martes, 20 de junio de 2017

Zumalacárregui : 8 - Wikisource

Zumalacárregui : 8 - Wikisource






Zumalacárregui : 8






No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una yegua, y
caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo el
camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues
tales cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando
entre el bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados,
juntamente con el brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de las
mejores casas de la población, y por la noche, después de cenar en buena
compañía, con señoras y todo (a las cuales La Torre, hombre de refinado
trato social, entretuvo con donaires del mejor gusto), se les destinó
una alcoba con tres camas para ellos dos y el auditor, no siendo posible
mejor acomodo, porque la ciudad le venía muy chica a ejército tan
grande. Decididos a esperar el sueño de su compañero de cuarto para
charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el Sr. Lázaro, apenas puso la
cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos profundos. Al son de esta
música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a su amigo la
confesión siguiente:


«Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor dicho,
desde que vi al General Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un
ardentísimo deseo de tomar las armas.


-¡Hola, hola!...


-De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este sentimiento
guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted tener
idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí
impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis
semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras
ideas. Y como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con la
mansedumbre, cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión, mi
terror más bien, viendo perdida en un instante la serenidad conquistada
por mi pobre alma en tres años de oración y quietud, de comercio
intelectual y moral con varones sapientísimos y virtuosos... Yo había
conseguido la paz de mi alma, y ahora me siento, ¡ay de mí!, abrasado en
loca ambición, ansioso de que mi nombre suene en todos los oídos, ávido
de imponer mi voluntad, y de satisfacer un diabólico prurito de acción;
de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las entrañas y enciende
llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el demonio me vuelve a
coger entre sus garras?


-Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el asunto
-dijo Ibarburu un tanto inquieto-. Bien podría ser que eso no fuese cosa
del demonio.


-Pues de Dios no es... ¡oh!, de Dios no -exclamó Fago levantándose para estirar su cuerpo entumecido.


-No podemos afirmarlo tan pronto.


-¿Cree usted que es de Dios?


-No sé... Examinémoslo... Puede ser de Dios... ¿Por qué teme que no lo sea? ¿Por la Orden sagrada que le obliga...?


-A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la humildad, a la
vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.


-Distingamos, amigo Fago.


-No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo
ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de
serlo... Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa
vocación, producida por debilidad mental, por pesadumbres, por
cansancio, no sé por qué, extravió mi espíritu. Lo diré más claro: yo
sospecho ahora que todo esto, como cosa postiza y mal pegada, se
descompone, dejando al descubierto el antiguo ser: el hombre
pendenciero, el bravo, el que jamás conoció el miedo... Porque ha de
saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz de
medirse en arrogancia con José Fago.


-¿Fue usted militar?


-No, señor; pero tenía todos los instintos militares, la rapidez de
la acción en las aventuras, el golpe de vista audacísimo, el desprecio
de todo obstáculo, la resistencia física, la persistencia en mis fines,
la energía indomable para imponer mi voluntad. Y en el fondo de todo
eso, una gran rectitud moral, un sentimiento profundísimo del bien, que
interpretaba a mi manera.


-¿Y cómo, señor mío -preguntó Ibarburu con asombro-, pasó usted de ese estado a otro tan diferente?


-Fijándome en ello veo ahora que la diferencia no es tan grande. Al
entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo
llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por la
fe, el martirio, la predicación a infieles, las misiones... No es tan
diferente, Sr. Ibarburu, no es tan diferente... Resultó que no encontré
terreno apropiado a mis anhelos... Sin saber cómo, en vez de las glorias
eclesiásticas, fui a parar a la política cristiana, y de la política
cristiana a la guerra de Dios...


-Explíqueme usted otra cosa -dijo Ibarburu, lleno de dudas y buscando
la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto-.
En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri ¿no sintió usted que se
le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad inmensa
del inocente sacrificado?


-Sí señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había ofendido a
Ulibarri, porque éste era un hombre honrado y bueno, porque me habían
llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era, él,
quien debla perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma
horrorosamente.


-Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas amargas,
ofrenda de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las Obras de
Misericordia?


-Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había ofendido a D.
Adrián... Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo quien le
había matado.


-Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse guerrero?


-Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba. El
ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por
primera vez de mi vida al General Zumalacárregui, en el momento aquel de
bajar de la torre las mujeres de los urbanos.


-¿Cuando las azotó?


-Cuando las azotó... No, no; antes, en el momento de verle aproximarse, látigo en mano.


-Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del
absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en
usted ese anhelo...


-En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento... ¿lo
llamaré virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede
ser una cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un
hombre que en presencia de cualquier individuo que en algo se distinga,
siento un irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.


-Cualidad es ésa, amigo mío, que puede conducir a la gloria, o a
grandes desastres y miserias... Ya comprendo. Vio usted al General y se
dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre
que se siente con bríos para eclipsar tus empresas».


-Exactamente.


-Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado
eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos
verdadera, ¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las
personas religiosas?


-No he visto personas religiosas que despertaran en mí esa emulación.
Ya ve usted que digo todo lo que pienso con absoluta sinceridad... Yo
sentía, sí, anhelo de igualarme a los santos.


-¿A los santos? Brava ambición a fe mía.


-Pero no he hallado atmósfera donde pudiera fomentarla. He conocido
sacerdotes ejemplarísimos, sí; pero me ha parecido tan fácil igualarles y
aun superarles, que la emulación apenas se ha manifestado en mí, y no
he sentido por ello la menor inquietud... Pero si no he encontrado
atmósfera de santidad, sencillamente porque no la hay, he encontrado
atmósfera guerrera y política. La historia viva, tan patética y hermosa;
la presencia de un hombre que rebasa la línea de la multitud, me han
trastornado. Aquí, en el seno de esta dulce confianza que entre los dos
se ha establecido, hablando con el amigo, con el confesor, yo me despojo
de todo artificio de falsa modestia para decir: «Lo que ha hecho
Zumalacárregui, lo habría hecho yo... no se ría usted de mí... lo habría
hecho yo tan bien como él... y si me apuran, diré que mejor. Mi
carácter ha sido siempre de una franqueza escandalosa. No oculto nada de
lo que siento».


-Señor mío -dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica-, hace usted
bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan
los hechos a demostramos que usted no se equivoca.


-La realidad, la maldita realidad -afirmó el otro clérigo con pena-,
siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué tarde
a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que yo habría
podido y sabido hacer. Crea usted que esto de organizar tropas,
convirtiendo en batallones aguerridos las bandas de campesinos
indisciplinados, es en mí un instinto poderoso que vengo alentando desde
la tierna infancia. La obra de este hombre, hermosa en alto grado,
paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se ha introducido en él para
inspirarle sus resoluciones... No se ría usted, que esto no es cosa de
broma. Digo todo lo que siento... Pues bien: yo llego tarde al terreno
de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en filas, que me den el
mando de una compañía...


-Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia responden a
esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa
sacratísima de la Religión y del Rey.


-¡Ay, amigo mío -replicó Fago con desaliento-, como digo lo uno digo
lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada... Dudo que en una
situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces... Entendámonos:
digo que lo dudo; no niego en absoluto que pueda prestarlos... Sea lo
que quiera, he llegado tarde a la guerra, como llegué fuera de tiempo a
la santidad.


-¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el hombre de gran corazón, de inteligencia poderosa.


-Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un anhelo
impotente, horrible suplicio del alma... Puesto que todo se ha de decir,
sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia estratégica
la apreciación de las distancias, de las alturas, del obstáculo que
ofrecen los ríos... Yo conocía que en mi espíritu se formaba un arte,
una ciencia; pero no se me presentó nunca la ocasión de aplicarla...
Ahora, ¿de qué me sirve sentir intensamente la geografía militar... y le
advierto a usted que conozco la de este país palmo a palmo, porque si
no guerrero he sido cazador, y allá se va lo uno con lo otro... de qué
me sirve, digo, sentir la distribución, marcha y colocación de tropas
sobre el terreno, y saber calcular, al menos yo me lo creo así, un
ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?... Si he de manifestar
todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa modestia, diré que hoy
veo el desarrollo de la guerra, paso a paso; y puesto yo en el lugar de
Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar triunfantes las banderas de
Carlos V a la orilla derecha del Ebro, ganar Burgos y Zaragoza, y
plantarme en Madrid, terminando la campaña en cuatro meses.


-Oh, no crea usted que me parece un disparate -dijo Ibarburu,
frotándose los soñolientos ojos-. Yo no me siento, como usted, capaz de
tan grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse, no tengo duda.


-¿La realizará este buen señor?»


Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia el
sueño beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos
pronunciados en bostezos: «¿No le parece a usted, amigo Fago, que
debemos echamos a dormir y dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no
vamos triunfantes a Madrid... la semana que viene?»


Dicho esto, empezó a desnudarse, mientras el otro, sin ganas de
dormir, se paseaba por el largo aposento, con las manos a la espalda.
Temeroso de haberle lastimado con la última expresión, un tanto burlona,
agregó Ibarburu palabras afectuosas: «Mañana trataremos de que se
presente usted al General y hable largamente con él. Conviene que Don
Tomás le conozca... Es hombre muy perspicaz, ¡oh!... gran catador de
caracteres... Escóndase el mérito todo lo que quiera; ¡ah!... yo le
respondo a usted de que ése lo descubre... y es más, yo le respondo a
usted de que lo utiliza.


-¿Le trata usted?


-¿Al General? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he venido a
la guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el General
mismo. Respondo de que será usted bien recibido.


-Pero yo -murmuró Fago con sencillez infantil-, yo, pobre de mí, ¿qué le voy a decir?


-¡Hombre de Dios! -replicó el otro agazapándose en las sábanas-. Modestísimo estáis.


-Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en la
guerra, capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no
se ha sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles
guerreros, no se ha sentido... pues...?


-¿Belicoso? -dijo Ibarburu anticipándose a la expresión completa del
pensamiento-. No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa en mi
humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de Marte.
No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no sirvo
para nada. Es más: le imito a usted en su noble sinceridad, y digo a
boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor importancia.
Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he redactado manifiestos;
yo he sostenido correspondencia con prelados, juntas de España y el
extranjero, y cuando llega un apuro de personal, yo el hombro a la
Intendencia... que lo diga el que ronca... yo no me desdeño de echar una
mano a Sanidad... Y añada usted el diario, el continuo servicio de
implorar al Todopoderoso para que incline siempre de nuestro lado la
suerte de las armas... Que no lo consiguen todo las balas, amigo mío;
que algo y algos, y mucho y remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted
lo mismo?


-¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?


-Hombre, sí.


-Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en las balas que en las oraciones. ¿Es herejía?


-Herejía, no... Y puede que lo sea, porque pone usted en duda la
excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las
querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los
malos.


-Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.


-Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo, recemos,
amigo Fago, recemos; no sólo para pedir a Dios perdón de nuestras
culpas, sino para que nos conceda...


-Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace -declaró Fago terminando jovialmente el concepto.


-Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den cañones... y me río yo del paso del Ebro... En fin, recemos».


Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu, disponiéndose a
dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con que
defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:


«¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el artificio de la
falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que pienso?


-Claro que se permite... Es más: se prohíbe en absoluto la hipocresía; quedan abolidos los remilgos del disimulo.


-Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se conceptúa
necesario en el ejército del Rey legítimo, y que está plenamente
convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en
justicia recompensados con menos que con una mitra».


Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! -pensó Fago
paseándose-. Éste será obispo... y yo... nada». Sorprendiéronle en vela
las primeras luces del día.








Episodios Nacionales : Zumalacárregui de Benito Pérez Galdós

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX - XXI - XXII


XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII XXIX - XXX - XXXI - XXXII - XXXIII


Menú de navegación

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas

Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas aishlatino.com Sabiduría para la vida Parashá Vaet...