viernes, 7 de julio de 2017

MAX NORDAU: Los Judíos en el Siglo XIX

MAX NORDAU: Los Judíos en el Siglo XIX




MAX NORDAU


La situación de los judíos en el siglo XIX


(Del discurso pronunciado en el Primer Congreso Sionista)

En
todas partes donde los judíos se encuentran entre las otras naciones,
en concentraciones nume­rosas, impera la miseria judía. No es la miseria
co­mún, inexorable destino del género humano sobre la tierra. Es una
miseria especifica que los judíos sufren no como hombres sino como
judíos, y de la que estarían a cubierto si no fueran judíos.
Esta
miseria judía presenta dos formas: una prác­tica y otra ética. En
Europa Oriental, en Africa del Norte, en el Medio Oriente, precisamente
en los países que alojan a la inmensa mayoría, probablemente a nueve
décimos de la población judía mundial, existe la miseria judía en su
sentido llano y lite­ral. Es una indigencia física cotidiana; es la
pre­ocupación y zozobra por el día de mañana; la an­gustiosa lucha por
la mera existencia.
Los
países mencionados determinan el destino de más de siete millones de
judíos. Todos ellos, con excepción de Hungría, oprimen a los judíos
me­diante restricciones de sus derechos cívicos y me­diante la inquina
oficial o social, los rebajan a la situación de proletarios y
pordioseros, sin dejarles siquiera la esperanza de poder emerger de
estos profundos abismos de depresión económica merced a los redoblados
esfuerzos del. individuo y de la sociedad.
En
Europa Occidental se ha aliviado algo para los judíos la lucha por la
existencia, si bien en los últimos tiempos se hace evidente también aquí
la tendencia a volver a hacerla más dura y cruel. La cuestión del pan y
del techo, la cuestión de la se­guridad de la vida, no les mortifica
tanto. Aquí, la miseria es moral. Se expresa en agravios cotidianos que
humillan el amor propio y la dignidad de la persona; consiste en la ruda
represión de sus impul­sos hacia las satisfacciones espirituales de las
que ningún otro pueblo se ve forzado a privarse.
Los
judíos de Europa Occidental no están some­tidos a restricción de sus
derechos. Disfrutan de la libertad de movimiento y de desarrollo en el
mismo grado que sus compatriotas cristianos. Las conse­cuencias
económicas de esta libertad de movimiento han sido notables. Las
cualidades raciales judías, tales como la diligencia, la perseverancia,
la inte­ligencia y la economía, condujeron a una rápida reducción del
proletariado judío, que en ciertos paí­ses hasta habría desaparecido del
todo si no fuera por el flujo de inmigrantes judíos de Europa
Orien­tal. Los judíos occidentales, que lograron la igualdad de
derechos, alcanzaron en un plazo relativamente breve un mediano
bienestar. De cualquier manera, la lucha por el pan cotidiano no
adquiere entre ellos los rasgos dramáticos que se observan en Rusia,
Rumania y Galitzia.
Pero entre estos judíos va creciendo la otra mi­seria judía: la miseria moral.
El
judío occidental no ve amenazada su vida por el odio del populacho;
pero no sólo las heridas cor­porales duelen y sangran. El judío del
Oeste consi­deró la emancipación como una verdadera libera­ción y se
apresuró a deducir de ella todas las con­clusiones. Los pueblos le
demostraron que no había razón de ser tan cándidamente lógico. La ley
esta­bleció con toda generosidad la teoría de la igualdad de derechos.
Pero el gobierno y la sociedad han re­glamentado la práctica de la
igualdad de derechos hasta convertirla en burla y escarnio. En su
ingenui­dad dice el judío: “Soy un hombre, y nada de lo humano me es
extraño”. Y tropieza con la respues­ta: “Tus derechos humanos han de ser
utilizados con cautela; careces del verdadero concepto del ho­nor, del
sentido del deber; te faltan prendas morales, amor a la patria,
idealismo, y por lo tanto de­bemos separarte de todas las posiciones en
las que se requieren tales cualidades”.
Nadie
ha tratado jamás de fundamentar con he­chos estas acusaciones. A lo
sumo se cita alguna vez, con triunfal regocijo, el caso aislado de algún
judío, vergüenza de su pueblo y desecho de la hu­manidad entera. Y
contra todos los principios de la lógica y de la inducción se atreven a
erigirlo en premisa básica de la cual se desprenden toda clase de
conclusiones. Debo decir aquí algo penoso: los pueblos que acordaron a
los judíos la igualdad de derechos se engañaron a sí mismos y se
equivoca­ron respecto a la índole de sus propios sentimien­tos. Para
alcanzar su pleno efecto, debieron haber realizado la emancipación
primeramente en sus pro­pios sentimientos, antes de darle vigencia
legal. Em­pero no fue éste el caso, sino todo lo contrario. La
emancipación de los judíos no es consecuencia del reconocimiento del
pecado cometido contra todo un pueblo, de los tormentos infligidos a los
judíos, ni de la conciencia de que ha llegado el momento de reparar
esta injusticia milenaria; no es más que la resultante del modo de
pensar geométrico y recti­líneo del racionalismo francés del siglo
XVIII. Ba­sándose meramente en la lógica, sin prestar aten­ción a los
sentimientos vivos, estableció este racio­nalismo una serie de
principios con firmeza de axiomas matemáticos, y quiso a toda costa
imponer estos productos de la razón pura en el mundo de las realidades.
La emancipación de los judíos cons­tituye un ejemplo más de aplicación
automática del método racionalista. La filosofía de Rousseau y de los
Enciclopedistas condujo a la Declaración de los Derechos del Hombre. La
lógica inflexible de los gestores de la Gran Revolución llevóles de la
De­claración de los Derechos del Hombre a la emanci­pación de los
judíos. Propusieron un silogismo re­gular: todo hombre tiene por
naturaleza determinados derechos; los judíos son hombres, por
consi­guiente tienen los derechos naturales del hombre. Y así fue
proclamada en Francia la igualdad de los derechos de los judíos, no por
un sentimiento de fraternidad para con ellos, sino sencillamente porque
la lógica lo exigía. Es verdad que el sentimiento popular se oponía a
esto, pero la Filosofía de la Revolución ordenaba anteponer los
principios a los sentimientos. Perdóneseme, pues, la expresión, que no
es modo alguno prueba de ingratitud; pero los hombres en 1792 nos
emanciparon por puro dog­matismo.
El
resto de Europa Occidental siguió el ejemplo de Francia, no a impulso
de los sentimientos, sino porque los pueblos civilizados sentían una
especie de deber moral de adoptar las conquistas de la Gran Revolución.
Todo país que pretendiera ubi­carse en el pináculo de la civilización,
se veía obligado a establecer determinadas instituciones y
disposi­ciones, creadas, adoptadas o perfeccionadas por la Gran
Revolución, tales como la representación del pueblo en el gobierno, la
libertad de prensa, el establecimiento de tribunales y jurados, la
separación de poderes, etcétera. También la emancipa­ción de los judíos
vino a ser uno de estos hermosos implementos imprescindibles para
equipar un Estado altamente civilizado. Así, pues, los judíos de Europa
Occidental fueron emancipados, no por un impulso interno, sino por
seguir una moda política en boga; no porque los pueblos hubieran
decidido extender a los judíos una mano fraterna, sino porque los
dirigentes de aquella generación habían adoptado un ideal de cultura
europea que exigía, entre otras cosas, que en el código figurase también
la eman­cipación de los judíos.
La
emancipación transformó totalmente la na­turaleza del judío y lo
convirtió en una criatura distinta. El judío desprovisto de derechos de
la época anterior a la emancipación era un extranjero entre los pueblos,
pero en ningún momento pensó en rebelarse contra tal situación. Se
sentía miem­bro de una raza totalmente diferente que nada tenía de común
con sus coterráneos. Todas las cos­tumbres y modalidades judías tendían
inconscien­temente a un solo y único propósito: el de conservar el
judaísmo merced al aislamiento del resto de las naciones, fomentar la
unidad del pueblo judío y rei­terar incansablemente al individuo judío
la nece­sidad de preservar sus características a fin de no verse
extraviado y perdido.
Esta
era la psicología de los judíos del ghetto. Luego vino la emancipación.
La ley aseguró a los judíos que ellos eran ciudadanos cabales de sus
respectivos países natales. La ley también ejerció cierta sugestión
sobre quienes la habían promulgado, y durante su luna de miel provocó en
el sector cristiano estados de ánimo que tuvieron su expresión en un
enfoque cálido y cordial de la misma. El judío, ebrio de gozo, se
apresuró a quemar sus naves. A partir de allí tenía una patria y no
necesitaba más del ghetto; estaba ligado a otra sociedad y ya no
necesitaba vincularse exclusivamente a sus correligionarios. Su instinto
de conservación adaptóse rápida y totalmente a las nuevas condiciones
de existencia. Si antes le impulsaba ese instinto al más severo
aislamiento, ahora movíale al extremo acercamiento e imitación. El lugar
de la resistencia defensiva fue ocupado por la adaptación ventajosa.
Durante una o dos generaciones, según el país, continuó este proceso con
notable éxito. El judío se inclinaba a creer que no era más que alemán,
francés, italiano, etcétera.
Pero
he aquí que de pronto, hace unos veinte años, estalló en Europa
Occidental el antisemitismo que había permanecido adormecido en las
profundidades del alma popular durante treinta o sesen­ta años, y reveló
ante los ojos espantados del jud­ío la verdadera situación que él había
dejado de ver. Todavía se le permitía votar en las elecciones a los
representantes del pueblo, pero se vio apar­ado y expulsado, de buenos o
malos modos, de todas las asociaciones y reuniones de sus compa­triotas
cristianos. Todavía seguía teniendo libertad de movimiento, pero por
doquier topábase don inscripciones que rezaban: “Prohibida la entrada a
judíos”. Disfrutaba aún del derecho de cumplir con todos los deberes del
ciudadano, pero con la sola excepción del derecho general del voto,
veíase rudamente desposeído de los otros derechos, de aquellos derechos
elevados que acompañan al ta­lento y a la laboriosidad.
Esta
es la situación actual del judío emancipado en la Europa Occidental. Ha
abandonado su per­sonalidad judía, pero los pueblos le hacen sentir que
no ha adquirido la personalidad de ellos. Se separa de sus
correligionarios porque el antisemi­tismo se los ha hecho aborrecibles,
pero sus pro­pios compatriotas lo rechazan cuando trata de acer­carse a
ellos. Ha perdido la patria del ghetto, y su tierra natal se le niega
como patria. No tiene te­rreno bajo sus pies, y no está ligado a un
grupo al cual pueda incorporarse como miembro bien re­cibido con
plenitud de los derechos. Ni sus cualidades ni sus actos son
considerados con justicia y menos aún con buena voluntad por sus
compatriotas cristianos; por otra parte, ha perdido todo nexo con sus
compatriotas judíos. Tiene la sensación de que todo el mundo le
aborrece, y no hay lugar donde pueda hallar la actitud cálida y cordial
que tanto anhela.
Esta
es la miseria moral de los judíos, mucho peor que la física porque
castiga a personas más desarrolladas, más orgullosas y más sensibles.
Los mejores judíos de Europa Occidental gimen desoladamente bajo esta miseria, y buscan alivio y escape.
Muchos
procuran salvarse huyendo del judaísmo e ingresan fingidamente en la
grey cristiana. Es­tos nuevos marranos abandonan el judaísmo con
amargura y aborrecimiento, pero en lo más íntimo de su corazón guardan
rencor al cristianismo.
Otros
esperan el remedio del sionismo, que no es para ellos el cumplimiento
de una mística pro­mesa de las Sagradas Escrituras, sino el camino hacia
una existencia en la cual el judío habrá de hallar finalmente las
simples y primarias condi­ciones de vida, que resultan sobreentendidas a
todo no-judío, a saber: un apoyo social seguro, buena voluntad en la
sociedad, posibilidad de utilizar sus condiciones para el desarrollo de
su verdadera per­sonalidad, en vez de malgastarlas en la represión,
tergiversación u ocultamiento de sus cualidades.
Y
finalmente están aquellos otros, cuya concien­cia se rebela contra la
argucia del marranismo, pero que están demasiado ligados a sus patrias y
consideran demasiado duro el renunciamiento que en última instancia
impone el sionismo. Se arrojan a los brazos de la revolución más cruel,
alimentando la secreta esperanza de que con la destrucción del régimen
actual y la erección de una nueva socie­dad, el odio a los judíos no
pasará de las ruinas del viejo mundo al mundo nuevo que pretenden
construir.
Esta
es la fisonomía que presenta el pueblo ju­dío al concluir el siglo XIX.
Para decirlo en pocas palabras: Los judíos son en su mayoría un pueblo
de mendigos proscritos. Más activo y diligente que el término medio de
los hombres europeos, sin ha­blar de los indolentes, asiáticos y
africanos, está condenado el judío a la más extrema indigencia
proletaria porque se ve impedido de utilizar libre­mente sus fuerzas.
Presa de insaciable hambre de cultura, se ve rechazado y expulsado de
las fuentes del saber; su cráneo se estrella contra la espesa capa
helada de odio y desprecio extendida sobre su cabeza. Es excluido de la
sociedad normal, la de sus coterráneos, y condenado a trágica soledad.
Se le acusa de intruso; pero si aspira a la superiori­dad es porque se
le rehusa la igualdad. Se le echa en cara el sentimiento de solidaridad
con todos los judíos del orbe; empero su verdadera desdicha es, que ante
la primera palabra amable de la eman­cipación, arrancó de su corazón
hasta el último ras­tro de su solidaridad judía, a fin de dejar lugar al
imperio exclusivo del amor a sus compatriotas.
La miseria judía ha de ser motivo de preocupa­ción de los pueblos cristianos, no menos que del propio pueblo judío.
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