domingo, 25 de junio de 2017

{1}1




Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo, salió de su país, derrotó a
Darío y reinó en su lugar, comenzando por Grecia; emprendió numerosas
guerras, expugnó fortalezas y mató a los reyes de la región; llegó hasta
los confines de la tierra y saqueó muchas naciones. La tierra enmudeció
ante él, y él se llenó de orgullo y de soberbia. Reclutó un poderoso
ejército y sometió a su poder provincias, naciones y reyes, que le
pagaron tributo. Pero después de todo esto cayó enfermo y se dio cuenta
de que iba a morir. Llamó a sus generales y nobles, educados con él
desde la juventud, y, todavía en vida, les dividió el reino.


Alejandro murió a los doce años de su reinado. Sus generales tomaron
el poder, cada cual en su provincia. Después de su muerte, todos ciñeron
la corona real, y sus hijos después de ellos durante muchos años; pero
llenaron la tierra de crueldades.




De ellos brotó un vástago perverso, Antíoco Epífanes, hijo del rey
Antíoco, que había estado en Roma como rehén y comenzó a reinar el año
137 de la era de los griegos. Por entonces surgieron en Israel hombres
perversos, que sedujeron a muchos, diciendo: «Pactemos con las naciones
vecinas, pues desde que nos hemos apartado de ellas nos han sobrevenido
muchas calamidades». Esto les agradó, y algunos del pueblo fueron a ver
al rey, quien les autorizó a seguir las costumbres paganas. Construyeron
en Israel un gimnasio al modo de los gentiles, disimularon la
circuncisión, se alejaron de la alianza santa para unirse a los paganos y
se vendieron para cometer el mal.


Cuando Antíoco se percató de que su reinado estaba bien consolidado,
concibió la idea de apoderarse también de Egipto para reinar en las dos
naciones. Entró en Egipto con un ejército impresionante, con carros,
elefantes, caballos y una gran flota. Atacó a Tolomeo, rey de Egipto,
que se retiró ante él y luego huyó, muriendo muchos de los suyos. Ocupó
las ciudades egipcias fortificadas y las saqueó.




Después de conquistar Egipto, el año 143, marchó contra Israel y
Jerusalén con un ejército numeroso. Entró altivamente en el templo y se
apoderó del altar de oro, del candelabro con todos sus accesorios, de la
mesa de los panes de la proposición, copas, tazas, incensarios de oro,
el velo, coronas y la decoración de oro de la fachada del templo. Se
llevó también la plata, el oro, los objetos preciosos y los tesoros
escondidos que encontró. Todo se lo llevó a su patria después de haber
derramado mucha sangre y haber hablado con insolencia y con orgullo.


Hubo entonces un gran luto en todo Israel.


Jefes y ancianos gimieron;


doncellas y jóvenes perdieron su vigor


y se desvaneció la belleza de las mujeres.


El joven esposo entonó lamentaciones,


y la joven esposa se angustió en el tálamo nupcial.


La tierra tembló por sus habitantes,


y toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza.


Dos años después mandó el rey a las ciudades de Judá al misarca, que
llegó a Jerusalén con un ejército imponente. Se presentó con astucia en
son de paz, y lo creyeron. Pero, inesperadamente, irrumpió en la ciudad y
la asestó un terrible golpe, matando a muchos en Israel. Saqueó la
ciudad, la incendió y destruyó las casas y las murallas que la cercaban.
Sus gentes hicieron prisioneros a mujeres y niños y se apoderaron de
sus ganados. Fortificaron la ciudad de David con un muro grande y
sólido, defendido con torres fuertes, y la convirtieron en ciudadela.
Instalaron gente perversa, hombres desalmados, que en ella se hicieron
fuertes. Almacenaron armas y víveres, reunieron el botín recogido en
Jerusalén y se convirtieron en un enclave molesto, en un peligro
constante para el templo y en una continua amenaza para Israel.


Derramaron sangre inocente junto al templo


y profanaron los lugares sagrados.


Por temor a ellos huyeron los habitantes de Jerusalén,


que se convirtieron en una colonia de extranjeros.


Sus hijos se sentían extranjeros en ella


y llegaron a abandonarla.


Su templo quedó vacío como el desierto;


sus fiestas se cambiaron en luto;


sus sábados, en oprobio;


su honor, en desprecio.


Tan grande como su gloria fue su ignominia,


y su grandeza se cambió en duelo.


El rey publicó en todo su reino la orden de formar un solo pueblo,
renunciando cada uno a las costumbres propias. Todas las naciones
acataron la orden del rey. Muchos israelitas aceptaron su culto,
ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado. El rey mandó
emisarios a Jerusalén y a las ciudades de Judá con órdenes escritas
para que aceptaran las costumbres extrañas a su país; suprimieran los
holocaustos, los sacrificios y las ofrendas del templo y profanaran el
sábado y las fiestas; contaminaran el templo y los lugares santos;
edificaran altares y templos a los ídolos y sacrificaran a los cerdos y
animales inmundos; dejaran sin circuncidar a sus hijos y se mancharan
con toda clase de inmundicias y profanaciones, de modo que se olvidaran
de la ley y abandonaran todas sus prescripciones. El que no cumpliera
las órdenes del rey sería castigado con la muerte. En este tenor el rey
escribió a todo el reino, nombró inspectores sobre el pueblo y mandó que
todas y cada una de las ciudades de Judá ofrecieran sacrificios. Muchos
del pueblo, los que abandonaban la ley, se les unieron, cometieron
tales crueldades en el país y obligaron a los israelitas a esconderse en
toda clase de refugio.


El 15 del mes de quisleu del año 145, Antíoco levantó un ídolo
repugnante sobre el altar de los holocaustos y edificó altares en todas
las ciudades circunvecinas de Judá. En las puertas de las casas y en las
plazas ofrecían incienso; y destrozaban y quemaban los libros de la ley
que encontraban. Al que se le encontraba el libro de la alianza, o al
que observaba la ley, se le condenaba a muerte en virtud del decreto
real. Abusando de la fuerza, se ensañaban con los israelitas que
descubrían cada mes en las ciudades. El 25 del mes ofrecían sacrificios
en el altar construido sobre el altar antiguo. A las mujeres que, contra
el decreto, habían circuncidado a sus hijos las mataron con los niños
colgados al cuello; y lo mismo a los familiares y a los que habían
realizado la circuncisión. A pesar de esto, muchos israelitas
permanecieron firmes y resueltos a no comer alimentos inmundos.
Prefirieron morir antes que contaminarse con tales alimentos, violando
la alianza santa, y murieron. Fue terrible la ira desencadenada sobre
Israel.



{1}2




Por entonces Matatías, hijo de Juan, hijo de Simeón, sacerdote de la
familia de Yoarib, abandonó Jerusalén y fue a establecerse en Modín.
Tenía cinco hijos: Juan, llamado Gaddi; Simón, llamado Tasi; Judas,
apellidado Macabeo; Eleazar, apellidado Avarán, y Jonatán, apellidado
Apfús.


Matatías, al ver los sacrilegios que se cometían en Judá y Jerusalén,
exclamó: «¡Ay de mí! ¿He nacido para ver la ruina de mi pueblo y de la
ciudad santa, y quedarme impávido mientras es entregada en manos de sus
enemigos y su templo en poder de los extranjeros?


Su templo es como un hombre deshonrado;


sus objetos preciosos llevados como botín.


Sus hijos muertos en las plazas,


y sus jóvenes, pasados por la espada enemiga.


¿Qué nación no ha invadido su reino


y no se ha adueñado de sus despojos?


De todo adorno ha sido despojada;


de libre ha pasado a ser esclava.


Nuestro templo, que era nuestra belleza


y nuestro orgullo, se ha cambiado en desierto,


y ha sido por los gentiles profanado.


¿Para qué vivir más?».


Mataías y sus hijos rasgaron sus vestiduras, se cubrieron de saco y lloraron amargamente.




Entretanto, los emisarios del rey llegaron a Modín para promover la
apostasía y obligar a ofrecer sacrificios. Muchos israelitas los
seguían, pero Matatías y sus hijos se mantuvieron alejados. Entonces los
emisarios del rey dijeron a Matatías: «Tú eres en esta ciudad un
célebre y poderoso jefe, secundado por hijos y familiares. Acércate el
primero y cumple el mandato del rey, como lo han hecho los de Judá y los
que han quedado en Jerusalén. Tú y los tuyos seríais honrados con la
amistad del rey, y premiados con plata, oro y muchos regalos».


Matatías les respondió en voz bien alta: «Aunque todas las naciones
que constituyen el imperio siguieran al rey, abandonando la religión de
sus padres y obedeciendo sus órdenes, yo, mis hijos y mis familiares
seguiremos la alianza de nuestros padres. No permita Dios que
abandonemos la ley y las tradiciones. No oiremos las órdenes del rey y
no nos apartaremos de la religión ni a la derecha ni a la izquierda».
Apenas terminó de decir estas palabras, se adelantó a la vista de todos
un judío para ofrecer un sacrificio, según el mandato del rey. Matatías
al verlo se llenó de celo y se estremecieron sus entrañas; y encendido
en justa ira, se arrojó sobre él y lo mató sobre el altar. Al mismo
tiempo mató al emisario del rey por obligar al pueblo a ofrecer
sacrificios, y después destruyó el altar. Su celo por la ley fue
semejante al de Fineés contra Zimrí, hijo de Salú.


Matatías se puso luego a gritar en la ciudad: «El que tenga celo por
la ley y quiera mantener la alianza, que me siga». Él y sus hijos
huyeron a las montañas, dejando en la ciudad todo lo que tenían.




Entonces muchos amantes de la justicia y del derecho se fueron al
desierto, donde se establecieron con sus hijos, mujeres y ganados, pues
los males habían llegado al colmo.


Refirieron a los ministros del rey y a las fuerzas estacionadas en
Jerusalén, ciudad de David, que algunos hombres, transgresores de la
orden del rey, se habían refugiado en el desierto. Muchos soldados los
persiguieron y, cuando los encontraron, acamparon frente a ellos,
dispuestos a atacarlos en día de sábado. Les dijeron: «Si salís y
cumplís la orden del rey, salvaréis la vida». Respondieron: «Ni
saldremos ni cumpliremos la orden del rey de profanar el sábado».
Inmediatamente los atacaron. Pero ellos ni lanzaron piedras ni taponaron
sus escondrijos. «Moriremos -decían-, pero el cielo y la tierra serán
testigos de nuestra injusta muerte». Los atacaron en pleno sábado, y
perecieron ellos con sus mujeres, hijos y ganados, unas mil personas.


Cuando lo supieron Matatías y los suyos, lloraron amargamente, y se
dijeron unos a otros: «Si hacemos todos así y no luchamos contra los
paganos, defendiendo nuestras vidas y nuestras tradiciones, pronto nos
borrarán de la tierra». Así que aquel día tomaron la siguiente
determinación: «Lucharemos contra todo el que nos presente batalla en
día de sábado, para no morir como nuestros hermanos en sus escondrijos».




Entonces se unió a ellos el grupo de asideos, israelitas valientes y
entusiastas defensores de la ley. Todos los que huían de aquellas
desgracias se unieron a ellos, sirviéndoles de gran refuerzo. Así
lograron formar un ejército poderoso, que comenzó a castigar en su ira y
en su furor a los injustos y a los apóstatas. Éstos buscaban su
salvación entre los gentiles. Matatías y los suyos hicieron incursiones y
destruyeron altares. Obligaba a circuncidarse a cuantos encontraban
incircuncisos en todo el territorio de Israel. Daban caza a los
insolentes, y la empresa prosperaba bajo su dirección. Defendieron la
ley contra naciones y reyes, y redujeron a impotencia a los pecadores.




Llegada la hora de morir, dijo a sus hijos:


«Ahora es el reinado de la soberbia y del ultraje, el tiempo del
desorden y de la ira rabiosa. Por eso, hijos míos, tened celo por la ley
y ofreced vuestra vida por la alianza de vuestros padres. Recordad las
gestas de vuestros padres en su tiempo, y os granjearéis inmensa gloria y
nombre eterno. Abrahán fue hallado fiel en la prueba, y se le apuntó
como justicia. En el tiempo de su opresión, José observó la ley, y llegó
a ser señor de Egipto. Fineés, nuestro padre, por tener ardiente celo
recibió la promesa de un sacerdocio eterno. Josué, por la observancia de
la ley, llegó a ser juez de Israel. Caleb, por dar testimonio en la
asamblea, recibió la heredad en esta tierra. David, por su piedad,
heredó el trono de un reino eterno. Elías, por su ardiente celo por la
ley, fue arrebatado hasta el cielo. Ananías, Azarías y Misael, por haber
tenido fe, fueron salvados del fuego. Daniel, por su rectitud fue
librado de la boca de los leones. Considerad así, que, de generación en
generación, los que esperan en él nunca perecen. No temáis nunca las
amenazas del hombre pecador, porque su gloria es estiércol y gusanos. Se
engríe hoy y mañana ya no existe, porque ha vuelto al polvo de donde
vino y se esfumaron sus anhelos. Vosotros, hijos míos, tened valor y sed
fuertes en la defensa de la ley, porque ella os cubrirá de gloria.


Yo sé que Simón, vuestro hermano, es hombre de consejo; escuchadlo siempre, y él será vuestro padre.


Judas Macabeo, valiente desde joven, será el jefe de vuestro ejército
y quien dirija la guerra contra los gentiles. Vosotros ganad para
vuestra causa a cuantos observan la ley y vengad a vuestro pueblo. Dad a
los gentiles su merecido y observad los preceptos de la ley».




Después los bendijo y fue a reunirse con sus padres. Murió el año
146. Sus hijos lo enterraron en Modín, en el sepulcro de sus padres, y
todo Israel le guardó gran luto.



{1}3




Le sucedió su hijo Judas, apellidado Macabeo. Sus hermanos y los
partidarios de su padre le apoyaron y lucharon con entusiasmo por
Israel.


Engrandeció el nombre de su pueblo,


vistió la coraza como un gigante,


y se ciñó las armas de la guerra.


Emprendió muchas batallas


y defendió el campamento con su espada.


En sus empresas parecía un león,


como un cachorro que ruge ante su presa.


Persiguió a los malvados en sus escondites


y quemó a los opresores del pueblo.


Ante él, los malvados se llenaron de terror,


los agentes de la maldad se estremecieron,


y la liberación fue por él felizmente conseguida.


Él amargó la vida a muchos reyes,


y con sus hazañas alegró a Jacob.


Su memoria será bendita para siempre.


Recorrió las ciudades de Judá,


exterminó a los malvados


y apartó de Israel la cólera divina.


Su fama llegó hasta los confines de la tierra


y reunió a los que estaban a punto de ser exterminados.




Apolonio movilizó a los gentiles y un poderoso refuerzo de
samaritanos para luchar contra Israel. Apenas lo supo Judas, le salió al
encuentro, lo venció y lo mató. Muchos fueron los heridos y los demás
huyeron. Recogieron el botín, y Judas se quedó con la espada de Apolonio
y la llevó siempre a la guerra. Serón, jefe del ejército sirio, al
saber que Judas se había rodeado de numerosos seguidores, hombres leales
y valientes, se dijo: «Me haré famoso y adquiriré gloria en el reino
luchando contra Judas y sus seguidores, que no hacen caso de la orden
del rey».


Se puso en marcha con un numeroso ejército de hombres perversos para
vengarse de los israelitas. Cuando llegaron cerca de la cuesta de
Bejorón, le salió al encuentro Judas con sus hombres, quienes, a la
vista del numeroso ejército que avanzaba contra ellos, dijeron a Judas:
«¿Cómo nosotros, tan pocos, podremos luchar contra una muchedumbre tan
grande y tan poderosa? Estamos además extenuados, porque hoy estamos en
ayunas».


Judas les respondió: «Es fácil que muchos caigan en manos de pocos, y
para el cielo es lo mismo salvar con muchos que con pocos; porque en la
guerra la victoria no está en la muchedumbre del ejército, pues la
fuerza viene del cielo. Ellos vienen contra nosotros llenos de
insolencia y de maldad, para llevarse nuestras mujeres y nuestros hijos y
saquearnos. Nosotros luchamos por nuestras vidas y por nuestras leyes, y
él los aniquilará ante nosotros; no los temáis». Apenas terminó de
hablar, cayó inesperadamente sobre sus enemigos. Serón y su ejército
fueron derrotados. Lo siguieron por la bajada de Bejorón hasta la
llanura, cayendo cerca de ochocientos hombres y huyendo los demás al
país de los filisteos.


Judas y sus hermanos comenzaron a ser temidos, y el miedo se extendió
entre las naciones limítrofes. Su fama llegó hasta el rey, y todos los
pueblos hablaban de sus hazañas.




Cuando el rey Antíoco se enteró de todo esto montó en cólera y mandó
reclutar todas las fuerzas de su reino para formar un poderosísimo
ejército. Abrió las arcas del tesoro y entregó a los soldados la paga de
un año, diciéndoles que estuviesen preparados para cualquier
eventualidad. Pero se dio cuenta de que el dinero faltaba en el tesoro y
que los tributos de la provincia habían bajado debido a las discordias y
daños que él había causado en el país al suprimir las leyes vigentes
desde antiguo. Temió entonces no tener -ya le había sucedido otras
veces- para los gastos y regalos que antes repartía generosamente,
superando a los reyes anteriores. Llegó a preocuparse seriamente, y
decidió personarse en Persia para cobrar los tributos de aquellas
provincias y allegar dinero.


Dejó a Lisias, hombre noble y de familia real, encargado de los
asuntos de estado desde el río Éufrates hasta los confines de Egipto,
así como de la educación de su hijo Antíoco, hasta su vuelta. Le entregó
la mitad de sus tropas con los elefantes y le informó sobre sus
decisiones, y en particular con relación a los habitantes de Judá y
Jerusalén, contra quienes debía mandar el ejército para aplastar y
destruir las fuerzas de Israel y las que quedaban en Jerusalén hasta
borrar su memoria de aquel lugar, instalar en todo su territorio gentes
de otras naciones y repartirles por sorteo la tierra.


El rey, con la otra mitad del ejército, salió de Antioquía, capital
de su reino, el año 147; pasó el Éufrates y atravesó las provincias del
norte.




Lisias escogió entre los amigos del rey a Tolomeo, hijo de Dorimeno; a
Nicanor y Gorgias, personajes influyentes; los puso al frente de
cuarenta mil soldados de infantería y de siete mil de caballería para
que invadieran Judá y la devastaran, según la orden del rey. Partieron
con sus tropas y acamparon en la llanura, cerca de Emaús. Los mercaderes
del país, al conocer su llegada, se presentaron en el campamento con
mucha plata, oro y criados para comprar como esclavos a los israelitas.
Se le unieron también fuertes contingentes de Idumea y del territorio de
los filisteos.


Judas y sus hermanos vieron que se agravaba la situación y que las
tropas acampaban en su territorio. Tuvieron también noticias de la orden
del rey de arrasar totalmente al pueblo. Y se dijeron: «Libremos a
nuestro pueblo de la ruina, y luchemos por él y por el templo».
Convocaron la asamblea a fin de prepararse para la guerra, y para rezar y
pedir a Dios piedad y misericordia.


Jerusalén estaba despoblada como un desierto.


Ninguno de sus hijos entraba o salía.


El templo estaba profanado,


extranjeros habitaban en la ciudadela,


convertida en morada de gentiles.


La alegría de Jacob ya no existía,


ni la flauta ni la cítara se oían.




Se juntaron y fueron a Mispá, frente a Jerusalén, pues Mispá había
sido ya lugar de oración para Israel. Aquel día ayunaron y se vistieron
de saco, se cubrieron de ceniza la cabeza y rasgaron sus vestiduras.
Consultaron luego el libro de la ley para saber lo que los gentiles
piden a las imágenes de sus ídolos. Llevaron también las vestiduras
sacerdotales, las primicias y los diezmos y a los nazireos que habían
terminado el tiempo de su voto. Clamaron al cielo, diciendo: «¿Qué
haremos de éstos y dónde los dejaremos? Tu templo ha sido pisoteado y
profanado; tus sacerdotes están de luto y humillados; y ahora los
gentiles han venido para aniquilarnos. Tú sabes lo que traman contra
nosotros. ¿Cómo podremos resistirles si tú no nos ayudas?». Tocaron las
trompetas y clamaron a grandes gritos. Después Judas nombró jefes del
pueblo: de mil, de cien, de cincuenta y de diez. A los que estaban
construyendo su casa, a los recién casados, a los que estaban plantando
viñas y a los que tuvieron miedo, les dijeron que se volvieran a sus
casas, como permitía la ley. Se pusieron en marcha y acamparon al sur de
Emaús. Judas habló así a los suyos: «Ceñíos las armas, sed fuertes y
disponeos a asaltar mañana a estas gentes reunidas contra nosotros para
destruirnos a nosotros y al templo. Es mejor morir luchando que ver las
calamidades de nuestra nación y de nuestro templo. Y que sea lo que Dios
quiera».



{1}4




Gorgias tomó cinco mil soldados escogidos de infantería y mil de
caballería, y se puso en marcha de noche para caer sobre los judíos y
atacarlos por sorpresa. Les hacían de guía los de la ciudadela. Judas lo
supo, y se puso también en marcha con los más valientes para asaltar al
ejército real, que estaba en Emaús, mientras que sus efectivos estaban
todavía dispersos. Gorgias llegó de noche al campamento de Judas; pero
al no encontrar a nadie, se puso a buscarlos en los montes, pues decía:
«Huyen ante nosotros».


Al amanecer apareció Judas en la llanura con tres mil hombres, que no
tenían ni los escudos ni las espadas que hubieran deseado. Al ver el
campo de los gentiles, poderoso, bien defendido y rodeado de la
caballería, con hombres expertos en la guerra, Judas arengó a los suyos:
«No temáis el número ni os acobarden sus ataques. Recordad cómo
nuestros padres fueron salvados en el mar Rojo cuando los perseguía el
Faraón con su ejército. Clamemos al cielo; se compadecerá de nosotros,
se acordará de la alianza hecha a nuestros padres y derrotará hoy a este
ejército ante nosotros. Conocerán entonces todas las naciones que hay
quien libra y salva a Israel».


Los extranjeros levantaron la mirada y, al ver que los judíos se
dirigían contra ellos, salieron del campamento para comenzar la batalla.
Los de Judas tocaron las trompetas, y se entabló el combate. Los
gentiles, desconcertados, huyeron a la llanura; los últimos murieron a
espada. Los persiguieron hasta Gázara, los llanos de Idumea, de Asdod y
de Yamnia. Cayeron cerca de tres mil enemigos.


Cuando Judas con su ejército volvió de perseguirlos, dijo al pueblo:
«No recojáis el botín, porque se prepara otra batalla. Gorgias está con
su ejército en los montes cercanos. Manteneos firmes ante nuestros
enemigos y luchad contra ellos; después recogeréis tranquilamente el
botín». No había terminado de hablar, cuando apareció una división
explorando desde el monte. Observaron que los suyos habían huido y que
el campamento estaba incendiado, pues el humo lo denunciaba. Tal visión
los llenó de pánico. Al ver luego en la llanura al ejército de Judas
dispuesto para la lucha, huyeron todos al país de los filisteos.
Entonces Judas se volvió para saquear el campamento, y los soldados se
apoderaron de mucho oro, plata, telas de jacinto y púrpura marina y
otras muchas riquezas. A la vuelta alababan y bendecían al cielo «porque
es bueno, porque es eterno su amor». Aquel día consiguió Israel una
gran victoria.


Los extranjeros que se salvaron comunicaron lo sucedido a Lisias, que
quedó consternado y abatido, pues las cosas en Israel no le habían
salido como él quería y como le había ordenado el rey.




Al año siguiente, Lisias reclutó sesenta mil hombres de infantería y
cinco mil de caballería para luchar contra los judíos. Llegaron a Idumea
y acamparon cerca de Bet Sur. Judas les salió al encuentro con diez mil
hombres. A la vista de un ejército tan temible, oró así: «Bendito seas
tú, oh Salvador de Israel, que quebrantaste la fortaleza de un gigante
por medio de tu siervo David y entregaste el ejército de los filisteos a
Jonatán, hijo de Saúl, y a su escudero. Haz que este ejército caiga en
manos de tu pueblo Israel, que queden confundidos con su fuerza y con su
caballería, que cunda en ellos el pánico, deshaz el orgullo que tienen
en su poder, que se confundan con su derrota. Derrótalos con la espada
de los que te aman, y te alabarán con cánticos cuantos conocen tu
nombre».


Entraron en batalla cinco mil hombres del ejército de Lisias. Lisias,
al ver la huida de los suyos y el entusiasmo de los judíos, dispuestos a
vivir o a morir como héroes, se volvió a Antioquía para reclutar
mercenarios y volver a Judea con más fuerza que antes.




Entonces Judas y sus hermanos dijeron: «Ya que nuestros enemigos han
sido vencidos, purifiquemos y consagremos de nuevo el templo». Todo el
ejército se reunió y fue al monte Sión. Cuando vieron el templo
desierto, el altar profanado, quemadas las puertas, la hierba crecida en
los atrios, como en el bosque o en los montes, y derruidas las
habitaciones, rasgaron sus vestiduras y se cubrieron de ceniza la
cabeza. Se postraron rostro en tierra y, a la señal de las trompetas,
lanzaron gritos al cielo. Judas ordenó a sus hombres atacar a los de la
ciudadela mientras duraba la purificación del templo. Escogió sacerdotes
sin mancha, observantes de la ley, que purificaron el templo y llevaron
las piedras contaminadas a un lugar inmundo. Deliberaron sobre el altar
de los holocaustos, que había sido profanado, y tuvieron la feliz idea
de destruirlo para que no les sirviera de oprobio, pues los gentiles lo
habían contaminado. Lo demolieron y amontonaron las piedras en el monte
del templo, en lugar conveniente, hasta que viniera un profeta y dijera
lo que había que hacer con ellas. Tomaron piedras sin labrar, según la
ley, y levantaron un altar igual que el primero. Repararon el santuario y
el interior del templo, purificaron los atrios, hicieron nuevos vasos
sagrados, llevaron al templo el candelabro, el altar de los perfumes y
la mesa. Quemaron incienso sobre el altar y encendieron las lámparas del
candelabro, que iluminaron el interior del templo. Colocaron los panes
sobre la mesa, colgaron las cortinas, y así dieron fin a los trabajos.


El 25 del mes noveno, el de quisleu, del año 148, se levantaron al
alba y ofrecieron un sacrificio legal en el altar de los holocaustos que
habían construido. El altar fue inaugurado al son de cítaras, liras y
címbalos en el mismo mes y día en que fue profanado por los gentiles.
Todo el pueblo se postró rostro en tierra; luego alabaron al que les
había concedido el éxito, y celebraron con alegría la dedicación del
altar, ofreciendo durante ocho días holocaustos y sacrificios de acción
de gracias. Adornaron la fachada del templo con coronas de oro y con
escudos, restauraron las estradas y las habitaciones y les pusieron
puertas; y el pueblo se regocijó grandemente, olvidándose del oprobio
que le habían causado los gentiles.


Judas, sus hermanos y toda la asamblea de Israel acordaron festejar
con alegría la dedicación del altar cada año, a su tiempo, durante ocho
días, a partir del 25 de quisleu. Por entonces fortificaron también el
monte Sión con murallas y fuertes torres, para que, si volvían los
gentiles, no las pudieran destruir, como había sucedido. Judas emplazó
allí una guarnición y fortificó Betsur para que el pueblo contara con
una fortaleza contra Idumea.



{1}5




Cuando los pueblos vecinos supieron que el altar había sido
reconstruido y restaurado, como antes el templo, se irritaron
grandemente y decidieron exterminar a los israelitas que vivían entre
ellos; así que comenzaron a matarlos y a destruirlos. Judas declaró
entonces la guerra a los descendientes de Esaú en Idumea, en Acrabatene,
porque asediaban a los israelitas. Les infligió una fuerte derrota, los
humilló y se apoderó de su botín. Después recordó la malicia de la
gente de Beán, que tendían lazos y emboscadas al pueblo en los caminos.
Les obligó a encerrarse en sus torres, los bloqueó y condenó a muerte,
incendiando las torres con todo lo que había dentro. Luego pasó a los
amonitas, donde encontró un poderoso ejército y un pueblo numeroso a las
órdenes de Timoteo. Los atacó varias veces, venciéndolos y haciéndoles
grandes destrozos. Se apoderó de Yazer y sus aldeas, y se volvió a
Judea.




Los gentiles de Galaad se conjuraron contra los israelitas que vivían
en su territorio para exterminarlos. Pero éstos se refugiaron en la
fortaleza de Datema y enviaron cartas a Judas y a sus hermanos en las
que decían: «Los gentiles que nos rodean se han conjurado contra
nosotros para exterminarnos, y se preparan para expugnar la fortaleza en
la que estamos refugiados. Su jefe es Timoteo. Venid y libradnos de sus
manos, pues muchos de los nuestros han caído ya. Han matado a todos
nuestros hermanos que vivían en Tob, han sometido a esclavitud a sus
mujeres y a sus hijos y se han llevado sus bienes: han muerto allí unos
mil hombres». No habían terminado de leer esta carta, cuando llegaron de
Galilea otros emisarios con vestidos rotos, trayendo parecidas noticias
y diciendo: «Los de Tolemaida, Tiro y Sidón se han conjurado contra
nosotros, con toda la Galilea de los gentiles, para exterminarnos». En
cuanto Judas y el pueblo recibieron tales noticias, se convocó una gran
asamblea para ver lo que podían hacer por sus hermanos que, atacados por
los enemigos, se encontraban en grandes apuros.




Judas dijo a su hermano Simón: «Escoge hombres y ve a librar a tus
hermanos en Galilea; yo y mi hermano Jonatán iremos a Galaad». A José,
hijo de Zacarías, y a Azarías, los dejó como jefes del pueblo, con el
resto del ejército, para defender a Judea, dándoles estas órdenes:
«Gobernad al pueblo, pero no ataquéis a los gentiles hasta que
volvamos». A Simón se le entregaron tres mil hombres para la campaña en
Galilea; a Judas, ocho mil, para la de Galaad. Simón llegó a Galilea,
donde presentó varias batallas a los gentiles, que fueron derrotados.
Los persiguió hasta las puertas de Tolemaida; cayeron unos tres mil
hombres, y él se apoderó de sus bienes. Tomó después consigo a los
judíos de Galilea y Arbata con sus mujeres, hijos y todo lo que tenían, y
los llevó con gozo a Judea.


Entretanto Judas Macabeo y su hermano Jonatán pasaron el Jordán y
caminaron por el desierto durante tres días. Les salieron al encuentro
los nabateos, que los recibieron amistosamente y les narraron lo
sucedido a los hebreos en Galaad, y cómo muchos estaban prisioneros en
Bosora, Bosor, Alema, Casfo, Maqued y Carnayín, todas ellas ciudades
grandes y fortificadas. Refirieron también que había prisioneros en
otras ciudades de Galaad y que habían decidido asaltar al día siguiente
las fortalezas, tomarlas y exterminarlos a todos en un solo día.
Entonces Judas partió con su ejército hacia el desierto de Bosora, ocupó
las ciudades, pasó a espada a todos los varones, se apoderó del botín y
luego las incendió. De noche partieron hacia las fortalezas. Al
alborear, vieron una inmensa muchedumbre con escaleras y máquinas para
apoderarse de las fortalezas. Ya se atacaba a los sitiados. Judas,
viendo que el asalto había comenzado y que el fragor de la batalla,
unido al son de las trompetas, llegaba al cielo, dijo a los suyos:
«Luchad hoy por vuestros hermanos». Después ordenó en tres grupos el
avance hacia el enemigo por la espalda, tocando las trompetas y rezando a
gritos. Cuando el ejército de Timoteo supo que estaba allí el Macabeo,
huyeron ante él; sufrieron una gran derrota, pues aquel día murieron
unos ocho mil hombres.


Judas de allí pasó a Alema. La asaltó, la ocupó, mató a todos los
varones, se apoderó del botín y luego la incendió. Salió de allí y se
apoderó de Casfo, Maqued y Bosor, con las demás ciudades de Galaad.




Después de estos acontecimientos, Timoteo reunió otro ejército y
acampó frente a Rafón, al otro lado del torrente. Judas mandó a explorar
el campo, y le dijeron: «Todos los gentiles que nos rodean se le han
unido, formando un ejército enorme. Además tienen mercenarios árabes
como fuerzas auxiliares y están acampados al otro lado del torrente,
dispuestos a atacarte». Judas fue a su encuentro. Cuando Judas con su
ejército se acercaba al torrente, Timoteo dijo a los jefes de su
ejército: «Si pasa él primero hacia nosotros, no podremos resistirle,
porque nos sacarán ventaja; si, por el contrario, tiene miedo y acampa
al otro lado, iremos contra él y lo venceremos». Judas llegó al
torrente, dispuso a lo largo de él a los escribas del pueblo y les
ordenó: «No permitáis que nadie se pare, sino que todos vayan a luchar».
Él pasó el primero hacia los enemigos, seguido de todo el pueblo. Ante
él los gentiles se replegaron, tiraron sus armas y huyeron al templo de
Carnayín. Los judíos ocuparon la ciudad e incendiaron el templo con
todos los que había dentro. Carnayín fue conquistada sin poder resistir a
Judas. Después de esto Judas reunió a todos los israelitas que se
encontraban en Galaad, chicos y grandes, con sus mujeres, hijos y
equipajes, enorme muchedumbre, para volver a Judea.


Llegaron a Efrón, ciudad importante y bien fortificada, situada en el
camino. No era posible desviarse ni a derecha ni a izquierda, sino que
había que atravesarla. Los de la ciudad cerraron la entrada, tapiando
las puertas con piedras. Judas les envió este mensaje de paz:
«Permitidnos atravesar vuestro territorio para volver al nuestro; nadie
os hará mal, pues no haremos más que pasar a pie». Pero no quisieron
abrir. Judas entonces ordenó que todos se mantuvieran donde estaban. Los
más valientes se prepararon para el asalto; atacaron la ciudad durante
todo el día y toda la noche hasta que se rindió. Pasó a espada a los
varones, arrasó la ciudad, se apoderó del botín y pasó por encima de los
cadáveres.


Atravesaron el Jordán y llegaron a la gran llanura de Betsán. Durante
el viaje, Judas atendía a los retrasados y animaba al pueblo hasta
llegar a Judá. Con gozo y alegría subieron al monte Sión y ofrecieron
holocaustos por haber vuelto felizmente y sin bajas.




Mientras Judas y Jonatán estaban en Galaad y su hermano Simón en
Galilea, frente a Tolemaida, José, hijo de Zacarías, y Azarías, jefes
del ejército, conociendo sus hazañas y batallas victoriosas, se dijeron:
«Hagámonos también famosos luchando contra los gentiles que nos
rodean». Comunicaron las órdenes a su ejército y marcharon hacia Yamnia.
Pero les salió al encuentro Gorgias con su gente para atacarlos. José y
Azarías fueron derrotados y perseguidos hasta los límites de Judá.
Aquel día cayeron dos mil hombres de Israel. Grave derrota de los
israelitas por no haber escuchado a Judas y a sus hermanos, creyéndose
capaces de grandes hazañas. No eran éstos de aquella raza de hombres por
los que vino la salvación de Israel. Judas y sus hermanos, por el
contrario, se hicieron famosos en Israel y en las naciones a donde
llegaba su nombre. El pueblo los rodeaba y los aclamaba.




Judas, con sus hermanos, se puso en marcha para luchar contra los
descendientes de Esaú en la región meridional. Tomó Hebrón y sus aldeas,
derribó sus fortificaciones e incendió las torres de sus murallas.
Después levantó el campamento para dirigirse al país de los filisteos,
pasando por Maresá. Algunos sacerdotes cayeron aquel día, pues,
queriendo hacerse los valientes, entraron imprudentemente en batalla.
Judas de allí pasó a Asdod, en el país de los filisteos; derribó sus
altares, incendió las estatuas de sus dioses, saqueó la ciudad y luego
se volvió a Judá.



{1}6




Mientras el rey Antíoco recorría las provincias del norte, supo que
Elimaida, en Persia, era una ciudad famosa por la abundancia de oro y
plata; que había un templo riquísimo con piezas de armadura de oro,
coraza y armas dejadas por Alejandro, hijo de Filipo, rey de Macedonia,
primer rey de Grecia. Fue allá, e intentó apoderarse de la ciudad; pero
no lo consiguió porque sus habitantes conocieron su intención y salieron
armados contra él; tuvo que huir, alejándose con inmensa tristeza, para
volver a Babilonia.


Estando todavía en Persia le comunicaron las derrotas de los
ejércitos enviados a Judea; que Lisias, aunque había ido con un ejército
poderosísimo, tuvo que huir ante los judíos, que se habían fortalecido
con las armas y abundante botín apresados a los ejércitos vencidos; que
habían destruido el ídolo repugnante levantado por él sobre el altar de
Jerusalén y habían rodeado de altas murallas, como antes, el templo y
Betsur, una de sus ciudades. Estas noticias le afectaron profundamente,
hasta el punto que cayó enfermo en cama de tristeza por no haber
realizado sus propósitos. Así estuvo muchos días, en estado de profunda
angustia. Creyendo que iba a morir, llamó a sus amigos y les dijo: «El
sueño ha huido de mis ojos, y la angustia me agobia el corazón. Y me
digo: ¡A qué tribulaciones he llegado y en qué mar de tristezas me
encuentro yo, que era feliz y amado en los días de mi poder! Pasan ahora
por mi mente los crímenes cometidos en Jerusalén, los objetos de plata y
oro que quité, los habitantes de Judea que exterminé sin motivo. Ahora
reconozco que por esto me han venido estas desgracias y que muero de
pena en tierra extraña».


Llamó a Filipo, uno de sus amigos, y lo nombró jefe de todo su reino;
le dio su corona, el mando y el anillo, con el encargo de educar a su
hijo Antíoco y prepararlo para el gobierno.


Atíoco murió allí el año 149. Lisias, al enterarse de la muerte del
rey, proclamó rey a su hijo Antíoco, a quien había educado desde niño, y
le apellidó Eupator.




Los de la ciudadela tenían bloqueados a los israelitas en torno al
templo y trataban continuamente de hacerles daño y apoyar a los
gentiles. Judas decidió acabar con ellos, y convocó a todo el pueblo
para sitiarlos. Se reunieron, y comenzaron el asedio el año 150, con
ballestas y máquinas de guerra. Pero algunos asediados rompieron el
cerco, se juntaron con unos israelitas renegados y fueron a decir al
rey: «¿Cuándo irás a hacer justicia y a vengar a nuestros hermanos?
Nosotros aceptamos servir a tu padre, obedecer sus órdenes y observar
sus leyes. Por esto nos han odiado los de nuestro pueblo, han matado a
cuantos de nosotros han encontrado y nos han quitado nuestros bienes. Y
no sólo han puesto su mano sobre nosotros, sino también sobre los países
limítrofes. Han sitiado la ciudadela de Jerusalén para conquistarla, y
han fortificado el templo y Betsur. Si no te apresuras a detenerlos,
harán cosas peores y no podrás frenarlos». Al oír esto el rey montó en
cólera y reunió a sus amigos, los jefes del ejército y los capitanes de
caballería. Llegaron de otros reinos y de las islas del mar tropas
mercenarias, juntando un ejército de cien mil soldados de infantería,
veinte mil de caballería y treinta y dos elefantes adiestrados para la
guerra. Atravesaron Idumea, acamparon junto a Betsur y la asaltaron
durante muchos días con máquinas de guerra; pero los sitiados salieron y
quemaron las máquinas, luchando heroicamente. Entonces Judas se alejó
de la ciudadela y acampó en Bet Zacaría, frente al campamento del rey.
El rey se levantó temprano, y mandó a su ejército avanzar rápidamente
hacia Bet Zacaría, donde sus tropas se pusieron en orden de batalla al
toque de las trompetas. Los soldados emborracharon a los elefantes con
zumo de uvas y moras para excitarlos en la lucha. Repartieron los
animales entre los batallones, poniendo con cada elefante mil hombres
con corazas de malla y yelmos de bronce en la cabeza; quinientos jinetes
escogidos precedían todos los movimientos de la bestia y la acompañaban
a todas partes sin alejarse jamás de ella. Sobre cada elefante, como
defensa, iba montada una torre sólida de madera, bien protegida y sujeta
con cinchas; y en cada torre tres hombres valientes, además del indio
que lo guiaba. El rey dispuso el resto de la caballería en los dos
flancos del ejército para provocar el temor y proteger a los batallones.
Cuando el sol se reflejó en los escudos de oro y bronce,
resplandecieron las montañas y brillaron como llamas de fuego. Una parte
del ejército del rey se desplegó en las cumbres de las montañas; otra
en la llanura, avanzando todos con seguridad y orden. Cuantos oían el
clamor de aquella muchedumbre, la marcha de tanta gente y el ruido de
las armas quedaban aterrorizados: era verdaderamente un ejército
numeroso y temible. Judas se acercó con su ejército y atacó; cayeron
seis mil hombres del ejército real.




Eleazar, apellidado Avarán, observó que un elefante, engualdrapado
con coraza regia, sobresalía de los demás; y suponiendo que el rey
estaría montado en él, se propuso salvar a su pueblo y conquistar fama
inmortal. Corrió con arrojo hacia el elefante por en medio del batallón,
matando a derecha e izquierda y consiguiendo que todos se apartasen de
él. Se puso bajo el elefante, le clavó la espada y lo mató. El elefante
cayó encima de él, y murió. Pero los judíos, al ver las fuerzas del rey y
el valor de su ejército, se retiraron.




El ejército real los persiguió hasta Jerusalén, acampó en Judea y
sitió el monte Sión; hizo las paces con los de Betsur, que salieron de
la ciudad, pues no tenían víveres para mantener el asedio por ser año
sabático para la tierra. El rey se apoderó así de Betsur y puso una
guarnición para custodiarla.


Durante muchos días acampó ante el templo y allí colocó ballestas,
máquinas de guerra, lanzafuegos, catapultas, escorpiones para lanzar
flechas y hondas. Los sitiados también construyeron máquinas contra las
de los sitiadores y lucharon largo tiempo. Pero carecían de víveres en
los almacenes por ser el año séptimo y porque los israelitas llegados a
Judea de los países paganos habían consumido las reservas. Quedaron
pocos hombres en el templo, pues había ya mucha hambre; los otros se
fueron cada uno a su casa.


Entretanto, Filipo, a quien el rey Antíoco había confiado en vida la
educación de su hijo Antíoco para prepararlo para gobernar, había vuelto
de Persia y Media con el ejército que había acompañado al rey, e
intentaba hacerse con las riendas del gobierno. Lisias, al enterarse de
esto, decidió partir rápidamente, y dijo al rey, a los generales del
ejército y a los soldados: «Cada día venimos a menos, escasean los
víveres, el lugar que sitiamos está fuertemente defendido, y tenemos la
obligación de ocuparnos de los problemas del reino. Hagamos la paz con
estos hombres y un pacto con su nación. Dejémosles que vivan según sus
costumbres como antes, pues se han enfurecido contra nosotros y han
hecho todo esto porque nosotros hemos abolido sus leyes». Esto agradó al
rey y a los jefes, y el rey envió a tratar la paz con los judíos,
quienes la aceptaron. El rey y los jefes confirmaron el tratado con
juramento, y los judíos salieron de la fortaleza. El rey subió al monte
Sión y, al ver las fortificaciones, rompió el juramento y mandó destruir
el muro que lo cercaba. Luego partió aprisa y volvió a Antioquía, donde
encontró a Filipo dueño de la ciudad. Luchó contra él, y se apoderó de
la ciudad por la fuerza.



{1}7




El año 151 Demetrio, hijo de Seleuco, huyó de Roma y llegó con unos
cuantos hombres a una ciudad marítima, donde se proclamó rey. Cuando
avanzaba hacia Antioquía, residencia real de sus padres, el ejército
hizo prisioneros a Antíoco y Lisias para entregárselos. Demetrio, al
saberlo, dijo: «No quiero ni verlos». Los soldados los mataron, y
Demetrio se sentó en el trono de su reino. Todos los israelitas,
criminales y renegados, con Alcimo a la cabeza, el cual quería ser sumo
sacerdote, se presentaron ante el rey y acusaron a su propio pueblo:
«Judas y sus hermanos han exterminado a todos sus amigos y nos han
echado de nuestro país. Manda a alguien de tu confianza para que
compruebe las ruinas que han causado en nuestro país y en las provincias
del rey, y que los castigue a ellos y a sus partidarios».


El rey eligió a Báquides, uno de sus amigos, comandante de la región
occidental del Éufrates y uno de los grandes del reino, fiel al rey. Lo
mandó con el pérfido Alcimo, al que hizo sumo sacerdote, con la misión
de vengarse de los israelitas. Partieron con un ejército numeroso,
llegaron a Judea y enviaron mensajeros a Judas y a sus hermanos con
falsas propuestas de paz. Pero éstos no se fiaron de sus palabras, al
saber que habían llegado con un ejército numeroso. No obstante, una
comisión de escribas se presentó a Alcimo y a Báquides para tratar de
encontrar una solución satisfactoria. Los asideos fueron los primeros
entre los israelitas en pedir la paz, pues decían: «Un sacerdote de la
estirpe de Aarón viene con el ejército; él no nos hará mal». Báquides
les dirigió palabras de paz y prometió con juramento: «No trataremos mal
ni a vosotros ni a vuestros amigos». Ellos le creyeron; pero arrestó a
sesenta hombres y los ejecutó en el mismo día, según la palabra de la
Escritura:


«En torno a Jerusalén han esparcido las carnes de tus santos y su sangre, y no había quien los sepultara».


El pueblo entero se llenó de temor y espanto, y decía: «No hay en
ellos ni verdad ni justicia, pues han quebrantado el pacto y el
juramento prestado». Báquides se alejó de Jerusalén y acampó en Bet Zet;
prendió a muchos que se habían separado de él y a algunos del pueblo, a
los que mandó ejecutar y arrojar en un pozo profundo. Luego confió el
país a Alcimo, le dejó tropas de apoyo y se volvió adonde el rey.


Alcimo luchaba por asegurarse el sumo sacerdocio. Lo seguían todos
los perturbadores del pueblo. Se apoderaron de Judea y causaron grandes
males a Israel. Judas, viendo que todo el mal que Alcimo y los suyos
hacían a los israelitas era mayor que el de los mismos paganos, recorrió
todo el territorio de Judea y sus alrededores y se vengó de aquellos
traidores, impidiéndoles realizar correrías por el país. Cuando Alcimo
comprendió que Judas y los suyos le superaban en fuerza y que no podía
oponerse a ellos, se volvió al rey y los acusó de muchos delitos.




El rey mandó a Nicanor, uno de sus más ilustres generales y enemigo
declarado de Israel, con la misión de destruir al pueblo. Nicanor llegó a
Jerusalén con un ejército numeroso, y envió mensajeros a Judas y a sus
hermanos con falsas propuestas de paz: «No haya guerra entre vosotros y
yo; llegaré a vosotros con pocos hombres para tratar como amigos». Se
presentó a Judas y se saludaron cortésmente, pero los enemigos estaban
preparados para apoderarse de Judas. Judas se dio cuenta de que había
llegado con engaño, tuvo miedo y no quiso verlo más. Nicanor comprendió
que su plan había sido descubierto y fue a luchar contra Judas en
Cafarsalán. Cayeron cerca de quinientos hombres de los de Nicanor, y el
resto huyó a la ciudad de David.


Después de este suceso, Nicanor subió al monte Sión, y algunos
sacerdotes salieron del templo para saludarlo amistosamente y mostrarle
el sacrificio que ofrecían por el rey. Pero él se burló de ellos, los
despreció, los escupió y les habló con arrogancia, jurando lleno de
rabia: «Si Judas y sus hombres no se entregan en mis manos, quemaré este
edificio al volver victorioso». Y se marchó furioso. Los sacerdotes
entraron y, de pie ante el altar del templo y entre sollozos, dijeron:
«Tú elegiste esta casa para que en ella fuera invocado tu nombre, para
que fuera casa de oración y súplica para tu pueblo. Castiga a este
hombre y a su ejército; caigan a espada. Acuérdate de sus blasfemias, y
no les dejes vivir».




Nicanor abandonó Jerusalén y acampó en Bejorón, donde se le unió el
ejército de Siria. Por su parte, Judas acampó en Adasa con tres mil
hombres, y rezó así: «Cuando los mensajeros del rey blasfemaban, vino tu
ángel y mató ciento ochenta y cinco mil asirios. Así hoy extermina a
este ejército que está ante nosotros, para que sepan los supervivientes
que ha hablado inicuamente contra tu templo. Júzgalo según su
perversidad». El 13 del mes de adar se enfrentaron los dos ejércitos.
Fue derrotado el de Nicanor, quien cayó el primero en el combate. Cuando
el ejército vio muerto a Nicanor, arrojó las armas y huyó. Los judíos
los siguieron durante un día desde Adasa hasta Gazara, tocando detrás de
ellos las trompetas. La gente salía de todas las aldeas de Judea y
cercaba a los fugitivos, obligándolos a volverse unos contra otros. Así
cayeron todos a espada, sin quedar ni uno solo. Los vencedores se
apoderaron del botín de guerra, cortaron la cabeza de Nicanor y la mano
derecha que él había levantado con orgullo, y la colgaron en Jerusalén a
la vista de todos. El pueblo, loco de contento, pasó aquel día con gran
regocijo. Se acordó celebrar solemnemente cada año este día, el 13 del
mes de adar. El país de Judea gozó de paz durante algún tiempo.



{1}8




Judas supo que los romanos eran poderosos, que se mostraban benévolos
con sus aliados y hacían pactos de amistad con los que acudían a ellos.
Le contaron sus guerras, las hazañas realizadas en las Galias, cómo se
habían apoderado de ellas y las habían sometido a tributo; lo que habían
hecho en España, cómo se habían apoderado de las minas de plata y oro, y
cómo habían sometido a aquel país con prudencia y perseverancia, a
pesar de ser un país lejano; cómo habían derrotado a los reyes que los
habían atacado desde los confines de la tierra, infligiéndoles fuerte
derrota, y cómo los demás les pagaban un tributo anual. Habían vencido y
sometido a Filipo y a Perseo, reyes de Macedonia, y a cuantos les
habían hecho frente. Habían vencido a Antíoco el Grande, rey de Asia,
que les presentó batalla con ciento veinte elefantes, caballería y
carros y un ejército incontable. Cayó vivo en sus manos, y le impusieron
a él y a sus sucesores un impuesto gravoso, dar rehenes y ceder
territorios, como la India, Media y Lidia, sus mejores provincias, que
luego entregaron al rey Eumeno. Los griegos habían decidido ir a
exterminarlos; pero los romanos se enteraron y enviaron a luchar contra
ellos a un solo general; cayeron muchos griegos, y los romanos se
llevaron cautivas a sus mujeres y a sus hijos, saquearon sus bienes, se
apoderaron de sus tierras, derribaron sus murallas y los sometieron a
esclavitud hasta el día de hoy.


Asimismo destruyeron y sometieron a los reinos e islas que les
opusieron resistencia. Pero a sus amigos y a cuantos en ellos confiaban
les guardaban gran fidelidad. Han conquistado reinos próximos y lejanos,
y todos los que oyen hablar de ellos les tienen miedo. Reinan aquellos a
los que ellos ayudan a reinar y deponen a los que quieren. Tienen un
inmenso poder. A pesar de esto, ninguno de ellos se ha hecho coronar ni
ha vestido la púrpura para engrandecerse. Han constituido un senado,
donde deliberan cada día trescientos veinte hombres, que se preocupan
del bien del pueblo y del mantenimiento del orden. Eligen cada año a uno
con poder y dominio en todo el imperio, y le obedecen todos sin que
tengan envidias o celos.




Judas eligió a Eupólemo, hijo de Juan, hijo de Acos, y a Jasón, hijo
de Eleazar, y los envió a Roma para hacer con ellos un tratado de
amistad y conseguir la libertad del yugo de los griegos, pues éstos
querían esclavizar a Israel. Fueron a Roma. Después de un viaje muy
largo, entraron en el senado y dijeron: «Judas Macabeo, sus hermanos y
el pueblo de los judíos nos han mandado para hacer con vosotros un
tratado de amistad y para ser contados entre vuestros aliados y amigos».
La petición fue acogida favorablemente. He aquí la copia de la carta
que esculpieron en tablas de bronce y enviaron a Jerusalén para que
sirviese a los judíos como documento de tratado de paz:


«Prosperidad a los romanos y a la nación judía en el mar y en la
tierra para siempre. Lejos esté de ellos la espada y el enemigo. Si
estalla una guerra contra Roma o contra cualquiera de sus aliados en
todo su imperio, la nación judía combatirá ardientemente a su lado,
según lo permitan las circunstancias. No dará ni suministrará al enemigo
trigo, ni armas, ni dinero o naves, según ha decidido Roma, y cumplirá
estos compromisos sin compensación alguna. Igualmente, si la nación
judía fuera atacada antes, los romanos lucharemos a su lado con todo
ardor, según lo permitan las circunstancias, y no darán a los enemigos
trigo, ni armas, ni dinero o naves según ha decidido Roma; y cumplirá
estos compromisos sin engaños. En estos términos hacen los romanos su
tratado con la nación judía. Si posteriormente unos u otros quisieran
añadir o quitar algo, lo harán de común acuerdo, y lo añadido o lo
quitado tendrá carácter obligatorio. Con relación a los daños causados
por Demetrio a los judíos, le hemos escrito así: ¿Por qué mantienes tan
pesado yugo sobre los judíos, nuestros amigos y aliados? Si vuelven a
acusarte, defenderemos sus derechos luchando contra ti por mar y
tierra».



{1}9




Demetrio, al enterarse de la muerte de Nicanor y de la derrota de su
ejército, decidió mandar a Judea otra vez a Báquides y Alcimo como jefes
del ala derecha de su ejército. Éstos tomaron el camino de Galilea y
acamparon en Mesalot de Arbela, se apoderaron de ella y mataron a muchos
de sus habitantes. En el primer mes del año 152 acamparon frente a
Jerusalén; y veinte mil hombres de infantería y dos mil de caballería se
dirigieron a Berea. Judas tenía su campamento en Elasa con tres mil
hombres selectos. Pero cuando los suyos vieron a aquel gran número de
enemigos, se llenaron de miedo y muchos huyeron del campo, quedando sólo
ochocientos hombres. Judas, viendo la dispersión de su ejército cuando
era inminente la lucha, se sintió profundamente apenado, pues no tenía
tiempo para volverlos a juntar. Desalentado, habló a los que quedaban:
«¡Luchemos contra nuestros enemigos; quizá podamos vencerlos!». Ellos le
respondieron: «No podremos; ahora tratemos de salvarnos; volveremos más
tarde con nuestros hermanos, y entonces lucharemos; ahora somos
demasiado pocos». Pero Judas les contestó: «Jamás haré semejante cosa:
huir delante de ellos. Si ha llegado nuestra hora, muramos valientemente
por nuestros hermanos sin manchar nuestra gloria».


El ejército enemigo salió del campo y le hizo frente con la
caballería dividida en dos alas; los hombres y los arqueros, todos
valientes, avanzaban a la cabeza del ejército como fuerza de choque.
Báquides iba en el ala derecha. El ejército, dividido en dos partes,
avanzaba al sonido de las trompetas. La tierra temblaba por el estruendo
de los ejércitos. El combate se entabló a la mañana y duró hasta la
tarde. Judas se dio cuenta de que Báquides y la parte más fuerte del
ejército estaban en la derecha, y, juntándose con los más decididos,
derrotó el ala derecha y la persiguió hasta los montes de Azara. Los del
ala izquierda, viendo la derrota del ala derecha, siguieron por la
espalda a Judas y a los suyos. Fue una lucha encarnizada, cayendo muchos
de una y otra parte. También cayó Judas; los demás huyeron.


Jonatán y Simón recogieron a su hermano y lo enterraron en la tumba
de sus padres, en Modín. Todo el pueblo de Israel le guardó luto y lo
lloró durante mucho tiempo, repitiendo la lamentación:


«¡Cómo ha caído el héroe,


el salvador de Israel!».


El resto de la historia de Judas, sus guerras, las hazañas por él
realizadas y sus timbres de gloria no han sido escritos; son demasiado
numerosos.




Después de la muerte de Judas aparecieron de nuevo los criminales en
todo el territorio de Israel y levantaron la cabeza los autores de la
iniquidad. Hubo por entonces una gran carestía, hasta el punto de
parecer que la tierra se puso de su parte. Entonces Báquides escogió
hombres malvados para gobernar el país. Éstos hacían averiguaciones y
pesquisas para descubrir a los amigos de Judas, llevándolos luego a
Báquides, que los castigaba y se burlaba de ellos. Hubo una opresión tal
en Israel como no se había conocido desde que no había profetas.




Los amigos de Judas se reunieron y dijeron a Jonatán: «Desde la
muerte de tu hermano Judas, no ha surgido nadie semejante a él, capaz de
enfrentarse a nuestros enemigos, a Báquides y a cuantos odian nuestra
nación. Te elegimos a ti para ocupar su puesto como nuestro jefe y guía
en la batalla emprendida». Jonatán tomó el mando y sucedió a su hermano
Judas.


Báquides lo supo y trató de matarlo. Jonatán, su hermano Simón y los
que lo acompañaban se enteraron, huyeron al desierto de Técoa y
acamparon junto a la cisterna de Asfar. Informaron de esto a Báquides en
día de sábado, y él y su ejército atravesaron rápidamente el Jordán.




Jonatán envió a su hermano, que iba al frente de la comitiva, a rogar
a sus amigos los nabateos que les permitieran dejarles en depósito todo
el bagaje, que era mucho. Pero los descendientes de Jambrí salieron de
Madaba, capturaron a Juan con todo el bagaje y se fueron con ello.
Después de esto anunciaron a Jonatán y a Simón, su hermano, que los
descendientes de Jambrí estaban celebrando una boda solemne y que
llevaban desde Madaba, con gran pompa, a la novia, hija de uno de los
más ilustres personajes de Canaán. Entonces se acordaron de su hermano
Juan y se escondieron en el recodo del monte. Levantaron la vista y
vieron, en medio de un rumor confuso, un cortejo numeroso, el esposo,
sus amigos y hermanos, que avanzaban hacia ellos con tamboriles,
instrumentos musicales y rica armadura. Los judíos salieron de su
escondite, se precipitaron sobre ellos y los mataron. Hubo muchas
víctimas; otros huyeron al monte; ellos se apoderaron de todo lo que
llevaban. Así la boda se convirtió en luto y el alegre son de la música
en lamentaciones. Se vengaron de su hermano y se volvieron a la ribera
pantanosa del Jordán.




Báquides se enteró de esto y llegó en día de sábado a las riberas del
Jordán. Jonatán entonces habló así a los suyos: «¡Ánimo! Luchemos por
nuestras vidas, pues hoy no es como ayer o anteayer. Tenemos al enemigo
delante y a nuestra espalda; aquí y allí están las aguas del Jordán,
terreno pantanoso, bosque; no hay salida. Clamad, pues, al cielo para
que nos libre de nuestros enemigos».


Se trabó la batalla, y Jonatán alargó la mano para herir a Báquides,
pero éste le esquivó echándose hacia atrás. Entonces Jonatán y los suyos
salvaron el Jordán atravesándolo a nado; sus enemigos no los siguieron.
Aquel día cayeron unos mil hombres de Báquides.


Báquides volvió a Jerusalén y se puso a construir plazas fuertes en
Judea, las fortalezas de Jericó, Emaús, Bejorón, Betel, Tamnata, Faratón
y Tefón, con altas murallas y puertas con cerrojos, dejando en cada una
una guarnición para hostigar a Israel. También fortificó las ciudades
de Bet Sur y Guézer y la ciudadela, dejando en ellas soldados y
depósitos de víveres. Tomó, finalmente, a los hijos de los jefes del
país como rehenes y los puso bajo vigilancia en la ciudadela de
Jerusalén.




El año 153, en el segundo mes, Alcimo mandó derribar el muro del
atrio interior del templo, destruyendo así la obra de los profetas. Ya
se había comenzado a demoler, cuando Alcimo tuvo un ataque y quedaron
suspendidas las obras. Se le cerró la boca y quedó paralizada, de modo
que no podía hablar ni dar órdenes en su casa. Alcimo murió en medio de
grandes sufrimientos. Báquides, viendo que Alcimo había muerto, regresó a
la corte real. El país tuvo paz durante dos años.


Entonces todos los criminales tomaron esta resolución: «Jonatán y los
suyos viven en paz, sin temor alguno. Hagamos venir a Báquides, y nos
haremos con todos en una sola noche», y fueron a deliberar con él.
Báquides se puso en camino con un ejército numeroso. Mandó
clandestinamente cartas a sus partidarios de Judea para que prendiesen a
Jonatán y a los suyos; pero no tuvo éxito, porque fueron descubiertos
sus planes. Jonatán y los suyos apresaron a cincuenta hombres del país,
cabecillas de la conjura, y los mataron.


Jonatán y Simón se retiraron con los suyos a Betbasí, en el desierto, repararon las ruinas y la fortificaron.


Apenas lo supo Báquides, reunió toda su gente y avisó a todos sus
partidarios de Judea. Llegó a Betbasí, la sitió durante varios días y
emplazó máquinas de guerra. Jonatán dejó en la ciudad a su hermano
Simón, y salió por la región con un puñado de hombres. Derrotó a
Odomera, a sus hermanos y a los hijos de Fasirón en sus tiendas; estos
primeros golpes le sirvieron de refuerzo. Simón y los suyos salieron de
la ciudad e incendiaron las máquinas. Atacaron a Báquides, que fue
derrotado, y cayó en un profundo abatimiento, porque no habían resultado
ni sus planes ni su expedición. Se enfureció grandemente contra los
criminales que le habían aconsejado venir al país, mató a muchos y
decidió volver a su tierra. Jonatán lo supo, y le envió emisarios para
hacer con él un tratado de paz y canjear prisioneros. Él aceptó,
prometió lealtad a las propuestas y juró no hacerle daño alguno durante
su vida. Después de restituir a los prisioneros capturados en Judea,
retornó a su tierra y no volvió más a Judea. Así hubo paz en Israel, y
Jonatán fijó su residencia en Micmás, donde comenzó a gobernar al pueblo
y a exterminar a la gente perversa de Israel.



{1}10



El año 160 Alejandro Epífanes, hijo de Antíoco, fue y se apoderó de
Tolemaida, donde fue bien recibido y se proclamó rey. Cuando lo supo
Demetrio, reunió un ejército numeroso y salió a luchar contra él. Al
mismo tiempo mandó a Jonatán una carta con propuestas de amistad y
promesas de engrandecerle en el poder. Porque se decía: «Démonos prisa a
hacer las paces con él antes que las haga con Alejandro contra
nosotros, pues recordará todos los males que hemos cometido contra él,
contra su hermano y contra su nación».


Le autorizaba a formar un ejército, a armarse y llamarle su aliado, y ordenó que se le entregasen los rehenes de la ciudadela.


Jonatán fue a Jerusalén y leyó la carta delante de todo el pueblo y
de los de la ciudadela, quienes se llenaron de temor al saber que el rey
le había facultado para formar un ejército. Los de la ciudadela
entregaron los rehenes a Jonatán, quien los devolvió a sus parientes.
Jonatán fijó entonces su residencia en Jerusalén y comenzó a reconstruir
y renovar la ciudad. Mandó a los obreros reconstruir las murallas y
rodear el monte Sión con piedras de sillería para fortificarla. Así se
hizo.


Los extranjeros estacionados en la fortaleza construida por Báquides
huyeron; abandonaron sus puestos y regresaron a su país. Sólo quedaron
en Betsur los que habían renegado de la ley y de los preceptos, porque
era lugar de refugio.


Entretanto, el rey Alejandro se enteró de las promesas hechas por
Demetrio a Jonatán. Le contaron también las batallas que habían librado y
los actos heroicos que habían realizado él y sus hermanos, así como las
penalidades que habían pasado. Y dijo: «¿Podremos encontrar un hombre
semejante? Hagámonos amigo y aliado suyo». Le escribió una carta, en la
que decía: «El rey Alejandro al hermano Jonatán, salud. He oído que eres
valiente y digno de ser nuestro amigo. Por tanto, te constituimos hoy
sumo sacerdote de tu nación y te concedemos el título de amigo del rey
-y le envió un vestido de púrpura y una corona de oro- para que te
pongas de nuestra parte y nos guardes amistad».


Jonatán fue investido sumo sacerdote el séptimo mes del año 160 en la
fiesta de los tabernáculos. Reclutó muchos soldados y fabricó muchas
armas.




Cuando Demetrio supo todo esto, se afligió mucho y dijo: «¿Qué hemos
hecho? Alejandro se ha adelantado en hacerse amigo de los judíos para
ganarse su apoyo. También yo les escribiré cartas persuasivas,
ofreciéndoles ventajas y recompensas para que me ayuden». Y les escribió
así: «El rey Demetrio a la nación judía, salud. Habéis mantenido el
tratado hecho con nosotros, habéis permanecido en nuestra amistad y no
os habéis pasado a nuestros enemigos; lo sabemos, y nos ha complacido.
Continuad guardándonos lealtad, y responderemos con beneficios a lo que
habéis hecho por nosotros. Os liberaremos de muchos impuestos y os
colmaremos de dones. Desde ahora y para siempre eximo a todos los judíos
de los tributos, del impuesto de la sal y de las coronas. De hoy en
adelante renuncio para siempre al tercio de la cosecha y a la mitad de
la de los árboles frutales que me pertenecen en la región de Judea y en
los tres distritos anexionados de Samaría y Galilea; Jerusalén será
ciudad santa y exenta de diezmos y tributos, igual que su territorio.
Renuncio a la ciudadela que hay en Jerusalén, y la entrego al sumo
sacerdote para que escoja a los hombres que quiera para custodiarla.
Concedo la libertad gratuitamente a todos los judíos prisioneros fuera
de Judea en todo mi reino. A todos los eximo de los tributos, aun de los
ganados. Serán días de exención y de franquicia en todo mi reino, y
para todos los judíos, todas las fiestas, los sábados, las lunas nuevas,
los días señalados y los tres días que preceden y siguen a una fiesta.
Nadie tendrá derecho a perseguirlos o perturbarlos por ningún motivo.


En el ejército del rey se alistarán treinta mil judíos, a los que se
les dará el sueldo como a todos los soldados del rey. Se les destinará a
las fortalezas reales más importantes y se les confiarán cargos de
confianza en el reino. Sus jefes serán de los suyos y vivirán conforme a
sus leyes, como ha mandado el rey para la región de Judea. Los tres
distritos de Samaría agregados a Judea se considerarán como parte de
Judea, de modo que dependan de un solo jefe y obedezcan solamente al
sumo sacerdote. Entrego como obsequio Tolemaida y su territorio al
templo de Jerusalén para cubrir los gastos del culto. Yo daré cada año
ciento ochenta kilos de plata, que se sacarán de los lugares más
convenientes. Y todo lo demás que los funcionarios no hayan abonado, se
abonará desde ahora para el servicio del templo. Además, los sesenta
kilos de plata con que se gravaban las entradas del templo quedarán para
los sacerdotes que ejercen su ministerio. Todos los que sean deudores
del rey por cualquier título y se refugien en el templo de Jerusalén y
en su recinto amurallado quedarán libres, así como todo lo que posean en
mi reino. Los gastos de construcción y restauración del templo serán de
cuenta del rey, así como los gastos de reconstrucción de las murallas
de Jerusalén, la fortificación de sus defensas y la construcción de
murallas en las ciudades de Judea». Jonatán y el pueblo oyeron esto;
pero ni lo creyeron, ni lo aceptaron, pues tenían vivo el recuerdo de
los grandes males y de la dura opresión que Demetrio había causado a
Israel. Les gustaron, sin embargo, las palabras de Alejandro por haber
sido el que primero les había hecho propuestas de paz, y se declararon
sus fieles aliados.


Entonces el rey Alejandro reunió un gran ejército y avanzó contra
Demetrio. Los dos reyes comenzaron la lucha, y el ejército de Demetrio
emprendió la fuga. Alejandro lo persiguió con gran ventaja. El combate
se prolongó hasta la caída del sol, y aquel día murió Demetrio.
Alejandro mandó emisarios a Tolomeo, rey de Egipto, con el siguiente
mensaje «Estoy de nuevo en mi reino sentándome en el trono de mis
padres, porque me he apoderado del poder después de vencer a Demetrio y
tomar posesión de mi país, pues, trabada la batalla con él, lo derroté
con todo su ejército y he ocupado su trono. Seamos amigos. Dame tu hija
por mujer; yo seré tu yerno y te daré, lo mismo que a ella, regalos
dignos de ti». El rey Tolomeo respondió así: «¡Feliz el día en que has
vuelto a la tierra de tus padres y has ocupado su trono real! Haré lo
que has dicho, pero ven a Tolemaida para que hablemos y seas mi yerno
como has dicho. Tolomeo salió de Egipto el año 162 con su hija
Cleopatra, y llegó a Tolemaida. Alejandro llegó antes. Tolomeo le dio a
su propia hija Cleopatra, y celebraron las bodas con fastuosidad real.


El rey Alejandro había escrito también a Jonatán para que se
entrevistara con él. Jonatán llegó a Tolemaida con gran pompa, y se
entrevistó con los dos reyes. A los dos y a sus amigos les ofreció una
gran cantidad de oro y plata y otros muchos regalos, ganándose así su
favor. Algunos hombres rastreros, la peste de Israel, se unieron para
acusarlo, pero el rey no les hizo caso. Más aún, mandó que Jonatán se
quitara sus vestiduras y fuese revestido de púrpura, como se hizo. El
rey lo sentó a su lado y dijo a sus dignatarios: «Id con él al centro de
la ciudad y pregonad que nadie, bajo ningún pretexto, acuse a Jonatán; y
que nadie, por ninguna causa, lo moleste». Cuando los acusadores vieron
los honores que se le rendían a la voz del heraldo y que estaba vestido
de púrpura, huyeron todos. El rey lo inscribió en el rango de sus
mejores amigos y lo nombró estratega y gobernador. Jonatán volvió a
Jerusalén en paz y contento.




El año 165, Demetrio, hijo de Demetrio, llegó de Creta a la tierra de
sus padres. Al saberlo el rey Alejandro, quedó totalmente desconcertado
y volvió a Antioquía. Demetrio nombró a su general Apolonio gobernador
de Celesiria, quien reunió un gran ejército y fue a acampar junto a
Yamnia, desde donde mandó al sumo sacerdote Jonatán el siguiente
mensaje: «Sólo tú nos resistes. Por tu causa he sido objeto de desprecio
y de burla. ¿Por qué te haces fuerte contra nosotros en las montañas?
Si tienes confianza en tus tropas, baja a la llanura y allí mediremos
nuestras fuerzas, pues yo tengo conmigo la flor de los combatientes.
Infórmate, y averiguarás quién soy yo y quiénes mis aliados. Ellos dicen
que no podréis resistirnos, pues ya dos veces fueron derrotados tus
padres en tu país. Tú, ahora, no podrás resistir a la caballería ni a un
ejército tan numeroso en una llanura donde no hay piedras, ni rocas, ni
lugar de refugio». Cuando Jonatán oyó las palabras de Apolonio, se
indignó. Eligió diez mil hombres y salió para Jerusalén; su hermano
Simón se unió a él con una tropa de socorro. Acampó junto a Jafa, pero
los de la ciudad le cerraron las puertas porque había allí una
guarnición de Apolonio. Comenzó el ataque. Atemorizados los de la
ciudad, le abrieron las puertas, y Jonatán se apoderó de Jafa. Apolonio,
al saberlo, movilizó tres mil soldados de caballería y numerosos
soldados de infantería y se dirigió a Asdod, simulando una marcha, pero
se replegó repentinamente hacia la llanura, porque tenía mucha
caballería, en la que confiaba. Jonatán lo persiguió hasta Asdod, y
trabaron batalla. Apolonio había dejado atrás mil soldados de caballería
escondidos. Jonatán fue informado de la emboscada. Los soldados de
caballería cercaron a sus hombres y estuvieron lanzando flechas desde la
mañana hasta la tarde; pero la tropa resistió, como había ordenado
Jonatán, hasta que los caballos se cansaron. Simón mandó a su gente
atacar a la infantería enemiga, y, ya sin el apoyo de la caballería, los
enemigos fueron derrotados y huyeron. La caballería se dispersó por la
llanura, y los fugitivos llegaron a Asdod y entraron en el templo de
Dagón, su ídolo, para salvar la vida. Pero Jonatán incendió Asdod y los
poblados cercanos, y los saqueó; incendió asimismo el templo de Dagón
con todos los que se habían refugiado en él. Fueron cerca de ocho mil
entre los pasados por la espada y los quemados. Jonatán partió para
Ascalón, donde los habitantes salieron a recibirlo y le rindieron
grandes honores. De allí regresó con los suyos a Jerusalén con gran
botín.


Cuando el rey Alejandro conoció estos sucesos, concedió nuevos
honores a Jonatán. Le envió un broche de oro, como se acostumbra dar a
los parientes de los reyes, y le dio en posesión Ecrón y todo su
territorio.



{1}11




Pero el rey de Egipto reunió un ejército incontable como la arena de
las playas del mar y muchas naves, pues intentaba apoderarse por engaño
del reino de Alejandro y anexionarlo al suyo. Llegó a Siria con palabras
de paz, y los habitantes de las ciudades le abrieron las puertas y le
salieron al encuentro, porque así lo había mandado Alejandro, pues era
su suegro. Pero en las ciudades donde entraba, Tolomeo dejaba
guarniciones. Cuando se acercó a Asdod le mostraron el templo de Dagón
incendiado, Asdod y sus alrededores destruidos, los cadáveres
abandonados y los restos calcinados de todos los que Jonatán había
quemado en la guerra, pues habían hecho montones a lo largo del
recorrido del rey. Contaron al rey todo lo que había hecho Jonatán para
que lo odiara, pero el rey callaba. Jonatán salió a Jafa a recibir al
rey con grande aparato. Se cambiaron saludos y pasaron allí la noche.
Jonatán acompañó al rey hasta el río Eléutero, y luego se volvió a
Jerusalén.


El rey Tolomeo se apoderó de todas las ciudades hasta Seleucia
marítima, y fraguaba malos propósitos contra Alejandro. Así, mandó
emisarios a Demetrio con este mensaje: «Ven y hagamos un pacto; te daré a
mi hija casada con Alejandro, y reinarás en el trono de tu padre. Yo me
arrepiento de haberle entregado a mi hija, pues ha intentado matarme».
Lo calumniaba así porque aspiraba a su reino. Por eso le quitó la hija y
se la dio a Demetrio, separándose de Alejandro, de modo que apareció
públicamente su enemistad. Tolomeo entró en Antioquía y se ciñó la
corona de Asia, juntando en su cabeza dos coronas, la de Egipto y la de
Asia. Alejandro se encontraba entonces en Cilicia, por haberse sublevado
los habitantes de aquella región. Alejandro, al saberlo, fue contra
Tolomeo para luchar contra él. A su vez, Tolomeo le salió al encuentro
con grandes contingentes y lo derrotó. Alejandro huyó a Arabia buscando
refugio, mientras Tolomeo triunfaba. El árabe Zabdiel cortó la cabeza a
Alejandro y se la envió a Tolomeo. Pero tres días después murió también
Tolomeo, y los egipcios que estaban en las plazas fuertes fueron matados
por los habitantes. Así Demetrio obtuvo el reinado el año 167.




Por entonces, Jonatán reunió las tropas de Judea para atacar la
ciudadela de Jerusalén, emplazando contra ella muchas máquinas de
guerra. Pero algunos perversos, enemigos de su propia nación, anunciaron
al rey el asedio de la ciudadela por parte de Jonatán. El rey, al
saberlo, se indignó, e informado bien, partió sin tardanza y llegó a
Tolemaida, desde donde escribió a Jonatán para que desistiese del asedio
y viniese rápidamente a Tolemaida a hablar con él. Jonatán recibió el
mensaje y mandó continuar el asedio, se rodeó de los ancianos de Israel y
de algunos sacerdotes y resolvió aventurarse al peligro. Tomó consigo
plata, oro, vestidos y otros muchos presentes y se encaminó hacia
Tolemaida para hablar con el rey, obteniendo favorable acogida. Algunos
perversos de su nación lo acusaron; pero el rey se portó con él como sus
predecesores, colmándolo de honores ante sus enemigos. Le confirmó en
el sumo sacerdocio y en todos los privilegios anteriores y lo contó
entre sus primeros amigos. Jonatán pidió al rey exenciones de impuestos
para Judea y para los tres distritos de Samaría, prometiéndole a cambio
diez mil kilos de plata. El rey se avino, y escribió a Jonatán una carta
en estos términos: «El rey Demetrio a Jonatán, su hermano, y a toda la
nación judía, salud. Os enviamos una copia de la carta que hemos escrito
a nuestro pariente Lástenes acerca de vosotros, para que estéis
informados. El rey Demetrio a Lástenes, su padre, salud. Hemos decidido
favorecer a la nación de los judíos, que son nuestros amigos y nos
guardan fidelidad. Les confirmamos la posesión de los territorios de
Judea y de los tres distritos de Aferema, Lida y Ramatáyim. Son
desmembrados de Samaría, pasando a Judea, junto con sus dependencias, en
favor de todos los que van a ofrecer sacrificios en Jerusalén, y en
lugar de los tributos que el rey percibía todos los años, hasta ahora,
por los productos de la tierra y por los frutos de los árboles. Con
relación a los otros derechos que percibíamos sobre los diezmos e
impuestos sobre las salinas y coronas que nos pertenecen, desde ahora se
los perdonamos todos. Ninguno de estos privilegios será revocado jamás.
Haced de todo esto una copia, que será entregada a Jonatán y colocada
en el monte en lugar visible».




Viendo el rey Demetrio que el país estaba tranquilo y que nadie se le
oponía, licenció a sus soldados, mandándolos a sus hogares, excepto las
fuerzas extranjeras reclutadas en las islas de los gentiles; pero esto
le trajo la hostilidad de los soldados de su padre. Entonces Trifón, que
había sido partidario de Alejandro, oyendo las murmuraciones del
ejército contra Demetrio, se dirigió al árabe Imalcúe, preceptor de
Antíoco, hijo de Alejandro, presionándole para que le entregase al niño,
con el fin de que reinara en el puesto de su padre. Lo puso al
corriente de todo lo que había hecho Demetrio y del odio que le tenían
sus soldados, y permaneció allí muchos días.


Entretanto, Jonatán pidió al rey que retirara los acuartelamientos de
la ciudadela de Jerusalén y de las fortalezas, pues estaban siempre en
guerra contra Israel. Demetrio le contestó: «Por ti y por tu pueblo no
sólo haré esto, sino que os colmaré de honores en cuanto tenga ocasión
propicia. De momento harás bien mandándome tropas, porque mis soldados
me han abandonado». Jonatán le envió a Antioquía tres mil hombres
valientes. Cuando se presentaron ante el rey, éste se puso muy contento.
Pero ciento veinte mil hombres de la ciudad se reunieron con intención
de matar al rey. Demetrio se refugió en su palacio, mientras los
ciudadanos ocupaban las calles de la ciudad y comenzaban el ataque.
Entonces el rey llamó en su ayuda a los judíos, que acudieron y se
dispersaron después por la ciudad, matando aquel día cerca de cien mil.
Incendiaron la ciudad y la saquearon. Así libertaron al rey. Viendo que
los judíos dominaban la ciudad, se desalentaron y suplicaron al rey:
«Extiende tu mano derecha y haz que los judíos desistan de combatir
contra nosotros y contra la ciudad». Arrojaron las armas e hicieron las
paces. Los judíos, cubiertos de gloria ante el rey y todos sus súbditos,
se hicieron famosos en todo el reino y volvieron a Jerusalén cargados
de botín.




Cuando Demetrio se sintió seguro en su trono y estuvo el país en
calma, se olvidó de las promesas hechas, volvió las espaldas a Jonatán y
no le reconoció los servicios prestados, sino que comenzó a maltratarlo
de mil modos. Después de todo esto apareció Trifón con el jovencito
Antíoco, que fue coronado rey. Las tropas que había licenciado Demetrio
se pusieron del lado del rey y lucharon contra Demetrio, el cual tuvo
que huir derrotado. Trifón capturó los elefantes y ocupó Antioquía.




El joven Antíoco escribió a Jonatán: «Te confirmo en el sumo
sacerdocio, te nombro gobernador de los cuatro distritos y quiero
contarte entre los amigos del rey». Le envió una vajilla de oro y un
servicio de mesa, autorizándolo a beber en copas de oro, a llevar la
púrpura y el broche de oro. Nombró a su hermano Simón jefe militar en la
región que va desde la Escala de Tiro hasta la frontera de Egipto.


Jonatán se puso a recorrer las ciudades de la región del otro lado
del Éufrates. Todo el ejército de Siria se incorporó a él para ayudarle.
Cuando llegó a Ascalón, los habitantes de la ciudad salieron a
recibirle con todos los honores. De allí marchó a Gaza, pero la ciudad
le cerró las puertas. La asedió, incendió los alrededores y los saqueó.
Los de Gaza se rindieron, y Jonatán hizo con ellos un tratado de paz;
pero tomó como rehenes a los hijos de los jefes y los mandó a Jerusalén.
Él continuó el recorrido por la región, y llegó hasta Damasco.


Jonatán supo que habían llegado a Quedes de Galilea algunos generales
de Demetrio con numerosos soldados para impedirle continuar su empresa.
Les salió al paso, dejando en Judea a su hermano Simón. Simón sitió a
Bet Sur y la atacó durante muchos días. Los habitantes se rindieron.
Simón hizo con ellos un tratado de paz; pero los echó de allí, tomó
posesión de la ciudad y dejó una guarnición en ella.


Entretanto Jonatán, que con su ejército había acampado en las riberas
del lago de Genesaret, llegaba muy de mañana a la llanura de Asor. El
ejército extranjero avanzó contra ellos en la llanura, pero habían
dejado hombres en la montaña para tenderles una emboscada. Así, mientras
el ejército avanzaba de frente, los emboscados salieron de sus
escondrijos y se trabó la batalla. Los soldados de Jonatán huyeron
todos, excepto Matatías, hijo de Absalón, y Judas, hijo de Calfi,
capitanes del ejército. Jonatán rasgó sus vestiduras, se postró en
tierra y oró. Se volvió luego contra los enemigos, los atacó y los puso
en fuga. Los que habían huido, al ver esto, se volvieron a él, y con él
persiguieron al enemigo hasta su campamento de Quedes, donde acamparon.
Aquel día murieron tres mil extranjeros. Jonatán volvió a Jerusalén.



{1}12




Jonatán, viendo que las circunstancias le eran favorables, escogió
algunos hombres, que envió a Roma para confirmar y renovar la amistad
con los romanos. En el mismo sentido escribió cartas a los espartanos y a
otros pueblos. Los que fueron a Roma se presentaron al senado y
dijeron: «El sumo sacerdote Jonatán y la nación de los judíos nos han
enviado para que renovéis con ellos el tratado de amistad que existía en
el pasado». Les dieron cartas de recomendación para las autoridades de
cada país, para que les permitieran seguir en paz hasta el país de Judá.


Copia de la carta que Jonatán escribió a los espartanos: «Jonatán,
sumo sacerdote, el senado de la nación, los sacerdotes y el resto del
pueblo judío, a sus hermanos los espartanos, salud. Ya en otros tiempos
Areios, vuestro rey, envió carta al sumo sacerdote Onías; una carta en
la que declaraba que sois nuestros hermanos, como lo muestra la copia
adjunta. Onías recibió con todos los honores al enviado y aceptó la
carta, que contenía un tratado de amistad. Ahora nosotros, sin sentir
necesidad, pues gozamos de la consolación de los libros sagrados que
tenemos en nuestras manos, hemos decidido mandaros embajadores que
renueven la fraternidad y la amistad que nos une a vosotros, para que no
seamos considerados por vosotros como extranjeros, pues se ha pasado
mucho tiempo desde que nos recibisteis. No dejamos de acordarnos de
vosotros tanto en las solemnidades como en los demás días, en los
sacrificios que ofrecemos y en las oraciones, pues es justo y
conveniente recordar a los hermanos. Nos alegramos de vuestra
prosperidad. Nosotros, por el contrario, nos hemos visto envueltos en
tribulaciones y guerras, pues nos han atacado los reyes vecinos. Pero no
hemos querido servir de carga ni a vosotros ni a los demás aliados y
amigos, ya que hemos recibido ayuda del cielo. Ahora nos ha librado de
los enemigos, que han sido humillados. Hemos elegido a Numenio, hijo de
Antíoco, y a Antípatro, hijo de Jasón, y los hemos enviado a los romanos
para renovar el antiguo tratado de amistad. Les hemos ordenado también
que vayan a vosotros para saludaros y entregaros, de nuestra parte, esta
carta, con la que queremos renovar nuestra fraternidad. Nos alegraría
recibir respuesta favorable».


Copia de la carta escrita a Onías: «Aerios, rey de los espartanos, a
Onías, sumo sacerdote, salud. Hemos encontrado en un documento que
espartanos y judíos son hermanos, por pertenecer a la raza de Abrahán.
Ya que hemos conocido esto, os agradeceremos que nos informéis de
vuestra prosperidad. En cuanto a nosotros, os decimos: vuestros ganados y
vuestros bienes son nuestros, y los nuestros, vuestros. Por eso
mandamos que se os comunique esto».




Jonatán supo que los generales de Demetrio habían vuelto con fuerzas
más numerosas que antes para luchar contra él. Salió rápidamente de
Jerusalén para hacerles frente en la región de Jamat, sin darles tiempo
de entrar en su territorio. Envió espías al campo enemigo, quienes al
volver refirieron que los sirios habían resuelto atacar a los judíos
durante la noche. A la caída del sol, Jonatán ordenó a los suyos que
durante toda la noche velaran con las armas en la mano, dispuestos a
luchar, y apostó centinelas alrededor del campamento. Pero los enemigos,
al saber que Jonatán velaba con los suyos dispuestos a dar batalla,
tuvieron miedo y se desanimaron; por eso encendieron fuego en su
campamento y huyeron. Pero ni Jonatán ni su ejército se apercibieron de
su partida hasta el alba, pues veían las llamas. Jonatán los siguió sin
poder alcanzarlos, porque habían pasado el río Eléutero.


Jonatán se volvió contra los árabes llamados zabadeos, los derrotó y
los saqueó. Levantó el campamento y llegó a Damasco después de recorrer
toda la provincia.


Entretanto, Simón había llegado hasta Ascalón y fortalezas vecinas;
se dirigió a Jafa y se apoderó de ella, pues había sabido que los
habitantes querían entregar la plaza a los partidarios de Demetrio. Allí
dejó una guarnición para defenderla. Jonatán, a su regreso, convocó a
los ancianos del pueblo, con quienes decidió edificar fortalezas en
Judea, reconstruir las murallas de Jerusalén, levantar un muro entre la
ciudadela y la ciudad, para separar aquélla de ésta y aislarla, de modo
que los de dentro no pudieran comprar ni vender nada. Se reunieron para
reconstruir la ciudad. Se había caído una parte del muro oriental sobre
el torrente; Jonatán levantó aquella parte, y la llamó Cafenatá. Simón
reconstruyó Adida, en la Sefela, la fortificó y le puso puertas y
cerrojos.




Trifón soñaba con reinar en Asia, ceñirse la corona y deshacerse del
rey Antíoco. Pero temiendo que Jonatán no se lo permitiera y le
declarara la guerra, buscaba el modo de prenderlo y matarlo. Se puso en
camino, y llegó a Betsán. Jonatán salió a su encuentro con cuarenta mil
hombres escogidos, y llegó también a Betsán. Trifón, al ver las tropas
con que había llegado, tuvo miedo de echarle mano. Por eso lo recibió
con honores, lo presentó a todos sus amigos, le hizo regalos y ordenó a
sus amigos y soldados que le obedeciesen como a él mismo. Y luego dijo a
Jonatán: «¿Por qué has movilizado a toda esta gente, si nosotros no
estamos en guerra? Despídelos, quédate con unos cuantos y ven conmigo a
Tolemaida. Te entregaré la ciudad y demás fortalezas, así como el resto
de las tropas y todos los funcionarios; después me volveré, pues sólo he
venido para esto». Jonatán le creyó e hizo como le dijo; licenció a las
tropas, que regresaron a Judá. Se quedó con tres mil hombres: dejó dos
mil en Galilea, y sólo mil le acompañaron. Apenas entró Jonatán en
Tolemaida, los habitantes cerraron las puertas, lo prendieron a él y
mataron a todos los que le acompañaban. Trifón envió el ejército y la
caballería a Galilea y a la gran llanura para aniquilar a los
partidarios de Jonatán. Pero éstos, al saber que Jonatán había sido
preso con todos los que lo acompañaban, se animaron mutuamente y
marcharon dispuestos a luchar. Cuando los perseguidores los vieron
dispuestos a luchar por su vida, se volvieron. Así, sin ser molestados,
entraron en Judea, lloraron a Jonatán y a los suyos y se llenaron de
gran temor. Todo Israel hizo duelo. Entonces todas las naciones vecinas
se propusieron exterminarlos, diciendo: «No tienen jefe ni ayuda;
hagámosles la guerra y borremos su memoria de entre los hombres».



{1}13




Simón supo que Trifón había reunido un gran ejército para dirigirse a
Judea y devastarla. Viendo que el pueblo temblaba de miedo, fue a
Jerusalén, lo reunió y lo animó así: «Conocéis todo lo que yo, mis
hermanos y la casa de mi padre hemos hecho por las leyes y el templo,
así como las guerras y angustias que hemos soportado.


Por esto, por Israel, han muerto todos mis hermanos, quedando yo
solo. Pues bien, jamás intentaré salvar mi vida en tiempos de opresión,
pues no soy yo mejor que mis hermanos. Defenderé a mi pueblo, a vuestros
hijos y a vuestras mujeres ahora que todas las naciones que nos odian
conspiran para exterminarnos». Al oír estas palabras, el pueblo se llenó
de entusiasmo y todos exclamaron a grandes voces: «Tú serás nuestro
jefe en lugar de Judas y Jonatán, tu hermano; toma la dirección de
nuestras guerras y obedeceremos tus órdenes».


Entonces Simón reunió a todos los hombres de guerra, se apresuró a
terminar las murallas de Jerusalén y la fortificó por todas partes.
Luego mandó a Jonatán, hijo de Absalón, a Jafa con tropa suficiente.
Expulsó a los habitantes y se estableció allí.




Entretanto, Trifón salió de Tolemaida con numerosas tropas para
invadir Judea, llevando consigo a Jonatán prisionero. Simón acampó en
Adida, frente a la llanura. Pero cuando Trifón supo que Simón había
tomado el mando en lugar de su hermano Jonatán y que estaba dispuesto a
luchar contra él, le mandó algunos emisarios para decirle: «Hemos
detenido a tu hermano Jonatán a causa del dinero que debe al tesoro real
por los asuntos que él administraba. Envíanos tres mil cuatrocientos
kilos de plata y dos de sus hijos en rehenes para que, una vez puesto en
libertad, no se vuelva contra nosotros. Entonces lo libertaremos».
Aunque Simón comprendió que Trifón trataba de engañarlo, ordenó que le
mandaran el dinero y los dos hijos, para no suscitar la animosidad del
pueblo, que podría decir: «Claro, no ha entregado el dinero y los hijos,
y por esto ha muerto Jonatán». Envió los hijos y los tres mil
cuatrocientos kilos de plata, pero Trifón faltó a la palabra y no puso
en libertad a Jonatán.


Después Trifón avanzó hacia Judea con el fin de devastarla; pero dio
un rodeo por Adora, porque Simón con su ejército le cerraba el paso.
Entonces los de la ciudadela mandaron emisarios a Trifón, rogándole que
viniera en su auxilio por el desierto y que les enviara provisiones.
Trifón preparó toda su caballería para llegar; pero aquella noche cayó
mucha nieve, por lo cual, no pudiendo avanzar, levantó el campamento y
se dirigió a Galaad. Cerca de Bascama mató a Jonatán y lo sepultó allí.
Después se volvió y marchó a su tierra. Simón mandó a buscar los restos
de Jonatán y los sepultó en Modín, la ciudad de sus padres. Todo Israel
guardó gran duelo por él y lo lloró durante muchos días. Simón construyó
sobre el sepulcro de sus padres y de sus hermanos un mausoleo muy alto,
para que se viera bien, adornado de mármoles en la fachada y en la
parte posterior. Colocó siete pirámides, una frente a otra, por el
padre, la madre y los cuatro hermanos. Las rodeó de grandes columnas, y
sobre las columnas colocó panoplias para eterna memoria; y al lado de
las panoplias, naves esculpidas, que vieran todos los marineros. Éste es
el mausoleo que construyó en Modín y que existe hasta hoy.




Trifón se comportó pérfidamente con el joven rey Antíoco y lo mató.
Se proclamó rey en su lugar, se ciñó la corona de Asia y llenó de males
al país. Simón reconstruyó la fortaleza de Judea, la rodeó de altas
torres, de murallas sólidas, de puertas con cerrojos y depositó víveres
en ellas. Simón envió a Demetrio algunos hombres escogidos para pedirle
la inmunidad del país, pues toda la actividad de Trifón no era más que
saqueos. El rey Demetrio le contestó conforme a sus propuestas en la
siguiente carta: «El rey Demetrio a Simón, sumo sacerdote y amigo del
rey, a los ancianos y a la nación judía, salud. Hemos recibido la corona
de oro y la palma que nos enviaste, y estamos dispuestos a firmar
contigo una paz duradera y a comunicar a los funcionarios que te eximan
de todo tributo. Todas nuestras concesiones a tu favor son definitivas, y
las fortalezas que has edificado, tuyas son. Te perdonamos, además, los
fallos y errores cometidos hasta hoy, así como la corona que debes. No
será exigido desde ahora cualquier otro tributo que grave sobre
Jerusalén. Si algunos de vuestros hombres quieren alistarse en nuestras
tropas, que se alisten. Y haya paz entre nosotros».




El año 170 Israel fue libertado del yugo de los paganos, y el pueblo
comenzó a escribir en los actos públicos y en los contratos: «Año
primero de Simón, sumo sacerdote, estratega y jefe de los justos».


Por entonces Simón acampó frente a Guézer con su ejército. Construyó
una torre móvil y la acercó a la ciudad; atacó una de las torres, y se
apoderó de ella. Los que estaban en la torre móvil salieron a la ciudad,
causando gran consternación. Los habitantes, con sus mujeres y sus
hijos, subieron a las murallas, se rasgaron las vestiduras y pidieron a
Simón la paz a grandes gritos, clamando: «No nos trates según nuestra
maldad, sino según tu clemencia». Simón llegó a un acuerdo con ellos y
dejó de luchar; pero los echó de la ciudad, purificó las casas donde
habían estado los ídolos y entró cantando alabanzas y bendiciones al
Señor. Quitó todo lo que sabía a pagano, estableció allí personas que
observaban la ley, la fortificó y construyó una residencia para él.


Los de la ciudadela de Jerusalén, al no poder salir al país, ni
comprar ni vender, estaban extenuados y muchos murieron de hambre.
Entonces, a grandes gritos, pidieron la paz a Simón, quien se la
concedió; pero los echó de allí y purificó la ciudadela de toda huella
de idolatría. Los judíos entraron el 23 del segundo mes, el año 171, con
aclamaciones y palmas, al son de las arpas, címbalos y cítaras,
cantando himnos y cánticos por haber sido vencido tan gran enemigo de
Israel. Simón ordenó celebrar alegremente cada año este día. Fortificó
la colina del templo, al lado de la ciudadela, y allí fijó su residencia
con los suyos.


Simón, viendo que Juan, su hijo, era ya un hombre, lo nombró capitán de todo el ejército, con residencia en Guézer.



{1}14




El año 172, el rey Demetrio reunió un ejército y fue a Media a
procurarse ayuda para luchar contra Trifón. Pero cuando Arsaces, rey de
Persia y de Media supo que Demetrio había entrado en su territorio,
mandó a uno de sus generales a capturarlo vivo. El general fue, derrotó
al ejército de Demetrio, capturó a éste y lo condujo a Arsaces, quien lo
encarceló.


Mientras vivió Simón,


la región tuvo paz.


Buscó el bienestar de su país,


agradó al pueblo su gobierno


y gozó de su poder mientras vivió.


Entre tantos títulos de gloria,


tomó a Jafa y la hizo puerto,


abriendo camino a las islas del mar.


Extendió las fronteras de su propio país


y fue señor de su nación.


Liberó a muchos prisioneros,


conquistó Guézer, Bet Sur y la ciudadela,


desterrando toda impureza,


y nadie hubo capaz de resistirle.


Los habitantes cultivaban en paz sus propias tierras,


la tierra producía sus cosechas


y los árboles del campo daban frutos.


Los ancianos reposaban en las plazas,


todos se interesaban por la prosperidad,


los jóvenes vestían vistosos trajes de guerra.


Abasteció a las ciudades de alimento,


las dotó de defensas convenientes


y su nombre fue glorioso hasta el fin del mundo.


En el país restableció la paz


e Israel saltó de gozo.


Cada cual se sentaba a la sombra de su vid


y de su higuera, y nadie le inquietaba.


Desaparecieron del país sus enemigos,


y los reyes eran derrotados.


Dio fuerza a los humildes de su pueblo,


dispersó a los malvados y perversos,


fue observante de la ley.


Devolvió al templo su esplendor antiguo,


y los vasos sagrados aumentaron.




Cuando llegó a Roma y a Esparta la noticia de la muerte de Jonatán,
se afligieron profundamente. Pero al oír que su hermano Simón le había
sucedido como sumo sacerdote y que mandaba en el país y en sus ciudades,
le escribieron en tablas de bronce para renovar el tratado de amistad
concertado con sus hermanos Judas y Jonatán. Las cartas fueron leídas en
Jerusalén ante toda la asamblea. Ésta es la copia de la que enviaron
los espartanos: «Los magistrados y el pueblo de Esparta a Simón, sumo
sacerdote, a los ancianos, a los sacerdotes y a todo el pueblo de los
judíos, sus hermanos, salud. Los emisarios que habéis mandado a nuestro
pueblo nos han informado de vuestra gloria y felicidad. Nos ha llenado
de gozo su venida, y hemos registrado sus declaraciones en los actos
públicos de este modo: Numenio, hijo de Antíoco, y Antípatro, hijo de
Jasón, embajadores de los judíos, han venido para renovar la amistad con
nosotros. Ha sido un placer para el pueblo recibirlos con grandes
honores y depositar en los archivos públicos una copia de sus discursos
para recuerdo del pueblo espartano. Hemos hecho una copia para el sumo
sacerdote Simón».


Después de esto, Simón envió a Numenio a Roma con un gran escudo de
oro que pesaba cuatrocientos cuarenta kilos de oro, para renovar el
pacto con los romanos.




Cuando e pueblo conoció estos hechos, dijo: «¿Qué recompensa daremos a
Simón y a sus hijos?. Pues tanto él como sus hijos y la casa de sus
padres han demostrado valentía, han luchado contra los enemigos de
Israel y nos han devuelto la libertad». Grabaron una inscripción en
placas de bronce y las colgaron en columnas en el monte Sión. Copia del
texto: «El 18 de elul del año 172, tercero de Simón, sumo sacerdote, en
Asaramel, en la gran asamblea de sacerdotes del pueblo, de los jefes de
la nación y de los ancianos del pueblo, se comunicó lo siguiente: En las
frecuentes batallas libradas en nuestro país, Simón, hijo de Matatías,
de la familia de Yoarib, y sus hermanos, han expuesto con peligro sus
vidas y han resistido a los enemigos de su nación para salvar el templo y
la ley, conquistando gloria imperecedera para su nación. Jonatán
realizó la unidad de su nación, llegó a ser sumo sacerdote y fue luego a
reunirse con los suyos. Los enemigos de los judíos quisieron entonces
invadir su país para devastarlo y poner las manos en su templo. Entonces
surgió Simón para luchar por su pueblo. Se desprendió de muchas de sus
propias riquezas procurando armas y pagas a las milicias de su nación.
Fortificó las ciudades de Judea y de Bet Sur, villa fronteriza de Judea,
donde antes se encontraban las fuerzas enemigas, y destacó allí una
guarnición judía. Fortificó también a Jafa, junto al mar, y a Guézer, en
los límites de Asdod, habitada antes por enemigos, y estableció allí
colonos judíos, dotándolos de cuanto era necesario. El pueblo comprobó
la lealtad de Simón y la gloria que pretendía conseguir para su nación.
Lo nombró su caudillo y sumo sacerdote precisamente por los servicios
prestados, por la justicia y la lealtad demostradas a su nación,
buscando por todos los medios la elevación de su pueblo. A sus órdenes
los judíos consiguieron expulsar a los paganos de los territorios
ocupados, especialmente de la ciudad de David, Jerusalén, donde habían
construido una ciudadela, de la que salían profanando los aledaños del
templo e infligiendo graves ofensas a su santidad. Destacó en ella
soldados judíos, la fortificó para seguridad de la nación y de la ciudad
y levantó las murallas de Jerusalén. El rey Demetrio, por esto, le
confirmó en el sumo sacerdocio, le nombró uno de sus amigos y le prodigó
honores, pues sabía que los romanos llamaban a los judíos amigos,
aliados y hermanos, y habían recibido con honores a los emisarios de
Simón; que los judíos y los sacerdotes a una habían resuelto que Simón
fuera su caudillo y sumo sacerdote hasta la aparición de un profeta
acreditado; que fuera su general, que se preocupara del templo, de la
administración de la nación, de los armamentos y de las fortificaciones;
que administrara el templo, que se hiciera obedecer por todos, que
todos los documentos de la nación fueran realizados en su nombre y que
vistiera la púrpura y llevara ornamentos de oro. No será permitido a
ninguno del pueblo y de los sacerdotes rechazar ninguno de estos puntos,
ni contradecir las órdenes que dé, ni reunirse en la nación sin su
consentimiento, ni vestir la púrpura o llevar el broche de oro. Todo el
que obre contra estas decisiones o viole alguna de ellas será
castigado». El pueblo aprobó conferir a Simón el derecho de obrar según
estas disposiciones. Simón aceptó y consintió ejercer el sumo
sacerdocio, ser caudillo y jefe de los judíos y de los sacerdotes y ser
cabeza de todos. Decidieron que este escrito fuera grabado en placas de
bronce, que deberían colocarse en un lugar visible del templo, y que se
depositaran copias en el tesoro del templo para que estuvieran a
disposición de Simón y de sus hijos.



{1}15




Antíoco, hijo del rey Demetrio, envió desde las islas del mar a
Simón, sumo sacerdote y jefe de los judíos, y a toda la nación la
siguiente carta: «El rey Antíoco a Simón, sumo sacerdote y jefe, y a la
nación judía, salud. Puesto que hombres malvados se han apoderado del
reino de nuestros padres, me he propuesto recobrarlo para restablecer la
situación anterior. He reunido numerosas tropas y equipado naves de
guerra para desembarcar en el país y vengarme de los que han devastado y
asolado muchas ciudades de mi reino. Te confirmo todas las exenciones
de tributos y todas las demás prerrogativas concedidas por mis
predecesores. Te autorizo a acuñar moneda para tu nación. Concedo la
libertad a Jerusalén y al templo, y que todas las armas que has
fabricado y las fortalezas que has construido y ocupado te pertenezcan.
Desde ahora y para siempre te perdono todo lo que debes al rey y debas
en el futuro; y cuando me haya posesionado de mi reino te llenaré de
honores a ti, a tu nación y al templo, de modo que vuestra gloria se
manifieste en toda la tierra».


El año 174, Antíoco entró en la tierra de sus padres; todas las
fuerzas armadas se le unieron, quedando sólo pocos partidarios de
Trifón. Antíoco lo persiguió, y Trifón se refugió en Dora del Mar. Sabía
las calamidades que le esperaban al haberlo abandonado su ejército.
Antíoco acampó junto a Dora con ciento veinte mil soldados de infantería
y ocho mil de caballería. Sitió la ciudad, mientras las naves se
situaban en el mar. Así la ciudad quedó cercada por tierra y por mar,
sin que nadie pudiera entrar ni salir.




Entretanto habían vuelto de Roma Numenio y sus colegas, con cartas,
dirigidas a los reyes y a las naciones, del tenor siguiente: «Lucio,
cónsul de los romanos, al rey Tolomeo, salud. Han llegado a nosotros
emisarios de los judíos, nuestros amigos y aliados, para renovar el
antiguo tratado de amistad, mandados por el sumo sacerdote Simón y por
el pueblo judío. Trajeron un escudo de oro que pesaba cuatrocientos
cuarenta kilos. Nos es grato escribir a los reyes y a los pueblos que no
les hagan mal, que no les declaren la guerra ni a ellos, ni a sus
ciudades, ni a su país, y que no pacten con sus enemigos. Nos ha
parecido bien aceptar de los judíos el escudo. Si hombres perversos de
su país se refugian en el vuestro, entregadlos al sumo sacerdote Simón
para que él los castigue según su ley».


La misma carta fue dirigida al rey Demetrio, a Atalo, a Ariarates, a
Arsaces y a todas las naciones, a Samsamo, a los espartanos, a Delos, a
Mindo, a Sición, a Caria, a Samos, a Panfilia, a Licia, a Halicarnaso, a
Rodas, a Fasélida, a Cos, a Side, a Arados, a Gortina, a Cnido, a
Chipre y a Cirene. Al sumo sacerdote Simón le mandaron también copias de
estas cartas.




El rey Antíoco acampó frente a Dora, en el suburbio, avanzando
siempre con sus fuerzas, sirviéndose de las máquinas. Estrechó el cerco
tanto, que nadie podía ni entrar ni salir. Simón le envió dos mil
hombres escogidos para ayudarle, con plata, oro y muchas armas. Pero él
no quiso aceptarlos; más aún, revocó las concesiones hechas a Simón y se
declaró su enemigo. Envió a Atenobio, uno de sus amigos, para
conferenciar con él y decirle: «Habéis ocupado Jafa, Guézer y la
ciudadela de Jerusalén, ciudades de mi reino. Habéis devastado su
territorio, habéis hecho daño al país y os habéis apoderado de muchas
ciudades de mi reino. Restituye las ciudades arrebatadas y los tributos
obtenidos de los lugares ocupados fuera de los límites de Judea, o dad
en compensación mil setecientos kilos de plata por las destrucciones
llevadas a cabo, y otros mil setecientos por los tributos de las
ciudades; si no, te declararé la guerra».


Atenobio, amigo del rey, llegó a Jerusalén y, viendo la fastuosidad
de Simón, su vajilla de oro y plata y el aparato con que se rodeaba,
quedó maravillado. Pero le comunicó las palabras del rey. Simón le
respondió: «No hemos ocupado tierra extranjera ni retenemos nada de
nadie, sino la herencia de nuestros padres, que en un tiempo
injustamente nos fue arrebatada por nuestros enemigos. Hemos recuperado
en ocasión propicia la heredad de nuestros padres. Jafa y Guézer, que
reclamas, fueron causa de grandes males para nuestro pueblo y desolaban
nuestro país, pero estamos dispuestos a darte trescientos cuarenta kilos
de plata por ellas». Atenobio no le respondió nada, pero se volvió
furioso al rey y le comunicó la respuesta y fastuosidad de Simón, con
todo lo que había visto. El rey se enfureció.


Trifón, entretanto, huyó a Ortosia en una nave. El rey nombró a
Cendebeo general, entregándole una parte de las tropas de infantería y
de caballería. Le ordenó acampar frente a Judea, fortificar Cedrón,
consolidar sus fuerzas y luchar contra el pueblo. El rey perseguía a
Trifón. Cendebeo llegó a Yamnia y comenzó a hostigar al pueblo, a
invadir Judea, a hacer prisioneros y a realizar matanzas. Fortificó
Cedrón, dejando allí tropas de infantería y caballería para hacer
salidas y patrullar por los caminos conforme a las órdenes del rey.



{1}16




Juan salió de Guézer para referir a Simón, su padre, todo lo que
hacía Cendebeo. Entonces Simón llamó a sus dos hijos mayores y les dijo:
«Yo, mis padres y la casa de mi padre hemos luchado desde nuestra
juventud hasta hoy contra los enemigos de Israel y hemos conseguido
muchas veces liberar a Israel. Pero ahora yo soy viejo, mientras
vosotros, gracias al altísimo, estáis en la plenitud de la vida. Ocupad
mi puesto y el de mis hermanos; luchad por vuestra patria, y que la
ayuda del cielo esté con vosotros». Eligió después en el país a veinte
mil hombres de infantería y otros de caballería y los envió contra
Cendebeo. Pernoctaron en Modín. Muy de mañana avanzaban por la llanura,
cuando vieron que un ejército numeroso de infantería y de caballería les
salía al encuentro. Sólo un torrente los separaba. Juan, con sus
tropas, acampó frente a los enemigos, y al notar que sus hombres tenían
miedo de cruzar el torrente, lo cruzó él el primero; al verlo, sus
hombres lo siguieron. Luego dividió el ejército en dos cuerpos,
colocando la caballería en medio de la infantería, pues la caballería
enemiga era muy numerosa. Sonaron las trompetas, y Cendebeo y su
ejército fueron vencidos; muchos cayeron muertos, y el resto huyó a la
fortaleza. Entonces fue herido Judas, el hermano de Juan; pero Juan los
persiguió hasta Cedrón, fortificada por Cendebeo, y muchos se refugiaron
en las torres de la campiña de Asdod. Juan incendió la ciudad y
murieron unos dos mil enemigos. Juan regresó a Judea sano y salvo.




Tolomeo, hijo de Abubos, era el jefe de la región de Jericó. Tenía
mucha plata y oro, porque era yerno del sumo sacerdote. Hombre
orgulloso, quería ser jefe de la nación y conspiraba contra Simón y sus
hijos. Simón inspeccionaba las ciudades de Judea para enterarse si la
administración era justa. El undécimo mes, el de sabat, del año 177
llegó a Jericó con sus dos hijos, Matatías y Judas. El hijo de Abubos
los recibió hipócritamente en una pequeña fortaleza llamada Doc, que él
había construido. Les dio un gran banquete, pero puso hombres al acecho.
Cuando Simón y sus hijos se pusieron alegres, se levantó con sus
hombres, tomaron las armas, volvieron a la sala del festín y mataron a
Simón, a sus hijos y a algunos de sus servidores.


Tolomeo cometió una gran traición, devolviendo mal por bien.


Se apresuró después a enviar cartas al rey, informándole de lo
sucedido y pidiéndole el envío de fuerzas y socorro, a fin de entregarle
las ciudades y el país. Mandó también emisarios a Guézer con la orden
de matar a Juan. Solicitó por carta de los comandantes de las tropas
judías que se unieran a él, prometiéndoles plata, oro y regalos. Mandó a
otros partidarios suyos para que se apoderasen de Jerusalén y del monte
del templo. Pero hubo un hombre que corrió a Guézer a anunciar a Juan
que su padre y sus hermanos habían sido matados y que habían mandado a
alguien para matarlo también a él. Juan quedó consternado con esta
noticia. Prendió a los que habían venido a matarle y los mató, pues
sabía que venían a matarlo.


El resto de la historia de Juan, sus batallas, las gestas llevadas a
cabo, los muros que construyó y otras empresas suyas, todo está escrito
en los anales de su pontificado, desde el día en que sucedió a su padre
como sumo sacerdote.





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