jueves, 6 de julio de 2017

Traslación y canonización - dominicos

Traslación y canonización - dominicos




















Traslación y canonización





Muerte de Santo Domingo. Fray AngelicoDoce
años habían pasado desde la muerte de Santo Domingo. Dios había
manifestado la santidad de su Siervo por multitud de milagros obrados en
su sepulcro o debidos a la invocación de su nombre. Se veían sin cesar
enfermos, alrededor de la losa que cubría sus restos, pasar allí el día y
la noche, y volver glorificándolo por su curación. De las paredes
próximas colgaban exvotos en recuerdo de los beneficios que de él habían
recibido, y no se desmentían con el tiempo los signos de veneración
popular. Con todo, una nube cubría los ojos de los Hermanos, y mientras
que el pueblo exaltaba a su Fundador, ellos, sus hijos, en vez de
preocuparse por su memoria, parecían trabajar en oscurecer su brillo. No
sólo dejaban su sepultura sin adomo, sino que, por temor a que se les
acusara de buscar una ocasión de lucro en el culto que ya se le daba,
arrancaban de los muros los exvotos. Algunos deploraban esta conducta,
pero sin atreverse a contradecirla de plano. Se dio el caso de que,
creciendo el número de los Hermanos, se vieron obligados a demoler la
vieja iglesia de San Nicolás para edificar una nueva, y quedó el
sepulcro del santo Patriarca al aire libre, expuesto a la lluvia y a
todas las intemperies. Este espectáculo conmovió a algunos de ellos, que
deliberaban entre sí sobre la ma¬nera de trasladar aquellas preciosas
reliquias a un sepulcro más conveniente. Prepararon un nuevo sepulcro,
más digno de su Padre, y enviaron a varios de ellos a visitar al
soberano Pontífice para consultarle. Ocupaba el solio pontificio el
anciano Hugolino Conti con el nombre de Gregorio IX. Recibió muy
duramente a los enviados, y les reprochó haber descuidado por tanto
tiempo el honor debido a su Patriarca. Les dijo: «Yo conocí en él a un
hombre seguidor de la norma de vida de los Apóstoles, y no hay duda de
que está asociado a la gloria que ellos tienen en el cielo» (1).
Hasta quiso asistir en persona al traslado; mas, impedido por los
deberes de su cargo, escribió al arzobispo de Rávena que fuese a Bolonia
con sus sufragáneos para asistir a la ceremonia.
Era Pentecostés de 1233. Se había
reunido Capítulo General de la Orden en Bolonia bajo la presidencia de
Jordán de Sajonia, sucesor inmediato de Santo Domingo en el generalato.
Estaban en la ciudad el arzobispo de
Rávena, obedeciendo a las órdenes del Papa, y los obispos de Bolonia,
Brescia, Módena y Toumay. Habían acudido más de trescientos religiosos
de todos los países. Los hostales rebosaban de señores y ciudadanos
notables de las ciudades vecinas. Todo el pueblo estaba en expectación.
«No obstante —dice el Beato Jordán—, los Hermanos estaban intranquilos:
oran, palidecen, tiemblan, porque temen que el cuerpo de Domingo,
expuesto largo tiempo a la lluvia y al calor en una vil sepultura,
aparezca comido de gusanos, exhalando un olor que disminuyese la opinión
de su santidad» (2).
Atormentados por este pensamiento, pensaron abrir secretamente la tumba
del Santo; pero Dios no permitió que así fuese. O porque hubiese alguna
sospecha, o para comprobar más la autenticidad de las reliquias, el
Podestá de Bolonia mandó que día y noche guardaran el sepulcro
caballeros armados. Sin embargo, a fin de tener más libertad para el
reconocimiento del cuerpo, y evitar en el primer momento la con-fusión
de la muchedumbre llegada en masa a Bolonia, se convino en abrir el
sepulcro de noche. El 24 de mayo, lunes de Pentecostés, antes de la
aurora, el arzobispo de Rávena y los demás obispos, el Maestro General
con los definidores del Capítulo, el Podestá de Bolonia, los principales
señores y ciudadanos, tanto de Bolonia como de las ciudades vecinas, se
reunieron, a la luz de las antorchas, en tomo de la humilde piedra que
cubría hacía doce años los restos de Santo Domingo. En presencia de
todos, fray Esteban, provincial de Lombardía, y fray Rodolfo, ayudados
por otros varios hermanos, empezaron a quitar el cemento que sujetaba la
losa. Por su dureza, difícilmente cedió a los golpes del hierro. Cuando
le hubieron quitado, fray Rodolfo golpeó la mampostería con un
martillo, y con ayuda de picos levantaron penosamente la piedra que
cubría la tumba. Mientras la levantaban, un inefable perfume salió del
sepulcro entreabierto: era un aroma que nadie pudo comparar a cosa
conocida, que excedía a toda imaginación. El arzobispo, los obispos y
cuantos estaban presentes, llenos de estupor y alegría, cayeron de
rodillas, llorando y alabando a Dios. Acabaron de quitar la piedra, que
dejó ver en el fondo el ataúd de madera que contenía las reliquias. En
la tabla de encima había una pequeña abertura, por donde salía en
abundancia el aroma percibido por los asistentes, y que creció en
intensidad cuando el ataúd estuvo fuera. Todo el mundo se inclinó para
venerar aquella preciosa madera; raudales de llanto cayeron sobre él,
acompañados de besos. Por fin, le abrieron arrancando los clavos de la
parte superior, y lo que quedaba de Domingo apareció a sus hermanos y
amigos. No era más que osamenta, pero llena de gloria y de vida por el
celestial perfume que exhalaba. Sólo Dios conoce la alegría que inundó
todos los corazones, y no hay pincel capaz de representar aquella noche
embalsamada, aquel silencio conmovedor, aquellos obispos, caballeros,
religiosos, todos aquellos rostros brillantes de lágrimas e inclinados
sobre un féretro, buscando a la luz de los cirios al grande y santo
hombre que los miraba desde el cielo, y respondía a su piedad con esos
abrazos invisibles que inundan el alma de intensa felicidad. Los obispos
no creyeron sus manos bastante filiales para tocar los huesos del
Santo; dejaron ese consuelo y honor a sus hijos. Jordán de Sajonia se
inclinó sobre aquellos sagrados restos con respetuosa devoción, y los
trasladó a un nuevo féretro hecho de madera de cedro. Dice Plinio que
esta madera resiste a la acción del tiempo. Se cerró el féretro con tres
llaves, entregándose una al Podestá de Bolonia, otra a Jordán de
Sajonia, y la tercera al Provincial de Lombardía. Luego lo llevaron a la
capilla, donde estaba preparado el monumento: éste de mármol, sin
ningún adorno escultórico.
Tumba de Santo DomingoCuando
llegó el día, los obispos, el clero, los hermanos, los magistrados, los
señores, se dirigieron de nuevo a la iglesia de San Nicolás, abarrotada
ya de gente de todas las naciones. El arzobispo de Rávena cantó la misa
del día, martes de Pentecostés, y por tierna coincidencia, las primeras
palabras del coro fueron éstas: Accipite jucunditatem gloriae vestrae.
«Recibid el gozo de vuestra gloria». El féretro estaba abierto, y
difundía por la iglesia sublimes aromas no contrarrestados por el suave
humo del incienso; el sonido de las trompetas se mezclaba, a intervalos,
con el canto del clero y de los religiosos; infinita multitud de luces
brillaba en manos del pueblo; ningún corazón, por ingrato que fuese, era
insensible a la casta embriaguez de aquel triunfo de la santidad.
Terminada la ceremonia, los obispos depositaron bajo el mármol el
féretro cerrado, para que allí esperase en paz y gloria la señal de la
resurrección. Pero ocho días después, a instancias de muchas personas
respetables que no habían podido asistir al traslado, se abrió el
monumento; Jordán tomó en sus manos la venerable cabeza del santo
Patriarca, y la presentó a más de trescientos hermanos, que tuvieron el
consuelo de acercar a ella sus labios, y conservaron por mucho tiempo el
inefable perfume de aquel beso; porque todo lo que había tocado los
huesos del Santo quedaba impregnado de la virtud que poseían.
Luego escribiría el beato Jordán:
«También nosotros experimentamos la mencionada fragancia, y testificamos
cuanto hemos visto y sentido. Aunque permanecimos de propósito por
largo tiempo junto al cuerpo de Domingo, no lográbamos saciamos de tanta
dulzura. Aquella dulzura disipaba el malestar, aumentaba la devoción,
suscitaba los milagros. Si se tocaba el cuerpo con la mano, la correa o
con cualquier otra cosa, permanecía el olor por largo tiempo adherido a
ellos» (3).
Los notorios milagros que habían
acompañado el traslado del santo cuerpo de Domingo determinaron a
Gregorio IX a no retrasar más el asunto de su canonización. Por una
carta de 11 de julio de 1233, comisionó para proceder a la investigación
de su vida a tres eclesiásticos eminentes: Tancredo, arcediano de
Bolonia; Tomás, prior de Santa María del Rin, y Palmeri, canónigo de la
Santísima Trinidad. La encuesta duró del 6 al 30 de agosto. Los
comisarios apostólicos oyeron, en este intervalo, y bajo la fe del
juramento, la declaración de nueve religiosos de nuestra Orden, elegidos
entre los que habían tenido más inti¬midad con Domingo. Eran ellos
Ventura de Verona, Guiller¬mo de Monferrato, Amizo de Milán, Bonviso de
Piacenza, Juan de Navarra, Rodolfo de Faenza, Esteban de España, Pa¬blo
de Venecia y Frugerio de Penna. Como todos estos testigos, salvo Juan de
Navarra, no conocieran al Santo durante los primeros años de su
apostolado, los comisarios de la Santa Sede creyeron necesario
establecer en el Languedoc un segundo centro de información, y delegaron
para ello al abad de San Saturnino de Toulouse, al arcediano de la
misma iglesia y al de San Esteban. Se oyeron veintiséis testigos, y más
de trescientas personas respetables confirmaron con juramento y firma
todo cuanto aquellos testigos habían dicho sobre las virtudes de Domingo
y los milagros obtenidos por su intercesión.
Enviadas a Roma las declaraciones de
Bolonia y Toulouse, Gregorio IX deliberó con el Santo Colegio. Un autor
contemporáneo refiere que dijo en esta ocasión hablando de Santo
Domingo: «No dudo más de su santidad que de la de los apóstoles Pedro y
Pablo» (4).
Consecuencia de todos estos procesos fue la bula de canonización, expedida en Rieti, el 3 de julio de 1234 (5).
(54) El culto de Santo Domingo no tardó
en extenderse por Europa con la bula que lo canonizaba. Se le dedicaron
muchos altares, pero Bolonia se distinguió siempre en su celo por el
gran conciudadano que la muerte le había deparado. En 1267, trasladó su
cuerpo del sepulcro sencillo en que descansaba a un sepulcro más rico y
adornado. Esta segunda traslación se verificó por manos del arzobispo de
Rávena, en presencia de otros varios obispos, del Capítulo General de
la Orden, del Podestá y de los nobles de Bolonia. Abrieron el féretro, y
la cabeza del Santo, después de recibir sendos ósculos de los obispos y
religiosos, fue presentada a todo el pueblo desde lo alto de un púlpito
levantado fuera de la iglesia de San Nicolás. En 1383, se abrió por
tercera vez el féretro, y la cabeza se colocó en una urna de plata para
facilitar a los fieles-la dicha de venerar aquel precioso depósito. Por
fin, el 16 de julio de 1473, se levantaron de nuevo los mármoles del
monumento, y fueron sustituidos por esculturas más acabadas, del gusto
del siglo XV. Eran obra de Nicolás de Bari, y representan diversos
pasajes de la vida del Santo. No las describiré. Las vi dos veces. Y dos
veces, mirándolas de rodillas, sentí, por la dulzura de aquel sepulcro,
que una mano divina había guiado la del artista, y obligado a la piedra
a expresar sensiblemente la incomparable bondad del corazón cuyo polvo
cubre.
 Bibliografía: LACORDAIRE, Enrique; Santo Domingo y su Orden, Salamanca-Madrid, 1989, 191-197.

(1) JORDÁN DE SAJONIA, Ongenes de la Orden de Predicadores, 125. (BAC, p. 125).


(2) (bid.


(3) JORDÁN DE SAJONIA, O.C., R. 128. (BAC, p. 127).
(4) ESTEBAN DE SALAGNAC, De las cuatro peculiaridades con que Dios distinguió a la Orden de Predicadores. (BAC, p. 699).
(5) El texto puede leerse en BAC, pp. 190-193.





















No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas

Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas aishlatino.com Sabiduría para la vida Parashá Vaet...