| | |
| |
| LA IGLESIA EN EL SIGLO XX Las reformas al Concordato Por: Fernán E. González, S.J. | |
|
|
Presidentes y prohombres del siglo XX educados por los jesuitas. Mural de Ignacio Castillo Cervantes (detalle), 1985. Colegio de San Bartolomé de La Merced, Bogotá.
|
A
pesar de las polémicas en torno a la educación y al matrimonio,
el liberalismo había terminado por aceptar el Concordato de
1887, pero sin abandonar su aspiración a reformar al texto
vigente, para adaptarlo a la realidad nacional, como proclamó en la
Convención Liberal de 1935: allí aclara que no es de su esencia
ser un partido de propaganda religiosa ni antirreligiosa, pero
proclama la libertad de cultos y se muestra partidario de la escuela
gratuita, única, laica y obligatoria. También considera que la vida
civil debe ser regida por la ley civil: por ello, debe llevarse
el divorcio vincular a la legislación nacional. Por
esto, esos años se vieron caracterizados por una intensa
polarización en torno a la reforma constitucional de 1936, a la cual se
opuso el episcopado en pleno y el directorio conservador: no se
podía admitir como Constitución colombiana, afirmaban los
obispos, "una cosa" que no interpretaba "los sentimientos y el
alma religiosa de nuestro pueblo", pues se suprimía el nombre de
Dios del encabezamiento del texto constitucional y la mención de la
religión católica como elemento esencial del orden social.
Además, se suprimía el reconocimiento explícito de los derechos
de la Iglesia, su exención de impuestos para templos y
seminarios, su dirección de la educación, etc. Se hablaba, afirman los
obispos, de "libertad de cultos en vez de una razonable
tolerancia", se sustituye la mención de "la moral cristiana" por
la de "orden moral", que es "una frase vaga y ambigua". En
resumen, sostienen los obispos, se cambiaba "la fisonomía de una
Constitución netamente cristiana por la de una Constitución
atea". Además, se quejaba el episcopado,
la reforma admitía el divorcio vincular prescindiendo del
Concordato vigente, declaraba la beneficencia pública como
función del Estado, al que otorgaba una intromisión inadmisible en las
obras asistenciales de la Iglesia, a la que obligaba a recibir
en sus colegios privados a "los hijos naturales", sin distinción
de raza ni de religión. Consideraban los obispos que la reforma
constitucional estaba "preñada de tempestades y luchas
religiosas", pues los legisladores verían que no era fácil "imponer a un
pueblo creyente instituciones contrarias a la religión que
profesa". Pero, en realidad, la reforma sólo pretendía una
normal secularización de la vida política y de la legislación
colombianas, que chocaba lógicamente con la mentalidad sacralizada, de
tipo constantiniano, de la mayoría de la jerarquía y clero del
país. Esta polémica se proyectaría en la
discusión en torno al Concordato de 1942, que buscaba
precisamente armonizar la situación de las relaciones Iglesia-Estado
con el nuevo texto constitucional. Según algunos analistas, en el
curso de las negociaciones el gobierno liberal había ido
moderando sus exigencias inicialmente extremistas hasta
contentarse con una negociación parcial sobre matrimonio, registro
civil y administración de cementerios. Por esta "actitud tan
conciliadora", el Vaticano aceptó la negociación y quiso
aprovechar la ocasión para desterrar los vestigios del patronato
español, ocultos en el Concordato de 1887. Como resultado de
cinco años de estudio y negociación, el 12 de abril de 1942 se llegó a
un acuerdo entre Darío Echandía y el cardenal Luis Maglione, en
nombre de Pío XII. La Santa Sede estaba interesada en excluir el
privilegio presidencial de recomendación de obispos, pero el
acuerdo terminó reafirmando el derecho de veto presidencial a los
candidatos al episcopado, que se extendía ahora a los obispos
coadjutores con derecho a sucesión, aunque se hacía constar el
principio de que el nombramiento pertenecía a la Santa Sede y se
suprimía el derecho de presentación de candidatos. Todos los obispos
deberían ser colombianos y jurar obediencia a las leyes
nacionales, lo mismo que no participar ni dejar participar al
respectivo clero en "ningún acuerdo que pueda perjudicar el orden
público o a los intereses nacionales". Se reiteraba la obligación de
la presencia de un funcionario civil en los matrimonios
católicos, las causas de separación matrimonial pasaban a la
justicia civil y la administración civil se hacía cargo de los
cementerios. Sin embargo, algunos
sectores de la Iglesia y del partido conservador no estaban de
acuerdo con el arreglo conciliatorio, sino que consideraban que el nuevo
texto concordatario era fruto de un complot masónico, que no
tenía en cuenta a la mayoría del clero y la jerarquía, ni la
realidad católica de la nación. Este ambiente polarizado explica
por qué el concordato de 1942 nunca entró en vigencia, a pesar de
haber sido aprobado por el Congreso, ya que el presidente se abstuvo
de realizar el canje de ratificaciones, requerido para su
vigencia. LA IGLESIA DURANTE EL FRENTE NACIONAL Este
ambiente de polarización en torno a las reformas modernizantes y
secularizantes de la república liberal de los años treinta prepara el
contexto de la llamada Violencia de los años cuarenta y
cincuenta, cuyos desbordamientos obligaron a los partidos
tradicionales al acuerdo del Frente Nacional en 1957, que fue
apoyado casi unánimemente por el episcopado y clero católicos (con la
excepción de monseñor Miguel Angel Builes) como un regreso a la
concordia. El texto del plebiscito, que tenía carácter de
reforma constitucional, representaba un cierto retorno a la
confesionalidad del Estado, pues estaba encabezado en nombre de Dios
como fuente suprema de toda autoridad y reconocía que una de las
bases de la unidad nacional era el reconocimiento que los
partidos hacían de la religión católica como la de la nación:
como tal, los poderes públicos deberían hacerla respetar como elemento
esencial del orden social. Además, la Comisión Política del
liberalismo dio por canceladas las pugnas de origen o pretexto
religioso mientras un grupo de notables liberales dirigió al
cardenal primado Crisanto Luque una carta en la que se declaraban "hijos
sumisos de la Iglesia", manifestando que su vinculación al
liberalismo era de carácter exclusivamente político y rechazando
los errores del liberalismo filosófico. Así, el
plebiscito retrotraía las relaciones Iglesia-Estado a las fórmulas
conservadoras de 1886, con una diferencia importante: el plebiscito
era obra de los dos partidos tradicionales. Por eso, el Frente
Nacional significó una ruptura de la dependencia abierta de la
Iglesia católica con respeto al partido conservador y el fin de
sus conflictos tradicionales con el partido liberal, al hacerla parte
del régimen bipartidista. Para algunos, esta estrecha
identificación de la Iglesia católica con el régimen condujo a
la disminución de su capacidad crítica, especialmente en los
problemas socioeconómicos, y terminó siendo contraproducente.
|
| |
| |
Preámbulo y firma del papa Pablo VI
en el Concordato de 1973. Ministerio de Relaciones Exteriores,
Bogotá................ .............................
| Firmas del nuncio Angelo Palmas y el canciller Alfredo Vázquez Carrizosa en el Concordato de 1973. Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá.
|
Los
inconvenientes de esta situación se harían evidentes en la
coyuntura de los años sesenta y setenta, cuando la jerarquía se
muestra incapaz de manejar creativamente el fenómeno de los
curas "rebeldes" o contestatarios, que mostraban una ruptura del
consenso interno de la Iglesia. Esta incapacidad era tal vez resultado
del modelo con el cual estaba acostumbrada a funcionar dentro de
la sociedad colombiana: el control desde arriba de las
instituciones civiles consideradas como iguales o subordinadas a las
eclesiásticas suponía, como condición esencial, sostener una imagen
monolítica de Iglesia, sin fisuras, para negociar de igual a
igual con el Estado, sin permitirse el lujo de aparecer dividida
hacia afuera. El problema es que ese modelo deja de funcionar cuando
desaparece el consenso sobre la legitimidad de las instituciones,
que es precisamente lo que ocurre entonces en la sociedad
colombiana, cuyos rápidos y profundos cambios en menos de una
generación desconcertaron a observadores nacionales y extranjeros: la
rápida secularización de las capas medias y altas, la acelerada
urbanización y metropolización del país, la consolidación de
nuevas clases medias, los cambios en la estructura familiar por
la transformación del papel de la mujer en la sociedad, la mayor
apertura del país frente a las corrientes mundiales de
pensamiento, hicieron obsoletos los marcos institucionales y
culturales que los expresaban, sin que se consolidaran nuevos mecanismos
para la expresión de una sociedad rápidamente cambiante y cada
vez más pluralista y multifacética. Por
su parte, la propia Iglesia católica experimentaba entonces
cambios profundos, que tomaron por sorpresa a buena parte de sus
jerarcas y clérigos: el Concilio Vaticano II significó un
importante intento de diálogo con el mundo moderno surgido de la
Ilustración, al subrayar la dimensión histórica de la Iglesia como
pueblo de Dios en marcha a través de los avatares de la
historia, al lado de otros pueblos con otras creencias, lo mismo
que la concepción de libertad religiosa. La inmensa mayoría de
los jerarcas y del clero colombianos habían sido educados en la lucha
contra esa idea, por lo que algunos llegaron a confesar que les
habían desencuadernado sus manuales de teología. Por eso, estas
contradicciones latentes se hicieron manifiestas cuando los
obispos regresaron a sus sedes y empezaron a ser confrontados por sus
cleros en nombre de las doctrinas que ellos habían aprobado y se
vieron sobrepasados por el dinamismo que los documentos
conciliares produjeron entre curas y laicos, sobre todo en la juventud.
Esta desigual asimilación de los nuevos enfoques se manifestaba
en diferentes posiciones, sobre todo en materias sociales,
económicas y políticas: el entusiasmo de muchos clérigos y
laicos por llevar hasta sus últimas consecuencias el llamado aggiornamento
o puesta al día de la Iglesia frente al mundo moderno
contrastaba con los intentos tímidos y desconfiados de la
mayoría de los jerarcas. Esta diversidad
de posiciones, que mostraba una desigual asimilación del
Vaticano II y de los documentos de Medellín, se hizo patente en la
discusión en torno al nuevo Concordato de 1973, aprobado por los
dos partidos tradicionales, a pesar de la oposición teórica de
bastantes liberales y de algunos miembros del clero denominado
"progresista". El nuevo Concordato, aunque suprimía algunas
disposiciones aberrantes, estaba lejos de concordar con las
posiciones teóricas del nuevo espíritu conciliar. En la
discusión, se hizo todo lo posible para que no aparecieran posiciones
divergentes dentro de la Iglesia católica, ya que la imagen de
monolitismo era esencial para la negociación en que se enfrenta
al Estado como sociedad perfecta frente a sociedad perfecta. A
pesar de algunas propuestas para denunciar el Concordato vigente, esta
situación aparece reeditada en 1985, cuando el país fue
sorprendido por una ratificación, por tiempo indefinido, del
tratado con sólo unas modificaciones mínimas: los casos de
separación de cuerpos serían conocidos por los jueces de circuito (antes
sólo lo hacían los tribunales superiores y la Corte Suprema) y
eran suprimidos los llamados privilegios paulino y petrino,
reconocidos hasta entonces por la ley colombiana. EL CONCORDATO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA Sin
embargo, el país había venido cambiando: en ese sentido, fue
muy diciente que en 1986 tanto el candidato conservador, Alvaro Gómez
Hurtado, como el entonces candidato liberal, Virgilio Barco, se
mostraran abiertamente partidarios de modificar la legislación
matrimonial en el sentido de devolver al Estado la jurisdicción
plena sobre los efectos civiles de todo matrimonio, incluido el
católico. En esa misma línea, el presidente Barco propuso en
1987 modificar el Concordato para regular sobre el derecho de
familia y la libertad de enseñanza. Sin
embargo, los cambios de la sociedad colombiana en materia de mayor
pluralismo religioso y pérdida de la posición monopólica de la
Iglesia católica se hacían cada vez más obvias, como aparece en
la nueva Constitución de 1991 y en el consiguiente fallo de la
Corte Constitucional sobre el Concordato en 1993. Ante la nueva
Constitución, la jerarquía adopta una posición muy defensiva: se recogen
firmas para mantener el nombre de Dios en el encabezamiento de
ella; se insiste en la necesidad de explicitar los principios
éticos, naturales o cristianos, que deberían inspirarla; se
condena el permisivismo con su falso concepto de libertad, lo mismo que
la pérdida del sentido de una moral objetiva, basada en la
naturaleza, de la cual deberían deducirse los derechos
fundamentales. Por eso, los obispos se manifiestan críticos del
relativismo ético, propio de una sociedad secularista, que niega
la universalidad de las normas morales e intenta imponer "una
hipotética ética civil", basada en valores cambiantes. Y, en
nombre del "hecho social católico", defienden la regulación
religiosa de la Constitución de 1886 como consagración institucional de
la necesaria cooperación del Estado y de la Iglesia, que no
constituía una desigualdad ante la ley sino el reconocimiento de
una realidad histórica y social. Sin embargo, los jerarcas
católicos admiten que esta consagración pueda extenderse, en el futuro, a
otras confesiones religiosas, pero con una salvedad: estos
acuerdos sólo tendrían valor intraestatal, en contraste con el
carácter de tratado internacional del Concordato. Según los
obispos, estas diferencias no significan ningún privilegio a favor de la
Iglesia católica, ni discriminación alguna en contra de otras
confesiones, ya que todavía persisten las razones para el
reconocimiento especial que hacía la Constitución de 1886, pues
permanece vigente el hecho social católico, "a pesar de la
mentalidad subjetivista y permisivista que ha debilitado la fe entre
cristianos e incluso católicos ". Esta mentalidad
se expresa en la reacción de la mayoría de los jerarcas y clérigos
católicos, lo mismo que de los juristas e internacionalistas, frente
a la sentencia de la Corte Constitucional, en 1993, que
declaraba inconstitucional buena parte de los artículos del
Concordato de 1993. La mayor parte de las críticas eran de corte
jurídico, que negaban la competencia de la Corte para decidir sobre la
exequibilidad de los tratados públicos internacionales, ya que
el orden jurídico internacional se basa en la santidad de los
tratados, expresada en el aforismo latino pacta sunt servanda. Sin
embargo, la mirada meramente jurídica no hace sino aplazar el
problema, pues la Santa Sede siempre ha terminado por adecuar
sus concordatos a los cambios de circunstancias de las dos
partes. En el fondo, estas discusiones jurídicas no hacen sino oscurecer
el problema fundamental: ¿cuál es el papel que la Iglesia
católica debe desempeñar en la sociedad colombiana de comienzos
del XXI, que ha experimentado un rápido proceso de
secularización y una erosión de su situación de monopolio, causada por
el avance de otras creencias? ¿Cómo establecer una relación
positiva entre la Iglesia y el Estado dentro de una sociedad
cada vez más pluralista, desacralizada y heterogénea en materia
religiosa? |
|
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario