Iglesia católica, Estado y conflictos sociales y culturales en la historia de España del siglo XX

7 Julio, 2014 - 13:26h
A comienzos del siglo XX, la Iglesia católica no contemplaba
en el horizonte graves alteraciones en su privilegiada posición. Pese a
las desamortizaciones y las revoluciones liberales del siglo XIX, el
estado confesional había permanecido intacto. La Restauración de la
monarquía borbónica, a partir de 1875, le abrió nuevos caminos de poder
social e influencia y la aristocracia terrateniente y las buenas
familias de la burguesía dieron nuevos impulsos al renacimiento católico
con numerosas donaciones de edificios y rentas a las congregaciones
religiosas.


Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.
Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.
La Iglesia católica era para el Papa y sus obispos la única fuente de
verdad absoluta. El catolicismo se veía a si mismo como la religión
histórica de los españoles. Depositaria de las mejores virtudes,
sociedad perfecta, en estrecho matrimonio con el Estado, la Iglesia
estaba segura. O al menos eso se pensaba. Porque, en pleno siglo XX,
España era el ejemplo por excelencia de una sociedad con una “única
religión dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por
gente, obispos, religiosos y católicos de a pie, que consideraban que la
preservación total del orden social era irrenunciable, unidos como iban
el orden y la religión en la historia de España.


Frente a ese constante poder y presencia de la Iglesia, había
emergido, no obstante, una contratradición de crítica, hostilidad y
oposición. El anticlericalismo, presente ya en el siglo XIX, con
intelectuales liberales y la “izquierda burguesa” dispuestos a reducir
el poder del clero en el Estado y en la sociedad, entró en el siglo XX
en una nueva fase más radical, a la que se sumaron los militantes
obreros. Y emergió de este modo, empezando por Barcelona y siguiendo por
otras ciudades españolas, una red de ateneos, periódicos, escuelas
laicas y diferentes manifestaciones de una cultura popular, básicamente
antioligárquica y anticlerical, en el que el republicanismo y el
obrerismo organizado –anarquista o socialista- se daban la mano. El
objetivo, según Joan Connelly Ullman, ya no era solamente controlar o
reducir la influencia clerical, sin también “eliminar a la Iglesia como
poder público, como rama de gobierno, e incluso como fuerza
sociocultural en la sociedad”.[i]


La Iglesia resistió con fuerza esos vientos impetuosos de
modernización y de secularización. Y levantó un sólido dique frente a
los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese
orden que ella bendecía y amparaba. Así se forjó la historia de un
resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y
cambio, reacción y revolución que, agudizado en los años de la Segunda
República (1931-1936), acabó en 1939, tras una guerra civil, con el
triunfo violento y duradero del primero.


Vientos de cambio


Portada de La Flaca después de la proclamación de la Segunda República Española
Portada de La Flaca después de la proclamación de la Segunda República Española
La población española, que era de 18.6 millones de habitantes a
comienzos de siglo, llegaba a casi los 24 millones en 1930, gracias
sobre todo a un acentuado descenso de la mortalidad. Mientras que hasta
1914 esa presión demográfica provocó una alta emigración ultramarina, a
partir de la Primera Guerra Mundial fueron las ciudades españolas las
que recogieron los movimientos migratorios. Muchas ciudades doblaron su
población entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el medio
millón de habitantes en 1900, alcanzaron el millón tres décadas después.
Bilbao pasó de 83.306 a 161.987. Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era
gran cosa, comparado con los 2.7 millones que tenía París en 1900 o con
la cantidad de ciudades europeas, desde Birmingham a Moscú, pasando por
Berlín o Milán, que en 1930 superaban la población de Madrid o
Barcelona. Pero el panorama demográfico estaba cambiando notablemente.


La irrupción de la industria y el incremento de población
transformaron el paisaje agreste, de ciudad medieval, que mantenían
todavía muchas ciudades a finales del siglo XIX. Los desequilibrios de
ese crecimiento se vieron reflejados en la división social del espacio
urbano. Las zonas de los ensanches concentraron a esa burguesía media y
de negocios, de comerciantes, industriales y profesionales acomodados.
En los barrios periféricos, alrededor de las fábricas, se apiñaban
desordenadamente las poblaciones obreras, a la vez que era en esos
mismos barrios y en los viejos centros inadaptados y descuidados donde
florecían la insalubridad y las epidemias. Porque al calor de esa
expansión urbana crecieron también la especulación y los rápidos
negocios constructores, que no entendían de justicia social o de
intereses compartidos. La ciudad moderna combinaba, por lo tanto, nuevos
equipamientos con viviendas sin ventilación en las que se hacinaban las
clases populares; ricos y nuevos ricos que disponían de agua corriente,
con mendigos, marginados y miserables que vivían de la beneficencia y
buscaban la sopa de mediodía en los conventos y cuarteles.


Existen numerosos testimonios de la baja calidad de las viviendas en
la cuenca minera asturiana, algo en lo que coincidían los médicos, los
informantes del Instituto de Reformas Sociales y los dirigentes obreros.
En  barracas vivían también en las cuencas mineras de Vizcaya y los
barrios obreros de Bilbao y de las restantes ciudades industriales 
carecían de los servicios básicos de agua, alcantarillado y
pavimentación. La duración de la jornada laboral, de 12 a 13 horas, fue
reglamentada en la minería por primera vez en 1916. Y hasta 1919 no se
consiguió en España la protección de normas legales sobre el descanso
semanal y el establecimiento de la jornada de ocho horas. Las quejas no
sólo se referían a las viviendas y a las condiciones de trabajo. Faltaba
todo: carreteras, electricidad, una mínima cobertura asistencial para
enfermedades o accidentes y, sobre todo, escuelas, muchas escuelas.


Para la Iglesia y la mayoría de los católicos españoles, toda esa
denominada “cuestión social” era a comienzos del siglo XX un asunto
secundario. Entre ellos dominaban todavía las concepciones tradicionales
y la mentalidad benéfico-caritativa propia del Antiguo Régimen. De ahí
que la recepción de la Rerum Novarum en España fuera débil y
tardía. Y de ahí que a principios del siglo XX todavía dominaran
círculos católicos de obreros por encima de otros tipos de asociaciones
como las cooperativas, las sociedades de socorros mutuos, las cajas de
crédito rural y, sobre todo, los sindicatos.


La intransigencia gubernamental y patronal ni siquiera permitía en
aquella España monárquica movimientos reivindicativos reformistas,
empeñados los sucesivos gobiernos en avanzar por el camino del
enfrentamiento en vez de por el de la legislación social. La obsesión
por el orden público, viciado y militarizado, se tragó cualquier atisbo
de intervencionismo estatal en las cuestiones sociales. Y eso que los
conflictos en el campo andaluz, las huelgas en Barcelona, los motines en
muchas ciudades españolas y la creación de organizaciones socialistas y
anarquistas recordaban que la “cuestión social” existía, que las
relaciones entre burgueses y proletarios, terratenientes y jornaleros,
autoridades y oprimidos, provocaban tensiones. No siempre eran de guerra
a muerte, pero cada vez resultaba más difícil que ese poder de la
Restauración saliera indemne ante los avances obreros y de las clases
populares.


Las autoridades, los medios políticos más conservadores y la Iglesia
confiaban en “el buen pueblo español, escasamente contaminado por las
propuestas socialistas”.[ii]
En un Estado confesional, donde la Iglesia y el poder político estaban
tan estrechamente unidos, no había por qué temer la apostasía de las
masas. Y se pensó así mientras La Iglesia mantuvo el monopolio de la
educación, mientras las iniciativas benéficas recibían el apoyo moral y
financiero de las buenas gentes de la sociedad, mientras los católicos,
en suma, tuvieron una presencia notable en los primeros esbozos de
proyectos sociales.


Pero la industrialización, el crecimiento urbano y la agudización de
los conflictos de clase cambiaron sustancialmente las cosas. Como
observaron algunos comentaristas católicos preocupados por las
consecuencias de esos cambios, los pobres urbanos desconfiaban
profundamente del catolicismo, siempre al lado de los ricos y los
propietarios, y la Iglesia era considerada como un enemigo de clase.


En vísperas de la República, si hacemos caso a esas fuentes, los
proletarios urbanos de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, o de las
cuencas mineras de Asturias y Vizcaya, rara vez entraban en una iglesia e
ignoraban las doctrinas y los ritos católicos. Muchos curas de las
comarcas latifundistas andaluzas y extremeñas llamaban a menudo la
atención sobre la hostilidad creciente que hacia ellos y la Iglesia 
mostraban muchos jornaleros “contaminados” por la propaganda socialista y
anarquista. Desde el punto de vista de la práctica religiosa y del
papel de la religión en la vida cotidiana, había una gran diferencia
entre esas zonas “descatolizadas” o no conquistadas por la Iglesia y el
mundo rural del norte. En Castilla la Vieja, Aragón y en las provincias
vascas ir a la iglesia formaba parte de la rutina semanal y suponía un
quehacer diario para muchas mujeres. Casi todo el mundo tenía en esas
regiones algún pariente religioso, de allí procedían la mayor parte de
los curas, frailes y monjas que había en España y a los barrios
acomodados de esas zonas iban a parar casi todos los recursos. Mientras
que en la diócesis de Álava, por ejemplo, en el País Vasco, había por
esos años más de dos mil sacerdotes para atender a la población, en la
de Sevilla, muchísimo mayor, no llegaban a setecientos.


El abismo entre esos dos mundos culturales antagónicos, de católicos
practicantes y de anticlericales convencidos, se ensanchó con la
proclamación de la Segunda República y cogió en medio a un amplio número
de españoles que se habían mostrado hasta entonces indiferentes ante
esa batalla. Todas las señales de alarma se dispararon. Lluís Carreras y
Antonio Vilaplana, dos sacerdotes colaboradores del cardenal de
Tarragona Francesc Vidal i Barraquer, lo veían muy claro en el informe
que el 1 de noviembre de 1931 enviaban a la Secretaría de Estado del
Vaticano: bajo la “grandeza aparente” de la Iglesia durante la
monarquía, “España se empobrecía religiosamente”, con las elites
ilustradas y la multitud alejadas de la religión, necesitada la nación
de una “restauración social cristiana”.[iii]


En enero de 1932, tras ser aprobado el artículo 26 de la Constitución
republicana que obligaba al Gobierno a suprimir la financiación estatal
de los salarios del clero, el cardenal Eustaquio Ilundain daba
instrucciones a los párrocos de su diócesis de Sevilla sobre la mejor
forma de conseguir dinero para el mantenimiento del clero. Deberían
poner en marcha “comités de seglares” formados por varones adultos y
católicos practicantes con poder e influencia moral en las comunidades
locales. Una buena parte de los sacerdotes informaron que en sus
parroquias no había personas que cumplieran esos requisitos, o porque no
eran católicas practicantes o porque a los actos religiosos sólo
asistían mujeres. Donde pudieron formarse esos comités, ya puede
imaginarse quiénes los constituían: terratenientes, industriales y
miembros de las clases medias profesionales como abogados, médicos y
notarios.[iv]


Tres años después, en 1935, el jesuita Francisco Peiró, párroco de
San Ramón en el barrio madrileño de Vallecas, pintaba en 1935 un
panorama desolador extraído de un examen minucioso de una parroquia que
contaba con 80.000 feligreses, una cifra nada despreciable: sólo un 7
por 100 iba a misa los domingos; uno de cada cuatro ni siquiera había
sido bautizado; y únicamente uno de cada diez recibía los sacramentos al
morir. A conclusiones similares llegaban otros informes elaborados por
curas de la ría del Nervión, en los núcleos industriales de Cataluña y
en numerosos pueblos de Andalucía. El canónigo Maximiliano Arboleya,
célebre por su análisis del fracaso social de la Iglesia en La apostasía de las masas
sentenció, tras el anticlericalismo desplegado en Asturias en los
sucesos revolucionarios de octubre de 1934: “el odio feroz a la Iglesia
es muy superior al que inspira el capitalismo”.


Había en esa batalla cuestiones mucho más importantes que la
legislación republicana situaría en primer plano, pero no deberían
despreciarse todos esos asuntos aparentemente menores si se quiere
profundizar en las violentas reacciones clericales y anticlericales que
se manifestaron en los dos bandos durante la guerra civil. Con la
llegada de la República salió también a la luz una enconada lucha, de
fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha Real, que
durante la Monarquía se escuchaba siempre en la misa en el momento de
la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la
reacción, una provocación, igual que las procesiones. La retirada de
los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos del
norte de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones.
Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la
Monarquía y la política autoritaria de derechas.


Se echó la culpa a la República de perseguir obsesivamente a la
Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el conflicto era de largo
alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores. No es que España
hubiera dejado de ser católica. Es que había una España muy católica,
otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el norte
que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las
mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran
antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana u obrera,
se la asociaba con el anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la
proclamación de la República trajera días de fiesta para unos y de luto
para otros.


Tras la luna de miel con el dictador Primo de Rivera (1923-1930), la
Iglesia vivió la llegada de la República, el 14 de abril de 1931, como
una auténtica desgracia. De golpe la Iglesia perdió al rey, su fiel
protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en el
parlamento y en la calle. “Hemos ya entrado en el vórtice de la
tormenta”, le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al
cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada al
día siguiente de proclamarse la República, cuando a nadie le había dado
todavía tiempo a “torcer bruscamente” el sentido religioso de la
historia de España.[v]


Llegó la República: “Que Dios guarde la casa”


La “ilusión de masas” y esperanzas que acompañaron a la proclamación
de la República en los grandes centros urbanos no se repitió en todos
los lugares. Juan Crespo, entonces estudiante en un colegio religioso de
Salamanca, le recordaba a Ronald Fraser que ese día el director del
colegio les echó un sermón sobre la tragedia que se avecinaba: “Criticó
la ingratitud de los españoles para con el rey, alabó el servicio que la
monarquía había prestado al país, recordó el ejemplo de los Reyes
Católicos, que habían unido a la nación. Al final casi lloraba, y
nosotros también…”.[vi]


Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría
de católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el
“pueblo” en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico
era también que no se lanzaran a un enfrentamiento directo desde el
primer instante. Entre otras cosas porque ya el 24 de abril el nuncio
Federico Tedeschini recomendaba por escrito a los obispos españoles, de
parte del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio
Pacelli, futuro Pío XII, “que respeten los poderes constituidos y
obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común”.[vii]


El Vaticano era, por supuesto, mucho más prudente y diplomático que
la jerarquía eclesiástica y los católicos españoles. “Soy absolutamente
pesimista” le decía Isidro Gomá en ese escrito ya citado que le envió a
Vidal i Barraquer al día siguiente de proclamarse la República: “No me
cabe en la cabeza la monstruosidad cometida. No creo haya ejemplo en la
historia, con ser tan copiosa en ejemplos. Que Dios guarde la casa, y
paz sobre Israel”.


La “monstruosidad cometida” era sencillamente que el triunfo
arrollador de las candidaturas republicanas en las grandes ciudades en
unas elecciones municipales habían revelado que el rey, tal y como él
mismo declaró en su célebre proclama “Al País”, no tenía ya “el amor” de
su pueblo. Mientras que lo de guardar la casa, el orden, la propiedad,
se convirtió en una auténtica obsesión para los católicos. Su principal
órgano de expresión, El Debate,  pedía el mismo 12 de abril el
voto para quienes respetasen “las grandes instituciones sobre las que
descansa la sociedad presente: Iglesia, familia, propiedad”. Y el 17 de
abril, el cardenal Pedro Segura, entonces arzobispo de Toledo,
recomendaba a los “Hermanos en el Episcopado”, en una circular
“confidencial y reservada”, esperar y “orar mucho”: “En las desgracias
de familia se estrechan más los lazos que unen a los Hermanos, y esto
creo que nos debe acontecer ahora a nosotros”.


Pese a la recomendación, no espero mucho, sin embargo, el entonces
cabeza de la Iglesia española, cargo al que había accedido en 1927, en
plena dictadura de Primo de Rivera, a los 47 años. Integrista y enemigo
acérrimo del republicanismo, publicó el 1 de mayo una pastoral en la que
hacía un caluroso elogio del destronado Alfonso XIII, “quien, a lo
largo de su reinado, supo conservar la antigua tradición de fe y piedad
de sus mayores”.


A partir de esa inoportuna salida de tono, pues no era eso lo que le
habían aconsejado desde la Secretaría de Estado del Vaticano, el
cardenal Segura mantuvo un forcejeo con las autoridades republicanas que
acabó en conflicto abierto, con su expulsión de España y, meses
después, presionado por la Vaticano, con su renuncia a la sede primada
de Toledo.[viii]


Pero al margen del rocambolesco “affaire” Segura, fue la repentina
explosión de ira anticlerical del 11 de mayo de 1931 la que marcó la
actitud de muchos católicos. No tanto por la magnitud de los
acontecimientos, muy localizados y en los que participó poca gente, como
por la forma en que fueron recordados después, durante la República, la
guerra civil y por los vencedores en la guerra.


El domingo 10 de mayo, un grupo de jóvenes derechistas, reunidos en
un piso de la calle Alcalá de Madrid para inaugurar el Círculo
Monárquico Independiente, colocaron en la ventana un gramófono con la
Marcha Real, justo en el momento en que muchos madrileños regresaban
desde el parque del Retiro. Algunos de los que la oyeron, enfurecidos,
se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC , a cuyo
propietario, Juan Ignacio Luca de Tena, le atribuían la responsabilidad
de la provocación, y al ministerio de Gobernación. Dos personas
resultaron muertas como consecuencia de los enfrentamientos con la
Guardia Civil. Al día siguiente, las protestas derivaron en el incendio
de iglesias, colegios religiosos y conventos, sin que Maura lograra la
autorización de sus compañeros de gabinete para usar la fuerza contra
los incendiarios. La agitación se extendió el 12 a otras localidades del
Levante y sobre todo a Málaga, donde ardió también el palacio
episcopal. Según los telegramas que los gobernadores civiles enviaron al
ministro de Gobernación, frailes y monjas, atemorizados, abandonaron
sus conventos en algunas localidades de las provincias de Teruel,
Valencia y Logroño. Cuando el 15 todo acabó, un centenar de edificios
habían sido afectados por la quema.[ix]


Sorprende, por supuesto, la acción desproporcionada que supone quemar
edificios religiosos como reacción a un incidente, aparentemente
insignificante, con unos jóvenes monárquicos. No era la primera vez en
la historia de España ni sería la última que el fuego destructor y
purificador se utilizaba contra los símbolos religiosos y las cosas
sagradas. Pero la quema de conventos apenas se repitió durante la
República, salvo en las jornadas revolucionarias de octubre de 1934 en
Asturias, y el precedente más cercano, la llamada Semana Trágica de
julio de 1909 en Barcelona, había ocurrido bajo la Monarquía y tuvo un
alcance muchísimo mayor que los incencios de mayo de 1931.


En Barcelona, escenario en aquel verano de 1909 de una poderosa
huelga general frente al embarque de reservistas hacia Marruecos, varias
decenas de iglesias, conventos, escuelas y residencias religiosas
fueron pasto de las llamas. Además, se profanaron tumbas, aunque se
evitó causar víctimas entre el clero. Pero por mucho que se recuerden
los conventos ardiendo y a las clases populares en las barricadas, nada
fue comparable a la crueldad de la represión. Hubo alrededor de 2000
detenidos, de los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y
17 a muerte, aunque sólo se ejecutó a 5. El primero que cayó fusilado,
Jose Miquel Baró, era el único que tenía algo que ver con la dirección
de la insurrección popular. El último en morir ante el piquete de
ejecución fue Fracisco Ferrer y Guardia, el 13 de octubre, exdirector de
la Escuela Moderna, condenado como “autor y jefe de la rebelión” por un
tribunal militar carente de las mínimas garantías legales. El
fusilamiento de Ferrer, que tuvo una considerable repercusión
internacional, fue una revancha en toda regla, que castigaba a un
teórico revolucionario que había desafiado el control eclesiástico de la
enseñanza y no tanto a un dirigente de la revuelta popular, que nunca
lo había sido.


En mayo de 1931 no hubo insurrección popular y fueron grupos
minoritarios, republicanos izquierdistas de tendencias anarquizantes,
aunque ni siquiera eso está claro, quienes prendieron la mecha. El
significado principal de esos acontecimientos es que se produjeron al
mes escaso de inaugurarse la República y que en la memoria colectiva
impuesta por los vencedores de la guerra civil quedaron definitivamente
conectados con la tremenda violencia anticlerical desatada en el verano
de 1936, una especie de ensayo general de la catástrofe que se
avecinaba. Compárese, por ejemplo, el contenido de la nota de protesta
que el prudente cardenal Vidal i Barraquer le envió por escrito el 17 de
mayo al presidente del Gobierno provisional de la República, Niceto
Alcalá Zamora, con lo que un sacerdote, Alejandro Martínez, le contó a
Ronald Fraser para su historia oral de la guerra civil varias décadas
después. Según Vidal i Barraquer, “hechos de esta índole (…) disminuyen
la confianza que a un numeroso sector de católicos había inspirado la
actuación discreta del Gobierno en muchas de sus primeras
disposiciones”. A juicio posterior de ese sacerdote, la República firmó
su sentencia de muerte aquella primavera de 1931: “Fue a partir de aquel
día cuando comprendí que nada se conseguiría por medios legales, que
para salvarnos tendríamos que sublevarnos antes o después”.[x]


Hoy sabemos perfectamente que no todo fue tan caótico y que tuvieron
que pasar muchas cosas antes de que un fallido golpe de Estado en julio
de 1936 provocara una guerra civil. Lo primero que pasó, para la
historia que aquí interesa, fue que, además de “orar mucho”, un grupo de
católicos encabezados por Ángel Herrera, director del influyente diario
El Debate, fundaron a finales de abril de 1931 una asociación llamada Acción Nacional 
que tendría como objetivo, según podía leerse en el primer capítulo de
su reglamento, “la propaganda y actuación política bajo el lema de
Religión, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad”. Bendecida desde el
principio por el Vaticano, por el nuncio Tedeschini y por una gran parte
del episcopado, le ganó pronto la partida al catolicismo republicano de
Alcalá Zamora y de Maura, al mismo tiempo que marginaba a la causa
carlista, que no contaba todavía por entonces con el patrocinio oficial
de la Iglesia católica.


Los resultados en las elecciones para las Cortes constituyentes de
junio de 1931 fueron malos, desorientada y en fase de reorganización
como estaba todavía esa derecha católica: de los 478 miembros de la
Cámara, apenas una cincuentena parecían dispuestos a defender los
intereses de la Iglesia. Por eso las cláusulas más anticlericales del
proyecto de Constitución pudieron ser aprobadas por una amplia mayoría.
En conjunto, los artículos 3, 43, 48 y el famoso 26 declaraban la no
confesionalidad del Estado, eliminaban la financiación estatal del
clero, introduccían el matrimonio civil y el divorcio, disolvían a los
Jesuitas y, lo más doloroso para la Iglesia, prohibían el ejercicio de
la enseñanza a las órdenes religiosas. El artículo 26 fue aprobado el 13
de octubre; la Constitución el 9 de diciembre. Atrás quedaban
alborotos, peleas, insultos y algunas perlas cultivadas tanto de los
integristas como de la izquierda más incendiaria y anticlerical.


Si todas esas medidas se cumplían, la posición privilegiada de la
Iglesia iba a tambalearse. Cuestiones simbólicas al margen, las bases de
la cultura nacional católica estaban en peligro. Así lo percibieron
muchos católicos, desde los más notables a las mujeres,  que ya en el
fragor del debate del artículo 26 habían comenzado a enviar telegramas
desde todos los puntos de España al “Sr. Ministro de Gobernación”
rogándole “defienda Congreso asunto religioso”.[xi]


Ante tanto peligro y amenaza, el catolicismo político irrumpió como
un vendaval en el escenario republicano. Como ha señalado Santos Juliá,
los fundadores de la República, con Manuel Azaña a la cabeza, nunca lo
contemplaron en su justa medida, lo despreciaron como una reacción de
esa Iglesia que olía a rancio, a Monarquía destronada, como fuerza
marginal que nada podía hacer frente a ese régimen sostenido por el
pueblo. Ocurrió, sin embargo, lo contrario: en dos años el catolicismo
arraigó como un movimiento político de masas capaz de convertirse en
árbitro del futuro de la República. Primero, a través de elecciones
libres; después, con la fuerza de las armas.[xii]


Parte del mérito de esa conversión del catolicismo en un movimiento
político de masas, creado a comienzos de 1933 con el nombre de CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas), hay que atribuírselo a
José María Gil Robles, un joven y poco conocido hasta entonces abogado
salmantino, hijo de carlistas y protegido de Ángel Herrera. Su
estrategia consistía en alzar la “bandera que una a los católicos y
atraiga a una gran masa de indiferentes”, movilizarlos y unirlos
políticamente. Eso significaba implicar a la jerarquía eclesiástica para
organizar en un partido a toda la masa católica, llevar diputados al
parlamento, exigir la revisión de los artículos de la Constitución
perjudiciales a los intereses de la Iglesia.


El cumplimiento del artículo 26 de la Constitución exigía declarar
propiedad del Estado los bienes eclesiásticos y prohibir a las órdenes
religiosas participar en actividades industriales y mercantiles y en la
enseñanza. Todo eso se plasmó en la Ley de Confesiones y Congregaciones
Religiosas que provocó en la jerarquía eclesiástica una auténtica
conmoción.


Los obispos, dirigidos ya desde abril de 1933 por el integrista
Isidro Gomá, reaccionaron con una “Declaración del Episcopado” en la que
sentían “el duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia”,
reafirmaban el derecho superior e inalienable de la Iglesia a crear y
dirigir centros de enseñanza, a la vez que rechazaban “las escuelas
acatólicas, neutras o mixtas”. El 3 de junio, al día siguiente de que la
Ley fuera sancionada por Alcalá Zamora, presidente de la República, el
Vaticano daba a conocer una carta encíclica de Pío XI, Dilectissima nobis,
dedicada exclusivamente a esa Ley que atentaba “contra los derechos
imprescriptibles de la Iglesia”. La prensa católica se sumó a los
ataques. Enrique Herrera Oria, hermano de Ángel Herrera y dirigente de
la Federación de Amigos de la Enseñanza, calificó el escenario creado
por la Ley de “guerra civil de la cultura”. Los carlistas y los
católicos más integristas. llamaron a la rebeldía.[xiii]


El intento de revolución de octubre de 1934 en Asturias, dirigido por
socialistas, añadió violencia a todo ese conflicto. 34 sacerdotes,
seminaristas y hermanos de la Escuelas Cristianas de Turón fueron
asesinados, pasando de la persecución legislativa del primer bienio a la
destrucción física de los representantes eclesiásticos, algo que no
había sucedido en la historia de España desde las matanzas de 1834-35 en
Madrid y Barcelona. En Asturias volvió a aparecer además el fuego
purificador: 58 iglesias, el palacio episcopal, el Seminario con su
espléndida biblioteca, y la Cámara Santa de la Catedral fueron quemados o
dinamitados.


La represión llevada a cabo por el ejército y la guardia civil fue
durísima, de escarmiento ejemplar, y miles de militantes socialistas y
anarcosindicalistas llenaron las cárceles de toda España. Pero la
Iglesia y la prensa católica se dedicaron a recordar las atrocidades
sufridas por sus mártires, apelando al castigo y a la represión como
únicos remedios contra la revolución. Esa ceguera de la Iglesia en el
terreno social es lo que lamentaba el canónigo Maximiliano Arboleya,
buen conocedor del mundo obrero asturiano, en una carta que le enviaba a
su amigo zaragozano Severino Aznar tras la tormenta de “odio y
dinamita”: “Nadie, absolutamente nadie, se para a preguntar si este
atroz movimiento criminal revolucionario de cerca de 50.000 hombres no
tiene más explicación que la consabida malsana propaganda socialista;
nadie piensa en que también puede haber tremendas responsabilidades por
parte nuestra”.[xiv]


Excepto en los medios rurales del Norte de España, ese catolicismo
social que abanderaban gentes como Maximiliano Arboleya o Severino Aznar
había abierto muy pocos surcos. Para los mineros y pobladores de los
suburbios industriales de las grandes ciudades, la Iglesia católica
aparecía identificada con el capitalismo “opresor” y los sindicatos
católicos tenían como única finalidad la defensa de la Iglesia y del
capitalismo: “Guste o no”, reflexionaba Arboleya, eso es lo que pensaban
“casi todos nuestros trabajadores”.


Cambiar esa imagen, atraer a todos esos hijos díscolos al redil de la
Iglesia era una labor “ardua, costosa, de grandes dificultades, de
larga duración, acaso de dolorosas rectificaciones”. Algo que parecía ya
inalcanzable, imposible, cuando empezó 1936, cuando los resultados
electorales fueron desfavorables para la CEDA y daban al traste con
cualquier lejana esperanza. Las posiciones catastrofistas ganaron a los
pocos Arboleyas que habitaban la geografía española, a los católicos
vascos como Manuel Irujo o José Antonio Aguirre y a los sectores
renovadores de ese catolicismo catalán que encabezaba el cardenal Vidal i
Barraquer. El triunfo de la coalición del Frente Popular en las
elecciones de febrero de 1936 significó, en efecto, la tumba del
“accidentalismo”, de las posiciones posibilistas, en el catolicismo.


La confrontación entre la Iglesia y la República, entre el
clericalismo y el anticlericalismo, dividió a la sociedad española de
los años treinta tanto como la reforma agraria o el más importante de
los conflictos sociales. Establecida oficialmente como Iglesia del
Estado, la institución eclesiástica había hecho durante la Restauración y
la dictadura de Primo de Rivera un generoso uso de sus monopolio de la
enseñanza, de su control sobre la vida de los ciudadanos, a los que
predicaba unas doctrinas históricamente conectadas con la cultura más
conservadora: obediencia a la autoridad, redención a través del
sufrimiento y confianza en la recompensa en el cielo.


Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que
perdía, una buena parte de su posición tradicional. El privilegio dejaba
paso a lo que la jerarquía eclesiástica y muchos católicos consideraban
una persecución abierta. De nuevo, las dificultades de la Iglesia
española para arraigar entre los trabajadores urbanos y el proletariado
rural. Se hizo todavía más patente el “fracaso” de la Iglesia y de sus
“ministros” para comprender los problemas sociales, preocupados sólo por
el “reino de lo sacro” y la defensa de la fe. Eso es lo que un régimen
reformista y de libertades como el republicano sacó a la luz, además de
la persecución legislativa, el anticlericalismo popular y la violencia
esporádica. La Iglesia se resistió a perder todo eso, que era un poco
morir, y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a
los que consideraba sus enemigos, que la consideraban a ella de verdad
su enemiga. Y el catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo,  pasó a la ofensiva, se convirtió, en expresión de Bruce Lincoln, en “una religión de la contrarrevolución.[xv]


Cuando un importante sector del ejército tomó sus armas contra la
República en julio de 1936, la mayoría del clero y de los católicos se
apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como defensores de la
civilización cristiana frente al comunismo y el ateismo.


Cruzada religiosa y violencia anticlerical


La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares que
la concibieron y la llevaron a cabo estaban más preocupados por otras
cosas, por salvar el orden, la Patria, decían ellos, por arrojar a los
infiernos al liberalismo, al republicanismo y a las ideologías
socialistas y revolucionarias que servían de norte y guía a amplios
sectores de trabajadores urbanos y rurales. Pero la Iglesia y la mayoría
de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no
eran pocos, al servicio de esa causa. Ni los militares tuvieron que
pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia
tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque querían el
orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta de
los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.


Con la República establecida en España, con su proyecto reformista
puesto en marcha, con el grado de movilización social, cultural y
político que había alcanzado la sociedad española, lo de julio  de 1936
no podía ser una “militarada” o un pronunciamiento clásico. La solución
autoritaria requería masas. Y nadie mejor que la Iglesia y ese
movimiento católico que apadrinaba, para proporcionarlas, para
“unificar”, a todas esas diferentes fuerzas. El catolicismo era el punto
de unión ideal para aglutinarlas y favoreció el proceso de convergencia
de todos esos grupos e intereses reaccionarios. Proporcionó toda una
liturgia de reclutamiento, especialmente en la Vieja Castilla, Navarra y
Álava, una liturgia barroca político-religiosa llena de gestos,
creencias y fervor.


El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba
adhesiones de las masas en las diócesis de la España “liberada”, animó a
los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la
religión, ausentes en las proclamas del golpe militar y en las
declaraciones de los días posteriores. Les convenció de lo importante
que era la vinculación emocional, además de destruir y aniquilar al
enemigo, en un momento en el que sabían lo que no querían pero todavía
carecían de un proyecto político claro. La unión entre la “Religión y el
Patriotismo”, las “virtudes de la Raza”, reforzaba la unidad nacional y
daba legitimidad al exterminio que habían emprendido en aquel verano de
1936.


La unión entre la espada y la cruz, la religión y el “movimiento
cívico-militar” es un tema recurrente en todas las instrucciones,
circulares, cartas y exhortaciones pastorales que los obispos
difundieron durante agosto de 1936. Antes de acabar ese mes, tres
obispos ya habían aplicado explícitamente la categoría de “cruzada
religiosa” a la guerra. Lo hizo Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona,
el 23 de agosto. Lo repitió tres días mas tarde Rigoberto Domenech,
arzobispo de Zaragoza. Y lo dejó para la posteridad de forma tajante
Tomás Muniz Pablos, arzobispo de Santiago, el 31 de agosto: la guerra
“levantada” contra los enemigos de España es “patriótica sí, muy
patriótica, pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo
que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por
la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere!
¡Santiago y cierra España!”[xvi]


El 1 de octubre de 1936 el general Francisco Franco fue nombrado en
Salamanca máxima autoridad militar y política de la zona rebelde, en una
ceremonia en la que Miguel Cabanellas, en presencia de diplomáticos de
Italia, Alemania y Portugal, le entregó el poder en nombre de la Junta
de Defensa que presidía desde el 24 de julio y que fue disuelta ese día.
Franco adoptó el título de “Caudillo”, que le conectaba con los
guerreros medievales. A partir de ese momento, Franco fue tratado por la
jerarquía de la Iglesia católica como un santo, el salvador de España y
de la cristiandad. El cardenal Gomá le envió un telegrama de
felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y
Franco le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus
responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de
Vuestra Eminencia”.[xvii]


Varias decenas de miles de personas fueron asesinadas en la
retaguardia de la zona franquista durante la guerra. La mayoría del
clero, con los obispos a la cabeza, no sólo silenció esa ola de terror,
sino que la aprobó e incuso colaboró en la represión. Era la justicia de
Dios, implacable y necesaria, que derramaba abundantemente la sangre de
los “sin Dios” para lograr la supervivencia de la Iglesia, de la
institución representante de Dios en la tierra, el mantenimiento del
orden tradicional y la “unidad de la Patria”.


Los obispos y la mayor parte del clero fueron cómplices de ese terror
militar y fascista, que no necesitaba en la mayoría de las ocasiones de
procedimientos ni garantías previas. Lo silenciaban, lo aprobaban y lo
aplaudían públicamente. Capellanes de las cárceles y del ejército;
religiosos y curas rurales. Estaban tan entusiasmados con el
resurgimiento religioso de España que no oían los gritos de las
torturas, los disparos al alba, los gemidos de las viudas. Los curas
delataban a los rojos, les negaban certificados de buena conducta para
que los militares los castigaran.


En la zona donde la sublevación fracasó, la explosión revolucionara
fue acompañada desde el principio de una violencia anticlerical sin
precedentes en la historia de España.  El clero y las cosas sagradas
constituyeron el primer objetivo de las iras populares, de quienes
participaron en la derrota de los sublevados y de quienes protagonizaron
la “limpieza” emprendida en el verano de 1936. No hubo que esperar
órdenes de nadie para lanzarse a la acción. Algunos carmelitas fueron
asesinados ya el 20 de julio en Barcelona en el mismo instante en que el
regimiento de Caballería sublevado, que se había encerrado en su
convento, era derrotado. Cerca de allí, en Igualada, el primer acto
violento que se produjo fue la quema del convento de los frailes
capuchinos. Las mismas escenas se sucedieron en muchos pueblos y
ciudades de España, incluso en aquellos lugares donde la represión
contra los “elementos de orden” adquirió mayor intensidad en la segunda
quincena de agosto y primeros días de septiembre. En Murcia, que no se
destacó por la arremetida violenta contra el clero, la mayoría de los
conventos fueron asaltados en esos doce días finales de julio. Y el
noventa por ciento del millar de eclesiásticos asesinados en Madrid
cayeron en los dos primeros meses, bastante antes de las “sacas” masivas
de noviembre.


El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas
comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso
revolucionario súbito y destructor. No hay que dar muchas vueltas para
hacer balance: más de 6.800 eclesiásticos, del clero secular y regular,
fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios
fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos
de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de
la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde
abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de
restos óseos de frailes y monjas.


Lo que hicieron los revolucionarios y sus dirigentes con el clero en
el verano de 1936 era, y de eso no había duda, lo que muchos decían que
iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de
izquierda, políticos entonces radicales como Alejandro Lerroux y
militantes obreros situaron a la Iglesia y a sus representantes como
máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso, un honor que
en la retórica revolucionaria obrera estaba reservado hasta ese momento
al capital y al Estado. Todos prometieron que la revolución traería
consigo, entre otras muchas cosas, “la tea purificadora” para los
edificios religiosos y los “parásitos” de sotana. Y cuando llegó de
verdad la hora, lo pusieron en práctica.


El conflicto de largo alcance entre la Iglesia y los proyectos
secularizadores lo resolvieron las armas a partir de una sublevación
militar que dividió a España en dos bandos, identificados, para la
historia que aquí interesa, por la defensa de la Iglesia y de la
religión católica o por la hostilidad hacia ellas. Tres cosas
sustanciales cambiaron de repente con esa sustitución de los medios
políticos por los procedimientos armados, las tres a la vez, sin que
pueda decirse que una provocara a la otra. La primera es que la Iglesia
se sintió salvada con la sublevación y por eso ofreció sus manos y su
bendición a los golpistas desde el primer disparo. La segunda, que la
violencia anticlerical, de unas dimensiones sin precedentes ni parangón
histórico en los países del entorno, endureció las posiciones de la
jerarquía de la Iglesia y de los católicos., reafirmó su ardor guerrero y
patriótico y bloqueó cualquier posibilidad de piedad o perdón. Por
último, esa necesidad de “recatolizar” por las armas mostró el fracaso
histórico de la Iglesia para atraerse a amplias capas de pobres rurales y
urbanos, que la identificaron con el sistema imperante de relaciones de
clase y de propiedad.


Toda esa violencia anticlerical no representaba tanto un ataque a la
religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia
católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos.
Y no es que la mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados, curas
y frailes, fueran ricos, que no lo eran y no era eso lo que importaba
Pero predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza. Hablaban del cielo
y en la práctica sólo se preocupaban por los valores mundanos. Eran una
plaga, decía la prensa republicana y obrera, la desgracia nacional que
impedía al pueblo avanzar. Una crítica cargada de simbolismos,
ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos, resulta muy
difícil explicar el trasfondo de aquella matanza.


La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la
batalla que sobre temas fundamentales relacionados con la organización
de la sociedad y del Estado se estaba librando en territorio español. La
religión fue desde el principio muy útil porque, como dice Bruce
Lincoln, “demostró ser el único elemento que generaba de manera
sistemática una corriente de simpatía internacional en favor de la causa
nacionalista del general Franco”. El anticlericalismo violento que
estalló con la sublevación militar no aportó, sin embargo, beneficio
alguno a la causa republicana. El incendio público de imaginería y culto
religioso, la utilización de iglesias como establos y almacenes, la
fundición de campanas pera munición, la supresión de actos religiosos,
la exhumación de frailes y monjas, y el asesinato del clero regular y
secular fueron narrados y difundidos, en España y más allá de los
Pirineos y de los mares, con todo lujo de detalles, ilustrados a menudo
con fotografías macabras y espeluznantes, constituyendo el símbolo  por
excelencia del “terror rojo”.


La guerra civil adquirió así una dimensión religiosa que condenó al
anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica
negativas y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con
su visión particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad
humanas. Todos los partidarios de la República derrotada se vieron
obligados  a ponerse a la defensiva en el tema religioso, aunque sabían
lo importante que había sido la batalla por la enseñanza, por la
creación de una burocracia laica y por someter a las órdenes religiosas a
la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo engulló el saldo
mortal que el anticlericalismo había dejado, los 6.832 clérigos
asesinados. De modo que, desde la guerra, aclara el mismo Lincoln,
“incluso los historiadores liberales más favorables a la República se
han visto forzados a reconocer la existencia de tales acontecimientos y a
describirlos como un lamentable exceso perpetrado por fanáticos
incontrolados en medio de la tensión de la crisis”.[xviii]


obispos-guerra-civil1El
anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran
cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos
devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado.
Después de la guerra, las iglesias y la geografía  española se llenaron
de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los “caídos
por Dios y la Patria”, mientras se pasaba un tupido velo por la
“limpieza” que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a
cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el
anticlericalismo tapó el exterminio religioso y sentó la idea falsa de
que la Iglesia sólo apoyó a los militares rebeldes cuando se vio acosada
por esa violencia persecutoria.


Los estragos ocasionados por la persecución anticerical, la
constatación de los sacrilegios y asesinatos del clero cometidos por los
“rojos”, multiplicaron el impacto emocional que causaba el recuerdo
constante de los mártires asesinados. El ritual y la mitología montados
en torno a esos mártires le dio a la Iglesia todavía más poder y
presencia entre quienes iban a ser los vencedores de la guerra, anuló
cualquier atisbo de sensibilidad hacia los vencidos y atizó las pasiones
vengativas del clero, que no cesaron durante largos años.


Resulta imposible, por lo tanto, pasar por alto la dimensión
religiosa de la guerra civil española, una guerra “santa y justa” por un
lado, y de arrebato airado contra el clero por otro, que ha dejado
importantes huellas en los recuerdos y memorias de los españoles.


La Iglesia de Franco.


Franco comulgando
Franco comulgando
La contribución de la Iglesia católica al mantenimiento de la
dictadura de Franco durante tantos años fue inmensa. No se conoce otro
régimen autoritario, fascista o no, en el siglo XX, y los ha habido de
diferentes colores e intensidad, en el que la Iglesia asumiera una
responsabilidad política y policial tan diáfana en el control social de
los ciudadanos. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la
católica en la Italia fascista. Y en Finlandia y en Grecia, tras las
guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa sellaron pactos de
amistad con esa derecha vencedora que defendía el patriotismo, los
valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la familia.
En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al
derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón que lo hizo la Iglesia
católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido
perseguida con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada
ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en
vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa.


Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la
dictadura en esos primeros años decisivos de la paz de Franco. La
primera, que la Iglesia católica se implicó y tomó parte hasta mancharse
en el sistema “legal” de represión organizado por la dictadura de
Franco tras la guerra civil. La segunda, que la Iglesia católica
sancionó y glorificó esa violencia no sólo porque la sangre de sus miles
de mártires clamara venganza, sino, también y sobre todo, porque esa
salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el importante terreno
ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de 1936 y le
daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La
tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva
para la supervivencia y mantenimiento de la dictadura tras la derrota
de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial.


Pero la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no
permanecieron inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos
de los años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura
franquista. El catolicismo tuvo que adaptarse a esa evolución con una
serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas
por varios autores. En opinión de José Casanova, la “aguda
secularización de la sociedad española que acompañó a los rápidos
procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al
principio por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los
sectores más concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de
España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser
reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe
católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada
voluntariamente a través de un proceso de conversión individual”.[xix]


Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de
cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y
práctica católicas comenzó a ser más plural, con sacerdotes jóvenes que
abandonaban la ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud
Obrera Católica) y de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que
militaban en contra del franquismo, y sectores cristianos que
elucubraban con los marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al
derrumbe del capitalismo.


Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y
criticaban a la dictadura y a sus manifestaciones más represivas. Todo
eso era nuevo en España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una
reacción en amplios sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia
servil y entusiasta con la dictadura. Un documento confidencial de la
Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía que de los
tres pilares de la dictadura, “el Catolicismo, el Ejército y la
Falange”, únicamente el segundo aparecía “firme, unido como realidad y
esperanza de continuidad”, mientras que el catolicismo mostraba signos
de división en torno a tres problemas: “el clero separatista; la lucha
interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la
actitud de cierta parte del clero frente a las altas jerarquías
eclesiásticas”.


Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia
católica “la traición de los clérigos”, porque el manto protector que la
dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar
los servicios prestados, “aunque sólo sea en el orden material”, prueba
de cómo Franco “quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia”, Carrero
daba cifras: “desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000 millones de
pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y
enseñanza, sostenimiento del culto”.


Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de
la dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que
habían bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a
la construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la
Segunda República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal
artífice, junto con Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a
punto de cumplir los 92 años. Pero resulta muy exagerado concluir que la
mayoría del clero, y de la Conferencia Episcopal, creada en 1966,
abandonaron en esos últimos años el franquismo y abrazaron la causa
democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís Jubany y Antonio
Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la dirección
general de Seguridad calificaba en diciembre de 1971 de “jerarquías
desafectas”, pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como
José Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado.


José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había
dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y
1953, resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede
episcopal, las tres principales virtudes del Caudillo al que tanto
admiraba: “ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, a favor de
todos, pues a todos amaba; hombre de humildad”.[xx] No eran pocos los obispos que suscribirían por esas fechas esa definición de Franco.


Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo
Frances Lannon, que la Iglesia española había descubierto que sus
intereses “podían estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que
mediante una dictadura” que manifestaba ya importantes síntomas de
crisis. Esa es la idea también que ha transmitido recientemente William
J. Callahan: se trataba de reformar lo necesario pero preservando al
mismo tiempo “todo aquello que pudieran salvar de la privilegiada
relación que la Iglesia mantenía con el régimen”.[xxi]


Cuando murió el “invicto Caudillo”, el 20 de noviembre de 1975, la
Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había
apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el
legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no
obstante, impresionante en la educación, en los aparatos de propaganda y
en los medios de comunicación. Lo que hizo la Iglesia en los últimos
años del franquismo fue prepararse para la reforma política y la
transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir Franco, la
jerarquía eclesiástica había elaborado, según Callahan, “una estrategia
basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las
finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el
reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden
moral”.


Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar
básico de la dictadura, el ejército, que se identificó con Franco y con
el régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga
perspectiva de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia
hizo mucho más por legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar sus
numerosas víctimas y atropellos de los derechos humanos que por
combatirlo. Proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio
de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la Iglesia
forjó en torno a él como caudillo, santo y supremo benefactor, Franco
hubiera tenido muchas más dificultades en mantener su omnímodo poder.





Conclusión


Como hemos visto, a comienzos del siglo XX, España representaba el
ejemplo por excelencia de una sociedad con “una religión única,
dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por gente,
obispos, órdenes religiosas y clero secular, que consideraba que  la
preservación absoluta del orden social era irrenunciable, dada la
estrecha relación entre orden y religión en la historia de España. Por
eso resistieron los vientos de la modernización y la secularización de
forma tan enérgica. Y levantaron un sólido dique frente a los individuos
que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que ellos
bendecían y amparaban. Así se forjó la historia de un resentimiento
constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio,
reacción y revolución que, agudizado en los años republicanos, acabó en
1939, tras una sangrienta batalla con el triunfo violento y duradero de
las fuerzas de la reacción.


Aunque la historiografía española de finales de la dictadura de
Franco y de comienzos de la transición a la democracia no concedió a
este tema la importancia que merecía,  las nuevas investigaciones
aparecidas en las últimas dos décadas han incorporado el
anticlericalismo y la violencia política a la historia social y cultural
del siglo XX español.


Además, la reflexión historiográfica ha ido acompañada recientemente
de una ácida discusión política. La sombra de la persecución religiosa
dura hasta la actualidad y se ha manifestado claramente en la discusión
de la Ley de Memoria Histórica, aprobada por el gobierno socialista de
Rodríguez Zapatero en 2007, en el culto a los “mártires de la fe” y en
las ceremonias de beatificación. Ninguna investigación rigurosa y seria
ha tratado de ocultar esa violencia anticlerical o de evitar su análisis
e interpretación. La jerarquía de la Iglesia católica, sin embargo,
nunca condenó la sublevación militar que la desató ni necesita pedir
perdón por bendecir y apoyar la violencia franquista durante la guerra y
la larga dictadura que siguió. Son los ecos del pasado, de un conflicto
que ha sobrevivido en las memorias de la guerra civil y de la
dictadura.














Trabajos citados





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[i]
Joan Connelly Ullman, “The Warp and Woof of Parliamentary Politics in
Spain, 1808-1939: Anticlericalismo versus ‘Neo-Catholicism’”, European Studies Review, vol. 13, 2(1983), p. 155


[ii] Feliciano Montero, El primer catolicismo social y la “Rerum Novarum” en España, 1889-1902, CSIC,
Madrid, 1983, p. 401, quien traza un buen balance del “retraso” y
“desfase” del catolicismo social español en relación con el europeo en
aquellos años.


[iii] Citado por Hilari Raguer, “La cuestión religiosa”, en Santos Juliá, ed., “Politica en la Segunda República”, Ayer, 20 (1995), p. 232.


[iv] Frances Lannon, Privilegio, persecución y profecía. La Iglesia Católica en España 1875-1975, Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 31 y p. 33 para lo que sigue.


[v] Arxiu Vidal i Barraquer. Esglesia i Estat durant la Segona República Espanyola 1931-1936, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Barcelona, 1971, p. 19.


[vi] Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española, Crítica, Barcelona, 1979, Tomo I, p. 40.


[vii] Arxiu Vidal i Barraquer, p. 24.


[viii] Frances Lannon, Privilegio, persecución y profecía, p. 214.


[ix]
Los incendios de iglesias y conventos y diversos incidentes reflejados
en esos telegramas, en la Serie A de Gobernación, Legajo 16, del Archivo
Histórico Nacional, Madrid.


[x] La carta del cardenal a Alcalá Zamora en Arxiu Vidal i Barraquer, pp. 41-42. La memoria posterior de esa quema de conventos en Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, tomo II, pp. 322-327.


[xi] Serie A de Gobernación, legajo 6.


[xii] Santos Juliá, Manuel Azaña, una biografía política. Del Ateneo al Palacio Nacional, Alianza Editorial, Madrid, 1990, pp. 242-243.


[xiii] Martin Blinkhorn, Carlismo y contrarrevolución en España, 1931-1939, Crítica, Barcelona, 1979, p. 154.


[xiv]
Citado en Domingo Benavides, “Maximiliano Arboleya y su interpretación
de la revolución de octubre”, en Gabriel Jackson y otros, Octubre 1934. Cincuenta años para la  reflexión, Siglo XXI, Madrid, 1985, p. 262.


[xv] Bruce Lincoln, “Revolutionary Exhumations in Spain, July 1936”, Comparative Studies in Society and History, vol. 27, 2 (1985), pp. 241-260.


[xvi] Alfonso Álvarez Bolado, Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y guerra civil: 1936-1939, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1995, pp. 55-56.


[xvii]
“Informe del Cardenal Gomá a Secretaría de Estado. Tercer informe
general sobre la situación de España con motivo del movimiento
cívico-militar de julio de 1936” (24 de octubre de 1936), en Archivo Gomá. Documentos de la Guerra Civil. 1: Julio-diciembre de 1936, edición de José Andrés Gallego y Antón M. Pazos, CSIC, Madrid, 2001, pp. 245-252.


[xviii] Bruce Lincoln, “Revolutionary Exhumatios in Spain, July 1936”, pp. 241-260.


[xix]
José Casanova, “Modernización y democratización: reflexiones sobre la
transición española a la democracia”, en Teresa Carnero, ed., Modernización, desarrollo político y cambio social, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 235-276.


[xx] Fragmentos de la homilía del arzobispo de Valencia y de otros obispos españoles, reproducidos por Manuel Garrido Bonaño, Francisco Franco. Cristiano ejemplar, Fundación Nacional Francisco Franco, Madrid, 1995.


[xxi] Frances Lannon, Privilege, Persecution, and Prophecy: The Catholic Church in Spain 1875-1975, Clarendon Press, Oxford, 1987; William J. Callahan, The Catholic Church in Spain, 1875-1998, The Catholic University of America Press, Washington DC, 2000.





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