martes, 4 de julio de 2017

marta y mis cosas : abril 2015

marta y mis cosas : abril 2015












































lunes, 27 de abril de 2015





DESDE MI VENTANA. AL SERVICIO DE LA PALABRA: VIEJOS ESCRTOS


DESDE MI VENTANA. AL SERVICIO DE LA PALABRA: VIEJOS ESCRTOS:
Y ME HABLÓ LA MADERA El taller en cuestión tenía unos portales de
madera vieja en la que aparecían de forma destacada muchos herrajes.
Un...





Fundamentos teológicos de la predicación | Teología e Historia


Fundamentos teológicos de la predicación | Teología e Historia






Fundamentos teológicos de la predicación

3 marzo, 2014
 
 
 
 
 
 
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El mensaje de la cruz es una locura para los que se

pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros,

este mensaje es el poder de Dios… Ya que Dios, en su sabio designio,

dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a

bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los que creen…

Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para los

gentiles, pero para los que Dios ha llamado, es el poder de Dios y la

sabiduría de Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría

humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana…
Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el

testimonio de Dios, no lo hice con gran elocuencia y sabiduría. Me

propuse, más bien, estando entre ustedes, no saber de alguna cosa,

excepto de Jesucristo y de éste crucificado (1 Cor 1:18-2:2).
La

predicación, en su sentido bíblico y teológico, es mucho más que sólo la

entrega semanal de una homilía religiosa, con todo respeto por la

importancia del sermón. Es más que una conferencia teológica o una

charla sicológica o social. Es aun más que un estudio bíblico, elemento

esencial de toda la vida cristiana. Entonces, ¿En qué consiste la

esencia y el sentido de la predicación?




El griego del NT emplea básicamente tres términos

para la predicación. El más común es kêrussô (proclamar), y su forma

substantivada, kêrugma, ambos derivados de kêrux (heraldo; cf. 1 Tm 2:7;

2 Tm 1:11; 2 P 2:5). En el vocabulario teológico moderno se ha creado

también el adjetivo "kerigmático", lo que tiene que ver con la

proclamación del kêrugma. Otros conjuntos semánticos son euaggelizô

(anunciar buenas nuevas), junto con euaggelion (evangelio) y

euaggelistês (evangelista) y kataggellô (anunciar) también de la raíz

aggelô (llevar una noticia; Jn 20:18) y aggelos (ángel, mensajero). En

todos esos vocablos se destaca el sentido de proclamar una noticia o

entregar un mensaje. La predicación no consiste esencialmente en

comunicar nuevas ideas sino en narrar de nuevo una historia, la de la

gracia de Dios en nuestra salvación, y esperar que por esa historia Dios

vuelva a hablar y a actuar.
La predicación y el reino de Dios: Al estudiar los

aspectos y dimensiones de esta tarea kerigmática, nada mejor que

comenzar donde comienza el NT. Juan el Bautista vino predicando en el

desierto, "Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca" (Mt

3:1), y Jesús llegó con el idéntico mensaje, según Mt 4:17 (cf. Mr

1.14-15). Jesús comisionó a los doce a proclamar el mismo mensaje (Mt

10:7; Lc 9:2). Más adelante el primer evangelista, escribiendo para los

judíos, describe el ministerio de Jesús con las palabras, "Jesús

recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando (didaskôn) en las

sinagogas, anunciando (kêrussôn) el evangelio del reino, y sanando toda

enfermedad" (Mt 9:35; Lc 8:1; cf. 4:43). Según Lucas, el Cristo

Resucitado también enseñó a los discípulos durante cuarenta días "acerca

del reino de Dios" (Hch 1:3) y de la misión de proclamar ese reino

hasta lo último de la tierra, hasta su venida (1:1-11). El tema central

de los tres primeros evangelios es la llegada del reino de Dios, que con

seguridad refleja el mensaje original de Jesús. Muy relacionado con el

tema del reino, Jesús proclamó también la libertad y la igualdad del

Jubileo (Lc 4:18-19; cf. 7:22).
Aunque el tema del reino es menos presente en Pablo y

en el cuatro evangelio, por las nuevas circunstancias culturales y

políticas de su misión, sigue siendo muy importante (cf. Jn 3:3,5;

18:36). La labor misionera de Pablo se describe como "andar predicando

el reino de Dios" (Hch 20:25), y en la fase final de su misión, ya como

preso en Roma, Pablo "predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del

Señor Jesucristo" (Hch 28:31). Es más, Jesús mismo, en su sermón

profético, anuncia que "este evangelio del reino se predicará en todo el

mundo" hasta el fin de la historia (Mt 24:14).
La expectativa del reino mesiánico pertenecía hacía

siglos a la tradición judía; lo novedoso del evangelio del reino

consistía en anunciar su inmediata cercanía (Mt 3:1; 4:17). Para Jesús,

el reino no sólo está cerca sino que, en su persona, el reino se ha

hecho presente (Mt 12:28; Lc 4:21; 11:20). Los apóstoles también

proclamaban que los tiempos del reino habían llegado (Hch 2:16; 1 Cor

10:11; 1 Jn 2:18). Por eso, predicar es "decir la hora" para anunciar

que el reino de Dios ha llegado ya. La predicación es la proclamación de

este hecho para interpretar bajo esta nueva luz el pasado, el presente y

el futuro. "La predicación pone siempre en presencia de un hecho que

plantea una cuestión" (Léon Dufour 1973:711). Esta nueva realidad exige

una respuesta específica: arrepentimiento, fe y la búsqueda del reino de

Dios y su justicia (Mat 6:33), o en una palabra, la conversión.
En conclusión: la proclamación del reino es parte

central de la predicación, y también, la predicación es parte esencial

de la dinámica del reino y un agente importante de su realización. Como

señala González Nuñez, "La palabra de Dios es poder activo en la

historia. Pero, además, ejerce en el mundo actividad creadora, empujando

todas las cosas hacia su respectiva plenitud. Visto al trasluz de la

palabra, el mundo se hace transparente… Creadora en el mundo, salvadora

en la historia, la palabra de Dios es una especie de sustento, necesario

para que la vida lo sea plenamente " (Floristán 1983:678). La palabra

creativa de la predicación va acompañando la marcha del reino de Dios.
La predicación y el Evangelio: Si bien el tema "reino

de Dios" predomina en los evangelios sinópticos, en las epístolas

paulinas, por razones relacionadas con su misión, apenas se menciona el

reino y son muy típicas las frases "el evangelio" y "predicar el

evangelio". Sin embargo, las epístolas de Pablo, por lo menos la mayoría

de ellas cuya paternidad paulina no es cuestionada, son anteriores

cronológicamente a los evangelios sinópticos. En ese sentido, la

enseñanza del reino antecede a las epístolas (por venir del tiempo de

Jesús) y a la vez es posterior a ellas (por la fecha en que fueron

redactados los sinópticos). Eso refuta la tesis de que la iglesia había

abandonado, o disminuido casi totalmente, el tema del reino y lo había

sustituido con "el evangelio". "Reino" y "evangelio" son dos lados de la

misma moneda.
La proclamación de las buenas nuevas de salvación es

esencial a la tarea de predicación, tan urgente que Pablo una vez

exclamó, "¡Ay de mí si no predico el evangelio!" (1 Cor 9:16). Más

adelante en la misma epístola, Pablo define "el evangelio que les

prediqué", y que él había recibido, como el mensaje de la muerte,

sepultura y resurrección de Jesús (1 Cor 15:1-4). El anhelo de toda la

vida de Pablo fue el de "proclamar el evangelio donde Cristo no sea

conocido" (Rom 15:20). Toda predicadora fiel puede afirmar con Pablo,

sin titubeos, "no me avergüenzo del evangelio, pues es poder de Dios

para la salvación de todos los que creen" (Rom 1:16).
La predicación evangélica es en primer lugar

"predicar a Jesucristo" y "el evangelio de Jesucristo" (Hch 20:24; 2 Cor

4:5; cf. 11:4), como Hijo de Dios (1 Cor 1:19; Hch 9:20), crucificado

(1 Cor 1:23; Gal 3:1) y resucitado (1 Cor 15:11-12; Hch 17:18). En

Gálatas 3:1, Pablo describe su predicación como si fuera dibujar el

rostro de Cristo ante los ojos de los oyentes (kat’ ofthalmous Iêsous

Jristos proegrafê estaurômenos). En algunos pasajes se llama "el

evangelio de Dios" (1 Ts 2:9; 2 Cor 11:7) o "el evangelio de la gracia

de Dios" (Hch 20:24). Con una terminología levemente distinta, se llama

también "el mensaje de la fe" (Rom 10:8; cf. Gal 1:23) o "el mensaje de

la cruz" (1 Cor 1:18). En Efesios 2:17, Pablo describe a Cristo mismo

como predicador del Shalom de Dios (cf. Hch 10:36). En conjunto, estos

textos nos dan el cuadro de un evangelio integral en la predicación.
La predicación y la palabra de Dios: Esa relación

dinámica entre la proclamación y el evangelio del reino implica también

la relación inseparable entre la predicación y la Palabra de Dios. Por

eso, se repite a menudo que los apóstoles y los primeros creyentes

"predicaban la palabra de Dios" (Hch 8:25 13:5; 15:36; 17:13), o

sinónimamente, "la palabra de evangelio" (1 P 1:25) o "la palabra de

verdad" (2 Tm 2:15). Otras veces se dice lo mismo con sólo "predicar la

palabra" (Hch 8:4). El encargo de los siervos y las siervas del Señor

es, "predique la palabra" (2 Tm 4:2), lo cual es mucho más que sólo

pronunciar sermones.
La frase "palabra de Dios" tiene diversos

significados en las escrituras y en la historia de la teología. La

palabra de Dios por excelencia es el Verbo encarnado (Jn 1:1-18; Heb

1:2; Apoc 19:13, Cristo es ho logos tou theou). En las escrituras

tenemos la palabra de Dios escrita, que da testimonio al Verbo encarnado

(Jn 5:39). Pero la palabra proclamada, en predicación o en testimonio,

se llama también "palabra de Dios", donde no se refiere ni a Jesucristo

ni a las escrituras (Hch 4:31; 6:7; 8:14,25; 15:35-36; 16:32; 17:13; cf.

Lc 10.16). Cristo es la máxima y perfecta revelación de Dios, quien

después de hablarnos por diversos medios, "en estos días finales nos ha

hablado por medio de su Hijo" (Heb 1:1-2, elalêsen hêmin en huiô, "nos

habló en Hijo"). El lenguaje supremo de Dios es "en Hijo" y las

escrituras son el testimonio inspirado de esa revelación,

definitivamente normativas para toda proclamación de Cristo.
Pero esa proclamación oral es también "palabra de Dios", según el uso bíblico de esa frase.
Esta

comprensión de las tres modalidades de la palabra de Dios, y por ende

de la predicación como palabra de Dios cuando es fiel a las escrituras,

fue expresada en lenguaje muy enfático por Martín Lutero y reiterado con

igual énfasis por Karl Barth (KB 1/1 107; 1/2 743,751). Según la

Confesión Helvética de 1563, "la predicación de la palabra de Dios es

palabra de Dios" (praedicatio verbi Dei est verbum Dei). Lutero se

atrevió a afirmar que cuando el predicar proclama fielmente la palabra

de Dios, "su boca es la boca de Cristo". Karl Barth hace suya esta

teología de la predicación, para afirmar que la predicación es en primer

término una acción de Dios (1/2 751) en la que es Dios mismo, y sólo

Dios, quien habla (1/2 884).
Para muchas personas, que suelen entender "palabra de

Dios" como sólo la Biblia, este descubrimiento tiene implicaciones

revolucionarias para la manera de entender la predicación. Por un lado,

magnifica infinitamente la dignidad del púlpito y el privilegio de ser

portador de la palabra divino. También aumenta infinitamente nuestra

expectativa de lo que Dios puede hacer por medio de su palabra, a pesar

de nuestra debilidad e insuficiencia. Es una vocación demasiada alta y

honrosa para cualquier ser humano. Así entendido, el carácter de la

predicación como palabra de Dios nos dignifica y nos humilla a la vez.
Aquí vale para nuestra predicación la doble consigna

de la Reforma de tota scriptura y sola scriptura. Pablo nos da el

ejemplo de proclamar "todo el consejo de Dios" (Hch 20:20,27; Col 1:2),

sin quitarle nada, y tampoco añadirle "nada fuera de las cosas que los

profetas y Moisés dijeron…" (Hch 26:22). Quitamos de las escrituras

cuando sólo predicamos sobre ciertos temas o de ciertos libros y pasajes

de nuestra preferencia. En ese sentido, predicar desde el calendario

litúrgico tiene dos grandes ventajas: obliga al predicador a exponer

toda la amplísima gama de enseñanza bíblico, y liga la predicación con

la historia de la salvación (no sólo navidad y semana santa, sino

ascensión, domingo de Pentecostés, etc.). Pero esa práctica no debe

desplazar la predicación expositiva de libros enteros, teniendo cuidado

de incluir en la enseñanza los diferentes estratos y géneros de la

literatura bíblica.
Aun mayor es la tentación en la predicación de añadir

al texto, como si él no fuera suficiente. Un sermón fiel a la Palabra

de Dios parte del texto bíblico y no sale de él sino profundiza en su

mensaje hasta el Amén final (Hch 2:14-36; 8:35). Muchos predicadores se

dedican más bien a sacar inferencias del texto, que aun cuando fueren

totalmente válidas lógicamente, no son bíblicas y puede hasta

contradecir el sentido del texto. Una ensalada de consejos vagos,

sugerencias abstractas y exhortaciones muy generales, aunque vengan

maquillados con textos bíblicos, no es un sermón, mucho menos palabra de

Dios. El sermón no debe ser una simple antología de ilustraciones,

anécdotas y ex abruptos sensacionalistas. El sermón tampoco es el lugar

para ventilar las opiniones personales del predicador, que no surgen de

la palabra de Dios ni se fundamentan en ella. En la predicación

contemporánea priva un "opinionismo" que raya con el sacrilegio.
El humor debe tener su debido lugar en la predicación

(la Biblia misma es una fuente rica de humor), pero siempre en función

del texto y no como fin en si mismo. El humor debe iluminar el mensaje

del texto. Jugar con la palabra de Dios es pecado, como lo es también

volverla aburrida. Los predicadores tienen que saber moverse entre la

frivolidad por un lado, y la rutina seca y el aburrimiento por otro

lado. La jocosidad frívola puede ayudar para el "éxito" del sermón y la

popularidad del predicador, pero será un obstáculo que impida la

eficacia del sermón como palabra de Dios. Hay dos peligros que evitar en

la predicación: la frivolidad, y el aburrimiento.
La predicación es una tarea bíblica, es decir,

exegética y hermenéutica. Bien ha dicho Bernard Ramm (1976:8) que la

primera preocupación del predicador no debe ser homilética (¿Cómo

predico un buen sermón?) sino hermenéutica (¿Cómo oigo la palabra de

Dios, y la hago oír?). Antes del sermón la predicadora se encuentra con

Dios en y por el texto, luchando con Dios y el texto hasta recibir de

Dios una palabra viva que sea a la vez fiel y contextual. Al presentarse

ante la comunidad, plasma ese encuentro en un sermón para compartir ese

encuentro con los demás y buscar juntos la presencia del Señor y

escuchar juntos su voz.
La única meta del sermón, la mayor responsabilidad

del predicador y el criterio exclusivo del resultado de la predicación,

todos responden a la pregunta central, si se proclamó fielmente la

palabra de Dios. El predicador no predica para complacer a los oyentes,

para manipular sus emociones ni aun para lograr cambios religiosos y

morales en ellos. Su tarea es proclamar la palabra de Dios; no predica

buscando esa transformación sino esperándola como resultado indirecto

por la obra del Espíritu Santo. Mucho menos debe predicar con la

motivación de lograr éxito y fama como orador o erudito bíblico.
Atreverse a predicar como Dios quiere, es un acto de

amor, de humildad y de abnegación. William Willimon ha señalado que el

verdadero predicador tiene que amar más a Dios que a su congregación. Es

una gran tentación para el predicador buscar en su ministerio la

realización de sus propios intereses y metas. La predicación fiel

comienza en el corazón del predicador. Es un corazón con un supremo amor

a Dios y su palabra, aun más que a la congregación y mucho más que a sí

mismo.
Pasa con la predicación igual que con la profecía: la

predicación fiel siempre va acompañada por la predicación falsa, que

busca complacer a la gente, se dirige por las expectativas del público y

les enseña a decir "Señor, Señor" pero no a hacer la voluntad del Padre

celestial (Mt 7:21-23). Por eso, la iglesia debe vigilar su púlpito con

todo celo en el Espíritu. No debe dejar a cualquiera que "habla lindo"

ocupar ese lugar sagrado sino sólo a los que se han demostrado maduros,

bien centrados en la Palabra y consecuentes en sus vidas. No cabe duda

que el descuido en este aspecto ha producido desviaciones y aberraciones

en las últimas décadas, produciendo daños muy serios en la iglesia.
Es urgente también ir enseñando a las congregaciones

lo que bíblicamente deben esperar de un predicador y de un sermón. Mucho

del desorden de las últimas décadas se debe a la gran falta de

discernimiento de los mismos oyentes. A pesar del exagerado número de

horas que pasan escuchando sermones, en general no se logra una adecuada

formación bíblica y teológica para discriminar entre predicación fiel y

predicación "bonita", conmovedora o sensacionalista pero no bíblica.

Hace años el destacado orador evangélico, Cecilio Arrastía — ¡un

verdadero modelo de predicador fiel! — hablaba de la congregación como

comunidad hermenéutica en que todos sepan interpretar la palabra y

distinguir entre lo bueno y lo malo en la predicación (1 Ts 5:21; Hch

17:11; 1 Cor 14:29).
¡Imploremos al Espíritu de Dios que unja a nuestros

predicadores y congregaciones con amor a la palabra y discernimiento

acertado ante estos abusos!
La predicación y el Espíritu de Dios: Por todo lo que

hemos expuesto hasta ahora, queda claro que la predicación es una tarea

muy seria, sin duda mucho más grande de lo que solemos pensar. Con

razón observa Karl Barth, en su tratado sobre nuestro tema, que la

predicación es una tarea imposible; para ella, observa, todo ser humano

es incapaz e indigno (1969:48,52). Es aun imposible que sepa de antemano

qué está pasando en la predicación, porque depende enteramente de Dios

(1969:48). Tenemos que exclamar con San Pablo, "¿Quién es competente

para semejante tarea?" (2 Cor 2:16).
Pero gracias al Señor, la palabra de Dios nunca corre

sin que la acompañe el Espíritu divino que la ha inspirado. Un tema

constante en la teología de los Reformadores fue el de "La Palabra y el

Espíritu". La palabra sin el Espíritu conduce a una ortodoxia muerta; el

Espíritu sin la palabra llevaba, en la frase de ellos, al "entusiasmo"

desordenado. Los Reformadores enseñaban también el testimonium spiritus

sancti, sin el que la letra escrita es letra muerta. En un brillante

estudio de este tema, Bernard Ramm afirma que fue con esta doctrina que

los Reformadores evitaron un concepto cuasi-mágico de la eficacia de la

Biblia que podría compararse con el ex opere operato del tradicional

sacramentalismo católico. La palabra escrita no opera sola sino

vivificada por el Espíritu de Dios.
En nuestro tiempo, Karl Barth ha reformulado esta

doctrina en términos muy impresionantes. La palabra de Dios, para él,

ocurre en su sentido pleno cuando Dios habla y el pueblo escucha

(1969:71). La predicación hace presente a la palabra en forma viva;

"cuando se predica el evangelio, Dios habla" (1969:19) y entonces, en la

frase de Lutero, "La palabra trae a Cristo al pueblo" (1/1 61). En ese

acto de Dios, el "Dios que habló" del pasado se convierte en un presente

"Dios que habla", siempre por las escrituras. Por la acción del

Espíritu Santo, la Palabra toma vida, como si fuera una resurrección del

texto.  La predicación, así entendida, es un acto de Dios, totalmente

imposible para un ser humano (1969:21,48,52). El predicador no tiene

ningún control sobre la acción de Dios, ni puede garantizar que Dios

hablará por medio de su homilía. Eso queda totalmente en manos de Dios y

ocurre cuándo Dios quiere y dónde Dios quiere. Por eso — y esto es lo

sorprendente — la Palabra de Dios por medio de un predicador y su sermón

es siempre un milagro (1969:23,101). "En esta situación concreta puede

suceder que Dios hable y realice un milagro. Pero nosotros no debemos

incluir un milagro, por anticipado, en nuestra predicación" (1969:23).

Al predicador sólo le toca anunciar que Dios está por hablar (1969:14) y

proclamar a la comunidad lo que Dios mismo los quiere decir, mediante

la explicación, en sus propias palabras, de un pasaje de las escrituras

(1969:13).
Esta comprensión radicalmente teocéntrica y

pneumatológica nos hace entender que la única fuerza verdadera de la

buena predicación es la obra del Espíritu Santo. A fin de cuentas, el

predicador no puede confiar en la elocuencia de su oratoria ni el

carisma y encanto de su atractiva personalidad ni nada parecido.

Reconocer que el poder del sermón no pertenece a nosotros mismos, pero

que Dios ha prometido el obrar eficaz de su Espíritu, y confiar en el

Espíritu y sólo el Espíritu, no nos permitirá emplear mecanismos de

manipulación para tratar de persuadir a los oyentes (1 Cor 1:18-2:2; 2

Cor 4:2; 12:16-17; Ef 4:14). No harán falta gritos y gemidos simulados,

ni pegajosa música de trasfondo, ni pavonearse de un lado a otro,

micrófono en mano. Es el Espíritu Santo quien penetrará en los

corazones, y nosotros los predicadores sabremos confiar en su actuar y

no interferir contra su eficaz actuar.
Por otra parte, nunca tomaremos la promesa del

Espíritu como un pretexto para la pereza. Convencidos del inmenso

privilegio de ser instrumentos del Espíritu, estudiaremos las escrituras

con mayor ahínco y prepararemos los sermones con todo cuidado y pasión.

El texto favorito de algunos predicadores, "no se preocupen de qué van a

decir; el Espíritu Santo los enseñará lo que deben responder" (Lc

12:11-12), no se aplica a la preparación de sermones ni al estudio

sistemático de las escrituras sino a casos de arresto y persecución,

cuando uno no tiene tiempo para preparar su defensa. La exégesis bíblica

no aparece entre los dones carismáticos de la iglesia. El Espíritu

Santo nos acompañará con su luz en nuestro estudio de la palabra, pero

sólo si de hecho la estudiamos (2 Tim 2:15; 1 P 3:15; Hch 17:11; 1 Tes

5:21; Mat 22:37).
La Predicación y los Sacramentos: Llama la atención

que el NT comienza con la proclamación y el sacramento juntos. Cuando

Juan vino predicando el reino de Dios, llamaba a los oyentes a un cambio

radical de actitud ("Arrepiéntanse", Mt 3:2) ratificado por una acción

sacramental (3:6, ser bautizados). Jesús también vino predicando el

reino, exigió arrepentimiento (4:17) y se dejó bautizar por Juan

(3:13-16). El evangelio de Mateo también concluye con el mandato de

evangelizar a todos los pueblos y bautizarlos (28:19).
Proclamación y sacramento se unieron cuando Juan

apareció "predicando el bautismo de arrepentimiento para el perdón de

pecados" (Mr 1:4; Lc 3:3; Mt 3:6,8,11). El bautismo conocido en Israel

antes de Juan era el bautismo de prosélitos. Como gentiles inmundos,

ellos tenían que limpiarse en el río Jordán y renacer como nuevas

personas, ahora judíos, hasta con nombre nuevo, según algunas fuentes.

Entonces pedirle a un judío de nacimiento que se someta a tal bautismo

era tratarlo como gentil, como que no fuera israelita, y obligarlo a

reconocerse a sí mismo como tal. Por eso el bautismo de Juan significaba

un acto de profundo arrepentimiento. Al dejarse bautizar también,

Jesús, que no tenía pecado alguno de que arrepentirse, se identificó con

los pecadores en ese escandaloso sacramento del arrepentimiento.
En la acción sacramental, Dios mismo actúa en el

actuar de la comunidad, como en la predicación Dios habla en nuestro

hablar. En ese sentido, el sacramento también es milagro, parecido al

sermón. Esa correlación de palabra y acción apareció antes en los

profetas de Israel, que solían coordinar integralmente la palabra

profética y la acción profética. El acto sacramental es palpable y

visible, por una mediación material: el agua en el bautismo, el pan y el

vino en la comunión. Dios, el creador de la materia, se place en hablar

también por ella, como su lenguaje no-verbal (cf. Salmo 19:1-4).
Ambos, el lenguaje verbal de Dios y su lenguaje

no-verbal, son necesidades esenciales para la comunidad y deben

mantenerse en su debido equilibrio. Ni la celebración del sacramento

debe eclipsar a la predicación, como en el catolicismo tradicional, ni

el énfasis "púlpito-céntrico" debe restarle valor e importancia a los

sacramentos. Debe haber una relación coherente y dinámica entre los dos.
La predicación y el culto: Por "culto" entendemos la

celebración de la comunidad de fe en todos sus aspectos y momentos.

Incluye el cántico, la lectura, la oración, la confesión, el silencio,

los testimonios, el sermón y el sacramento. A veces se analizan como

leitourgia (liturgia, doxología), kerygma (proclamación) y didaje

(enseñanza) En todo debe estar presente, por lo menos implícitamente, la

diakonia (servicio, praxis). El sermón no debe verse como una

interrupción extránea del culto, tampoco la adoración congregacional

como "preliminares" para el sermón, ni el sacramento como un mero

apéndice, ni mucho menos una nota al pie, del resto de la celebración.

En el culto contemporáneo, hay una fuerte tendencia a sobredimensionar

los momentos en que nosotros hablamos a Dios (cántico, testimonios,

oraciones) pero subvalorar los momentos en que escuchamos a Dios

hablarnos a nosotros (la lectura, confesión, silencio, sermón y

sacramento).Especialmente notable y preocupante es la ausencia del

silencio en casi todos los cultos, en el que Dios nos pueda hablar.
La tendencia hoy en muchas iglesias evangélicas es de

priorizar exageradamente la "A y A" (Alabanza y Adoración) a expensas,

lamentablemente, del sermón. El cántico, a menudo estilo rock ‘n roll,

dura unas horas, repitiendo muchas veces los mismos coros, y a la hora

de proclamar la palabra, todos (incluso el predicador) están agotados.

Es común escuchar desde el púlpito frases como, "el Señor nos ha

bendecido tanto, y ahora es muy tarde, de modo que el sermoncito será

muy breve", o aun peor, "el Señor nos ha bendecido tanto esta mañana, no

vamos a tener sermón hoy".
Si se puede afirmar que el catolicismo tradicional

tendía a enfatizar tanto el sacramento que llegaba a eclipsar al sermón,

muchas congregaciones evangélicas contemporáneas están cayendo en la

misma trampa, pero sin el sacramento. Martín Lutero, a denunciar la

priorización de la misa en desmedro del sermón, pronunció palabras que

se aplican quizá aun más a muchos cultos protestantes hoy: Ahora para

corregir este abuso, lo primero es saber que la comunidad cristiana

nunca debe reunirse, sin que ahí la misma palabra de Dios sea predicada y

que se hagan oraciones… Por eso, donde no se predica la palabra de

Dios, sería mucho mejor ni cantar ni leer ni aun reunirse… Sería mejor

omitir todo lo demás, menos la palabra., porque no hay nada mejor que

dedicarnos a ella.
La predicación como voz profética: Si la predicación

es palabra viva de Dios, lo cuál es la esencia de la profecía, entonces

la predicación debe entenderse como palabra profética. Jesús mismo, el

Verbo encarnado, vino con un marcado carácter profético (Mt 16:14), y

las escrituras tienen un carácter marcadamente profético, desde el

profeta Moisés hasta los profetas hebreos, por lo que la predicación de

Cristo y de las escrituras también debe ser profética. Se puede decir

que en la Biblia los primeros predicadores, y no sólo maestros de la

ley, fueron los profetas en Israel. Aunque hoy tenemos sus profecías en

forma escrita, originalmente ellos pronunciaron sus incendiarios

discursos en plaza pública. Y hoy, si nuestra predicación es palabra de

Dios, como hemos afirmado, entonces toda predicación debe tener algo de

carácter profético. Eso es la falta más común y más seria en la mayor

parte de la predicación; de hecho, a menudo la predicación en muchas

iglesias es anti-profética y alienante. Tal predicación es infiel a la

vocación con que Dios nos ha llamado.
La palabra "profecía" es uno de los términos bíblicos

que peor se entienden. Se suele entenderla como esencialmente

predicción del futuro, como revelación sobrenatural de información

secreta, o como una palabra divinamente autorizada que nadie debe

cuestionar. ¡Todo equivocado! El vaticinio de eventos futuros constituye

una mínima parte del mensaje profético. El profeta no lo era por

predecir, ni dejaba de serlo si no predecía. En segundo lugar, el AT

prohíbe y condena la adivinación, a lo que corresponde un gran

porcentaje de supuestas "palabras proféticas" hoy. Y lejos de otorgarles

a los profetas una autoridad incuestionable, casi divina, Pablo dos

veces exhorta a los fieles a examinar las profecías con discernimiento

crítico (1 Tes 5:21; 1 Cor 14:29).
Un aspecto del significado del día de Pentecostés,

pocas veces reconocido, es que aquel día marcó para siempre la

naturaleza carismática y profética de toda la iglesia, sin distingo de

género, edad o condición social (Hch 2:17-18). Eso significa un llamado

profético especialmente para los y las líderes de la iglesia y una

responsabilidad ante Dios y la historia de no traicionar esa vocación.

Una iglesia que no encuentra su voz profética, sobre todo en momentos de

crisis histórica, es simplemente una iglesia infiel.
La palabra viva de Dios exige obediencia en medio del

pueblo y de la historia. Una predicación que semana tras semana no

conlleva exigencia profética, y no tiene cómo obedecerse en todas las

esferas de la vida, de seguro no es Palabra de Dios. Se dedica a ofrecer

un menú variado de productos de consumo religioso pero no nos llama a

tomar la cruz y seguir al Crucificado en discipulado radical (Mt 16:24).

Nuestros tiempos nos han traído, junto con infinidad de voces

anti-proféticas, otras voces que valientemente proclamaron las buenas

nuevas del Reino de Dios y su justicia, del Shalom de Dios y del gran

Jubileo con su programa profético de igualdad. Los tres más destacados —

Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King y Oscar Arnulfo Romero —

sellaron su testimonio con su sangre. Dios nos los envió, en el más

auténtico linaje de los grandes profetas de los tiempos bíblicos.
Que Dios nos ayude a aprender de ellos y seguir su ejemplo.
Bibliografía:
Barth, Karl, La proclamación del evangelio (Salamanca: Sígueme, 1969).
Fee, Gordon D. y Douglas Fee, La lectura eficaz de la Biblia (Miami: Editorial Vida, 1985)
Floristán,

Casiano y Juan José Tamayo ed., Conceptos fundamentales de pastoral

(Madrid: Cristiandad 1983), "Kerygma" 542-549; "Predicación", 817-830.


Léon-Dufour, Léon-Dufour Xavier, Vocabulario de teología bíblica (Barcelona: Herder 1973)
Sacramentum

Mundi, Karl Rahner ed (Barcelona: Herder 1984) 4:193-199, "Kerygma";

5:147-159, "Palabra; Palabra de Dios" y 5:535-542, "Predicación".
Ramm, Bernard, The Witness of the Spirit (Grand Rapids: Eerdmans, 1959).
Ramm, Bernard, La revelación especial y la palabra de Dios (BsAs: Aurora, 1967)
Ramm,

Bernard, "Interpretación bíblica" en Diccionario de Teología Práctica,

Rodolfo G. Turnbull ed. (Grand Rapids: T.E.L.L., 1976), pp. 5-19.
Stam, Juan, Apocalipsis y profecía (Bs.As.: Kairos 1998, pp. 26-50; 2004:33-64).
Stam, Juan, Haciendo teología en América Latina, Tomo II (San José: Ubila, 2005), pp. 379-389.
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