mi defensa, mi escudo y mi castillo
fuerte.
¡Señor! ¿Dónde estás! ... ¡Oh,
Dios mío! ¿dónde te encuentras? ... ¡ven!
¡ven! ¡Estoy dispuesto! ... Estoy listo para poner mi
vida
por tu verdad ... paciente como un cordero. Porque ésta
es la
causa de la justicia —¡es tu causa! ... ¡Nunca me
separaré de ti, ni ahora ni para la eternidad! Y aunque
todo
el mundo estuviera lleno de demonios, —aunque mi cuerpo,
que
sigue siendo obra de tus manos, fuera muerto, fuera
estirado sobre el
suelo y despedazado, ... reducido a cenizas ... ¡mi alma
es
tuya! ¡Sí! Tengo la certidumbre de tu palabra. Mi alma
te
pertenece. Para siempre morará contigo. ... ¡Amén!
... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ... Amén».
(D'Aubigné, History of the Reformation, Vol.
II,
pág. 242.) Volver al texto
NOTA 4.— El comentario del mismo Lutero
acerca del papel jugado por Melancton en la Reforma
Alemana es digno
de ser citado. Dice él: «Yo he nacido para ser un rudo
polemista; yo limpio el terreno, arranco los hierbajos,
lleno los
hoyos y allano los caminos. Pero edificar, plantar,
sembrar y regar,
adornar el país, le pertenece, por la gracia de Dios, a
Felipe
Melancton». Volver al texto
NOTA 5.— Calvino mantuvo que los
sufrimientos
de Cristo en vida subieron a Dios para obrar justicia
por
expiación y que Su vida, lo mismo que Su muerte, e
incluso Su
sufrimiento, en sus palabras los tormentos del infierno,
fueron
necesarios para consumar nuestra justicia. Al escribir
así, es
probable que tratara de distinguir la muerte corporal
del
Señor de Su sufrimiento por lo que se debía al pecado y
a los pecados en el justo juicio de Dios. Calvino
también
consideraba a los creyentes como justificados antes de
nacer, y que
la fe simplemente les daba el conocimiento de ello. Los
comentarios
de J. N. Darby acerca de Calvino son interesantes. Dice
él:
«Puedo ver en Calvino una claridad y un reconocimiento
de la
autoridad de la Escritura que le libró a él y a
aquellos a los que él enseñó (aun más que
a Lutero) de las corrupciones y supersticiones que
habían
abrumado a la cristiandad, y por medio de ella a las
mentes de la
mayoría de los santos». Volver al texto
NOTA 6.— Una característica destacable
del avivamiento evangélico en el siglo dieciocho fue el
gran
número de himnos que se escribieron por aquel tiempo,
como por
ejemplo: «Al contemplar la asombrosa cruz», de Isaac
Watts,
1707; «Amor divino, que a todos sobrepuja», de Carlos
Wesley, 1747; «Roca de la Eternidad», de A. M. Toplady,
1775; «Dios se mueve de forma misteriosa», de W. Cowper,
1779, y «Cuán dulce el nombre es de Jesús»,
de John Newton, 1779. Volver al texto




ÍNDICE DE NOMBRES APARECIDOS

EN ESTA SINOPSIS HISTÓRICA


Adriano
Agustín
de Canterbury
Antonio
Arrio
Atanasio


Badby, John
Beckett,
Tomás
Bellet,
J. G.
Bernardo,
Abad
Booth,
William


Calvino, Juan
Carey,
Guillermo
Carlomagno

Carlos II
Carlos V
Catalina
de Aragón
Cipriano
de Cartago
Cobham,
Lord
Columba
Constantino
el Grande
Coverdale,
Miles
Cranmer,
Tomás
Cronin,
Edward


Darby, John N
Darwin,
Charles
D'Aubigné,
Dr. J. H. Merle
de Bruys,
Pedro
de
Montfort, Simón
Diocleciano

Domingo


Eduardo VI
Elisabet,
Reina

Enrique,
emperador de Alemania
Enrique
II
Enrique
IV
Enrique
VIII


Farel, Guillermo
Francisco
I


Gregorio Magno
Gregorio
VII
Groves,
Anthony N.
Guillermo,
Príncipe de Orange
Guiscard,
Robert


Hamilton, Patrick
Hildebrando,
véase Gregorio VII
Hooper,
Obispo
Hughes,
Thomas
Huss,
Juan


Ignacio
Inocencio
III


Jacobo II
Jerónimo
de Praga
Juan
sin Tierra
, Rey
Justino


Keble, J.
Kingsley,
Charles


Latimer, Hugh
Luís el
Gentil
Lutero,
Martín



Lyell, Sir Charles

Mahoma
María,
Reina
Maurice,
F. D.
Melancton,
Felipe
Neander,
Dr. August
Nerón
Newman,
J. H.


Pelagio
Perpetua
Policarpo
Pusey, E.
B.


Sajonia, Elector de
Shaftesbury,
Lord
Somerset,
Duque de


Tetzel, Juan
Timoteo
Tyndale,
William


Urbano
 
Waldo,
Pedro
Wesley,
Carlos
Wesley,
Juan
Wessel,
George
Whitefield,
Jorge
Wigram,
G. V.
Wilberforce,
William
Wishart,
George
Wittembach,
Thomas
Wolsey,
Cardenal
Wycliffe,
Juan


Zuinglio, Ulrico



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