martes, 18 de julio de 2017

La iglesia en el siglo XX. Las reformas al Concordato | banrepcultural.org

La iglesia en el siglo XX. Las reformas al Concordato | banrepcultural.org


 
Actividad Cultural del Banco de la
  • República

  • Areas Culturales en el
    Arte y


    Museo del




    Biblioteca VirtualBiblioteca Luis Ángel
    Credencial Historia>La iglesia en el siglo XX. Las reformas al


    Credencial Historia. No






    La iglesia católica en Colombia: entre la tensión y el
    La evangelizacion en el periodo hispánico. Dificultades y límites de la labor
    La iglesia en el siglo XX. Las reformas al
    Otras iglesias: la diversidad protestante en










    La iglesia en el siglo XX. Las reformas al Concordato

    Por: González, Fernán E.



     


     
    Revista Credencial Historia

    EDICION 153
    SEPTIEMBRE DE 2002
     
     
    LA IGLESIA EN EL SIGLO XX
    Las reformas al Concordato

    Por: Fernán E. González, S.J.
    Tomado de: Revista Credencial Historia.
    (Bogotá - Colombia). Edición 153
    Septiembre de 2002
       
    once.jpg (15007 bytes)

    Presidentes y prohombres del siglo XX educados por los jesuitas. Mural de Ignacio Castillo Cervantes (detalle), 1985. Colegio de San Bartolomé de La Merced, Bogotá.

     
    A
    pesar de las polémicas en torno a la educación y al matrimonio,
    el liberalismo había terminado por aceptar el Concordato de
    1887, pero sin abandonar su aspiración a reformar al texto
    vigente, para adaptarlo a la realidad nacional, como proclamó en la
    Convención Liberal de 1935: allí aclara que no es de su esencia
    ser un partido de propaganda religiosa ni antirreligiosa, pero
    proclama la libertad de cultos y se muestra partidario de la escuela
    gratuita, única, laica y obligatoria. También considera que la vida
    civil debe ser regida por la ley civil: por ello, debe llevarse
    el divorcio vincular a la legislación nacional.
    Por
    esto, esos años se vieron caracterizados por una intensa
    polarización en torno a la reforma constitucional de 1936, a la cual se
    opuso el episcopado en pleno y el directorio conservador: no se
    podía admitir como Constitución colombiana, afirmaban los
    obispos, "una cosa" que no interpretaba "los sentimientos y el
    alma religiosa de nuestro pueblo", pues se suprimía el nombre de
    Dios del encabezamiento del texto constitucional y la mención de la
    religión católica como elemento esencial del orden social.
    Además, se suprimía el reconocimiento explícito de los derechos
    de la Iglesia, su exención de impuestos para templos y
    seminarios, su dirección de la educación, etc. Se hablaba, afirman los
    obispos, de "libertad de cultos en vez de una razonable
    tolerancia", se sustituye la mención de "la moral cristiana" por
    la de "orden moral", que es "una frase vaga y ambigua". En
    resumen, sostienen los obispos, se cambiaba "la fisonomía de una
    Constitución netamente cristiana por la de una Constitución
    atea".
    Además, se quejaba el episcopado,
    la reforma admitía el divorcio vincular prescindiendo del
    Concordato vigente, declaraba la beneficencia pública como
    función del Estado, al que otorgaba una intromisión inadmisible en las
    obras asistenciales de la Iglesia, a la que obligaba a recibir
    en sus colegios privados a "los hijos naturales", sin distinción
    de raza ni de religión. Consideraban los obispos que la reforma
    constitucional estaba "preñada de tempestades y luchas
    religiosas", pues los legisladores verían que no era fácil "imponer a un
    pueblo creyente instituciones contrarias a la religión que
    profesa". Pero, en realidad, la reforma sólo pretendía una
    normal secularización de la vida política y de la legislación
    colombianas, que chocaba lógicamente con la mentalidad sacralizada, de
    tipo constantiniano, de la mayoría de la jerarquía y clero del
    país.
    Esta polémica se proyectaría en la
    discusión en torno al Concordato de 1942, que buscaba
    precisamente armonizar la situación de las relaciones Iglesia-Estado
    con el nuevo texto constitucional. Según algunos analistas, en el
    curso de las negociaciones el gobierno liberal había ido
    moderando sus exigencias inicialmente extremistas hasta
    contentarse con una negociación parcial sobre matrimonio, registro
    civil y administración de cementerios. Por esta "actitud tan
    conciliadora", el Vaticano aceptó la negociación y quiso
    aprovechar la ocasión para desterrar los vestigios del patronato
    español, ocultos en el Concordato de 1887. Como resultado de
    cinco años de estudio y negociación, el 12 de abril de 1942 se llegó a
    un acuerdo entre Darío Echandía y el cardenal Luis Maglione, en
    nombre de Pío XII. La Santa Sede estaba interesada en excluir el
    privilegio presidencial de recomendación de obispos, pero el
    acuerdo terminó reafirmando el derecho de veto presidencial a los
    candidatos al episcopado, que se extendía ahora a los obispos
    coadjutores con derecho a sucesión, aunque se hacía constar el
    principio de que el nombramiento pertenecía a la Santa Sede y se
    suprimía el derecho de presentación de candidatos. Todos los obispos
    deberían ser colombianos y jurar obediencia a las leyes
    nacionales, lo mismo que no participar ni dejar participar al
    respectivo clero en "ningún acuerdo que pueda perjudicar el orden
    público o a los intereses nacionales". Se reiteraba la obligación de
    la presencia de un funcionario civil en los matrimonios
    católicos, las causas de separación matrimonial pasaban a la
    justicia civil y la administración civil se hacía cargo de los
    cementerios.
    Sin embargo, algunos
    sectores de la Iglesia y del partido conservador no estaban de
    acuerdo con el arreglo conciliatorio, sino que consideraban que el nuevo
    texto concordatario era fruto de un complot masónico, que no
    tenía en cuenta a la mayoría del clero y la jerarquía, ni la
    realidad católica de la nación. Este ambiente polarizado explica
    por qué el concordato de 1942 nunca entró en vigencia, a pesar de
    haber sido aprobado por el Congreso, ya que el presidente se abstuvo
    de realizar el canje de ratificaciones, requerido para su
    vigencia.
    LA IGLESIA DURANTE EL FRENTE NACIONAL
    Este
    ambiente de polarización en torno a las reformas modernizantes y
    secularizantes de la república liberal de los años treinta prepara el
    contexto de la llamada Violencia de los años cuarenta y
    cincuenta, cuyos desbordamientos obligaron a los partidos
    tradicionales al acuerdo del Frente Nacional en 1957, que fue
    apoyado casi unánimemente por el episcopado y clero católicos (con la
    excepción de monseñor Miguel Angel Builes) como un regreso a la
    concordia. El texto del plebiscito, que tenía carácter de
    reforma constitucional, representaba un cierto retorno a la
    confesionalidad del Estado, pues estaba encabezado en nombre de Dios
    como fuente suprema de toda autoridad y reconocía que una de las
    bases de la unidad nacional era el reconocimiento que los
    partidos hacían de la religión católica como la de la nación:
    como tal, los poderes públicos deberían hacerla respetar como elemento
    esencial del orden social. Además, la Comisión Política del
    liberalismo dio por canceladas las pugnas de origen o pretexto
    religioso mientras un grupo de notables liberales dirigió al
    cardenal primado Crisanto Luque una carta en la que se declaraban "hijos
    sumisos de la Iglesia", manifestando que su vinculación al
    liberalismo era de carácter exclusivamente político y rechazando
    los errores del liberalismo filosófico.
    Así, el
    plebiscito retrotraía las relaciones Iglesia-Estado a las fórmulas
    conservadoras de 1886, con una diferencia importante: el plebiscito
    era obra de los dos partidos tradicionales. Por eso, el Frente
    Nacional significó una ruptura de la dependencia abierta de la
    Iglesia católica con respeto al partido conservador y el fin de
    sus conflictos tradicionales con el partido liberal, al hacerla parte
    del régimen bipartidista. Para algunos, esta estrecha
    identificación de la Iglesia católica con el régimen condujo a
    la disminución de su capacidad crítica, especialmente en los
    problemas socioeconómicos, y terminó siendo contraproducente.

       
    doce.jpg (11968 bytes)
    trece.jpg (7045 bytes)

    Preámbulo y firma del papa Pablo VI
    en el Concordato de 1973. Ministerio de Relaciones Exteriores,
    Bogotá................ .............................



    Firmas del nuncio Angelo Palmas y el canciller Alfredo Vázquez Carrizosa en el Concordato de 1973. Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá.


     
    Los
    inconvenientes de esta situación se harían evidentes en la
    coyuntura de los años sesenta y setenta, cuando la jerarquía se
    muestra incapaz de manejar creativamente el fenómeno de los
    curas "rebeldes" o contestatarios, que mostraban una ruptura del
    consenso interno de la Iglesia. Esta incapacidad era tal vez resultado
    del modelo con el cual estaba acostumbrada a funcionar dentro de
    la sociedad colombiana: el control desde arriba de las
    instituciones civiles consideradas como iguales o subordinadas a las
    eclesiásticas suponía, como condición esencial, sostener una imagen
    monolítica de Iglesia, sin fisuras, para negociar de igual a
    igual con el Estado, sin permitirse el lujo de aparecer dividida
    hacia afuera. El problema es que ese modelo deja de funcionar cuando
    desaparece el consenso sobre la legitimidad de las instituciones,
    que es precisamente lo que ocurre entonces en la sociedad
    colombiana, cuyos rápidos y profundos cambios en menos de una
    generación desconcertaron a observadores nacionales y extranjeros: la
    rápida secularización de las capas medias y altas, la acelerada
    urbanización y metropolización del país, la consolidación de
    nuevas clases medias, los cambios en la estructura familiar por
    la transformación del papel de la mujer en la sociedad, la mayor
    apertura del país frente a las corrientes mundiales de
    pensamiento, hicieron obsoletos los marcos institucionales y
    culturales que los expresaban, sin que se consolidaran nuevos mecanismos
    para la expresión de una sociedad rápidamente cambiante y cada
    vez más pluralista y multifacética.
    Por
    su parte, la propia Iglesia católica experimentaba entonces
    cambios profundos, que tomaron por sorpresa a buena parte de sus
    jerarcas y clérigos: el Concilio Vaticano II significó un
    importante intento de diálogo con el mundo moderno surgido de la
    Ilustración, al subrayar la dimensión histórica de la Iglesia como
    pueblo de Dios en marcha a través de los avatares de la
    historia, al lado de otros pueblos con otras creencias, lo mismo
    que la concepción de libertad religiosa. La inmensa mayoría de
    los jerarcas y del clero colombianos habían sido educados en la lucha
    contra esa idea, por lo que algunos llegaron a confesar que les
    habían desencuadernado sus manuales de teología. Por eso, estas
    contradicciones latentes se hicieron manifiestas cuando los
    obispos regresaron a sus sedes y empezaron a ser confrontados por sus
    cleros en nombre de las doctrinas que ellos habían aprobado y se
    vieron sobrepasados por el dinamismo que los documentos
    conciliares produjeron entre curas y laicos, sobre todo en la juventud.
    Esta desigual asimilación de los nuevos enfoques se manifestaba
    en diferentes posiciones, sobre todo en materias sociales,
    económicas y políticas: el entusiasmo de muchos clérigos y
    laicos por llevar hasta sus últimas consecuencias el llamado aggiornamento
    o puesta al día de la Iglesia frente al mundo moderno
    contrastaba con los intentos tímidos y desconfiados de la
    mayoría de los jerarcas.
    Esta diversidad
    de posiciones, que mostraba una desigual asimilación del
    Vaticano II y de los documentos de Medellín, se hizo patente en la
    discusión en torno al nuevo Concordato de 1973, aprobado por los
    dos partidos tradicionales, a pesar de la oposición teórica de
    bastantes liberales y de algunos miembros del clero denominado
    "progresista". El nuevo Concordato, aunque suprimía algunas
    disposiciones aberrantes, estaba lejos de concordar con las
    posiciones teóricas del nuevo espíritu conciliar. En la
    discusión, se hizo todo lo posible para que no aparecieran posiciones
    divergentes dentro de la Iglesia católica, ya que la imagen de
    monolitismo era esencial para la negociación en que se enfrenta
    al Estado como sociedad perfecta frente a sociedad perfecta. A
    pesar de algunas propuestas para denunciar el Concordato vigente, esta
    situación aparece reeditada en 1985, cuando el país fue
    sorprendido por una ratificación, por tiempo indefinido, del
    tratado con sólo unas modificaciones mínimas: los casos de
    separación de cuerpos serían conocidos por los jueces de circuito (antes
    sólo lo hacían los tribunales superiores y la Corte Suprema) y
    eran suprimidos los llamados privilegios paulino y petrino,
    reconocidos hasta entonces por la ley colombiana.
    EL CONCORDATO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA
    Sin
    embargo, el país había venido cambiando: en ese sentido, fue
    muy diciente que en 1986 tanto el candidato conservador, Alvaro Gómez
    Hurtado, como el entonces candidato liberal, Virgilio Barco, se
    mostraran abiertamente partidarios de modificar la legislación
    matrimonial en el sentido de devolver al Estado la jurisdicción
    plena sobre los efectos civiles de todo matrimonio, incluido el
    católico. En esa misma línea, el presidente Barco propuso en
    1987 modificar el Concordato para regular sobre el derecho de
    familia y la libertad de enseñanza.
    Sin
    embargo, los cambios de la sociedad colombiana en materia de mayor
    pluralismo religioso y pérdida de la posición monopólica de la
    Iglesia católica se hacían cada vez más obvias, como aparece en
    la nueva Constitución de 1991 y en el consiguiente fallo de la
    Corte Constitucional sobre el Concordato en 1993. Ante la nueva
    Constitución, la jerarquía adopta una posición muy defensiva: se recogen
    firmas para mantener el nombre de Dios en el encabezamiento de
    ella; se insiste en la necesidad de explicitar los principios
    éticos, naturales o cristianos, que deberían inspirarla; se
    condena el permisivismo con su falso concepto de libertad, lo mismo que
    la pérdida del sentido de una moral objetiva, basada en la
    naturaleza, de la cual deberían deducirse los derechos
    fundamentales. Por eso, los obispos se manifiestan críticos del
    relativismo ético, propio de una sociedad secularista, que niega
    la universalidad de las normas morales e intenta imponer "una
    hipotética ética civil", basada en valores cambiantes. Y, en
    nombre del "hecho social católico", defienden la regulación
    religiosa de la Constitución de 1886 como consagración institucional de
    la necesaria cooperación del Estado y de la Iglesia, que no
    constituía una desigualdad ante la ley sino el reconocimiento de
    una realidad histórica y social. Sin embargo, los jerarcas
    católicos admiten que esta consagración pueda extenderse, en el futuro, a
    otras confesiones religiosas, pero con una salvedad: estos
    acuerdos sólo tendrían valor intraestatal, en contraste con el
    carácter de tratado internacional del Concordato. Según los
    obispos, estas diferencias no significan ningún privilegio a favor de la
    Iglesia católica, ni discriminación alguna en contra de otras
    confesiones, ya que todavía persisten las razones para el
    reconocimiento especial que hacía la Constitución de 1886, pues
    permanece vigente el hecho social católico, "a pesar de la
    mentalidad subjetivista y permisivista que ha debilitado la fe entre
    cristianos e incluso católicos ".
    Esta mentalidad
    se expresa en la reacción de la mayoría de los jerarcas y clérigos
    católicos, lo mismo que de los juristas e internacionalistas, frente
    a la sentencia de la Corte Constitucional, en 1993, que
    declaraba inconstitucional buena parte de los artículos del
    Concordato de 1993. La mayor parte de las críticas eran de corte
    jurídico, que negaban la competencia de la Corte para decidir sobre la
    exequibilidad de los tratados públicos internacionales, ya que
    el orden jurídico internacional se basa en la santidad de los
    tratados, expresada en el aforismo latino pacta sunt servanda. Sin
    embargo, la mirada meramente jurídica no hace sino aplazar el
    problema, pues la Santa Sede siempre ha terminado por adecuar
    sus concordatos a los cambios de circunstancias de las dos
    partes. En el fondo, estas discusiones jurídicas no hacen sino oscurecer
    el problema fundamental: ¿cuál es el papel que la Iglesia
    católica debe desempeñar en la sociedad colombiana de comienzos
    del XXI, que ha experimentado un rápido proceso de
    secularización y una erosión de su situación de monopolio, causada por
    el avance de otras creencias? ¿Cómo establecer una relación
    positiva entre la Iglesia y el Estado dentro de una sociedad
    cada vez más pluralista, desacralizada y heterogénea en materia
    religiosa?


     

    Título: La iglesia en el siglo XX. Las reformas al Concordato







  • Pais


  • Numismática


  • Bibliotecas


  • Bvirtual


  • Oro


  • conflicto


  • apostólica


  • Concordato


  • No hay comentarios:

    Publicar un comentario

    Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas

    Sabiduría para la vida Parashá Vaetjanán: Cómo hacer que tus plegarias sean respondidas aishlatino.com Sabiduría para la vida Parashá Vaet...